UN AÑO ANTES

Shallan entró en la habitación de Balat, sujetando una nota entre los dedos.

Balat se dio media vuelta, incorporándose. Se relajó.

—¡Shallan! Casi me matas del susto.

La habitacioncita, como muchas otras en la mansión, tenía ventanas abiertas con simples postigos de junco. Hoy estaban echados y cerrados, ya que se acercaba una alta tormenta. La última antes del Llanto. En el exterior, los criados martilleaban las paredes mientras colocaban postigos más recios sobre los de junco.

Shallan llevaba puesto uno de sus vestidos nuevos, uno de los caros que le había comprado su padre, de estilo vorin, recto y entallado con un bolsillo en la manga. Un vestido de mujer. También llevaba el collar que le había regalado. A él le gustaba que se lo pusiera.

Jushu estaba repantingado en un sillón, frotando entre los dedos una especie de planta, con aire distante. Había perdido peso durante los dos años pasados desde que sus acreedores lo sacaron a rastras de la casa, aunque con aquellos ojos hundidos y las cicatrices en las muñecas seguía sin parecerse mucho a su mellizo.

Shallan miró los bultos que Balat había estado preparando.

—Menos mal que nuestro padre nunca viene a comprobar qué estás haciendo, Balat. Esos bultos cantan tanto que podríamos llamar al resto del coro.

Jushu se echó a reír, frotándose la cicatriz de una muñeca con la otra mano.

—Tampoco ayuda que dé un salto cada vez que un criado estornuda en el pasillo.

—Callaos, los dos —dijo Balat, mirando la ventana donde los trabajadores colocaban los postigos—. No es momento de bromas. Condenación. Si descubre que estoy planeando marcharme…

—No lo hará —dijo Shallan, desplegando la carta—. Está demasiado ocupado preparándose para desfilar ante el alto príncipe.

—¿A nadie más le parece raro ser tan ricos? —comentó Jushu—. ¿Cuántos depósitos de piedras valiosas hay en nuestras tierras?

Balat continuó empaquetando sus bultos.

—Mientras hagan feliz a nuestro padre, no me importa.

El problema era que no le hacía feliz. Sí, la casa Davar se había hecho rica: las nuevas canteras proporcionaban unos ingresos fantásticos. Sin embargo, cuanto mejor estaban, más sombrío se volvía su padre. Iba siempre gruñendo por los pasillos. Golpeaba a los criados.

Shallan examinó el contenido de la carta.

—Esa cara no es de felicidad —dijo Balat—. ¿No han podido encontrarlo todavía?

Shallan negó con la cabeza. Helaran se había desvanecido. Desvanecido de verdad. No más contacto, no más misivas: incluso la gente con la que se había relacionado antes no tenía ni idea de adónde había ido.

Balat se sentó en uno de los bultos.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Habrás de decidirlo —dijo Shallan.

—Tengo que irme. Es preciso. —Se pasó una mano por el pelo—. Eylita está dispuesta a venirse conmigo. Sus padres van a pasar el mes fuera, de visita en Alezkar. Es el momento perfecto.

—Y si no encuentras a Helaran, ¿qué?

—Acudiré al alto príncipe. Su bastardo dijo que escucharía a cualquiera que estuviera dispuesto a hablar contra nuestro padre.

—Eso fue hace años —objetó Jushu, acomodándose—. Ahora nuestro padre goza de su favor. Además, el alto príncipe está medio muerto: es un secreto a voces.

—Es nuestra única oportunidad —insistió Balat. Se levantó—. Voy a marcharme. Esta noche, después de la tormenta.

—Pero nuestro padre… —empezó a decir Shallan.

—Quiere que vaya a comprobar unas aldeas en el valle oriental. Le diré que voy a hacer eso, pero en realidad recogeré a Eylita, nos dirigiremos hacia Vedenar y acudiremos directamente al príncipe. Para cuando nuestro padre llegue una semana más tarde, yo ya habré dicho lo que tengo que decir. Puede que sea suficiente.

