Los Deshechos son una desviación, una aparición, un misterio que tal vez no merezca la pena tu tiempo. No puedes evitar pensar en ellos. Son fascinantes. Muchos carecen de mente. Como los spren de las emociones humanas, solo que mucho más desagradables. No obstante, creo que unos pocos pueden pensar.

Del Diagrama, Libro del segundo cajón del escritorio, párrafo 14

Dalinar salió de la tienda a la leve lluvia, seguido de Navani y Shallan. La lluvia sonaba más suavemente allí que en el interior de la tienda, donde las gotas tamborileaban sobre la lona.

Habían continuado la marcha durante toda la mañana, hasta llegar al mismo corazón de las mesetas derruidas. Ya estaban cerca. Tan cerca, que tenían toda la atención de los parshendi.

Estaba sucediendo.

Un ayudante ofreció un paraguas a cada persona que salía de la tienda, pero Dalinar rechazó el suyo. Si sus hombres tenían que soportar la lluvia, él también. Estaría empapado al final del día de todas formas.

Recorrió las filas, siguiendo a los hombres de los puentes, ataviados con los tabardos para la lluvia, que guiaban el camino con linternas de zafiro. Todavía era de día, pero la gruesa capa de nubes lo oscurecía todo. Usaba luz azul para identificarse. Roion y Aladar, al ver que había rechazado el paraguas, decidieron mojarse con él. Sebarial, naturalmente, permaneció debajo del suyo.

Llegaron al borde de la masa de soldados que estaban formando en un amplio óvalo, mirando hacia el exterior. Dalinar conocía a sus soldados lo suficientemente bien para sentir su ansiedad. Estaban demasiado rígidos, sin menearse ni estirar los músculos. También guardaban silencio, sin charlar para distraerse, ni siquiera susurraban. Las únicas voces que se oían eran las órdenes ocasionales mientras los oficiales revisaban las filas. Dalinar vio pronto qué causaba la inquietud.

Resplandecientes ojos rojos congregados en la siguiente meseta.

No habían resplandecido antes. Ojos rojos sí, pero no con aquel resplandor increíble. Con la tenue luz, los cuerpos parshendi eran indistinguibles, apenas sombras. Los ojos carmesí flotaban como la Cicatriz de Taln, como esferas en la oscuridad, más intensas de color que ningún rubí. Las barbas de los parshendi a menudo llevaban trozos de gema como adorno, pero hoy esas no brillaban.

«Demasiado tiempo sin una alta tormenta», pensó Dalinar. Incluso las gemas de las esferas alezi (talladas con facetas y por tanto capaces de conservar la luz más tiempo) habían fallado en su mayoría a estas alturas del Llanto, aunque las gemas más grandes podrían durar una semana más.

Habían entrado en la parte más oscura del año. La época en que la luz tormentosa no brillaba.

—¡Oh, Todopoderoso! —susurró Roion, mirando aquellos ojos rojos—. Oh, por los nombres del mismísimo Dios. ¿Adónde nos has traído, Dalinar?

—¿Puedes hacer algo para ayudar? —preguntó Dalinar en voz baja, mirando a Shallan, que estaba de pie bajo el paraguas a su lado, con sus guardias justo detrás.

Con la cara pálida, ella sacudió la cabeza.

—Lo siento.

—Los Caballeros Radiantes eran guerreros —dijo Dalinar muy, muy suavemente.

—Si lo eran, entonces me queda un largo camino por…

—Ve, entonces —le dijo Dalinar a la muchacha—. Cuando haya una abertura en la lucha, encuentra el camino a Urithiru, si existe. Eres mi único plan de contingencia, brillante.

Ella asintió.

—Dalinar —dijo Aladar, aterrado mientras contemplaba los ojos rojos, que formaban en filas ordenadas al otro lado del abismo—, sé sincero conmigo. Cuando nos trajiste a esta expedición, ¿esperabas encontrar estos horrores?

—Sí.

Era cierto. No sabía qué horrores iba a encontrar, pero sabía que algo iba a producirse.

—¿Y viniste de todas formas? —preguntó Aladar—. Nos arrastraste hasta estas malditas llanuras, dejaste que nos rodearan esos monstruos, para que nos masacren y…

Dalinar agarró a Aladar por la pechera de la guerrera y lo atrajo hacia sí. El movimiento pilló al otro hombre completamente desprevenido, y se calló, con los ojos muy abiertos.

—Esos de ahí son Portadores del Vacío —susurró Dalinar, con la lluvia corriéndole por la cara—. Han regresado. Sí, es verdad. Y nosotros, Aladar, tenemos una oportunidad para detenerlos. No sé si podremos impedir otra Desolación, pero estoy dispuesto a hacer cualquier cosa, incluyendo sacrificarme a mí y todo este ejército, por proteger a Alezkar de esas criaturas. ¿Entiendes?

Aladar asintió, con los ojos espantados.

—Esperaba llegar antes de que esto sucediera —dijo Dalinar—, pero no ha sido así. Así que ahora vamos a luchar. Y, tormentas, vamos a destruir a esas criaturas. Vamos a detenerlas, y vamos a esperar que esto impida que este mal se extienda al mundo de los parshmenios, como temía mi sobrina. Si sobrevives a este día, serás conocido como uno de los hombres más grandes de nuestra generación.

Soltó a Aladar, dejando que el alto príncipe retrocediera tambaleándose.

—Ve con tus hombres, Aladar. Ve a dirigirlos. Sé un campeón.

Aladar lo miró, boquiabierto. Entonces se irguió. Se llevó la mano al pecho, dando el saludo más recio que Dalinar había visto jamás.

—Así se hará, brillante señor —dijo Aladar—. Alto Príncipe de la Guerra.

Aladar ladró una orden a sus auxiliares (incluido Mintez, el alto señor que habitualmente usaba su armadura esquirlada en batalla), y luego se llevó la mano a la espada y se marchó bajo la lluvia.

—Hum —dijo Sebarial desde debajo de su paraguas—. Se lo ha tragado y todo. Cree que va a ser un héroe.

—Ahora sabe que yo tenía razón respecto a la necesidad de unificar Alezkar. Es un buen soldado. La mayoría de los altos príncipes lo son… o lo fueron, en algún momento.

