Temida forma gris, con la mente casi perdida.

La más baja, y sin inteligencia.

Para hallar esta forma, hay que olvidar el precio.

Te encuentra y te lleva a la desgracia.

De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa final

Mientras viajaba en su carromato, Shallan disimulaba su ansiedad estudiando. Era imposible saber si los desertores habían localizado las huellas de rocabrotes aplastados que dejaba la caravana. Podían estar siguiéndolos. O quizá no.

No servía de nada preocuparse, se dijo. Y por eso buscó una distracción.

—Las hojas pueden iniciar sus propios brotes —dijo, alzando una de las pequeñas hojas redondas en la punta de su dedo. La volvió hacia la luz del sol.

Bluth estaba sentado a su lado, prominente como un peñasco. Ese día llevaba puesto un sombrero que era demasiado refinado para él: blanco sucio, con alas que se doblaban hacia arriba por los lados. De vez en cuando agitaba su vara de guía, que tenía al menos la altura de Shallan, y golpeaba la concha del chull que iba delante.

En la parte trasera de su libro Shallan iba confeccionando una lista para llevar la cuenta de los golpes que daba. Bluth golpeó dos veces, hizo una pausa y volvió a golpear. Eso hizo que el animal fuera despacio ya que la carreta que tenían delante, conducida por Tvlakv, empezó a ascender por una colina cubierta de diminutos rocabrotes.

—¿Ves? —dijo Shallan, mostrándole la hoja—. Por eso los tallos de la planta son tan frágiles. Cuando llega la tormenta, quiebra estas ramas y rompe las hojas. El viento se las lleva e inician nuevos brotes, construyendo su propia concha. Crecen muy rápido. Más de lo que cabría esperar en estas tierras yermas.

Bluth gruñó.

Shallan suspiró, bajó el dedo y puso de nuevo la diminuta planta en la taza que había estado utilizando para nutrirla. Miró por encima del hombro.

No había rastros de persecución. En efecto, tendría que dejar de preocuparse.

Volvió a su nuevo libro de bocetos (uno de los cuadernos de Jasnah al que le quedaban bastantes páginas libres), y entonces empezó un rápido esbozo de la pequeña hoja. No disponía de buenos materiales, solo de un lápiz de carboncillo, algunas plumillas y un poco de tinta, pero Patrón tenía razón. No podía parar.

Había empezado con un nuevo boceto del santhid tal como lo recordaba tras su zambullida en el mar. El dibujo no era igual al que había hecho justo después del acontecimiento, pero tenerlo de nuevo, en cualquier forma, le ofrecía consuelo.

Terminó la hoja, pasó la página y empezó a dibujar a Bluth. No es que le interesara especialmente reiniciar con él su colección de personas, pero sus opciones eran limitadas. Por desgracia, aquel sombrero parecía absurdo: le quedaba demasiado pequeño. La imagen del hombretón con la espalda encorvada como un cangrejo y el sombrero en la cabeza… bueno, al menos sería una composición interesante.

—¿De dónde has sacado el sombrero? —le preguntó mientras dibujaba.

—Lo cambié —murmuró Bluth, sin mirarla.

—¿Te costó mucho?

Él se encogió de hombros. Shallan había perdido sus sombreros en el naufragio, pero había persuadido a Tvlakv para que le diera uno de los que tejían los parshmenios. No era particularmente atractivo, pero la protegía del sol.

A pesar de los traqueteos de la carreta, Shallan consiguió terminar su dibujo de Bluth. Lo examinó, poco satisfecha. Era una pobre manera de iniciar su colección, sobre todo porque, en cierta medida, le parecía que le había hecho una caricatura. Frunció los labios. ¿Cómo sería Bluth si no la mirara siempre con tan mala cara? ¿Si sus ropas fueran más limpias, si llevara un arma adecuada en vez de aquella vieja cachiporra?

