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Del Diagrama, tabla del suelo 17, párrafo 3, cada segunda letra a partir de la segunda
Dalinar se hallaba a oscuras.
Se dio media vuelta, tratando de recordar cómo había llegado a ese lugar. En las sombras, veía muebles. Mesas, una alfombra, cortinas de Azir de salvajes colores. Su madre siempre había estado orgullosa de aquellas cortinas.
«Mi hogar —pensó—. Tal como era siendo yo niño». Mucho antes de la conquista, mucho antes de Gavilar…
Gavilar… ¿no había muerto Gavilar? No, Dalinar oyó a su hermano reír en la habitación de al lado. Era un niño. Los dos lo eran.
Cruzó la habitación oscura, sintiendo la difusa alegría de lo familiar. De cosas que eran como deberían ser. Había dejado fuera sus espadas de madera. Tenía una colección, cada una de ellas tallada como una hoja esquirlada. Ya era demasiado mayor para jugar con ellas, naturalmente, pero seguía gustándole tenerlas. Como colección.
Se acercó a las puertas del balcón y las abrió.
Una cálida luz lo bañó. Una calidez profunda, envolvente, penetrante. Una calidez que calaba su piel, hasta su misma esencia. Miró la luz y no quedó cegado. La fuente era distinta, pero la conocía. La conocía bien.
Sonrió.
Entonces despertó. Solo en sus nuevos aposentos en Urithiru, un alojamiento temporal hasta que exploraran la torre entera. Había pasado una semana desde que llegaron a este lugar, y la gente de los campamentos de guerra había empezado por fin a llegar, trayendo esferas recargadas durante la tormenta inesperada. Las necesitaban con urgencia para hacer funcionar la Puerta Jurada.
Habían llegado justo a tiempo. La tormenta eterna no había regresado aún, pero si se movía como una alta tormenta, los alcanzaría cualquier día de estos.
Dalinar permaneció sentado un rato en la oscuridad, reflexionando sobre aquella calidez que había sentido. ¿Qué había sido aquello? Un momento extraño para experimentar una de las visiones. Siempre se producían durante las altas tormentas. Antes, cuando sentía llegar una mientras dormía, lo despertaban.
Lo comprobó con sus guardias. No soplaba ninguna alta tormenta. Meditabundo, empezó a vestirse. Quería ver si podía llegar al tejado de la torre hoy.
Mientras recorría los oscuros pasillos de Urithiru, Adolin trataba de no mostrar lo abrumado que se sentía. El mundo acababa de cambiar, como una puerta sobre sus goznes. Unos cuantos días antes, su compromiso informal era el de un hombre poderoso con la hija relativamente poco importante de una casa lejana. En ese momento posiblemente Shallan era la persona más poderosa del mundo, y él era…
¿Qué era él?
Alzó su linterna, luego hizo unas cuantas marcas con tiza en la pared para indicar que había estado allí. Esta torre era enorme. ¿Cómo se mantenía en pie? Probablemente podrían explorarla durante meses sin abrir todas las puertas. Adolin se había lanzado a las tareas de exploración porque parecía algo que podía hacer. También, por desgracia, le daba tiempo para pensar. No le gustaba las pocas respuestas que encontraba.
Se dio media vuelta, advirtiendo que se había alejado del resto de su partida de exploradores. Lo hacía cada vez más a menudo. Habían empezado a llegar los primeros grupos de las Llanuras Quebradas y tenían que decidir dónde alojarlos a todos.
¿Eran voces lo que oía ahí delante? Adolin frunció el ceño, luego continuó por el pasillo, dejando atrás la linterna para que no revelase su presencia. Se sorprendió cuando reconoció a uno de los hombres que hablaban. ¿Era Sadeas?
Sí. El alto príncipe dirigía un grupo de exploradores propios. Para sus adentros, Adolin maldijo al viento que había convencido a Sadeas, nada menos, para que oyera la llamada de acudir a Urithiru. Todo habría sido mucho más fácil si se hubiera quedado atrás.