—Lástima que acabaras con nosotros dos en vez de con ellos —dijo Sebarial, indicando con la cabeza a Roion, que todavía contemplaba los brillantes ojos rojos. Ya había miles, y seguían aumentando a medida que llegaban más parshendi. Los exploradores informaron que se estaban congregando en las tres mesetas que rodeaban la que los alezi ocupaban, la más grande.

—Yo soy inútil en combate —continuó Sebarial—, y los arqueros de Roion no servirán de nada con esta lluvia. Además, es un cobarde.

—Roion no es un cobarde —dijo Dalinar, posando una mano en el brazo del otro alto príncipe—. Es cuidadoso. Eso no le sirvió bien en la pugna por las gemas corazón, donde hombres como Sadeas desperdiciaban vidas a cambio de prestigio. Pero en este caso el cuidado es un atributo que prefiero a la intrepidez.

Roion se volvió hacia Dalinar, parpadeando para librarse del agua.

—¿Esto está pasando de verdad?

—Sí —dijo Dalinar—. Quiero que estés con tus hombres, Roion. Tienen que verte. Esto va a aterrarlos, pero a ti no. Eres cuidadoso, tienes el control.

—Sí —dijo Roion—. Sí. Tú… tú vas a librarnos de esto, ¿verdad?

—No, yo no.

Roion frunció el ceño.

—Todos vamos a librarnos de esto, juntos.

Roion asintió, y no puso objeciones. Saludó como había hecho Aladar, aunque menos reciamente, y luego regresó con su ejército en el flanco norte, pidiendo a sus ayudantes que le dieran el número de sus reservas.

—Condenación —dijo Sebarial, viéndolo marchar—. Condenación. ¿Y yo qué? ¿Dónde está mi discurso apasionado?

—Tú vas a volver a la tienda de mando —dijo Dalinar—, y nada de ponerte en medio.

Sebarial se echó a reír.

—De acuerdo. Eso lo sé hacer.

—Quiero a Teleb al mando de tu ejército —dijo Dalinar—. Y voy a enviar a Serugiadis y a Rust para que se unan a él. Tus hombres lucharán mejor contra esos seres con unos cuantos portadores de esquirlada a la cabeza.

Eran los tres hombres que habían recibido las esquirlas después del duelo de Adolin.

—Daré la orden de que tienen que obedecer a Teleb.

—Y, ¿Sebarial? —preguntó Dalinar.

—¿Sí?

—Si te apetece, quema unas plegarias. No sé si ahí arriba escuchan todavía, pero no puede hacer daño.

Dalinar se volvió hacia el mar de ojos rojos. ¿Por qué estaban allí, mirando? Sebarial vaciló.

—No sientes tanta confianza como les has demostrado a los otros dos, ¿eh? —Sonrió como si eso lo consolara, luego se marchó. Qué hombre tan extraño. Dalinar hizo un gesto con la cabeza a uno de sus ayudantes, que fue a dar las órdenes a los tres portadores Kholin, acudiendo primero a Serugiadis (un joven larguirucho a cuya hermana había cortejado Adolin) que estaba en su puesto de mando con los soldados, y luego a Teleb para explicarle las órdenes de Dalinar.

Una vez resuelto eso, Dalinar se acercó a Navani.

—Tengo que saber que estás a salvo en la tienda de mando. Tan a salvo como se pueda estar.

—Entonces finge que estoy allí.

—Pero…

—¿Quieres que te ayude con los fabriales? —dijo Navani—. No puedo hacerlo desde lejos, Dalinar.

Él apretó los dientes, pero ¿qué podía decir? Iba a necesitar toda la ventaja que pudiera conseguir. Miró de nuevo aquellos ojos rojos.

—Las historias de las hogueras de campamento cobran vida —dijo Roca, el enorme comecuernos. Dalinar nunca lo había visto protegiéndolo a él o a sus hijos; le parecía que era el intendente—. No deberían existir. ¿Por qué no se mueven?

—No lo sé —dijo Dalinar—. Envía a unos cuantos de tus hombres a traer a Rlain. Quiero ver si puede darnos alguna explicación. —Cuando dos hombres de los puentes echaron a correr, Dalinar se volvió hacia Navani—. Reúne a tus escribas para que anoten mis palabras. Hablaré a los soldados.

Momentos después, ella trajo a un par de escribas, temblando mientras permanecían de pie bajo los paraguas con los lápices preparados para escribir lo que dijera.

Dalinar montó en Galante para tener un poco de altura. Se volvió hacia las filas de soldados cercanos.

—Sí —gritó por encima del sonido de la lluvia—, son Portadores del Vacío. Sí, vamos a combatirlos. No sé qué pueden hacer. No sé por qué han regresado. Pero hemos venido a detenerlos.

»Sé que estáis asustados, pero habéis oído hablar de mis visiones durante las altas tormentas. En los campamentos de guerra, los ojos claros se burlaron de mí y descartaron lo que veía, considerándolo delirios. —Extendió los brazos hacia el lado, señalando el mar de ojos rojos—. ¡Ahí tenéis la prueba de que mis visiones eran auténticas! ¡Ahí fuera, tenéis lo que me han dicho que vendría!

Dalinar se humedeció los labios. Había pronunciado muchos discursos antes de la batalla en su vida, pero nunca había dicho nada como lo que se le ocurrió en ese momento.

—He sido enviado por el mismísimo Todopoderoso para salvar a esta tierra de otra Desolación. He visto lo que esas criaturas pueden hacer; he vivido vidas rotas por los Portadores del Vacío. He visto reinos destruidos, pueblos destrozados, tecnología olvidada. He visto a la misma civilización arrastrada hasta el tembloroso borde del colapso.

»¡Lo impediremos! Hoy no lucháis por la riqueza de un ojos claros, ni siquiera por el honor de vuestro rey. Hoy lucháis por el bien de todos los hombres. ¡No lucharéis solos! Confiad en lo que he visto, confiad en mis palabras. Si esas cosas han regresado, entonces también lo harán las fuerzas que antaño las derrotaron. ¡Veremos milagros antes de que termine este día, hombres! Simplemente, tendremos que ser lo bastante fuertes para merecerlos.