Pasó la página y empezó de nuevo. Una composición distinta; idealizada, tal vez, pero de algún modo también adecuada. Sin duda Bluth podía parecer elegante vestido de manera adecuada. Un uniforme. Una lanza plantada a su lado. Los ojos perdidos en el horizonte. Para cuando terminó se sentía mucho mejor. Sonrió ante el resultado y luego lo alzó para que Bluth lo viera mientras Tvlakv ordenaba el alto de mediodía.

El hombre miró el dibujo, pero no dijo nada. Le dio al chull unos cuantos azotes para que se detuviera junto al que tiraba del carro de Tvlakv. Tag acercó el suyo: esta vez, él llevaba los esclavos.

—¡Matapomo! —dijo Shallan, retirando su dibujo y señalando un grupo de finos juncos que crecían tras una roca cercana.

Bluth gruñó.

—¿Más plantas de esas?

—Sí. ¿Serías tan amable de recogerlas para mí?

—¿No pueden hacerlo los parshmenios? Yo tengo que dar de comer a los chulls…

—¿A quién prefieres hacer esperar, guardia Bluth? ¿A los chulls o a la mujer ojos claros?

El tipo se rascó la cabeza por debajo del sombrero, luego bajó rezongando de la carreta y se dirigió hacia los juncos. Cerca, Tvlakv permanecía de pie en su carromato, escrutando el horizonte al sur.

Una fina columna de humo se alzaba en esa dirección.

Shallan sintió un inmediato escalofrío. Bajó del carromato y corrió hacia Tvlakv.

—¡Tormentas! ¿Son los desertores? —preguntó—. ¿Nos están siguiendo?

—Sí. Parece que se han parado a comer a mediodía —dijo Tvlakv desde lo alto de su carreta—. Eso es buena señal. Probablemente saben que solo somos tres carros y que apenas merece la pena perseguirnos. Mientras sigamos en marcha y no nos detengamos a menudo, renunciarán a la persecución. Sí. Estoy seguro.

Saltó del carro y se apresuró a dar agua a los esclavos. No se molestó en obligar a los parshmenios a hacerlo: se encargó él mismo del trabajo. Eso, más que cualquier otra cosa, indicaba su nerviosismo. Quería ponerse en marcha lo más rápido posible.

Eso permitió que los parshmenios continuaran tejiendo en su jaula tras el carro de Tvlakv. Ansiosa, Shallan se quedó allí mirando. Los desertores habían localizado la pista de rocabrotes rotos por las carretas.

Notó que sudaba, pero ¿qué podía hacer? No podía azuzar a la caravana. No le quedaba más remedio que esperar, como había dicho Tvlakv, que pudieran mantener la distancia.

Sin embargo, eso no parecía probable. Las carretas tiradas por chulls no podían ser más rápidas que hombres en marcha.

«Distráete —pensó Shallan mientras sentía los primeros azotes del pánico—. Encuentra algo que te distraiga».

¿Y los parshmenios de Tvlakv? Shallan los miró. ¿Tal vez un dibujo de los dos en su jaula?

No. Estaba demasiado nerviosa para dibujar, pero quizá podría averiguar algo. Se acercó a los parshmenios. Sintió cierta molestia en los pies, pero el dolor era soportable. De hecho, a diferencia de cómo se había encontrado los días anteriores, en ese momento tuvo que exagerar sus respingos. Era mejor hacer creer a Tvlakv que estaba peor de lo que en realidad se sentía.

Se detuvo ante los barrotes de la jaula. La parte trasera no estaba cerrada con llave: los parshmenios nunca huían. Para Tvlakv, el hecho de comprar a esos dos debía de haber supuesto toda una inversión. Los parshmenios no eran baratos, y muchos monarcas y ojos claros poderosos los acaparaban.

Uno de los dos miró a Shallan y luego volvió a su trabajo. ¿Sería una hembra? Era difícil distinguir a los varones de las hembras sin desnudarlos. Ambos tenían piel roja con manchas blancas, una constitución robusta, quizá de metro y medio de altura, y eran calvos.

Resultaba muy difícil considerar que estos dos humildes trabajadores suponían una amenaza.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó Shallan.

Uno alzó la cabeza mientras que el otro siguió trabajando.