Sadeas indicó a unos cuantos soldados que continuaran por una bifurcación del pasillo en forma de túnel. Su esposa y unas cuantas escribas siguieron por el otro, acompañadas por dos soldados. Adolin observó un momento mientras el alto príncipe alzaba una linterna para inspeccionar una ajada pintura en la pared. Una imagen con animales mitológicos. Reconoció unos cuantos de los cuentos infantiles, como la enorme criatura parecida a un visón con la melena de pelo que le caía por la espalda. ¿Cómo se llamaba?
Adolin se dio la vuelta para irse, pero su bota rozó la piedra.
Sadeas se volvió, alzando su linterna.
—Ah, príncipe Adolin. —Vestía de blanco, que realmente no iba con su tez: el color claro hacía que sus rasgos rubicundos parecieran ensangrentados en comparación.
—Sadeas —dijo Adolin, volviéndose—. No sabía que habías llegado.
Hombre de las tormentas. ¿Había prescindido de su padre durante todos estos meses, y en ese momento decidía obedecer?
El alto príncipe recorrió el pasillo, dejando atrás a Adolin.
—Este lugar es extraordinario. Verdaderamente extraordinario.
—Así que reconoces que mi padre tenía razón —dijo Adolin—. Que sus visiones son verdaderas. Los Portadores del Vacío han regresado, y tú has quedado en ridículo.
—Admito que a tu padre le queda más lucha de lo que temí una vez. Un plan notable. Contactar con los parshendi, hacer este trato con ellos. Ofrecieron todo un espectáculo, según he oído. Desde luego convenció a Aladar.
—No puedes creer que todo fuera una patraña.
—Oh, por favor. ¿Niegas que tenía a un parshendi entre su propia guardia? ¿No es conveniente que estos nuevos «Radiantes» incluyan al jefe de la guardia de Dalinar y a tu propia prometida?
Sadeas sonrió, y Adolin vio la verdad. No, no lo creía, pero era la mentira que iba a contar. Comenzaría de nuevo a difundir rumores, tratando de socavar a Dalinar.
—¿Por qué? —preguntó Adolin, dando un paso hacia él—. ¿Por qué eres así, Sadeas?
—Porque tiene que suceder —dijo Sadeas con un suspiro—. No se puede tener un ejército con dos generales, hijo. Tu padre y yo somos dos viejos espinasblancas que quieren un reino. Es él o yo. Estamos encaminados a ello desde que murió Gavilar.
—No tiene por qué ser así.
—Sí. Tu padre nunca volverá a confiar en mí, Adolin, y lo sabes. —El rostro de Sadeas se ensombreció—. Le arrebataré todo esto. Esta ciudad, estos descubrimientos. Es solo un contratiempo.
Adolin vaciló un instante, mirando a Sadeas a los ojos, y entonces algo caló por fin en él.
«Eso es».
Agarró a Sadeas por la garganta con la mano sana y aplastó al alto príncipe contra la pared. La mirada de sorpresa total de Sadeas le hizo gracia a una parte de Adolin, la parte pequeña que no estaba completa, total e irrevocablemente enfurecida.
Apretó, sofocando un grito de ayuda mientras volvía a golpear a Sadeas contra la pared y agarraba la mano del hombre con la suya propia. Pero Sadeas era un soldado entrenado. Trató de romper la presa, cogiendo a Adolin por el brazo y retorciéndolo.
Adolin aguantó, pero perdió el equilibrio. Los dos cayeron juntos, retorciéndose, rodando. Esta no era la calculada intensidad de los terrenos de duelo, ni siquiera la metódica masacre del campo de batalla.
Eran dos hombres sudorosos que forcejeaban, ambos al borde del pánico. Adolin era más joven, pero aún estaba herido por el combate con el Asesino de Blanco.
Consiguió quedar encima, y cuando Sadeas se vio obligado a gritar, Adolin golpeó la cabeza del hombre contra el suelo de piedra para hacerlo callar. Respirando entrecortadamente, Adolin echó mano a su puñal. Intentó alcanzar la cara de Sadeas, pero el otro hombre consiguió alzar las manos para sujetarle las muñecas.