—¿Y Malise? —preguntó Shallan. El plan seguía siendo que se llevara a su madrastra a lugar seguro.

—No lo sé —respondió Balat—. No la dejará ir. Tal vez cuando se marche a visitar al alto príncipe puedas enviarla a algún sitio seguro. Lo que es seguro es que debo irme. Esta noche.

Shallan dio un paso adelante y le puso una mano en el brazo.

—Estoy cansado del miedo —le dijo Balat—. Estoy cansado de ser un cobarde. Si Helaran ha desaparecido, entonces soy el mayor. Es hora de demostrarlo. No huiré sin más para pasarme el resto de la vida preguntándome si los sicarios de nuestro padre nos persiguen. De esta forma… de esta forma se acabará. Decidido.

La puerta se abrió de golpe.

A pesar de todas sus quejas de que Balat actuaba de manera excesivamente desconfiada, Shallan saltó tanto como él, dejando escapar un chillido de sorpresa. Pero solo era Wikim.

—¡Tormentas, Wikim! —exclamó Balat—. Al menos podrías llamar o…

—Eylita está aquí —anunció Wikim.

—¿Qué? —Balat empujó a Wikim a un lado y salió por la puerta.

Shallan lo siguió, pero se detuvo en el umbral.

—¡No hagas ninguna tontería! —gritó tras él—. ¡Balat, el plan!

Su hermano no le hizo caso.

—Esto podría ser malo —dijo Wikim.

—O podría ser maravilloso —señaló Jushu tras ellos, todavía repantingado en el sillón—. Si nuestro padre presiona demasiado a Balat, tal vez deje de lloriquear y haga algo.

Shallan sintió frío cuando salió al pasillo. Aquella frialdad… ¿era el pánico? Pánico abrumador, tan poderoso y agudo que anulaba todo lo demás.

Esto se veía venir. Ella lo sabía. Habían intentado esconderse, habían intentado huir. Naturalmente, no servía de nada.

Tampoco había servido de nada en el caso de su madre.

Wikim la adelantó corriendo. Ella caminó despacio. No porque estuviera tranquila, sino porque sentía que la empujaban hacia delante. Un paso lento se resistía a lo inevitable.

Subió las escaleras en vez de bajar al salón. Tenía que ir a buscar una cosa.

Tardó solo un minuto. Regresó pronto, con la bolsa que le habían dado hacía tanto tiempo oculta en el bolsillo de su manga. Bajó las escaleras y llegó a la puerta del salón. Jushu y Wikim esperaban, nerviosos.

Le dejaron paso.

Dentro del salón de festejos había gritos, naturalmente.

—¡No tendrías que haberlo hecho sin hablar antes conmigo! —decía Balat. Se encontraba ante la alta mesa, con Eylita a su lado, agarrada a su brazo.

Su padre estaba de pie al otro lado de la mesa, con el almuerzo a medio comer delante.

—Hablar contigo es inútil, Balat. No escuchas.

—¡La quiero!

—Eres un niño —dijo su padre—. Un niño necio sin consideración hacia tu casa. —«Malo, malo, malo», pensó Shallan. Su padre hablaba con suavidad. Era más peligroso cuando su voz era suave.

»¿Crees que no conozco tu plan para marcharte? —continuó diciendo, inclinándose hacia delante, con las palmas de las manos sobre el mantel.

Balat retrocedió, tambaleándose.

—¿Cómo?

Shallan entró en la sala. «¿Qué es eso que hay en el suelo?»., pensó, caminando junto a la pared hacia la puerta de las cocinas. Algo impedía que la puerta se cerrara.

La lluvia empezó a golpear el techo. Había llegado la tormenta. Los guardias estaban en su pabellón; los criados, en sus habitaciones esperando a que pasara la tormenta. La familia se encontraba a solas.