—Tu nombre —instó Shallan.

—Uno —contó el parshmenio. Señaló a su compañero—. Dos. —Agachó la cabeza y siguió con su labor.

—¿Eres feliz con tu vida? —preguntó Shallan—. ¿Preferirías ser libre, si pudieras decidir?

El parshmenio la miró y frunció el ceño. Torció el gesto, silabeando unas cuantas palabras, pero acabó por negar con la cabeza. No comprendía.

—¿Libertad? —instó Shallan.

El parshmenio volvió al trabajo.

«Parece incómodo —pensó Shallan—. Avergonzado por no comprender». Su postura parecía decir: «Por favor, no me hagas más preguntas». Shallan se guardó el cuaderno de bocetos bajo el brazo y tomó una memoria de los dos trabajadores.

«Son monstruos malignos —se obligó a pensar—, criaturas de leyenda que pronto se lanzarán a destruir todo lo que les rodea». Allí de pie, mirándolos, le costaba trabajo creerlo, aunque había aceptado la evidencia.

Tormentas. Jasnah tenía razón. Convencer a los ojos claros para que se deshicieran de sus parshmenios iba a ser casi imposible. Necesitaría pruebas muy, muy sólidas. Preocupada, regresó a su carromato y subió a su asiento, procurando demostrar dolor. Bluth le había dejado un manojo de matapomo y en ese momento atendía a los chulls, mientras que Tvlakv sacaba algo de comida para un almuerzo rápido, que probablemente tomarían en marcha.

Shallan aplacó sus nervios y se obligó a hacer algunos bocetos de las plantas cercanas. Pronto pasó a dibujar el panorama y las formaciones rocosas. El aire no parecía tan frío como los primeros días con los mercaderes de esclavos, aunque su aliento aún formaba vaho ante ella por las mañanas.

Cuando Tvlakv pasó por su lado, le dirigió una mirada incómoda. Desde su enfrentamiento ante la hoguera la noche anterior, la trataba de manera distinta.

Shallan continuó dibujando. Este lugar era mucho más llano que su tierra. Y había muchas menos plantas, aunque eran más robustas. Y…

¿Y eso que veía ahí delante era otra columna de humo? Se levantó y alzó una mano para protegerse los ojos. Sí. Más humo. Miró hacia el sur, hacia los mercenarios que los perseguían.

Tag se detuvo, advirtiendo que ella lo había hecho. Corrió hacia Tvlakv, y los dos empezaron a discutir en voz baja.

—Mercader Tvlakv. —Shallan se negaba a llamarlo «maestro mercader», el título que le correspondía como comerciante pleno—. Quiero oír vuestra discusión.

—Desde luego, brillante, desde luego. —Se acercó, retorciendo las manos—. Has visto el humo de ahí delante. Hemos entrado en un pasillo que corre entre las Llanuras Quebradas y las Criptas Huecas y sus aldeas hermanas. Aquí hay más tráfico que en otras partes de las Tierras Heladas, ¿sabes? Así que no es extraño que nos encontremos con otros…

—¿Esos de ahí delante?

—Otra caravana, con suerte.

«Y si no…». No le hizo falta preguntar. Serían más desertores o bandidos.

—Podemos evitarlos —aseguró Tvlakv—. Solo un grupo grande se atrevería a hacer humo para el almuerzo, ya que supone una invitación… o una advertencia. Las caravanas pequeñas, como la nuestra, no se arriesgan a ello.

—Si es una caravana grande —dijo Tag, frotándose la frente con un grueso dedo—, tendrán guardias. Buena protección. —Miró hacia el sur.

—Sí —convino Tvlakv—. Pero también podríamos estar situándonos entre dos enemigos. Peligro por todos lados…

—Los que llevamos detrás nos alcanzarán, Tvlakv —dijo Shallan.

—Yo…

—El cazador regresará con una visón si no encuentra telms —sentenció ella—. Esos desertores tendrán que matar para sobrevivir aquí. ¿No dijiste que probablemente habrá una alta tormenta esta noche?