Adolin gruñó, acercando poco a poco el cuchillo que sujetaba con la mano mala. Lo sujetó de todas formas, la muñeca ardiendo de dolor, mientras se apoyaba en la guardia. El sudor asomó en la frente de Sadeas, la punta del cuchillo tocó la punta de su nariz.
—Mi padre —dijo Adolin con un gruñido; el sudor de su cara goteaba en la hoja del cuchillo— cree que soy mejor que él. —Amplió la presión, y sintió que la presa de Sadeas se debilitaba—. Por desgracia para ti, está equivocado.
Sadeas gimió.
Con un empellón, Adolin clavó la hoja en la nariz de Sadeas hasta la cuenca ocular, perforando el ojo como si fuera una baya madura, hasta hundirla en el cerebro.
Sadeas se estremeció un momento; la sangre borboteaba alrededor de la hoja mientras Adolin la retorcía para asegurarse.
Un segundo después, una hoja esquirlada apareció junto a Sadeas: la hoja de su padre. Sadeas estaba muerto.
Adolin retrocedió para no mancharse la ropa de sangre, aunque ya tenía manchados los puños de la camisa. Tormentas. ¿Había hecho esto? ¿Acababa de asesinar a un alto príncipe?
Mareado, miró el arma. Ninguno de los dos había invocado su espada esquirlada para la pelea. Estas armas podían valer una fortuna, pero servirían menos que una piedra en una lucha tan de cerca.
Mientras su mente se despejaba y pensaba con más claridad, Adolin recogió el arma y se apartó. Arrojó la espada por una ventana, dejándola caer en uno de los grandes maceteros que había en la terraza. Allí tal vez estaría a salvo.
Después de eso, tuvo la presencia de ánimo de arrancarse las mangas de la camisa, limpiar la marca de tiza de las paredes golpeándolas con su hoja esquirlada, y alejarse todo lo que pudo antes de encontrar a uno de sus grupos de exploradores y fingir que había estado en esa zona todo el tiempo.
Dalinar comprendió cómo funcionaba el mecanismo de cierre, luego empujó la puerta de metal al final de la escalera. La puerta estaba encajada en el techo, la escalera conducía directamente hacia ella.
La trampilla se negó a abrirse, a pesar de que no estaba cerrada con llave. Había engrasado las partes. ¿Por qué no se movía?
«Crem, naturalmente», pensó. Invocó su espada esquirlada e hizo una serie de rápidos cortes alrededor de la trampilla. Entonces, con esfuerzo, pudo abrirla. La antigua trampilla se volvió hacia arriba y lo dejó salir a la misma cima de la ciudad torre.
Sonrió y salió al tejado. Cinco días de exploración habían enviado a Adolin y Navani a las profundidades de la ciudad torre. Dalinar, sin embargo, había querido buscar la cima.
Para tratarse de una torre tan enorme, el tejado era relativamente pequeño, y no estaba tan recubierto de crem. A esta altura, era probable que cayera menos lluvia durante las altas tormentas, y todo el mundo sabía que el crem era más denso en el este que en el oeste.
Tormentas, sí que estaba alto. Los oídos se le habían taponado varias veces mientras ascendía usando el ascensor fabrial que Navani había descubierto. Ella hablaba de contrapesos y de gemas conjuntadas, asombrada por la tecnología de los antiguos. Lo único que Dalinar sabía era que su descubrimiento le había permitido evitar varios cientos de tramos de escaleras.
Se acercó al borde y miró hacia abajo. Debajo, cada anillo de la torre se expandía hacia fuera un poco más que el que tenía encima. «Shallan tiene razón —pensó—. Son jardines. Cada anillo exterior está dedicado a plantar alimentos». No sabía por qué la cara este de la torre era recta y a pico, mirando al Origen. No había balcones en ese lado.