Con las ventanas cerradas, la única luz en la sala era la fría iluminación de las esferas. No había ningún fuego ardiendo en la chimenea.

—Helaran está muerto —declaró su padre—. ¿Lo sabías? No darás con él porque lo han matado. Ni siquiera tuve que hacerlo yo. Encontró la muerte en un campo de batalla en Alezkar. Idiota.

Las palabras amenazaron la fría calma de Shallan.

—¿Cómo descubriste que iba a marcharme? —preguntó Balat. Dio un paso adelante, pero Eylita lo contuvo—. ¿Quién te lo dijo?

Shallan se arrodilló junto a la obstrucción de la puerta de la cocina. Los truenos rugían, haciendo vibrar al edificio. La obstrucción era un cuerpo.

Malise. Muerta de varios golpes en la cabeza. Sangre fresca. El cadáver estaba aún caliente. La había matado hacía poco. Su padre se había enterado del plan, había mandado llamar a Eylita y esperado a que llegara, y luego había matado a su esposa.

No era un crimen al calor del momento. La había asesinado como castigo.

«Así que hemos llegado a esto —pensó Shallan, sintiendo una calma extraña, despegada—. La mentira se convierte en verdad».

Lo ocurrido era culpa suya. Se levantó y rodeó la sala, dirigiéndose al lugar donde los criados habían dejado una jarra de vino y copas para su padre.

—Malise —dijo Balat. No había mirado hacia Shallan: solo estaba suponiendo—. Se vino abajo y te lo contó, ¿verdad? Condenación. No tendríamos que haber confiado en ella.

—Sí —dijo su padre—. Al final acabó por hablar.

La espada de Balat emitió un roce susurrante cuando la sacó de su vaina de cuero. La espada de su padre la siguió.

—Por fin das alguna muestra de tener agallas.

—Balat, no —dijo Eylita, agarrándose a él.

—¡No le temeré más, Eylita! ¡No!

Shallan sirvió vino.

Padre e hijo se enfrentaron. Lin Davar saltó sobre la mesa, blandiendo la espada con las dos manos. Eylita gritó y retrocedió mientras Balat golpeaba.

Shallan no sabía mucho de esgrima. Había visto a su hermano y los otros entrenar, pero los únicos combates de verdad que había presenciado eran los duelos en la feria.

Esto era diferente. Era brutal. Su padre descargaba la espada una y otra vez contra Balat, que bloqueaba lo mejor que podía con su propia hoja. El tintineo de metal contra metal, y por encima de todo la tormenta. Cada golpe parecía sacudir la sala. ¿O eran los truenos?

Balat, tambaleándose ante los repetidos ataques, cayó sobre una rodilla. La espada escapó de sus dedos.

¿Podía haber terminado tan rápido? Solo habían pasado segundos. No fue como en los duelos.

Lin Davar se alzó sobre su hijo.

—Siempre te he despreciado —dijo—. Cobarde. Helaran era noble. Se oponía a mí, pero tenía pasión. Tú… tú te arrastras, gimiendo y quejándote.

Shallan se acercó a él.

—¿Padre? —Le ofreció el vino—. Ha caído. Has vencido.

—Siempre quise hijos —dijo su padre—. Y tengo cuatro. ¡Todos indignos! Un cobarde, un borracho y un debilucho. —Parpadeó—. Solo Helaran… Solo Helaran…

—¿Padre? —insistió Shallan—. Toma.

Él aceptó el vino y lo engulló de un trago.

Balat cogió su espada. Todavía apoyado en una rodilla, lanzó una estocada. Shallan gritó y la espada emitió un extraño tañido cuando falló por poco, atravesando la casaca de su padre y saliendo por detrás, chocando con algo metálico.

Lin Davar soltó la copa, que golpeó el suelo, vacía. Gruñó, palpándose el costado. Balat retiró la espada y miró horrorizado a su padre.

