Y así se calmaron las perturbaciones en la toparquía Revv, cuando, después de cesar de perseguir sus disensiones civiles, Nalan’Elin se dispuso a aceptar finalmente a los Rompedores del Cielo que le habían nombrado su amo, pese a que inicialmente él había rechazado sus avances y, en su propio interés, se había negado a permitir lo que consideraba una búsqueda de la vanidad y el incordio; este fue el último de los Heraldos en admitir ese apoyo.

De Palabras radiantes, capítulo 5, página 17

A pesar de la hora, el campamento estaba todavía concurrido. Shallan no se sorprendió: su estancia en Kharbranth le había enseñado que no todo el mundo consideraba que la llegada de la noche era un motivo para dejar de trabajar. Había casi tanta gente en las calles como durante su llegada. Y casi nadie le prestó atención.

Por una vez, no se sintió conspicua. Incluso en Kharbranth, la gente la miraba, se fijaba en ella, la observaba. Algunos habían pensado en robarle, otros en timarla. Una joven ojos claros sin escolta adecuada llamaba la atención y posiblemente constituía una oportunidad. Sin embargo, con el pelo negro y los ojos marrón oscuro, bien podría haber sido invisible. Era maravilloso.

Shallan sonrió y se metió las manos en los bolsillos del gabán; todavía se sentía cohibida por aquella mano enguantada, aunque la gente ni siquiera la miraba.

Llegó a un cruce. En una dirección, el campamento de guerra brillaba con antorchas y lámparas de aceite. Un mercado, tan bullicioso que nadie iluminaba sus lámparas con esferas. Shallan se dirigió hacia allí: estaría más segura en las calles más concurridas. Sus dedos rozaron el papel que tenía en el bolsillo y lo sacó cuando se detuvo para dejar pasar a un grupo de gente que charlaba.

El mapa parecía bastante fácil de interpretar. Solo debía averiguar dónde estaba. Aguardó, hasta que se dio cuenta de que la gente que tenía delante no iba a moverse. Estaba esperando que tuvieran una deferencia hacia ella, como harían ante cualquier ojos claros. Sacudiendo la cabeza por su estupidez, los rodeó.

Sucedió lo mismo varias veces: se vio obligada a apretujarse entre la gente para pasar por sitios estrechos, y le dieron empujones. En el mercado la gente fluía como dos ríos que pasaran el uno frente al otro, con tiendas a cada lado y vendedores atendiendo sus puestos de alimentos en el centro. En algunos sitios estaba cubierto por toldos que se extendían de un edificio a otro.

Quizá de solo unos diez pasos de diámetro, era un caos claustrofóbico, desbordante, ruidoso. Y a Shallan le encantaba. Quiso detenerse y dibujar a la mitad de la gente con la que se iba encontrando. Todos parecían llenos de vida, ya estuvieran regateando o simplemente caminando con un amigo o dando cuenta de un tentempié. ¿Por qué no había salido más en Kharbranth?

Se detuvo, sonriente, ante un hombre que representaba un teatrillo con títeres y una caja. Más allá, un herdaziano usaba un chispero y algún tipo de aceite para crear estallidos de llamas en el aire. Si pudiera pararse un momentito y hacerle un dibujo…

No. Tenía cosas que hacer. Por lo visto una parte de ella no quería continuar, y su mente intentaba distraerla. Cada vez era más consciente de esta defensa suya. La usaba, la necesitaba, pero no podía permitir que controlara su vida.

Sin embargo, se detuvo ante el carro de una mujer que vendía fruta glaseada. Las piezas eran rojas y jugosas, y las habían atravesado con un palito antes de sumergirlas en azúcar derretido. Shallan sacó una esfera de su bolsillo y la tendió.

La mujer se quedó inmóvil, mirando la esfera. La gente cercana se detuvo. ¿Qué pasaba? Era solo un marco esmeralda. No es que hubiera sacado el broam.

Miró los glifos que indicaban los precios. Un palo de fruta acaramelada costaba un chip. Los valores de las esferas no era algo en lo que tuviera que pensar a menudo, pero si no recordaba mal…

Su marco valía doscientas cincuenta veces el precio de la golosina. Incluso en el estado de ruina de su familia, esto no se habría considerado una gran suma. Pero eso era hablando de casas y posesiones, no al nivel de vendedores callejeros y trabajadores ojos oscuros.