Se asomó. A lo lejos, tan abajo que se mareó un poco, vio las diez columnas que contenían las Puertas Juradas. La de las Llanuras Quebradas destelló, y un gran grupo de personas apareció en ella. Ondeaban la bandera de Hatham. Con los mapas que las eruditas de Dalinar habían enviado, Hatham y los demás solo habían tardado una semana de rápida marcha en llegar a la Puerta. Cuando el ejército de Dalinar cruzó la misma distancia, lo hicieron con mucha cautela, atentos a los ataques de los parshendi.
Al ver las columnas desde esta perspectiva, reconoció que había una de ellas en Kholinar. Componía el estrado donde habían construido el palacio y el templo real. Shallan sospechaba que Jasnah había tratado de abrir la Puerta Jurada allí: las notas de la mujer decían que las Puertas Juradas de cada ciudad estaban cerradas a cal y canto. Solo había quedado abierta la de las Llanuras Quebradas.
Shallan esperaba descubrir cómo abrir las otras, aunque sus pruebas indicaban que seguían cerradas. Si conseguía hacer que funcionaran, el mundo se convertiría en un lugar mucho más pequeño. Suponiendo que quedara algo de él.
Dalinar se volvió y miró hacia el cielo. Inspiró profundamente. Para esto había ido allí arriba.
—¡Enviaste esa tormenta para destruirnos! —gritó hacia las nubes—. ¡La enviaste para encubrir en lo que se estaba convirtiendo Shallan, y luego Kaladin! ¡Trataste de terminar esto antes de que pudiera empezar!
Silencio.
—¿Por qué enviarme las visiones y decirme que me preparara? —gritó Dalinar—. ¿Y luego intentar destruirnos cuando les hicimos caso?
SE ME EXIGIÓ QUE ENVIARA ESAS VISIONES CUANDO LLEGARA EL MOMENTO. EL TODOPODEROSO ME LO EXIGIÓ. NO PODÍA DESOBEDECERLO IGUAL QUE NO PODÍA NEGARME A SOPLAR LOS VIENTOS.
Dalinar tomó aire. El Padre Tormenta había respondido. Afortunadamente, lo había hecho.
—¿Las visiones eran suyas, entonces, y tú el vehículo para elegir quién las recibía?
SÍ.
—¿Por qué me elegiste a mí?
NO IMPORTA. FUISTE DEMASIADO LENTO. FRACASASTE. LA TORMENTA ETERNA ESTÁ AQUÍ, Y LOS SPREN DEL ENEMIGO VIENEN A HABITAR LOS ANTIGUOS. SE HA TERMINADO. HAS PERDIDO.
—Dijiste que eras un fragmento del Todopoderoso.
SOY SU… SPREN, POR ASÍ DECIRLO. NO SU ALMA. SOY EL RECUERDO QUE LOS HOMBRES CREARON DE ÉL, AHORA QUE YA NO ESTÁ. LA PERSONIFICACIÓN DE LAS TORMENTAS Y DE LO DIVINO. NO SOY NINGÚN DIOS. NO SOY MÁS QUE LA SOMBRA DE UN DIOS.
—¿Qué sabes de esa tormenta que liberaron los parshendi?
LA TORMENTA ETERNA. ES NUEVA, PERO DE DESIGNIO ANTIGUO. RODEA EL MUNDO Y LLEVA CONSIGO SUS SPREN. TODO MIEMBRO DEL ANTIGUO PUEBLO QUE TOQUE TOMARÁ SUS NUEVAS FORMAS.
—Portadores del Vacío.
ESE ES UN TÉRMINO PARA ELLOS.
—¿Volverá esa tormenta eterna, con toda seguridad?
REGULARMENTE, COMO LAS ALTAS TORMENTAS, AUNQUE MENOS FRECUENTE. ESTÁIS CONDENADOS.
—Y transformará a los parshmenios. ¿No hay forma de detenerla?
No.