—Sí —admitió Tvlakv, a regañadientes—. Dos horas después de la puesta de sol, si la lista que compré es correcta.

—No sé cómo suelen capear los bandidos las tormentas —dijo Shallan—, pero es evidente que ahora están decididos a perseguirnos. Apuesto a que planean usar los carros como refugio después de matarnos. No van a dejarnos escapar.

—Sí —convino Tag, como si acabara de darse cuenta en ese instante—. Desviémonos hacia el este. Es posible que los asesinos sigan a ese otro grupo.

—¿Dejaremos que ataquen a otra gente en vez de a nosotros? —dijo Shallan, cruzándose de brazos.

—¿Qué otra cosa esperas que hagamos, brillante? —preguntó Tvlakv, exasperado—. Somos pequeños cremlinos, ¿no lo ves? Nuestra única oportunidad es mantenernos alejados de las criaturas más grandes y esperar que se den caza unas a otras.

Shallan entornó los párpados, inspeccionando la pequeña columna de humo que tenían delante. ¿Eran sus ojos, o se volvía más densa? Miró hacia atrás. De hecho, las columnas parecían tener el mismo tamaño.

«No cazarán presas de su propio tamaño —pensó—. Son desertores del ejército, cobardes».

Advirtió que Bluth miraba también hacia atrás, observando aquel humo con una expresión que no supo interpretar. ¿Disgusto? ¿Anhelo? ¿Miedo? No había ningún spren que le diera alguna pista.

«Cobardes… —pensó de nuevo—, ¿o solo hombres desilusionados? ¿Rocas que empezaron a rodar colina abajo, solo para empezar a precipitarse tan rápido que ya no saben cómo parar?».

No importaba. Esas rocas aplastarían a Shallan y a los demás, si tenían la oportunidad. Desviarse hacia el este no serviría de nada. Los desertores se centrarían en la presa fácil, las carretas que se movían despacio, en vez de la presa potencialmente más difícil que tendrían delante.

—Nos dirigiremos a la segunda columna de humo —determinó Shallan, sentándose.

Tvlakv la miró.

—No te…

Se interrumpió cuando ella lo miró a los ojos.

—No… —dijo Tvlakv, lamiéndose los labios—. Verás, brillante, tardarás mucho más en llegar a… las Llanuras Quebradas si nos unimos a una caravana más grande. Podría ser contraproducente.

—Cuando llegue el momento ya me ocuparé de eso, mercader Tvlakv.

—Los que tenemos delante siguen avanzando —advirtió el hombre—. Puede que lleguemos al campamento y descubramos que se han ido.

—En ese caso, o bien se dirigirán hacia las Llanuras Quebradas o vendrán hacia aquí por el camino que conduce a las ciudades portuarias. Nos encontraremos con ellos de un modo u otro.

Tvlakv suspiró, luego asintió y gritó a Tag para que se apresurase.

Shallan se sentó, sintiendo un escalofrío. Bluth regresó y ocupó su puesto antes de lanzar unas cuantas raíces marchitas en su dirección. El almuerzo, por lo visto. Poco después, las carretas echaron a rodar hacia el norte. Esta vez el carromato de Shallan era el tercero de la fila.

Shallan se acomodó en su asiento para el viaje: aunque consiguieran alcanzar al segundo grupo, estaban a horas de distancia. Para evitar preocuparse, terminó sus dibujos del paisaje. Entonces volvió a hacer bocetos sin ton ni son, dejando simplemente que su lápiz fuera a donde quería.

Dibujó anguilas aéreas danzando en el aire. Dibujó los muelles de Kharbranth. Hizo un boceto de Yalb, aunque la cara no le salió del todo bien y no llegó a plasmar aquella chispa maliciosa de sus ojos. Quizás esos fallos se debían a lo triste que se había puesto al pensar en lo que probablemente le había sucedido.

Pasó la página y empezó un boceto al azar, lo que se le pasara por la cabeza. Su lápiz se movió trazando el retrato de una mujer elegante con un regio atuendo. El vestido era holgado pero estilizado por debajo de la cintura, mientras que se ajustaba al pecho y el estómago. Las mangas eran largas y abiertas, una ocultando la mano segura, la otra cortada a la altura del codo revelando el antebrazo y colgando por debajo.