—Uh, creo que no tengo cambio para eso —dijo la mujer—. Esto… ciudadana. —Un título que se daba a los ojos oscuros ricos de primer o segundo nahn.

Shallan se ruborizó. ¿Cuántas veces tendría que demostrar lo ingenua que era?

—Es por una golosina, y un poco de ayuda. Soy nueva en la zona. Busco unas direcciones.

—Una forma bastante cara de conseguirlas, señorita —observó la mujer, que de todas formas se guardó la esfera con dedos diestros.

—Necesito encontrar la calle Nar.

—Ah. Va en sentido contrario, señorita. Vuelva por el mercado y gire a la derecha. Tendrá que seguir… unas seis manzanas, creo. Es fácil de encontrar: el alto príncipe hizo que todo el mundo trazara sus construcciones en cuadrados, como en una ciudad de verdad. Busque las tabernas, y habrá llegado. Pero, señorita, creo que no es el sitio más adecuado para una persona como usted, sin ánimo de ofender sea dicho.

Incluso como ojos oscuros la gente la consideraba incapaz de defenderse.

—Gracias —dijo Shallan, cogiendo una de las golosinas de fruta. Se marchó apresuradamente y cruzó de nuevo la multitud abriéndose paso entre los que recorrían el mercado en sentido contrario.

—¿Patrón? —susurró.

—Mmm. —Él estaba aferrado a la parte exterior del gabán, cerca de las rodillas.

—Ponte detrás y mira si alguien me sigue —pidió Shallan—. ¿Crees que puedes hacerlo?

—Dejarán un patrón si vienen —dijo él, cayendo al suelo. Durante un breve instante, en el aire entre el gabán y la piedra, fue una masa oscura de líneas retorcidas. Y de pronto desapareció como una gota de agua en un lago.

Shallan se apresuró entre la multitud, aferrando con la mano segura la bolsa de esferas de su bolsillo y el palo de fruta con la mano libre. Demasiado bien recordaba que, en Kharbranth, Jasnah había exhibido una suma excesiva de dinero y eso había atraído a ladrones como el agua de las tormentas a las enredaderas.

Siguió las indicaciones que le había dado la vendedora, mientras su sensación de libertad quedaba menoscabada por la ansiedad. La esquina que marcaba el final del mercado la condujo a una calle mucho menos concurrida. ¿Intentaba la vendedora de fruta dirigirla a una trampa donde podría robarle con facilidad? Con la cabeza gacha, Shallan avivó el paso. No podía moldear almas para protegerse como hacía Jasnah. ¡Tormentas! ¡Si ni siquiera había podido hacer arder unas ramas! Dudaba de que fuera capaz de transformar cuerpos vivos.

Podía tejer con luz, pero eso lo estaba haciendo ya. ¿Lograría tejer una segunda imagen al mismo tiempo? ¿Y cómo andaba su disfraz, por cierto? Estaría absorbiendo la luz de sus esferas. Estuvo a punto de sacarlas para ver cuánto había gastado, pero se detuvo. Idiota. ¿Le preocupaba que le robaran, y no se le ocurría más que mostrar dinero?

Se detuvo después de dos manzanas. Había gente caminando por esa calle, unos cuantos hombres con ropas de obrero que volvían a sus casas para pasar la noche. Los edificios, desde luego, no eran tan bonitos como los que había dejado atrás.

—No nos sigue nadie —dijo Patrón desde sus pies.

Shallan dio un respingo y se llevó la mano libre al pecho, respirando entrecortadamente. ¿De verdad pensaba que podía infiltrarse en un grupo de asesinos? Su propio spren le ponía la piel de gallina.

«Tyn dijo que nada me enseñaría mejor que la experiencia personal —pensó—. Voy a tener que ir a tientas durante las primeras veces y espero acostumbrarme antes de hacerme matar».

—Sigamos —dijo Shallan—. Se nos acaba el tiempo. —Echó a andar, comiendo la fruta. Estaba deliciosa, aunque se sentía tan nerviosa que no la disfrutaba del todo.

La calle de las tabernas estaba a cinco manzanas, no a seis. El papel cada vez más arrugado de Shallan mostraba el punto de reunión como un edificio frente a una taberna con luces azules en las ventanas.