Dalinar cerró los ojos. Era lo que se temía. Su ejército había derrotado a los parshendi, sí, pero eran solo una fracción de lo que se les venía encima. Pronto se enfrentaría a cientos de miles de hombres.
Las otras no le hacían caso. Había tratado de hablar, a través de vinculacañas, con el mismísimo emperador de Azir… un emperador nuevo, ya que Szeth había visitado al último. No había habido ninguna guerra de sucesión en Azir, naturalmente. Esa gente requería demasiado papeleo.
El nuevo emperador había invitado a Dalinar a visitarlo, pero obviamente consideraba que sus palabras eran delirios. Dalinar no sabía que los rumores de su locura hubieran llegado hasta tan lejos. Sin embargo, incluso sin eso, sospechaba que sus advertencias serían ignoradas, ya que lo que decía era una locura. ¿Una tormenta que soplaba en sentido contrario? ¿Parshmenios que se convertían en Portadores del Vacío?
Solo Taravangian de Kharbranth (y ahora, al parecer, de Jah Keved) había parecido dispuesto a escuchar. Los Heraldos bendijeron a ese hombre; con suerte, podría traer algo de paz a esa tierra torturada. Dalinar había pedido más información sobre cómo había obtenido el trono: los informes iniciales indicaban que había llegado al cargo de manera inesperada. Pero era demasiado nuevo, y Jah Keved estaba demasiado rota, para que pudiera hacer mucho.
Aparte de ello, llegaron súbitos e inesperados informes, a través de vinculacañas, de las revueltas en Kholinar. Tampoco habían recibido ninguna respuesta clara. ¿Y qué era eso que había oído de una plaga en el Lagopuro? Tormentas, en qué caos se había convertido todo.
Tendría que hacer algo respecto a todo aquello.
Dalinar volvió a mirar al cielo.
—Me han ordenado que vuelva a fundar los Caballeros Radiantes. Tendré que unirme a ellos si voy a liderarlos.
En el cielo rugieron truenos lejanos, aunque no había nubes.
—¡Vida antes que muerte! —gritó Dalinar—. ¡Fuerza antes que debilidad! ¡Viaje antes que destino!
¡SOY LA ASTILLA DEL TODOPODEROSO MISMO!, dijo la voz, airada. SOY EL PADRE TORMENTA. ¡NO ME DEJARÉ VINCULAR DE UN MODO QUE PUEDA MATARME!
—Te necesito —dijo Dalinar—. A pesar de lo que hiciste. El hombre del puente habló de juramentos pronunciados, y de que cada orden de caballeros era diferente. El Primer Ideal es el mismo. Después de eso, cada orden es única, y requiere Palabras distintas.
El trueno rugió. Parecía… un desafío. ¿Podía Dalinar interpretar los truenos ahora?
Era una jugada peligrosa. Se enfrentaba a algo primigenio, algo incognoscible. Algo que había intentado activamente asesinarlo a él y a su ejército.
—Por fortuna —dijo Dalinar—, conozco el segundo juramento que he de hacer. No hace falta que me lo digan. Uniré en vez de dividir, Padre Tormenta. Uniré a los hombres.
El trueno se silenció. Dalinar permaneció allí en pie, solo, mirando el cielo, esperando.
MUY BIEN, dijo por fin el Padre Tormenta. ESAS PALABRAS SON ACEPTADAS.
Dalinar sonrió.
NO SERÉ UNA SIMPLE ESPADA PARA TI, advirtió el Padre Tormenta. NO ACUDIRÉ A TU LLAMADA, Y TENDRÁS QUE APARTARTE DE ESA… MONSTRUOSIDAD QUE LLEVAS. SERÁS UN RADIANTE SIN ESQUIRLAS.
—Seré lo que tenga que ser —dijo Dalinar, invocando su hoja esquirlada. En cuanto apareció, sonaron gritos en su cabeza. Soltó el arma como si fuera una anguila que lo hubiera mordido. Los gritos desaparecieron inmediatamente.