Una mujer atrevida, serena. Todavía dibujando inconscientemente, Shallan añadió su propio rostro a la cabeza de la elegante mujer.

Vaciló y el lápiz tembló sobre la imagen. Esa no era ella. ¿Verdad que no? ¿Podía serlo?

Contempló la imagen mientras la carreta traqueteaba sobre piedras y vegetación. Pasó a la página siguiente y empezó otro dibujo. Un vestido de baile, una mujer de la corte, rodeada por la élite de Alezkar tal como la imaginaba. Alta, fuerte. La mujer encajaba entre ellos.

Shallan añadió su rostro a la figura.

Pasó la página e hizo otro dibujo. Y luego otro.

El último era un boceto de ella en la linde de las Llanuras Quebradas tal como las imaginaba. Mirando hacia el este, hacia los secretos que había buscado Jasnah.

Shallan pasó la página y dibujó de nuevo. Una imagen de su maestra en el barco, sentada ante su escritorio, con los papeles y los libros desperdigados a su alrededor. No era el entorno lo que importaba, sino el rostro. Aquel rostro preocupado, aterrorizado. Agotado, empujado al límite.

Este le salió bien. Era la primera vez desde el desastre que lograba plasmar perfectamente lo que había visto. La carga de Jasnah.

—Detén la carreta —dijo Shallan sin alzar la cabeza.

Bluth la miró. Ella resistió la urgencia de repetir la orden. Por desgracia, él no obedeció inmediatamente.

—¿Por qué? —preguntó.

Shallan alzó la cabeza. La columna de humo seguía estando lejos, pero ella tenía razón: se hacía más densa. El grupo de delante se había detenido y encendido una hoguera apreciable para el almuerzo. A juzgar por el humo, era un grupo mucho más numeroso que el que los perseguía.

—Voy a la parte de atrás —dijo Shallan—. Tengo que mirar una cosa. Puedes continuar cuando esté acomodada, pero por favor, para y llámame cuando lleguemos cerca del grupo de delante.

Bluth suspiró, pero detuvo el chull con unos cuantos golpes en la concha. Shallan se bajó del carromato, luego cogió el matapomo y el cuaderno, y se dirigió a la parte trasera del carromato. Una vez dentro, Bluth arrancó casi de inmediato mientras respondía a gritos a Tvlakv, que quería saber a qué se debía el retraso.

Con las paredes alzadas, la carreta de Shallan estaba en sombras y le ofrecía intimidad, sobre todo al ser la última en la fila, por lo que nadie podía asomarse a mirar. Por desgracia, viajar detrás no era tan cómodo como hacerlo en el pescante. Aquellos diminutos rocabrotes causaban una sorprendente cantidad de sacudidas y tembleques.

El baúl de Jasnah estaba atado cerca de la pared delantera. Abrió la tapa, dejando que las esferas proporcionaran una tenue iluminación, y luego se acomodó en su improvisado cojín, una pila de telas que Jasnah había usado para envolver sus libros. La manta que usaba por las noches (ya que Tvlakv había sido incapaz de proporcionarle una) era el forro de terciopelo que había arrancado del baúl.

Tras acomodarse, retiró la venda de sus pies para aplicar el nuevo matapomo. Los pies estaban cubiertos de costras y habían mejorado mucho respecto a su estado del día anterior.

—¿Patrón?

Él vibró desde algún lugar cercano. Shallan le había pedido que permaneciera en la parte de atrás del carromato para no alarmar a Tvlakv y los guardias.

—Mis pies están sanando —dijo—. ¿Es cosa tuya?

—Mmm… Casi no sé nada de por qué se rompe la gente. Sé aún menos de por qué se… desrompe.

—¿Tu especie no sufre heridas? —preguntó ella, quebrando un tallo de matapomo y apretándolo para dejar caer unas gotas en su pie izquierdo.