Tiró el palo de fruta cuando se encaminó hacia el edificio. No podía ser antiguo, pues nada en esos campamentos de guerra podía tener más de cuatro o cinco años, sin embargo parecía vetusto, con las piedras erosionadas y los postigos colgando torcidos en muchos sitios. Le sorprendió que una alta tormenta no se lo hubiera llevado por los aires.

Plenamente consciente de que podía estar metiéndose en el cubil de un espinablanca para servirle la cena, se detuvo y llamó a la puerta. La abrió un ojos oscuros del tamaño de un peñasco con la barba recortada como los comecuernos. Su pelo sí que tenía algo de rojo.

Shallan resistió la urgencia de cambiar su peso de un pie a otro mientras él la medía con la mirada. Finalmente terminó de abrirle la puerta y le indicó que pasara haciendo un gesto con sus gruesos dedos. Ella no dejó de advertir la gran hacha que había apoyada contra la pared, a su lado, iluminada por una débil lámpara de luz tormentosa que parecía tener solo un chip dentro.

Inspirando profundamente, Shallan entró.

El lugar olía a rancio. Oyó agua goteando más adentro, agua de tormenta que se abría paso desde una gotera del techo, cayendo, cayendo hasta el suelo. El guardia no habló mientras la conducía a través de la sala. El suelo era de madera. El hecho de caminar pisando madera tenía algo que le hacía pensar que iba a caerse. La tarima parecía gemir con cada paso. La buena piedra nunca hacía algo así.

El guardia indicó con la cabeza una abertura en la pared y Shallan escrutó la negrura. Escalones hacia abajo.

«Tormentas, ¿qué estoy haciendo?».

No ser tímida. Eso era lo que estaba haciendo. La joven miró al fornido guardia y alzó una ceja, obligándose a conservar la calma.

—Habéis tirado la casa por la ventana con la decoración. ¿Cuánto tiempo tuvisteis que buscar hasta encontrar una madriguera en las Llanuras Quebradas que tuviera unas escaleras tan espeluznantes?

El guardia sonrió, pero el gesto no hizo que resultara menos intimidatorio.

—Las escaleras no se desplomarán bajo mi peso, ¿verdad?

—Están bien —dijo el guardia. Su voz era sorprendentemente aguda—. No se desplomaron conmigo, y he desayunado dos veces hoy. —Se palpó el estómago—. Ve. Te esperan.

Shallan sacó una esfera para iluminarse y empezó a bajar las escaleras. Las paredes de piedra de esa parte de la vivienda habían sido excavadas. ¿Quién se habría tomado la molestia de cavar un sótano en un edificio medio podrido? La respuesta llegó cuando advirtió varios extensos hilillos de crem en la pared. Parecían cera derretida que cayera por el lado de una vela, endurecida y convertida en piedra hacía mucho tiempo.

«Este agujero estaba aquí antes de que llegaran los alezi», pensó. Cuando emplazó el campamento, Sebarial construyó ese edificio sobre un sótano ya existente. En otro tiempo los cráteres de los campamentos debían de haber servido para albergar a personas. No había otra explicación. ¿Quiénes serían? ¿Los natanos del pasado?

La escalera desembocaba en una habitación vacía y pequeña. Resultaba extraño encontrar un sótano en un edificio tan desvencijado; lo normal era encontrarlos en los hogares pudientes, como precaución necesaria contra las riadas. Shallan se cruzó de brazos, confusa, hasta que una esquina del suelo se abrió, bañando la habitación de luz. Shallan retrocedió un paso, conteniendo la respiración. Una parte del suelo de roca era falso y ocultaba una trampilla.

Había un sótano bajo el sótano. Shallan se acercó al borde del agujero y vio una escala que bajaba hacia una alfombra roja y una luz que parecía casi cegadora. Ese lugar debía de inundarse casi por completo después de una tormenta.

Empezó a bajar por la escala, alegrándose de llevar pantalones. La trampilla se cerró por encima de ellos: por lo visto tenía algún tipo de mecanismo de poleas.

Saltó a la alfombra y se dio media vuelta, para encontrarse ante una habitación que era incongruentemente palaciega. Una larga mesa se extendía en el centro, chispeando con copas de cristal con gemas en los lados: su brillo inundaba la sala de luz. Acogedores estantes flanqueaban las paredes, cargados de libros y adornos. Muchos estaban en pequeñas urnas de vidrio. ¿Trofeos de algún tipo?