La espada resonó contra el suelo. Romper el vínculo con una hoja esquirlada era en teoría un proceso difícil que requería concentración y tocar su piedra. Sin embargo, esta se desgajó en un instante. Dalinar pudo sentirlo.
—¿Cuál era el significado de la última visión que recibí? —preguntó—. La de esta mañana, la que vino sin ninguna alta tormenta.
NO SE ENVIÓ NINGUNA VISIÓN ESTA MAÑANA.
—Sí. Vi luz y calor.
UN SIMPLE SUEÑO. NO MÍO, NI DE LOS DIOSES.
Curioso. Dalinar podría haber jurado que era igual que las visiones, si no más fuerte.
VE, FORJADOR DE VÍNCULOS, dijo el Padre Tormenta. GUÍA AL FRACASO A TU PUEBLO MORIBUNDO. ODIUM DESTRUYÓ AL TODOPODEROSO. TÚ NO ERES NADA PARA ÉL.
—El Todopoderoso podía morir —dijo Dalinar—. Si eso es cierto, entonces ese Odium también. Encontraré un modo de hacerlo. Las visiones mencionaban un desafío, un campeón. ¿Sabes algo de eso?
El cielo no dio más respuesta que un leve rumor. Bueno, ya habría tiempo para hacer preguntas más tarde.
Dalinar se retiró de la cima de Urithiru y se dirigió a las escaleras. El tramo de escalones daba a una sala que abarcaba casi toda la planta superior de la ciudad torre, y brillaba con la luz que entraba a través de las ventanas de cristal. Ventanas sin postigos ni apoyos, algunas mirando al este. Cómo sobrevivían a las altas tormentas no lo sabía, aunque había restos de crem en algunos sitios.
Diez cortas columnas rodeaban esta sala, con otra en el centro.
—¿Bien? —preguntó Kaladin, volviéndose de la columna que estaba inspeccionando. Shallan salió de detrás de otra; parecía bastante menos agotada que cuando llegaron por primera vez a la ciudad. Aunque sus días allí en Urithiru habían sido frenéticos, unas cuantas noches de sueño les habían venido muy bien a todos.
En respuesta a la pregunta, Dalinar se sacó una esfera del bolsillo y la alzó. Entonces absorbió la luz tormentosa.
Sabía que debía esperar la sensación de una tormenta ardiendo en su interior, como se lo habían descrito tanto Kaladin como Shallan. Le instaba a actuar, a moverse, a no quedarse quieto. Sin embargo, no se parecía a la Emoción de la batalla, que era lo que esperaba.
Notó que sus heridas sanaban de manera familiar. Era como si lo hubiera hecho antes. ¿En el campo de batalla? Su brazo estaba bien, y el corte en su costado apenas le dolía ya.
—Es horriblemente injusto que lo hayas conseguido al primer intento —advirtió Kaladin—. A mí me llevó una eternidad.
—Recibí instrucciones —dijo Dalinar, entrando en la habitación y arrojando la esfera—. El Padre Tormenta me llamó Forjador de Vínculos.
—Era el nombre de una de las órdenes —dijo Shallan, apoyando los dedos en una de las columnas. Ya somos tres. Corredores del Viento, Forjador de Vínculos, Tejedora de luz.
—Cuatro —dijo una voz desde las sombras de la escalera. Renarin entró en la habitación iluminada. Los miró, luego dio un paso atrás.
—¿Hijo? —preguntó Dalinar.
Renarin permaneció en la oscuridad, con la cabeza gacha.
—No llevas anteojos… —susurró Dalinar—. Dejaste de usarlos. Pensé que intentabas parecer un guerrero, pero no. La luz tormentosa curó tus ojos.
Renarin asintió.
—Y la hoja esquirlada —dijo Dalinar, avanzando y cogiendo a su hijo por el hombro—. Oyes gritos. Eso es lo que te pasó en el duelo. No pudiste luchar por causa de esos gritos en tu cabeza por haber invocado la espada. ¿Por qué? ¿Por qué no dijiste nada?