—Sí nos rompemos. Pero lo hacemos… de forma distinta a las personas. Y no nos desrompemos sin ayuda. No sé por qué os desrompéis. ¿Por qué?

—Es una función natural de nuestros cuerpos —explicó ella—. Los seres vivos se reparan a sí mismos automáticamente. —Alzó una de las esferas y la observó, buscando signos de pequeños putrispren rojos. Cuando encontró unos pocos a lo largo de un corte, aplicó rápidamente savia y los espantó.

—Me gustaría saber cómo funcionan las cosas —dijo Patrón.

—También a muchos de nosotros —apuntó Shallan, inclinándose. Hizo una mueca cuando la carreta golpeó una roca especialmente grande—. Me hice brillar anoche, junto a la hoguera, con Tvlakv.

—Sí.

—¿Sabes por qué?

—Mentiras.

—Mi vestido cambió —dijo Shallan—. Te aseguro que anoche no tenía ningún jirón, estaba todo impecable. En cambio ahora está otra vez hecho un desastre.

—Mmm. Sí.

—Tengo que aprender a controlar esto que podemos hacer. Jasnah lo llamaba «tejer con luz». Era mucho más seguro que moldear almas.

—¿El libro?

Shallan frunció el ceño y se apoyó contra los barrotes del costado de la carreta. Junto a ella había una larga fila de arañazos en el suelo que parecían haber sido hechos con las uñas. Como si uno de los esclavos, en un arrebato de locura, hubiera intentado abrirse paso arañando hacia la libertad.

El libro que le había dado Jasnah, Palabras radiantes, se lo había tragado el océano. Parecía una pérdida mayor que el otro que le había dado, el Libro de las páginas interminables, que extrañamente estaba en blanco. Aún no comprendía el significado completo de todo aquello.

—No tuve oportunidad de leer ese libro —dijo Shallan—. Intentaremos encontrar otro ejemplar cuando lleguemos a las Llanuras Quebradas. —No obstante, como su destino era un campamento de guerra, dudaba de que hubiera muchos libros a la venta.

Shallan alzó una de las esferas. Empezaba a oscurecerse y había que volver a insuflarla. ¿Qué pasaría si llegaba la alta tormenta y no habían alcanzado al otro grupo? ¿Se abrirían paso los desertores a través de la tormenta misma para alcanzarlos? ¿Y, si acaso, hallar la seguridad potencial de sus carretas?

Tormentas, qué lío. Necesitaba hacer algo.

—Los Caballeros Radiantes formaron un vínculo con los spren —dijo, más para sí misma que para Patrón—. Era una relación simbiótica, como un pequeño cremlino que vive en la cortezapizarra. El cremlino limpia el liquen, consigue comida, pero también mantiene limpia a la cortezapizarra.

Patrón zumbó, confundido.

—¿Yo soy… la cortezapizarra o el cremlino?

—Cualquiera de los dos —respondió Shallan, haciendo girar en sus manos la esfera de diamante. La diminuta gema atrapada en su interior brillaba con luz vigilante, suspendida en cristal—. Las potencias, las fuerzas que gobiernan el mundo, influyen a los spren. O… bueno… ya que los spren son piezas de esas potencias, tal vez los spren se influyan unos a otros. Nuestro vínculo me da la habilidad de manipular una de las potencias. En este caso, la luz, el poder de la iluminación.

—Mentiras —susurró Patrón—. Y verdades.

Shallan cerró el puño en torno a la esfera y la luz brilló a través de su piel, haciendo que su mano adquiriera un resplandor rojizo. Deseó que la luz entrara en ella, pero no sucedió nada.

—Bien, ¿cómo hago que funcione?

—¿Comiéndotela, quizá? —dijo Patrón, moviéndose por la pared junto a su cabeza.

—¿Comérmela? —preguntó Shallan, escéptica—. No tuve que comérmela antes para conseguir la luz tormentosa.

—Pero tal vez sirva de algo. ¿Lo intentas?

—Dudo de que pudiera tragarme una esfera entera —dijo Shallan—. Aunque quisiera, que desde luego no es el caso.