De la media docena de personas que había en la sala, una le llamó la atención especialmente. De espalda recta, el pelo negro, vestía de blanco y estaba de pie delante del chisporroteante hogar. Le recordó a alguien, un hombre de su infancia. El mensajero de ojos sonrientes, el enigma que sabía tanto. «Dos ciegos esperaban al final de una era, reflexionando sobre la belleza…».

El hombre se dio la vuelta, revelando unos ojos de color violeta claro y un rostro marcado por antiguas heridas, entre ellas una cicatriz que le cruzaba la mejilla y le deformaba el labio superior. Aunque parecía refinado, sujetando una copa de vino con la mano izquierda y vestido con un elegante traje, su cara y sus manos contaban otra historia, un relato de batallas, muerte y lucha.

No era el mensajero del pasado de Shallan. El hombre alzó la mano derecha, con la que sujetaba una especie de caña larga, y se la llevó a los labios. Empuñaba el objeto como si se tratara de un arma, y apuntó con ella a Shallan.

Ella se detuvo, incapaz de moverse, observando el arma al otro lado de la habitación. Finalmente, miró por encima del hombro. En la pared colgaba un blanco en forma de tapiz con diversas criaturas. Shallan dejó escapar un grito y saltó a un lado justo cuando el hombre soplaba su arma y disparaba un pequeño dardo que pasó a pocas pulgadas de ella antes de clavarse en una de las figuras del tapiz.

Shallan se llevó la mano segura al pecho e inspiró profundamente. «Tranquila —se dijo—. Tranquila».

—¿Tyn no se encuentra bien? —preguntó el hombre, bajando la cerbatana. La suavidad de su expresión hizo que Shallan se estremeciera. No acertaba a situar su acento.

—Sí —dijo Shallan, encontrando la voz.

El hombre dejó la copa en la repisa de la chimenea y sacó otro dardo del bolsillo para colocarlo con cuidado en el extremo de la cerbatana.

—No parece de las que dejan que algo tan trivial la aparte de una reunión importante.

Miró a Shallan con la cerbatana cargada. Aquellos ojos violeta parecían de cristal, y el rostro cubierto de cicatrices se mantenía completamente inexpresivo. Todos los presentes en la estancia parecieron contener la respiración.

Había calado su mentira. Shallan sintió un sudor frío.

—Tiene razón —admitió ella—. Tyn está bien. Sin embargo, el plan no salió según lo prometido. Jasnah Kholin está muerta, pero la ejecución del plan fue una chapuza. A Tyn le pareció más prudente trabajar con una intermediaria, al menos de momento.

El hombre entornó los ojos, alzó la caña y sopló con fuerza. Shallan saltó, pero el dardo no la alcanzó, sino que voló hacia el tapiz de la pared.

—Eso demuestra que es una cobarde —declaró él—. ¿Has venido aquí voluntariamente, sabiendo que podría matarte por sus errores?

—Hay que empezar por alguna parte, brillante señor —respondió Shallan, con la voz temblorosa de rebeldía—. No puedo ascender sin correr unos cuantos riesgos. Si no me mata, entonces habré tenido una oportunidad de conocer a gente a la que Tyn no me habría presentado nunca.

—Atrevida —dijo el hombre. Hizo un gesto con dos dedos y una de las personas sentadas junto al hogar, un ojos claros flacucho con dientes tan grandes que podía tener ratas como antepasados, se adelantó y dejó caer algo en la mesa cerca de Shallan.

Un saco de esferas. Dentro debía de haber broams; el saco, aunque marrón oscuro, brillaba con fuerza.

—Dime dónde está y podrás quedarte con ese dinero —declaró el hombre de las cicatrices, cargando otro dardo—. Tienes ambición. Eso me gusta. Te pagaré no solo por conocer su situación, sino que intentaré encontrarte un puesto en mi organización.

—Perdone, brillante señor —contestó Shallan—, pero sabe que no la traicionaré.

Evidentemente, el hombre era consciente del miedo que ella sentía, pues el sudor le empapaba el borde del sombrero y le bajaba por las sienes. De hecho, los miedospren revoloteaban por el suelo junto a la joven, aunque tal vez la mesa impedía que él los viera.