—Creí que era yo —susurró Renarin—. Mi mente. Pero Glys dice… —Parpadeó—. Vigilante de la Verdad.
—¿Vigilante de la Verdad? —dijo Kaladin, mirando a Shallan. Ella negó con la cabeza—. Yo camino los vientos. Ella teje luz. El brillante señor Dalinar forja uniones. ¿Qué haces tú?
Renarin lo miró a los ojos.
—Yo veo.
—Cuatro órdenes —dijo Dalinar, apretando con orgullo el hombro de Renarin. Tormentas, el muchacho estaba temblando. ¿Qué le preocupaba tanto? Dalinar se volvió hacia los demás—. Las otras órdenes deben regresar también. Tenemos que encontrar a aquellos a quienes han elegido los spren. Rápido, pues tenemos la tormenta eterna encima, y es peor de lo que temíamos.
—¿Cómo? —preguntó Shallan.
—Cambiará a los parshmenios —dijo Dalinar—. El Padre Tormenta me lo confirmó. Cuando esa tormenta los alcance, volverán los Portadores del Vacío.
—Condenación —dijo Kaladin—. Tengo que ir a Alezkar, a Piedralar.
Se encaminó hacia la salida.
—¿Soldado? —llamó Dalinar—. He hecho lo que he podido para avisar a tu pueblo.
—Mis padres están allí —dijo Kaladin—. Y el señor de la ciudad tiene parshmenios. Iré.
—¿Cómo? —preguntó Shallan—. ¿Cubrirás toda la distancia volando?
—Cayendo —dijo Kaladin—. Pero sí.
Se detuvo en la puerta.
—¿Cuánta luz requerirá eso, hijo? —preguntó Dalinar.
—No lo sé —admitió Kaladin—. Mucha, probablemente.
Shallan miró a Dalinar. No tenían luz tormentosa que pudieran malgastar. Aunque los que venían de los campamentos de guerra traían esferas recargadas, activar la Puerta Jurada requería un montón de luz, dependiendo de cuánta gente trajeran. Iluminar las lámparas de la sala en el centro de la Puerta era el mínimo necesario para poner en marcha el artilugio: traer a mucha gente agotaba parcialmente también las gemas infusas que traían.
—Te conseguiré lo que pueda, muchacho —dijo Dalinar—. Ve con mi bendición. Tal vez te quede lo suficiente para ir luego a la capital y ayudar a la gente de allí.
Kaladin asintió.
—Prepararé una mochila. Tengo que marcharme de inmediato. —Salió de la sala y se dirigió a la escalera.
Dalinar absorbió más luz tormentosa y sintió cómo sus últimas heridas desaparecían. Esto era algo a lo que un hombre podía acostumbrarse fácilmente.
Envió a Renarin con órdenes para que hablara con el rey y le pidiera varios broams de esmeralda que Kaladin pudiera tomar prestados para su viaje.
Elhokar había llegado por fin, en compañía de un grupo de herdazianos, nada menos. Uno decía que había que añadir su nombre a la lista de reyes alezi…
Renarin se dispuso ansiosamente a cumplir la orden. Parecía desear tener algo que hacer.
«Es uno de los Caballeros Radiantes —pensó Dalinar, viéndolo marchar—. Probablemente tendré que dejar de enviarlo a hacer recados».
Tormentas. Estaba sucediendo de verdad.
Shallan se había acercado a las ventanas. Dalinar se detuvo a su lado. Esta era la cara oriental de la torre, el lado plano que miraba directamente hacia el Origen.
—Kaladin solo tendrá tiempo de salvar a unos pocos —dijo ella—. Si acaso. Somos cuatro, brillante señor. Solo cuatro contra una tormenta llena de destrucción…
—Las cosas son como son.
—Muchos morirán.
—Y nosotros salvaremos a los que podamos —dijo Dalinar. Se volvió hacia ella—. Vida antes que muerte, Radiante. Es la tarea que hemos jurado.
Ella hizo una mueca, todavía mirando al este, pero asintió.
—Vida antes que muerte, Radiante.