Contempló el mar de ojos esperanzados. Tormentas. ¿Lo que giraba sobre su cabeza como esferas doradas bajo la lluvia eran glorispren? Sus escribas terminaron de transcribir el breve discurso y luego empezaron apresuradamente a hacer copias para enviarlas con mensajeras. Dalinar las vio partir, esperando por los Salones Tranquilos no haberles mentido a todos.

Su ejército parecía pequeño en esta oscuridad, rodeado de enemigos. Poco después, oyó sus propias palabras repetidas en la distancia, leídas a las tropas. Dalinar permaneció sentado, Shallan junto a su caballo, aunque Navani se marchó a atender alguno de sus artilugios.

El plan de batalla exigía que esperaran un poco más, y Dalinar se alegró de hacerlo. Con estos abismos que cruzar, era mucho mejor ser atacado que pasar a la ofensiva. Tal vez los ejércitos separados animarían a los parshendi a iniciar la batalla yendo a su encuentro. Por fortuna, con la lluvia no habría flechas. Las cuerdas de los arcos no soportarían la humedad, ni lo haría la tripa animal de los arcos curvados de los parshendi.

Las criaturas empezaron a cantar.

Fue un súbito rugido sobre la lluvia que sobresaltó a sus hombres, haciéndolos retroceder de asombro. No era una canción que Dalinar hubiera escuchado durante las cargas en las mesetas. Esta era más entrecortada, más frenética. Se alzaba alrededor, viniendo de las tres mesetas circundantes, a gritos que parecían hachas lanzadas contra los alezi del centro.

Dalinar se estremeció. El viento sopló contra él, más fuerte de lo que era normal durante el Llanto. La vaharada le mojó la cara de lluvia. El frío mordió su piel.

—¡Brillante señor!

Dalinar se volvió en su silla y advirtió que cuatro hombres del puente se acercaban con Rlain; todavía tenía al hombre bajo guardia en todo momento. Le indicó a sus guardias que los dejaran pasar, permitiendo que el parshendi se aproximara hasta su caballo.

—¡Esa canción! —dijo Rlain—. Esa canción.

—¿Qué ocurre, hombre?

—Es la muerte —susurró Rlain—. Brillante señor, nunca la he oído antes, pero es un ritmo de destrucción. De poder.

Al otro lado del abismo, los parshendi empezaron a brillar. Diminutas líneas de rojo chispearon por sus brazos, parpadeando y temblando, como relámpagos.

—¿Qué es eso? —preguntó Shallan.

Dalinar entornó los ojos, y otra vaharada de viento lo barrió.

—Tienes que detenerlo —dijo Rlain—. Por favor. Aunque tengas que matarlos. No les permitas terminar esa canción.

Era el día de la cuenta atrás que Dalinar había garabateado en las paredes sin saberlo. El último día.

Dalinar tomó su decisión basándose en el instinto. Llamó a una mensajera y una se acercó corriendo: la pupila de Teshav, una muchacha de quince años.

—Transmite la orden —le dijo—. Avisa al general Khal en la tienda de mando, a los señores de los batallones, a mi hijo, Teleb, y los otros altos príncipes. Vamos a cambiar de estrategia.

—¿Brillante señor? —preguntó la mensajera—. ¿Qué cambio?

—Vamos a atacar. ¡Ahora!

Kaladin se detuvo en la entrada de los terrenos de entrenamiento de los ojos claros, mientras la lluvia resbalaba por la tela encerada de su paraguas, y se sorprendió ante lo que veía. Como preparativo para las tormentas, los fervorosos normalmente barrían y apilaban la arena para formar trincheras cubiertas en los bordes del terreno para impedir que el viento se la llevara.

Esperaba ver algo similar durante el Llanto. En cambio, habían dejado la arena fuera, pero habían colocado luego una pequeña barrera de madera en la entrada. Cerraban así la parte frontal de los terrenos de entrenamiento, lo que les permitía llenarlos de agua. Una pequeña cascada de agua de lluvia rebosaba el borde de la barrera y caía al camino.

Kaladin contempló el pequeño lago que llenaba el patio, luego suspiró y se agachó, se soltó los cordones y se quitó las botas y los calcetines. Cuando entró, el agua fría le llegó hasta las pantorrillas.

La suave arena se escurrió entre sus dedos. ¿Cuál era el propósito de esto? Cruzó el patio, con la muleta bajo el brazo y las botas unidas por los cordones y colgadas al hombro. El agua helada le entumeció el pie herido, que estaba bien, aunque la pierna aún le dolía con cada paso. Le pareció que las dos semanas de curación no habían hecho mucho por sus heridas. Su continua insistencia en caminar probablemente no había ayudado tampoco.

Sus habilidades lo habían maleducado: un soldado con una herida así normalmente tardaba meses en recuperarse. Sin luz tormentosa, tendría que ser paciente y curarse como todos los demás.

Esperaba encontrar los terrenos de entrenamiento tan abandonados como la mayor parte del campamento. Incluso los mercados estaban relativamente vacíos, pues la gente prefería permanecer dentro de las viviendas durante el Llanto. Sin embargo, halló a los fervorosos riendo y charlando mientras permanecían sentados en las altas arcadas que rodeaban los terrenos. Cosían jubones de cuero, mientras en las mesas que tenían al lado asomaban copas de vino rojizo. Esa zona se elevaba lo suficiente sobre el suelo del patio para permanecer seca.

Kaladin siguió andando, buscando entre ellos, pero no encontró a Zahel. Incluso se asomó a la habitación del hombre, pero estaba vacía.

—¡Aquí arriba, hombre del puente! —llamó una de los fervorosos. La mujer calva señaló la escalera de la esquina, donde Kaladin había enviado a menudo a sus guardias a asegurar el tejado cuando Adolin y Renarin practicaban.

Kaladin agitó una mano en gesto de agradecimiento, luego continuó cojeando y torpemente subió las escaleras. Tuvo que cerrar el paraguas para caber. La lluvia cayó sobre su cabeza cuando se asomó a la abertura del tejado donde terminaba la escalera. El tejado estaba hecho de losas colocadas sobre el endurecido crem, y Zahel estaba allí tendido en una hamaca que había colgado entre dos postes. Kaladin pensó que eran pararrayos, cosa que no le pareció segura. Un toldo colgaba sobre la hamaca y mantenía a Zahel casi seco.