—Si estuviera dispuesta a traicionar a Tyn por un precio, ¿entonces qué valor tendría para usted? Sabría que podría hacer lo mismo contigo, si me ofrecieran lo suficiente.

—¿Honor? —preguntó el hombre con la misma frialdad, manteniendo el dardo sujeto entre dos dedos—. ¿En una ladrona?

—Perdone de nuevo, brillante señor, pero no soy una simple ladrona.

—¿Y si te torturase? Podría conseguir la información de esa forma, te lo aseguro.

—No dudo de que podría hacerlo, brillante señor —concedió Shallan—. Pero ¿de verdad cree que Tyn me enviaría con el conocimiento de su paradero? ¿Qué sentido tendría torturarme?

—Bueno —dijo el hombre, colocando el dardo en su sitio—, para empezar, sería divertido.

«Respira —se dijo Shallan—. Lentamente. Con normalidad». Fue difícil lograrlo.

—No creo que hiciera eso, brillante señor.

Él alzó la caña y sopló con un rápido movimiento. El dardo sonó con fuerza cuando chocó contra la pared.

—¿Y por qué no?

—Porque no parece de los que desperdician algo útil. —Indicó con la cabeza las reliquias en las urnas de cristal.

—¿Presumes de ser de utilidad para mí?

Shallan alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Sí.

Él le sostuvo la mirada. La chimenea crujió.

—Muy bien —dijo por fin, volviéndose hacia el hogar y cogiendo de nuevo su copa. Continuó sosteniendo la caña con una mano, pero bebió con la otra, de espaldas a ella.

Shallan se sentía como una marioneta con las cuerdas cortadas. Resopló aliviada, con las piernas temblando, y se sentó en una de las sillas junto a la mesa. Con dedos temblorosos, sacó un pañuelo y se secó la frente y las sienes, echando hacia atrás el sombrero.

Cuando se detuvo a guardar el pañuelo, advirtió que alguien se había sentado a su lado. Ni siquiera lo había visto moverse y su presencia la sobresaltó. La criatura, baja y bronceada, tenía una especie de máscara de caparazón apretujada contra el rostro. De hecho, parecía… como si la piel hubiera empezado a crecer de algún modo alrededor de los bordes de la máscara.

La disposición de piezas rojas y anaranjadas del caparazón era como un mosaico que dejaba entrever las cejas, llenas de furia e ira. Tras aquella máscara, un par de ojos oscuros la observaban sin pestañear, y una barbilla y una boca impasible quedaban también al descubierto. El hombre… No, la mujer: Shallan se fijó en la forma de los pechos y el torso. La mano segura expuesta la había despistado.

Shallan contuvo un instante de rubor. La mujer llevaba ropas marrón oscuro, sencillas, atadas a la cintura mediante un intrincado cinturón repujado con más caparazones. Otras cuatro personas vestidas con ropas alezi más tradicionales charlaban en voz baja junto al fuego. El hombre alto que la había interrogado no volvió a hablar.

—¿Brillante señor? —dijo Shallan, mirándolo.

—Estoy reflexionando —replicó el hombre—. Pensaba matarte y dar caza a Tyn. Puedes decirle que no habría tenido problemas acudiendo a verme: no estoy enfadado por que no consiguiera información de Jasnah. Contraté a la cazadora que consideré más adecuada para la tarea, consciente de los riesgos. Kholin está muerta, y Tyn tenía que conseguirlo a toda costa. Puede que no la felicite por el trabajo, pero estoy satisfecho.

»Sin embargo, el hecho de que no haya querido venir a explicarlo en persona… esa cobardía me revuelve el estómago. Se esconde, como una presa. —Tomó un sorbo de vino—. Tú no eres una cobarde. Ella ha enviado a alguien que sabía que no iba a matar. Siempre ha sido lista.

Magnífico. ¿Qué implicaba eso para Shallan? Vacilante, la muchacha se levantó de su asiento, deseando alejarse de la extraña mujer que no parpadeaba. En cambio, aprovechó la oportunidad para inspeccionar la habitación con más detalle. ¿Adónde iba el humo de la chimenea? ¿Habían abierto un tiro hasta allí abajo?

