Szeth-hijo-hijo-Vallano, Sinverdad de Shinovar, estaba sentado en la torre más alta del mundo y reflexionaba sobre el Final de Todas las Cosas.
Las almas de la gente que había asesinado acechaban en las sombras. Le susurraban. Si se acercaba, gritaban.
También gritaban cuando cerraba los ojos. Había acabado por parpadear lo menos posible. Sentía los ojos secos en el cráneo. Era lo que haría cualquier hombre… cuerdo.
La torre más alta de este mundo, oculta en las cimas de las montañas, era perfecta para su reflexión. Si no estuviera atado a una piedra jurada, si hubiera sido otro hombre por completo, se habría quedado allí. El único lugar del este donde las piedras no estaban malditas, donde se permitía caminar sobre ellas. Este lugar era sagrado.
La brillante luz del sol expulsaba las sombras, manteniendo esos gritos reducidos al mínimo. Quienes gritaban se merecieron la muerte, naturalmente. Tendrían que haber matado a Szeth. «Os odio. Os odio… a todos». Glorias internas, qué extraña emoción.
No alzó la cabeza. No quería enfrentarse a la mirada del Dios de Dioses. Pero era bueno estar al sol. Allí no había nubes que trajeran oscuridad: ese lugar se alzaba por encima de toda ellas. Urithiru gobernaba incluso a las nubes.
La gran torre estaba también vacía: era otro motivo por el que le gustaba. Cien niveles, construidos en círculo, cada uno más grande que el superior para proporcionar balcones iluminados. Sin embargo, la cara este era un borde plano que hacía que desde lejos pareciera que la torre había sido cortada por una hoja esquirlada. Qué forma tan extraña.
Estaba sentado en ese borde, en lo más alto, con los pies colgando sobre cien plantas de altura y una caída al abismo. El cristal chispeaba en la superficie lisa del lado plano.
Ventanas de cristal. Encaradas al este, hacia el Origen. La primera vez que visitó el lugar (justo después de ser exiliado de su tierra) no había comprendido lo extrañas que eran esas ventanas. Por entonces todavía estaba acostumbrado a las altas tormentas suaves. Lluvia, viento y meditación.
Las cosas eran diferentes en esas tierras malditas de los que caminaban sobre la piedra. Esas tierras odiosas. Esas tierras rebosantes de sangre, muerte y gritos. Y… Y…
Respirar. Se obligó a tomar y expulsar aire y se puso de pie en el borde del parapeto en lo alto de la torre.
Había combatido a un imposible. Un hombre con luz tormentosa, un hombre que conocía la tormenta interior. Eso significaba… problemas. Años atrás, Szeth había sido desterrado por causar la alarma. La falsa alarma, se dijo.
Los Portadores del Vacío ya no existen, le dijeron.
Los espíritus de las piedras mismas lo prometieron.
Los poderes de antaño ya no existen.
Los Caballeros Radiantes han caído.
Nosotros somos todo lo que queda.
Todo lo que queda… Sinverdad.
—¿No he sido fiel? —gritó Szeth, alzando por fin la cabeza para mirar al sol. Su voz resonó contra las montañas y sus almas-espíritu—. ¿No he obedecido, no he mantenido mi juramento? ¿No he hecho lo que me ordenaste?
Las muertes, los asesinatos. Parpadeó, los ojos cansados.
—¿Y si el shamanato se equivoca? ¿Y si me desterraron por error?
Sería el Final de Todas las Cosas. El final de la verdad. Significaría que nada tenía sentido, que su juramento era vacuo.
Significaría que había matado por ningún motivo.
Saltó por el lado de la torre, las ropas blancas (que para él se habían convertido en un símbolo de muchas cosas) ondeando al viento. Se llenó de luz tormentosa y se lanzó hacia el sur. Su cuerpo se abalanzó en esa dirección, cayendo a través del cielo. Solo podía viajar así poco tiempo: su luz tormentosa no duraba mucho.
Un cuerpo demasiado imperfecto. Los Caballeros Radiantes… se decía… se decía que eran mejores en esto… como los Portadores del Vacío.
Apenas tenía suficiente luz para liberarse de las montañas y aterrizar en la aldea que había al pie. A menudo le dejaban allí esferas como ofrenda, pues lo consideraban una especie de dios. Él se alimentaba de esa luz, que le permitía recorrer mayores distancias hasta encontrar otra ciudad y más luz tormentosa.
Tardaría días en llegar a su destino, pero hallaría respuestas. O, si no, alguien a quien matar.
Por elección propia, esta vez.