El fervoroso oscilaba suavemente, con los ojos cerrados, mientras empuñaba una botella cuadrada de fuerte honu, un tipo de licor de grano de lavis. Kaladin inspeccionó el tejado, juzgando su habilidad para cruzar aquellas tejas inclinadas sin resbalar y partirse el cuello.

—¿Has estado alguna vez en el Lagopuro, hombre del puente? —preguntó Zahel.

—No —respondió Kaladin—. Pero uno de mis hombres habla siempre de ese lugar.

—¿Qué has oído?

—Que es un océano tan poco profundo que puedes cruzarlo chapoteando.

—Es ridículamente poco profundo —dijo Zahel—. Como una bahía interminable de pocos palmos de profundidad. Agua caliente. Brisas suaves. Me recuerda mi hogar. No como este lugar frío, húmedo y perdido de la mano de Dios.

—Entonces ¿por qué estás aquí y no allí?

—Porque no puedo soportar que me recuerden mi hogar, idiota.

Oh.

—Entonces ¿por qué estamos hablando de ello?

—Porque te estás preguntando por qué creamos nuestro pequeño. Lagopuro allá abajo.

—¿Ah, sí?

—Pues claro que sí. Muchacho de Condenación. Te conozco lo bastante bien para saber que esa cuestión te molesta. No piensas como un lancero.

—¿Los lanceros no pueden ser curiosos?

—No. Porque si lo son, o bien los matan o acaban enseñándole a alguien al mando lo listos que son. Entonces los ponen en un sitio más útil.

Kaladin alzó una ceja, esperando más explicaciones. Finalmente, suspiró y preguntó:

—¿Por qué habéis bloqueado el patio de abajo?

—¿Tú qué crees?

—Eres una persona realmente molesta, Zahel. ¿Te das cuenta?

—Pues claro. —Tomó un trago de honu.

—Supongo que habéis bloqueado la entrada de los terrenos de prácticas para que la lluvia no se lleve la arena —dijo Kaladin.

—Excelente deducción —respondió Zahel—. Como pintura azul fresca en una pared.

—Signifique eso lo que signifique. El problema es, ¿por qué es necesario conservar la arena del patio? ¿Por qué no guardarla, como hacéis antes de las altas tormentas?

—¿Sabías que las lluvias durante el Llanto no sueltan crem?

—Yo…

¿Lo sabía? ¿Tenía importancia?

—Y menos mal —dijo Zahel—, o nuestro campamento entero acabaría atascado con ese material. Además, una lluvia como esta es magnífica para la limpieza.

—¿Me estás diciendo que habéis convertido el suelo de los terrenos de duelos en un baño?

—Pues claro.

—¿Para lavar ahí dentro?

—Claro. Pero no nosotros, naturalmente.

—Entonces ¿qué?

—La arena.

Kaladin frunció el ceño, luego se volvió hacia un lado para mirar el estanque de abajo.

—Cada día —dijo Zahel—, entramos ahí y la removemos. La arena se posa en el fondo, y toda la porquería queda a flote y la lluvia se la lleva del campamento por los desagües. ¿Nunca habías pensado que pudiera hacer falta lavar la arena?

—La verdad es que no.

—Pues hace falta. Después de un año de ser pisoteada por los apestosos pies de los hombres de los puentes y los igualmente apestosos, aunque más refinados, pies de los ojos claros, después de un año de que gente como yo le derrame sangre encima, o de que los animales vengan aquí a hacer sus cosas, hay que lavar la arena.

—¿Por qué estamos hablando de esto?

—Porque es importante —dijo Zahel, tomando un trago—. O algo. No lo sé. Has venido a verme, muchacho, interrumpiendo mis vacaciones. Eso significa que tienes que escucharme divagar.

—Se supone que tienes que decir algo profundo.

—¿No has pillado la parte donde he dicho que estoy de vacaciones?

Kaladin permaneció de pie bajo la lluvia.

—¿Sabes dónde está el sagaz del rey?

—¿Ese necio? Aquí no, afortunadamente. ¿Por qué?

Kaladin necesitaba alguien con quien hablar, y se había pasado casi todo el día buscando a Sagaz. No lo había encontrado, aunque se hartó y acabó por comprarle un poco de chouta a un solitario vendedor callejero.

Sabía bien, pero no alivió su estado de ánimo.

Así que renunció a buscar a Sagaz y en cambio vino a ver a Zahel. Parecía que había cometido un error. Kaladin suspiró, y se dio media vuelta para bajar por las escaleras.

—¿Qué era lo que querías? —le llamó Zahel. Había entreabierto un ojo y lo estaba mirando.

—¿Has tenido que elegir alguna vez entre dos opciones igualmente desagradables?

—Cada día elijo seguir respirando.

—Me preocupa que vaya a suceder algo horrible —dijo Kaladin—. Puedo impedirlo, pero lo horrible… tal vez sería mejor para todos que sucediera.

—Hum —dijo Zahel.

—¿Ningún consejo? —preguntó Kaladin.

—Elige la opción —dijo Zahel, acomodando su almohada—, que te haga más fácil dormir de noche. —El viejo fervoroso cerró los ojos y volvió a tumbarse—. Es lo que yo quisiera haber hecho.

Kaladin continuó bajando las escaleras. Una vez abajo, no abrió el paraguas. Ya estaba empapado de todas formas. En cambio, buscó en los anaqueles situados en un lateral de los terrenos hasta que encontró una lanza: de verdad, no de prácticas. Luego soltó la muleta y caminó cojeando hacia el agua.

Allí, adoptó una pose de lancero y cerró los ojos. La lluvia caía a su alrededor. Salpicaba en el agua del estanque, tamborileaba en el tejado, resonaba en las calles de fuera. Kaladin se sentía agotado, como si le hubieran extraído la sangre. La melancolía le hacía querer quedarse quieto.

En cambio, empezó a bailar con la lluvia. Recreó las poses con la lanza, haciendo todo lo que pudo para evitar poner peso en su pierna herida. Chapoteó en el agua. Buscó paz y sentido en las formas cómodas.

No encontró ninguna de las dos cosas.