La pared de la derecha tenía mayor número de trofeos, incluyendo varias gemas corazón de enorme tamaño. Todas juntas acaso valían más que las posesiones de su padre. Por fortuna, no estaban infusas. Incluso sin tallar, era posible que brillaran lo suficiente para cegar. También había caparazones que Shallan reconoció vagamente. Aquel colmillo tal vez pertenecía a un espinablanca. Y aquella cuenca ocular se parecía de forma aterradora a la estructura del cráneo de un santhid.

Otras curiosidades la dejaron sin saber qué pensar. Un frasquito de arena pálida. Un par de gruesas pinzas para el pelo. Un mechón de cabello dorado. La rama de un árbol con escritos que no supo leer. Un cuchillo de plata. Una extraña flor preservada en una especie de solución. No había placas que explicaran los artículos. Aquel trozo de cristal rosa claro parecía una especie de gema, pero ¿por qué era tan delicada? Unos cuantos copos se habían desgajado dentro de la urna, como si se posaran después de haber sido aplastados.

Shallan se dirigió, vacilante, a la parte trasera de la habitación. El humo de la chimenea se alzaba, luego se enroscaba y retorcía en torno a algo que colgaba encima del hogar. ¿Una gema?… No, un fabrial, que atrapaba el humo como si fuera un ovillo de lana. Shallan nunca había visto nada parecido.

—¿Conoces al hombre llamado Amaram? —preguntó el de las cicatrices.

—No, brillante señor.

—Me llaman Mraize —dijo él—. Puedes usar ese título conmigo. ¿Y tú eres…?

—Me llamo Velo —respondió Shallan, usando un nombre con el que había estado jugueteando.

—Muy bien. Amaram es un portador de esquirlada de la corte del alto príncipe Sadeas. También es mi actual presa.

Shallan sintió un escalofrío al oír aquellas palabras.

—¿Y qué desea de mí, Mraize? —Aunque lo intentó, no logró pronunciarlo del todo bien. No era un término vorin.

—Posee una mansión cerca del palacio de Sadeas —dijo Mraize—. Dentro, Amaram oculta secretos. Quiero saber cuáles. Dile a tu ama que investigue y que vuelva con información la semana que viene en Chachel. Ella sabrá lo que busco. Si lo hace, mi decepción desaparecerá.

¿Infiltrarse en la mansión de un portador de esquirlada? ¡Tormentas! Shallan no tenía ni idea de cómo conseguir una cosa así. Debería salir de este lugar, abandonar su disfraz y considerarse afortunada por haber escapado con vida.

Mraize soltó su copa vacía y ella vio que también tenía la mano derecha cubierta de cicatrices, los dedos retorcidos, como si se los hubiera roto y no hubieran sanado bien. Allí, brillante y dorado en su dedo medio, había un sello en el que destacaba el mismo símbolo que había dibujado Jasnah. El símbolo que llevaba el criado de Shallan, el símbolo que Kabsal se había tatuado en el cuerpo.

No había marcha atrás. Shallan haría lo que tuviera que hacer para averiguar lo que sabía esta gente. Sobre su familia, sobre Jasnah, y sobre el fin del mundo.

—La tarea se hará —le dijo a Mraize.

—¿Ninguna pregunta acerca del pago? —inquirió Mraize, divertido, sacando un dardo del bolsillo—. Tu ama siempre preguntaba al respecto.

—Brillante señor, no se regatea el precio del vino en las mejores tabernas. Su pago será aceptado.

Por primera vez desde que entró vio sonreír a Mraize, aunque no la estaba mirando a ella.

—No hagáis daño a Amaram, pequeña daga —advirtió—. Su vida pertenece a otro. No alertéis a nadie ni levantéis sospechas. Tyn tiene que investigar y regresar. Nada más.

Dio media vuelta y lanzó un dardo contra la pared. Shallan miró a las otras cuatro personas junto al fuego y tomó recuerdos de ellas, parpadeando rápidamente ante cada una. Entonces, comprendiendo que la habían despedido, se dirigió a la escala.

Sintió los ojos de Mraize en la espalda cuando el hombre alzó la cerbatana una última vez. La trampilla se abrió arriba y Shallan notó que su mirada la seguía mientras ascendía.

Un dardo pasó justo bajo ella, entre los peldaños, y golpeó la pared. Respirando con rapidez, Shallan dejó la cámara oculta y regresó al polvoriento sótano superior. La trampilla se cerró, aislándola en la oscuridad.