La mano de Lin Davar mostró un poco de sangre, pero no mucha.

—¿Esto es todo lo que tienes? —preguntó—. ¿Quince años aprendiendo esgrima y este es tu mejor ataque? ¡Golpéame! ¡Hiéreme! —Extendió la espada hacia un lado, alzando la otra mano.

Balat empezó a farfullar y el arma le resbaló de entre los dedos.

—¡Bah! —bufó su padre—. Inútil.

Arrojó la espada sobre la mesa antes de acercarse a la chimenea. Cogió un atizador de hierro y regresó.

—Inútil.

Golpeó con el atizador el muslo de Balat.

—¡Padre! —gritó Shallan, tratando de agarrarle el brazo. Él la empujó hacia un lado y volvió a golpear la pierna de Balat con el atizador.

El joven gritó.

Shallan cayó al suelo y se golpeó la cabeza con fuerza, de forma que lo ocurrido a continuación solo lo oyó. Gritos. El atizador chocando una y otra vez con un golpeteo sordo. La tormenta en todo su apogeo en el exterior.

—¿Por qué —zas— no —zas— puedes —zas— hacer —zas— nada —zas— bien?

Shallan recuperó la visión. Su padre tomó aire. Tenía la cara manchada de sangre. Balat lloriqueaba en el suelo. Eylita lo abrazaba, con el rostro enterrado en su pelo. La pierna de Balat era un amasijo ensangrentado.

Wikim y Jushu continuaban de pie en el umbral, aterrados.

Lin Davar miró a Eylita, con los ojos cargados de muerte. Alzó el atizador para golpear. Pero entonces el arma resbaló de sus dedos y cayó al suelo. Se miró la mano, como sorprendido, y finalmente se tambaleó. Se agarró a la mesa para sostenerse, pero cayó de rodillas y luego de costado.

La lluvia tamborileaba sobre el tejado. Parecía un millar de criaturas escurridizas que quisieran entrar en el edificio.

Shallan se obligó a ponerse en pie. Frío. Sí, reconocía ese frío en su interior. Lo había sentido antes, el día que perdió a su madre.

—Venda las heridas de Balat —indicó, acercándose a la llorosa Eylita—. Usa su camisa.

La muchacha asintió entre lágrimas y empezó a trabajar con dedos temblorosos.

Shallan se arrodilló junto a su padre, que yacía inmóvil, con los ojos abiertos y muertos, mirando al techo.

—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Wikim. Shallan no se había dado cuenta de que había entrado tímidamente con Jushu en la sala, rodeando la mesa para reunirse con él. Wikim miró por encima de su hombro—. ¿El golpe de Balat al costado…?

Su padre sangraba por ese lado: Shallan lo notaba a través de la ropa. Pero no era tan grave para haber causado esto. Negó con la cabeza.

—Me diste algo hace unos cuantos años —dijo—. Una bolsita. La guardé. Dijiste que se hace más potente con el tiempo.

—Oh, Padre Tormenta —murmuró Wikim, llevándose la mano a la boca—. ¿La ruinaoscura? Tú…

—En el vino —añadió Shallan—. Malise está muerta en la cocina. Nuestro padre ha ido demasiado lejos.

—¡Lo has matado! —exclamó Wikim, contemplando el cadáver.

—Sí —dijo Shallan, sintiéndose exhausta. Se volvió hacia Balat y empezó a ayudar a Eylita con las vendas. Su hermano estaba consciente y gemía de dolor. La joven asintió a Eylita, que le trajo un poco de vino. Sin envenenar, naturalmente.

Su padre estaba muerto. Shallan lo había matado.

—¿Qué es esto? —preguntó Jushu.

—¡No hagas eso! —exclamó Wikim—. ¡Tormentas! ¿Ya le estás registrando los bolsillos?