Perdió el equilibrio y su pierna gritó. La lluvia no le acompañaba: solo le molestaba. Peor, el viento no soplaba. El aire parecía rancio.

Kaladin tropezó con sus propios pies. Torció la lanza a su alrededor, luego la dejó caer con torpeza. La lanza giró y se hundió en el estanque. Mientras la recogía, advirtió que los fervorosos lo miraban con caras que oscilaban entre el asombro y la diversión.

Lo intentó de nuevo. Formas sencillas. Nada de hacer girar el arma, nada de alardear. Paso adelante y ataque.

Sentía extraña el asta de la lanza en las manos. Desequilibrada. Tormentas. Había ido allí en busca de solaz, y lo único que había conseguido era sentirse cada vez más frustrado mientras intentaba practicar.

¿Cuánta de su habilidad con la lanza se había debido a sus poderes? ¿No era nada sin ellos?

Soltó de nuevo la lanza después de intentar un sencillo giro y ataque. Intentó cogerla y encontró a los lluviaspren sentados junto a ella en el agua, mirando hacia arriba, sin parpadear.

Agarró la lanza con un gruñido, luego alzó la cabeza hacia el cielo.

—¡Lo merece! —les gritó a las nubes.

La lluvia cayó sobre él.

—¡Dadme un motivo por el que no lo merece! —gritó Kaladin, sin preocuparle que los fervorosos lo oyeran—. Tal vez no sea culpa suya, y puede que lo esté intentando, pero sigue fracasando.

Silencio.

—Es justo eliminar el miembro herido —susurró Kaladin—. Esto es lo que tenemos que hacer. Para… para…

«Para seguir con vida».

¿De dónde habían salido esas palabras?

«Hay que hacer lo que tienes que hacer para seguir vivo, hijo. Convertir una carga en una ventaja cada vez que puedas».

La muerte de Tien.

Aquel momento, aquel horrible momento, cuando vio cómo moría su hermano, incapaz de hacer nada. El propio líder del pelotón de Tien había sacrificado a los que no tenían entrenamiento para ganar un momento de ventaja.

Aquel hombre había hablado con Kaladin después de que todo acabara. «Hay que hacer lo que hay que hacer para seguir vivos…».

Tenía sentido. Horrible, retorcido.

No había sido culpa de Tien. Él lo había intentado. Pero había fracasado. Y por eso lo habían matado.

Kaladin cayó de rodillas en el agua.

—Todopoderoso, oh, Todopoderoso…

El rey…

El rey era el Tien de Dalinar.

—¿Atacar? —preguntó Adolin—. ¿Estás segura de que eso es lo que ha dicho mi padre?

La joven que había traído el mensaje asintió, empapada, luciendo un aspecto horrible con su vestido abierto y el fajín.

—Tienes que detener ese cántico si puedes, brillante señor. Tu padre indicó que era importante.

Adolin contempló sus batallones, encargados del flanco sur. Más allá, en una de las tres mesetas que rodeaban a su ejército, los parshendi cantaban una canción horrible. Sangre Segura caracoleaba, piafando.

—A mí tampoco me gusta —dijo Adolin en voz baja, acariciando al caballo en el cuello. Aquella canción lo ponía nervioso. Y aquellos hilos de luz roja en sus brazos, en sus manos… ¿qué eran?

—Perel —le dijo a uno de sus comandantes de campo—, diles a los hombres que estén preparados para la orden. Vamos a cargar con esos puentes hasta la meseta sur. Primero la infantería pesada, las lanzas cortas detrás, las lanzas largas preparadas por si contraatacan. Quiero a los hombres preparados para formar bloques al otro lado hasta que estemos seguros de que las líneas parshendi van a caer. Tormentas, ojalá tuviéramos a los arqueros. ¡Vamos!

La orden se transmitió, y Adolin se acercó con Sangre Segura a uno de los puentes, que ya había sido colocado. Sus guardias lo siguieron, una pareja de hombres de los puentes llamados Cikatriz y Drehy.

—¿Vais a quedaros al margen? —les preguntó Adolin, mirando al frente—. A vuestro capitán no le gusta que entréis en batalla contra los parshendi.

—¡A Condenación con eso! —dijo Drehy—. Lucharemos, señor. De todas formas, esos no son parshendi. Ya no.

—Buena respuesta. Ellos avanzarán cuando iniciemos nuestro ataque. Tenemos que mantener el puente para el resto de nuestro ejército. Intentad seguirme, si podéis. —Miró por encima del hombro, esperando. Observando hasta que…

Una gran gema azul se alzó al aire, izada en un poste lejano cerca de la tienda de mando.

—¡Adelante! —Adolin espoleó a Sangre Segura, y el caballo cruzó tronando el puente, salpicando agua de un charco al llegar al otro lado. Los lluviaspren vacilaron. Los dos hombres del puente lo siguieron a la carrera. Tras ellos, la infantería pesada con gruesas armaduras y martillos y hachas (perfectos para abrir los caparazones parshendi), se pusieron en marcha.

El grueso de los parshendi continuó su cántico. Un grupo más pequeño se desgajó, quizás unos dos mil, y se dispusieron a interceptar a Adolin. El príncipe gruñó, inclinándose, y la hoja esquirlada apareció en su mano. Si ellos…

Un destello de luz.

El mundo se sacudió, y Adolin se encontró resbalando por el suelo, su armadura esquirlada chirriando contra las piedras. La armadura absorbió el golpe de la caída, pero no pudo hacer nada para la sorpresa del propio Adolin. El mundo giró, y un chorro de agua se coló por las rendijas de su yelmo, cubriéndole el rostro.

Cuando se detuvo, se inclinó hacia atrás para ponerse en pie. Se tambaleó, con sonido metálico, revolviéndose por si algún parshendi se había acercado. Parpadeó, luego se orientó para observar el paisaje que tenía delante. Blanco entre el marrón y gris. ¿Qué era eso…?

Finalmente sus ojos se despejaron y pudo echar una buena ojeada. Lo blanco era un caballo, caído en el suelo.

Adolin gritó algo desaforado, un sonido que resonó en su yelmo. Ignoró los gritos de los soldados, el sonido de la lluvia, el súbito e innatural crujido tras él. Corrió hacia el cuerpo que había en el suelo. Sangre Segura.