—Mmm —dijo Patrón, y sus vibraciones hicieron temblar la madera—. Esto… ¿entonces no es una de las cosas que comen los humanos?

—Tormentas, no. ¿Es que no has estado prestando atención?

—Lo he hecho —dijo él, vibrando molesto—. ¡Pero es difícil saberlo! Consumes algunas cosas, y las conviertes en otras… Cosas muy curiosas que ocultas. ¿Tienen valor? En cualquier caso las dejas. ¿Por qué?

—Hemos terminado con esta conversación —dijo Shallan, abriendo el puño y sosteniendo de nuevo la esfera en su palma. Aunque, sin duda, algo de lo que él decía parecía acertado. No había comido ninguna esfera antes, pero de algún modo había… consumido la luz. Como si se la hubiese bebido.

La había inhalado al respirar, ¿no? Contempló la esfera durante un momento y luego contuvo bruscamente la respiración.

Funcionó. La luz brotó de la esfera rápida como un latido, una brillante línea que fluyó hacia su pecho y se extendió desde allí, llenándola. La inusitada impresión hizo que se sintiera ansiosa, alerta, preparada. Ansiosa por hacer… algo. Sus músculos se tensaron.

—Ha funcionado —dijo, aunque cuando habló la luz tormentosa, brillando débilmente, formó un vaho delante de ella y brotó también de su piel. Tenía que practicar antes de que desapareciera toda. Tejer con luz… Necesitaba crear algo. Decidió continuar con lo que había empezado antes, mejorando el aspecto de su vestido.

Una vez más, no sucedió nada. No sabía qué hacer, qué músculos usar, ni qué parte de su cuerpo importaba siquiera. Frustrada, se quedó allí sentada intentando encontrar un modo de que la luz tormentosa cumpliera su efecto, sintiéndose inepta mientras escapaba a través de su piel.

Tardó varios minutos en disiparse por completo.

—Bueno, eso no ha sido nada impresionante —dijo, disponiéndose a coger más tallos de matapomo—. Tal vez debería practicar mejor cómo moldear almas.

Patrón zumbó.

—Peligroso.

—Eso me dijo Jasnah —contestó Shallan—. Pero ya no está aquí para enseñarme nada, y por lo que sé, es la única que podía haberlo hecho. O practico por mi cuenta o nunca aprenderé a usar la habilidad. —Exprimió otras cuantas gotas de savia de matapomo y se dispuso a masajearla en un corte del pie, pero se detuvo. La herida era claramente más pequeña que unos momentos antes.

—La luz tormentosa me está sanando —dijo Shallan.

—¿Te desrompe?

—Sí. ¡Padre Tormenta! Hago las cosas casi sin querer.

—¿Puede ocurrir algo «casi» sin querer? —preguntó Patrón, genuinamente intrigado—. No sé qué significa esa frase.

—Yo… Bueno, es una forma de hablar. —Entonces, antes de que él pudiera preguntar de nuevo, continuó—: Y con eso me refiero a algo que decimos para expresar una idea o un sentimiento, no un hecho literal.

Patrón zumbó.

—¿Qué significa eso? —preguntó Shallan, masajeando igualmente el matapomo—. Cuando zumbas así, ¿qué sientes?

—Hum… Emoción. Sí. Ha pasado mucho tiempo desde que alguien aprendió de vosotros y vuestra especie.

Shallan exprimió más savia en los dedos de los pies.

—¿Has venido a aprender? Espera… ¿eres un estudioso?

—Pues claro. Hum. ¿Por qué si no iba a venir? Aprenderé mucho antes de…

Se detuvo bruscamente.

—¿Patrón? —preguntó ella—. ¿Antes de qué?

—Una forma de hablar. —Lo dijo en un tono completamente inexpresivo. Cada vez hablaba más como un ser humano, y en ocasiones lo parecía. Pero en ese momento todo el color había desaparecido de su voz.

—Estás mintiendo —lo acusó ella, mirando a su patrón en la pared. Se había encogido, haciéndose pequeño como un puño, la mitad de su tamaño habitual.