Shallan se volvió y vio que Jushu sacaba algo plateado del bolsillo de la casaca de su padre. Estaba envuelto en una bolsita negra, manchada de sangre, pero se veían trozos donde la había alcanzado la espada de Balat.

—Oh, Padre Tormenta —dijo Jushu, sacándolo. El artilugio consistía en varias cadenas de metal plateado que conectaban tres grandes gemas, una de las cuales estaba rota y había perdido su brillo—. ¿Esto es lo que creo que es?

—Una moldeador de almas —dijo Shallan.

—Levántame —pidió Balat mientras Eylita regresaba con el vino—. Por favor.

Reacia, la muchacha lo ayudó a sentarse. Esa pierna… la pierna herida no tenía buen aspecto. Tendría que acudir a un cirujano.

Shallan se levantó, se limpió la sangre en el vestido y cogió el moldeador de almas de manos de Jushu. El delicado metal estaba roto donde lo había golpeado la espada.

—No comprendo —dijo Jushu—. ¿No es eso blasfemia? ¿No pertenecen estas cosas al rey, para que las usen solamente los fervorosos?

Shallan frotó el pulgar contra el metal. No podía pensar. Aturdimiento… conmoción. Eso era. Conmoción.

«He matado a mi padre».

Wikim gritó de pronto, dando un salto atrás.

—Ha movido la pierna.

Shallan se volvió hacia el cuerpo. Los dedos de su padre se contraían con espasmos.

—¡Portadores del Vacío! —dijo Jushu. Miró al techo, hacia la tormenta—. Están aquí. Están dentro de él. Es…

Shallan se arrodilló junto a su padre. Los párpados del hombre temblaron y enseguida las pupilas se concentraron en ella.

—No fue suficiente —susurró la joven—. El veneno no fue lo bastante fuerte.

—¡Oh, tormentas! —dijo Wikim, arrodillándose junto a ella—. Sigue respirando. No lo ha matado: solo lo ha paralizado. —Los ojos de Lin Davar se abrieron de par en par—. Y está despertando.

—Entonces hemos de terminar el trabajo —señaló Shallan. Miró a sus hermanos.

Jushu y Wikim se apartaron, negando con la cabeza. Balat, aturdido, apenas estaba consciente.

Shallan se volvió hacia su padre. La estaba mirando, y sus ojos empezaban a moverse con facilidad. Se le sacudió una pierna.

—Lo siento —susurró ella, soltándose el collar—. Gracias por todo lo que has hecho por mí. —Le puso el collar al cuello.

Entonces empezó a retorcerlo.

Usó el mango de uno de los tenedores que había caído de la mesa mientras su padre trataba de incorporarse. Envolvió un lado del collar cerrado a su alrededor, y al retorcer, apretó con fuerza la cadena alrededor de la garganta del hombre caído.

—«En profundos abismos tranquila descansa —susurró—, que la oscuridad muy pronto te alcanza…».

Una nana. Shallan recitó la canción entre lágrimas: la canción que él le cantaba cuando era niña, siempre que estaba asustada. La roja sangre manchaba la cara de él y cubría las manos de ella.

—«Aunque rocas y miedo ahora te acunen, duerme ya mi niña, la más dulce».

Ella sintió sus ojos mirándola. Su piel se erizó mientras apretaba el collar.

—«Viene la tormenta, desde lejos sopla, pero tú descansa que no estás sola…».

Shallan tuvo que presenciar como se le desorbitaban los ojos, como la cara cambiaba de color. Su cuerpo tembló por el esfuerzo al tratar de moverse. Los ojos la miraban, vacilantes, recriminándole su traición.

Shallan casi imaginó que los aullidos de la tormenta eran parte de una pesadilla. Que pronto despertaría aterrorizada y su padre le cantaría. Como hacía cuando ella era niña…

—«Los bellos cristales sublimes brillarán…».

Su padre dejó de moverse.

—«También mi pequeña… ha de descansar».

Palabras radiantes
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