Incapaz de seguir controlándose, corrió escaleras arriba y salió del edificio. Se detuvo en el exterior, respirando entrecortadamente. La calle se había vuelto más bulliciosa, no menos, pues todas aquellas tabernas habían atraído a una multitud. Shallan se apresuró.

Advirtió que no tenía ningún plan para cuando se reuniera con los Sangre Espectral. ¿Qué iba a hacer? ¿Sonsacarles información de algún modo? Eso implicaría ganarse su confianza. Mraize no parecía de los que se fiaban de la gente. ¿Cómo iba Shallan a averiguar lo que sabía sobre Urithiru? ¿Cómo alejar a estos tipos de sus hermanos? ¿Cómo…?

—Siguiéndonos —dijo Patrón.

Shallan se detuvo en seco.

—¿Qué?

—Nos sigue gente —explicó Patrón con voz agradable, como si no sospechara lo problemática que había sido esta experiencia para Shallan—. Me pediste que vigilara. Vigilé.

Por supuesto, Mraize había enviado a alguien para que la siguiera. Shallan volvió a sudar frío. Se obligó a ponerse en marcha sin mirar por encima del hombro.

—¿Cuántos? —le preguntó a Patrón, que se había aupado a un lado del gabán.

—Una. La persona de la máscara, aunque ahora lleva una capa negra. ¿Deberíamos hablar con ella? Ahora sois amigas, ¿no?

—No. Yo no diría eso.

—Mmm… —dijo Patrón. Shallan sospechaba que estaba intentando dilucidar la naturaleza de las relaciones humanas. Le deseó buena suerte.

¿Qué hacer? Shallan dudaba de que pudiera darle el esquinazo. La mujer tendría práctica en este tipo de situaciones, mientras que ella… Bueno, tenía mucha práctica leyendo libros y haciendo dibujos.

«Tejer con luz —pensó—. ¿Puedo hacer algo al respecto?». Su disfraz funcionaba todavía: el pelo oscuro que le caía sobre los hombros lo demostraba. ¿Podría cambiar a una imagen diferente superpuesta?

Inspiró luz tormentosa y eso la impulsó a avivar el paso. Por delante, un callejón serpenteaba entre dos grupos de edificios. Ignorando los recuerdos de un callejón similar en Kharbranth, Shallan se internó en este con paso rápido, luego exhaló rápidamente luz, tratando de darle forma. Tal vez la imagen de un hombre grande, para cubrir su gabán, y…

Y la luz tormentosa se disolvió ante ella, sin hacer nada. Sintió pánico, pero se obligó a seguir recorriendo el callejón.

No funcionaba. ¿Por qué no funcionaba? ¡Le había salido bien cuando lo intentó en sus habitaciones! Lo único que pudo recordar que fuera distinto era su boceto. En sus habitaciones, había hecho un dibujo detallado. Y ya no lo tenía.

Buscó en el bolsillo y sacó la hoja de papel con el mapa. El dorso estaba en blanco. Buscó en el otro bolsillo el lápiz que había metido allí instintivamente y trató de dibujar mientras andaba. Imposible. Salas casi se había puesto y estaba demasiado oscuro. Si se detenía a dibujar, ¿no levantaría eso sospechas? Tormentas, estaba tan nerviosa que apenas conseguía sujetar bien el lápiz.

Necesitaba un sitio donde esconderse, agazaparse y hacer un buen dibujo. Como uno de aquellos huecos en las puertas que había dejado atrás en el callejón.

Empezó a dibujar una pared.

Eso sí podía hacerlo mientras caminaba. Bajó por una calle lateral; la luz de una taberna abierta la iluminó. Hizo caso omiso del alboroto de risas y gritos, aunque unos cuantos parecían dirigidos a ella, y dibujó en la hoja una sencilla pared de piedra.

No tenía ni idea de si esto iba a funcionar, pero bien podía intentarlo. Entró en otro callejón y casi tropezó con el borracho descalzo que roncaba en el suelo, luego echó a correr. Un poco más adelante, se metió en un hueco de un par de palmos de profundidad. Exhaló los restos de luz tormentosa e imaginó la pared que había dibujado cubriendo el portal.

Todo se volvió negro.