—Sí —admitió él, de mala gana.

—Mientes fatal —advirtió Shallan, sorprendida.

—Sí.

—¡Pero te encantan las mentiras!

—Me fascinan… Sois todos tan fascinantes…

—Cuéntame qué ibas a decir —ordenó Shallan—. Antes de que te interrumpieras. Si mientes, lo sabré.

—Hum. Hablas como ella. Cada vez más como ella.

—Dímelo.

Él zumbó con un sonido molesto, rápido y agudo.

—Aprenderé lo que pueda de ti antes de que me mates.

—¿Crees… crees que voy a matarte?

—Ya les sucedió a otros —dijo Patrón con voz más suave—. Y me sucederá a mí. Es… un patrón.

—Esto tiene que ver con los Caballeros Radiantes —dijo Shallan, alzando las manos para empezar a trenzarse el pelo. Eso sería mejor que dejarlo al viento, aunque sin peine y cepillo, incluso trenzárselo era difícil. «Tormentas», pensó, «necesito un baño. Y jabón. Y una docena de cosas más».

—Sí —dijo Patrón—. Los caballeros mataron a sus spren.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Sus juramentos —dijo Patrón—. Es todo lo que sé. Mi especie, los que no estaban enlazados, nos retiramos, y muchos conservamos nuestras mentes. Incluso así, es difícil pensar aparte de mi especie, a menos que…

—¿A menos que…?

—A menos que tengamos a una persona.

—Entonces esto es lo que consigues —dijo Shallan, desenmarañándose el pelo con los dedos—. Simbiosis. Yo consigo acceso a la potenciación, tú al pensamiento.

—Sapiencia —dijo Patrón—. Pensamiento. Vida. Son de los humanos. Nosotros somos ideas. Ideas que desean vivir.

Shallan continuó trabajando en su pelo.

—No voy a matarte —declaró con firmeza—. Me niego a hacerlo.

—No creo que los otros quisieran hacerlo —dijo él—. Pero no tiene importancia.

—Sí que la tiene. No lo haré. No soy una de los Caballeros Radiantes. Jasnah lo dejó claro. El hombre que sabe usar una espada no es necesariamente un soldado. Que yo pueda hacer lo que hago no me convierte en uno de ellos.

—Hiciste juramentos.

Shallan se detuvo.

«Vida antes que muerte»… Las palabras volaron hacia ella desde las sombras de su pasado. Un pasado en el que no quería pensar.

—Vives mentiras —dijo Patrón—. Eso te da fuerza. Pero la verdad… Sin decir verdades no podrás crecer, Shallan. No sé cómo, pero lo sé.

Acabó con su peinado y pasó a vendarse de nuevo los pies. Patrón se había movido hasta el otro lado de la oscilante carreta y estaba posado en la pared, apenas visible en la penumbra. A Shallan le quedaban pocas esferas infusas. No mucha luz tormentosa, considerando lo rápido que la otra la había dejado. ¿Debería usar lo que tenía para sanar aún más sus pies? ¿Podría hacerlo intencionadamente, o se le escaparía la habilidad, como había hecho la propia luz?

Guardó las esferas en la bolsa de su manga. Las ahorraría, por si acaso. De momento, estas esferas y su luz podrían ser la única arma disponible.

Terminados los vendajes, se puso en pie y descubrió que el dolor de su pie casi había desaparecido. Podía andar casi con normalidad, aunque no podría ir muy lejos sin zapatos. Complacida, llamó en la madera más cercana a Bluth.

—¡Detén la carreta!

Esta vez, no tuvo que repetirlo. Rodeó la carreta y, tras sentarse junto a Bluth, advirtió inmediatamente la columna de humo de delante. Se había vuelto más oscura, más grande, y se retorcía violentamente.

—Eso no es un fuego de campamento —dijo Shallan.

—No —coincidió Bluth con expresión sombría—. Algo grande está ardiendo. Probablemente carretas. —La miró—. Parece que las cosas no les han ido bien a los que están ahí arriba.

Palabras radiantes
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