—No, no, no —dijo Adolin, resbalando hasta caer de rodillas junto al caballo. El animal tenía una extraña quemadura que corría por todo el costado de su pelaje blanco. Ancha, irregular. Los ojos oscuros de Sangre Segura, abiertos a la lluvia, no parpadeaban.

Adolin alzó las manos, súbitamente vacilante, sin saber si tocar al animal.

Un joven en un terreno desconocido.

Sangre Segura no se movía.

Más nervioso que aquel día en el duelo donde ganó su espada esquirlada.

Gritos. Otro crujido en el aire, agudo, inmediato.

«Ellos eligen a su jinete, hijo. Nosotros nos concentramos en las esquirlas, pero cualquier hombre, valiente o cobarde, puede vincular una espada. No aquí, en este terreno. Aquí solo vencen los dignos…».

Muévete.

Llora luego.

¡Muévete!

Adolin rugió, poniéndose en pie de un salto y corriendo ante los dos hombres del puente que nerviosamente lo protegían con sus lanzas. Inició el proceso de invocar su hoja y corrió hacia la lucha que se desarrollaba allí delante. Solo habían pasado unos momentos, pero las líneas alezi se desplomaban ya. Parte de la infantería avanzaba en grupo, pero otros se habían quedado atrás, aturdidos y confusos.

Otro destello, acompañado por un chasquido en el aire. Relámpagos. Relámpagos rojos. Aparecían en destellos entre los grupos de parshendi y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Dejaron una brillante imagen residual (resplandeciente, bifurcada) que oscureció brevemente la visión de Adolin.

Ante él los hombres caían, abrasados en sus armaduras. Adolin gritó mientras cargaba, ordenando a sus hombres que mantuvieran las líneas.

Sonaron más chasquidos, pero no parecían apuntar bien. A veces destellaban hacia atrás o seguían extraños rumbos, yendo rara vez en línea recta hacia los alezi. Mientras corría, Adolin vio un destello brotar de un par de parshendi, pero se arqueó inmediatamente hacia el suelo.

Los parshendi bajaron la cabeza, aturdidos. Era como si los relámpagos funcionaran… bueno, como relámpagos del cielo, sin seguir ningún tipo de rumbo predecible.

—¡Atacadlos, cremlinos! —gritó Adolin, abriéndose paso entre los soldados—. ¡De vuelta a las líneas! ¡Es como el avance de los arqueros! Conservad la cabeza. Serenaos. ¡Si nos venimos abajo, estamos muertos!

No estaba seguro de que pudieran oírlo, pero la imagen del príncipe gritando, atacando la línea de parshendi, hizo algo. Los oficiales gritaron y las líneas volvieron a formarse.

Un relámpago corrió hacia Adolin.

El sonido era increíble, y la luz. Adolin se quedó quieto, cegado. Cuando se difuminó, se encontró completamente ileso. Miró la armadura, que vibraba suavemente, un zumbido que sacudía su piel de un modo extrañamente reconfortante. Cerca, otro chasquido brotó de un grupo de parshendi, pero no lo cegó. Su yelmo, que como siempre era parcialmente transparente desde dentro, se oscureció en una veta irregular, superponiéndose a la perfección con el relámpago.

Adolin sonrió con los dientes apretados, sintiendo una salvaje satisfacción mientras se internaba entre los parshendi y atravesaba sus cuellos con la espada esquirlada. Según las antiguas historias, la armadura que llevaba había sido creada para luchar contra estos mismos monstruos.

Aunque los soldados parshendi eran más ágiles y de aspecto mucho más feroz que los que había combatido anteriormente, sus ojos ardían con la misma facilidad. Entonces caían muertos y algo brotaba de sus pechos, pequeños spren rojos, como rayos diminutos, que saltaban al aire y desaparecían.

—¡Se les puede matar! —chilló uno de los soldados cercanos—. ¡Pueden morir!

Otros repitieron el grito, transmitiéndolo por las líneas. Por obvia que pareciera la revelación, impulsó a sus tropas, que avanzaron.

«Pueden morir».

Shallan dibujaba, frenética.

Un mapa a tinta. Cada línea, precisa. La gran hoja, fabricada siguiendo sus instrucciones, cubría una amplia zona del suelo. Era el dibujo más grande que había hecho jamás: lo había ido llenando, sección a sección, mientras viajaban.

Escuchaba a medias a las otras eruditas que había en la tienda. Eran una distracción, pero importante.

Otra línea, ondulada por los lados, formando una fina meseta. Era una copia de la que había dibujado en otros siete puntos del mapa. Las llanuras era un patrón radial cuádruple que se reflejaba en el centro de cada cuadrante, y por eso todo lo que dibujaba en un cuadrante podía repetirlo en los otros, reflejado según fuera preciso. La zona oriental estaba gastada, sí, de modo que su mapa no sería preciso en esa zona; pero por cohesión tenía que terminar esas partes. Para así poder ver el patrón completo.

—Exploradora informando —dijo una mensajera, irrumpiendo en la tienda y dejando entrar una vaharada de viento húmedo. Este viento inesperado… casi parecía el viento previo a una alta tormenta.

—¿Cuál es tu informe? —preguntó Inadara. La severa mujer era al parecer una gran erudita. A Shallan le recordaba a los fervorosos de su padre. En un rincón de la estancia, el príncipe Renarin permanecía en pie ataviado con su armadura esquirlada, cruzado de brazos. Tenía órdenes de protegerlas a todas si los parshendi intentaban atacar la meseta de mando.

—La gran meseta central es tal como nos dijo el parshmenio —dijo la exploradora, sin aliento—. Está solo una meseta más allá, al este. —Lyn era una mujer de aspecto recio, largo pelo negro y ojos agudos—. Está claramente habitada, aunque ahora no parece haber nadie.

—¿Y las mesetas que la rodean? —preguntó Inadara.

—Shim y Felt las están explorando —contestó Lyn—. Felt debería volver pronto. Puedo hacer para vosotras un dibujo de lo que vi en el centro de la meseta.

—Hazlo —dijo Inadara—. Tenemos que encontrar esa Puerta Jurada.