El callejón estaba oscuro de todas formas, pero ahora Shallan no podía ver nada. Ni la luz espectral de la luna, ni el brillo de las antorchas de las tabernas al fondo del callejón. ¿Significaba eso que su imagen estaba funcionando? Se apretujó contra la puerta que tenía detrás y se quitó el sombrero, asegurándose de que nada de su cuerpo asomaba a través de la pared ilusoria. Oyó un débil roce fuera, botas sobre la piedra, y un sonido como ropa rozando la pared que tenía enfrente. Luego nada.

Shallan permaneció allí, petrificada, prestando atención, pero solo oía los latidos de su corazón. Finalmente, susurró:

—Patrón, ¿estás ahí?

—Sí.

—Ve a ver si esta mujer está ahí cerca.

Él no hizo ningún ruido mientras se marchaba y luego regresaba.

—Se ha ido.

Shallan dejó escapar el aliento. Luego, haciendo acopio de valor, atravesó la pared. Un brillo, como el de la luz tormentosa, llenó su visión. De pronto se encontró fuera, de pie en el callejón. La ilusión tras ella se arremolinó brevemente, como humo revuelto, y luego volvió a formarse.

La imitación era bastante buena. Examinada de cerca, las juntas entre las piedras no se alineaban a la perfección con las de verdad, pero era difícil verlo de noche. Sin embargo, apenas unos instantes después, la visión volvió a convertirse en luz tormentosa y se evaporó. Shallan no tenía más luz para mantenerla.

—Tu disfraz ha desaparecido —advirtió Patrón.

Pelo rojo. Shallan jadeó, luego inmediatamente se metió la mano segura en el bolsillo. La timadora ojos oscuros que Tyn había entrenado podía ir por ahí medio desnuda, pero Shallan no. No estaba bien.

Era también una estupidez, y lo sabía, pero no podía cambiar sus sentimientos. Dudó un momento y luego se quitó el gabán. Sin la ropa y el sombrero, además del pelo y el rostro cambiados, era una persona diferente. Salió por el extremo del callejón contrario al que suponía que había tomado la mujer.

Shallan vaciló mientras se orientaba. ¿Dónde estaba la mansión? Trató de rehacer su ruta mentalmente, pero le costó trabajo fijar su posición. Necesitaba algo que poder ver. Sacó el papel arrugado y dibujó un rápido mapa del camino que había seguido hasta el momento.

—Yo puedo llevarte de vuelta a la mansión —dijo Patrón.

—Ya me las arreglaré. —Shallan alzó el mapa y asintió.

—Mmm. Es un patrón. ¿Ves eso?

—Sí.

—¿Y no veías el patrón de letras de la vinculacañas?

¿Cómo podía explicarlo?

—Aquello eran palabras —adujo Shallan—. El campamento es un lugar, algo que puedo dibujar. —La imagen del camino le resultó más clara.

—Ah… —dijo Patrón.

Shallan regresó a la mansión sin incidentes, pero no podía estar segura de haber dado el esquinazo a la mujer, ni de si alguien del servicio de Sebarial la había visto cruzar los terrenos y entrar por la ventana. Ese era el problema de lo subrepticio. Si parecía que nada había salido mal, rara vez sabías si era porque estabas a salvo o si alguien te había localizado y no había hecho nada. Todavía.

Tras cerrar los postigos y correr las ventanas, Shallan se tumbó en la mullida cama, respirando temblorosamente.

«Eso ha sido lo más ridículo que he hecho en mi vida», pensó.

Y sin embargo se sentía emocionada, arrebatada por la tensión. ¡Tormentas! Había disfrutado. La tensión, el sudor, escapar a la muerte, incluso la persecución al final. ¿Qué le sucedía? Cuando intentó robarle a Jasnah, cada segundo de la experiencia la había asqueado.

«Ya no soy aquella niña —pensó Shallan, sonriendo, mirando al techo—. Hace semanas que no lo soy».

Encontraría un modo de investigar a ese brillante señor Amaram, y se ganaría la confianza de Mraize para poder descubrir qué sabía. «Sigo necesitando una alianza con la familia Kholin —pensó—. Y el camino para ello es el príncipe Adolin». Tendría que encontrar un modo de volver a relacionarse con él en cuanto fuera posible, pero de algún modo eso no la hacía sentirse desesperada.

La parte relacionada con él era probablemente la más agradable de sus tareas. Todavía sonriendo, se levantó de la cama y fue a ver si todavía quedaba comida en la bandeja que le habían dejado.

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