Shallan limpió en su mapa una gota de agua, caída del tabardo de Lyn, y luego continuó dibujando. El avance del ejército desde los campamentos de guerra le había permitido extrapolar y dibujar ocho cadenas de mesetas, reflejando cada dos a partir de los cuatro «lados» de las Llanuras y trabajando hacia dentro.

Casi había completado el último de los ocho brazos que se extendían hacia el centro. A esta distancia, los anteriores informes de los exploradores, y lo que ella misma había visto, le permitían llenar toda la zona alrededor del centro. Las explicaciones de Rlain habían ayudado, pero el hombre no había podido dibujarle el centro de las mesetas. Nunca había prestado atención a sus formas, y Shallan necesitaba precisión.

Afortunadamente, los informes anteriores casi habían sido suficiente. No necesitaba mucho más. Casi había terminado.

—¿Qué te parece? —preguntó Lyn.

—Muéstraselo a la brillante Shallan.

Inadara parecía insatisfecha, lo que correspondía a su estado natural.

Shallan le echó un vistazo al rápido boceto de Lyn, luego asintió y volvió a su dibujo. Sería mejor si pudiera ver con sus propios ojos la meseta central, pero la esquina que esta mujer había dibujado le dio una idea.

—¿No vas a decir nada? —preguntó Inadara.

—No he terminado aún —dijo Shallan, mojando su pluma en la tinta.

—El alto príncipe en persona nos ha dado la orden de encontrar la Puerta Jurada.

—La encontraré.

Algo restalló en el exterior, como un relámpago lejano.

—Mmm… —dijo Patrón—. Malo. Muy malo.

Inadara miró a Patrón, que ondeaba en el suelo cerca de Shallan.

—No me gusta esta cosa. Los spren no deberían hablar. Puede que sea uno de ellos, un Portador del Vacío.

—No soy un Portador del Vacío —dijo Patrón.

—Brillante Shallan…

—No es un Vaciador —dijo Shallan, distraída.

—Deberíamos estudiarlo —dijo Inadara—. ¿Cuánto tiempo dijiste que lleva siguiéndote?

Fuertes pisadas sonaron en el suelo: Renarin avanzando. Shallan habría preferido mantener a Patrón en secreto, pero cuando los vientos empezaron a arreciar, la criatura comenzó a zumbar con fuerza. No podían ignorarlo ahora que había atraído la atención de las eruditas. Renarin se inclinó hacia delante. Parecía fascinado con Patrón.

No era el único.

—Probablemente está implicado —dijo Inadara—. No deberías descartar tan rápidamente mis teorías. Sigo pensando que puede estar relacionado con los Portadores del Vacío.

—¿No sabes nada de patrones, humana vieja? —dijo Patrón, resoplando. ¿Cuándo había aprendido a resoplar?—. Los Portadores del Vacío no tienen ningún patrón. Además, he leído acerca de ellos en vuestras historias. Hablan de brazos finos como hueso, y caras horribles. Si quieres encontrar uno, yo diría que el espejo es un sitio donde puedes empezar tu búsqueda.

Inadara vaciló. Luego se dio media vuelta para hablar con la brillante Velat y la fervorosa Isasik sobre su interpretación del mapa de Shallan.

Shallan sonrió mientras dibujaba.

—Eso ha estado bien.

—Estoy intentando aprender —replicó Patrón—. Los insultos en concreto serán muy útiles para mi gente, ya que son verdades y mentiras combinadas de forma muy interesante.

Los restallidos continuaron en el exterior.

—¿Qué es eso? —preguntó ella en voz baja, terminando otra meseta.

—Tormentaspren —dijo Patrón—. Son una variedad de vacíospren. No es bueno. Siento que se cuece algo muy peligroso. Dibuja más rápido.

—La Puerta Jurada debe de estar en algún lugar de esa meseta central —le dijo Inadara a su grupo de eruditas.

—Nunca la exploraremos entera a tiempo —dijo uno de los fervorosos, un hombre que parecía quitarse continuamente los anteojos para limpiarlos. Se los volvió a poner—. Esa meseta es con diferencia la más grande que hemos encontrado en las Llanuras.

Era, en efecto, un problema. ¿Cómo encontrar la Puerta Jurada? Podía estar en cualquier parte. «No —pensó Shallan, dibujando con movimientos precisos—, los antiguos mapas situaban lo que Jasnah pensaba que era la Puerta Jurada al suroeste del centro de la ciudad». Por desgracia, seguía sin tener una escala de referencia. La ciudad era demasiado antigua, y todos los mapas eran copias de copias o recreaciones a partir de descripciones. A esas alturas estaba segura de que Sedetormenta no había ocupado todas las Llanuras Quebradas: la ciudad no era tan grande. Las estructuras como los campamentos de guerra habían sido edificaciones anexas o ciudades satélite.

Pero eso no era más que una suposición. Necesitaba algo concreto. Algún signo.

Volvieron a abrir la puerta de la tienda. Afuera hacía frío. ¿Llovía con más fuerza que antes?

—¡Condenación! —maldijo el recién llegado, un hombre delgado con uniforme de explorador—. ¿Habéis visto lo que está pasando ahí fuera? ¿Por qué estamos divididos por las mesetas? ¿El plan no era luchar a la defensiva?

—¿Tu informe? —preguntó Inadara.

—Traedme una toalla y papel —dijo el explorador—. Rodeé el lado sur de la meseta central. Dibujaré lo que vi… pero, ¡Condenación! Están lanzando relámpagos, brillante. ¡Lanzándolos! Es una locura. ¿Cómo podemos luchar contra esas criaturas?

Shallan terminó la última meseta de su dibujo. Se sentó sobre sus talones, soltando la pluma. Las Llanuras Quebradas, dibujadas casi en su totalidad. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué sentido tenía?

—Haremos una expedición a la meseta central —dijo Inadara—. Brillante señor Renarin, necesitaremos tu protección. Quizás en la ciudad parshendi encontremos a los ancianos o los trabajadores, y podamos protegerlos, como ha indicado el brillante señor Dalinar. Puede que sepan dónde está la Puerta Jurada. Si no, podemos empezar a entrar en los edificios en busca de pistas.

«Demasiado lento», pensó Shallan.

El explorador recién llegado se acercó al gran mapa de Shallan. Se inclinó a mirarlo mientras se secaba con una toalla. Shallan lo miró con mala cara. Si lo mojaba después de todo lo que había hecho…

—Esto está mal —dijo.

¿Mal? ¿Su arte? Por supuesto que no estaba mal.

—¿Dónde? —preguntó, exhausta.

—Esta meseta de aquí —señaló el hombre—. No es larga y fina, como la has dibujado. Es un círculo perfecto, con grandes brechas entre ella y las mesetas que tiene al este y al oeste.

—No me parece probable —dijo Shallan—. Si fuera así…

Parpadeó.

Si fuera así, no encajaría con el patrón.

—¡Muy bien, buscadle a la brillante Shallan un escuadrón de soldados y haced lo que ella diga! —ordenó Dalinar, volviéndose y alzando el brazo contra el viento.

Renarin asintió. Por fortuna, había accedido a ponerse la armadura antes de la batalla, en vez de continuar con el Puente Cuatro. Dalinar apenas comprendía al muchacho últimamente. Tormentas. Nunca había conocido a un hombre que pudiera parecer incómodo con una armadura esquirlada, pero su hijo lo conseguía. La oleada de lluvia impulsada por el viento pasó. La luz de las linternas azules se reflejaba en la armadura mojada de Renarin.

—Ve —dijo Dalinar—. Protege a las eruditas y su misión.

—Yo… Padre, no sé…

—¡No es una petición, Renarin! —gritó Dalinar—. ¡Haz lo que se te dice, o entrégale esa armadura a alguien que lo haga!

El muchacho retrocedió un paso, luego saludó con un golpe metálico. Dalinar señaló a Gaval, que transmitió las órdenes y reunió a un pelotón de soldados. Renarin siguió a Gaval y los dos se pusieron en marcha.

Padre Tormenta. El cielo se había ido volviendo cada vez más oscuro. Pronto necesitarían los fabriales de Navani. El viento llegaba en oleadas, impulsando una lluvia que era demasiado fuerte para el Llanto.

—¡Tenemos que interrumpir ese cántico! —gritó Dalinar contra la lluvia, dirigiéndose al borde de la meseta mientras los oficiales y mensajeras, incluyendo a Rlain y a varios miembros del Puente Cuatro, lo seguían—. Parshmenio. ¿Esta tormenta es cosa de ellos?

—¡Eso creo, brillante señor Dalinar!

Al otro lado del abismo, el ejército de Aladar libraba una batalla a la desesperada contra los parshendi. Los relámpagos rojos llegaban en oleadas, pero según los informes de campo, los parshendi no sabían controlarlos. Podían ser muy peligrosos para aquellos que estaban cerca, pero no era el arma terrible que pareció al principio.

En combate directo, por desgracia, estos nuevos parshendi eran algo completamente distinto. Un grupo se acercó al abismo, donde se abrieron paso entre un escuadrón de lanceros como un espinablanca en un bosquecillo de helechos. Luchaban con una ferocidad superior a la que los parshendi habían mostrado en las cargas de las mesetas, y sus armas los alcanzaban con destellos rojos.

Era difícil quedarse mirando, pero el puesto de Dalinar no estaba luchando ahí fuera. Hoy no.

—El flanco oriental de Aladar necesita refuerzos —dijo Dalinar—. ¿Qué tenemos?

—Reservas de infantería ligera —respondió el general Khal, que vestía solo su uniforme. Era su hijo quien llevaba las esquirlas, luchando con el ejército de Roion—. La decimoquinta división de lanceros del ejército de Sebarial. Pero se suponía que tenían que apoyar al brillante señor Adolin…

—Sobrevivirá sin ellos. Trae aquí a esos hombres y refuerza a Aladar. Dile que ataque a esos parshendi por detrás, y elimine a toda costa a los que están cantando. ¿Cuál es la situación de Navani?

—Está preparada con los artilugios, brillante señor —dijo una mensajera—. Quiere saber por dónde debe empezar.

—Por el flanco de Roion —dijo Dalinar inmediatamente. Sentía que allí se cocía el desastre. Los discursos estaban bien, pero incluso con el hijo de Khal luchando en ese frente, las tropas de Roion eran lo peor que tenía. Teleb los apoyaba con varios soldados de Sebarial, que eran sorprendentemente buenos. El alto príncipe era prácticamente inútil en batalla, pero sabía contratar a la gente adecuada, y ese había sido siempre su genio. Sebarial probablemente asumía que Dalinar no conocía ese detalle.

Había mantenido a muchos soldados de Sebarial en reserva hasta el momento. Con ellos en el campo, había enviado a la batalla a casi todos los soldados que tenía.

Dalinar regresó a la tienda de mando, pasando ante Shallan, Inadara, algunos hombres del puente y un pelotón de soldados (Renarin incluido) que cruzaban la meseta a la carrera, dispuestos a cumplir su misión. Tendrían que rodear la meseta sur, cerca de la lucha, para llegar a su destino. Kelek avivaba su paso.

El propio Dalinar avanzó bajo la lluvia, empapado hasta los huesos, interpretando la batalla a partir de lo que podía ver en las filas. Su ejército, como había previsto, tenía la ventaja del tamaño. Pero con estos relámpagos rojos, con este viento… Los parshendi se movían en la oscuridad y las ráfagas de viento con tranquilidad, mientras que los humanos resbalaban, vacilaban, y eran machacados.

Con todo, los alezi resistían. El problema era que se enfrentaban solo a la mitad de los parshendi. Si la otra mitad atacaba, su gente tendría verdaderos problemas… pero no lo hacían, así que tenían que considerar que los cánticos eran importantes. Veían el viento que creaban como más lesivo, más mortal para los humanos, que unirse a la batalla.

Eso aterraba a Dalinar. Lo que iba a venir sería peor.

—Lamento que tengas que morir de esta manera.

Dalinar se quedó inmóvil. La lluvia siguió cayendo. Miró al grupo de mensajeras, auxiliares, guardaespaldas y oficiales que le ayudaban.

—¿Quién ha hablado?

Ellos se miraron unos a otros.

Espera… Reconocía esa voz, ¿verdad? Le resultaba familiar.

Sí. La había oído en muchas ocasiones. En sus visiones.

Era la voz del Todopoderoso.

Palabras radiantes
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