HACE SEIS AÑOS
Jasnah Kholin fingía disfrutar de la fiesta y nada en su comportamiento indicaba que pretendía ordenar la muerte de uno de los invitados.
Recorrió el abarrotado salón de baile, prestando atención a las conversaciones mientras el vino soltaba las lenguas y enturbiaba las mentes. Su tío Dalinar lo estaba disfrutando plenamente, de pie ante la alta mesa y gritando a los parshendi que trajeran a los percusionistas. Elhokar, el hermano de Jasnah, corrió a hacerlo callar, aunque los alezi hicieron gala de su educación haciendo caso omiso al estallido de Dalinar. Todos menos la esposa de Elhokar, Aesudan, que disimuló una sonrisa tras un pañuelo.
Jasnah dio media vuelta y continuó recorriendo la sala. Tenía una cita con una asesina, y se alegraba de dejar atrás la abarrotada estancia, donde se concentraban desagradablemente demasiados perfumes. Un cuarteto de mujeres hacía sonar sus flautas en una plataforma elevada frente a la chimenea encendida, pero la música hacía tiempo que se había vuelto aburrida.
Al contrario que Dalinar, Jasnah atraía las miradas. Aquellos ojos que se posaban en ella eran como moscas en la carne podrida, siguiéndola constantemente. Los susurros parecían alas zumbonas. Si había una cosa que en la corte alezi tenía más éxito que el vino eran los chismorreos. Todos esperaban que Dalinar se dejara llevar por la bebida durante un banquete, pero ¿que la hija del rey cediera a la herejía? Eso sí que no tenía precedentes.
Jasnah había hablado de sus sentimientos precisamente por ese motivo.
Dejó atrás la delegación parshendi, que se congregaba junto a la alta mesa, departiendo en su rítmico lenguaje. Aunque esta celebración los honraba a ellos y al tratado que habían firmado con el padre de Jasnah, no parecían festivos ni felices, sino nerviosos. Naturalmente, no eran humanos, y la forma en que reaccionaban a veces resultaba extraña.
Jasnah quería hablar con ellos, pero su cita no podía esperar. Había fijado previamente el encuentro para que se produjera en plena fiesta, cuando casi todos estarían distraídos y borrachos. Se encaminó hacia las puertas y de pronto se detuvo.
Su sombra apuntaba en la dirección equivocada.
La sala sofocante, abarrotada y ruidosa pareció alejarse. El alto príncipe Sadeas atravesó una sombra que apuntaba claramente hacia la lámpara de esferas de la pared cercana, pero como conversaba animadamente con su acompañante, Sadeas no se dio cuenta. Jasnah contempló aquella sombra y sintió que la piel se le volvía pegajosa, y el estómago se le tensaba, como le sucedía cuando estaba a punto de vomitar. Otra vez no. Buscó otra fuente de luz. Un motivo. ¿Podría encontrar un motivo? No.
La sombra se volvió lánguidamente hacia ella, rezumando hacia sus pies para luego estirarse hacia el otro lado. La tensión de Jasnah cesó. Pero ¿lo había visto alguien más?
Por fortuna, mientras estudiaba la sala no se topó con ninguna mirada de sorpresa. La atención de la gente se había vuelto hacia los percusionistas parshendi, que en ese momento trasponían las puertas para iniciar su número. Jasnah frunció el ceño al advertir a un criado que no pertenecía a esa raza, vestido con amplios ropajes blancos, que les ayudaba. ¿Un shin? Eso no era habitual.
La joven recuperó la compostura. ¿Qué significaban estos episodios que sufría? Según las supercherías que se contaban, las sombras de conducta extraña significaban que estabas maldito. Normalmente no hacía el menor caso de esas habladurías, pero algunas supersticiones tenían una base cierta. Sus otras experiencias lo demostraban. Tendría que seguir investigando.
Los pensamientos calmados y lógicos le parecían mentira comparados con la verdad de su piel fría y pegajosa y el sudor que le corría por la nuca. Pero era importante permanecer racional en todo momento, no solo cuando estaba tranquila. Se obligó a atravesar las puertas, dejando la calurosa sala por el silencioso pasillo. Había elegido la salida trasera, que solían usar los criados. Era, después de todo, la ruta más directa.
Allí, los maestros de sirvientes vestidos de negro y blanco iban de un lado al otro cumpliendo los encargos de sus brillantes señores o damas. Jasnah ya había contado con eso, pero no había previsto que su padre estuviera allí delante, charlando tranquilamente con el brillante señor Meridas Amaram. ¿Qué estaba haciendo el rey allí?
Gavilar Kholin era más bajo que Amaram, pero este se encorvaba en presencia del rey. Eso era algo habitual, pues Gavilar hablaba con tanta intensidad que querías inclinarte y prestar atención para captar cada palabra e implicación. Era un hombre guapo, no como su hermano, con una barba que realzaba la línea de su fuerte mandíbula en vez de cubrirla. Tenía un magnetismo y una intensidad personal tales que Jasnah consideraba que ningún biógrafo había conseguido aún describirlo fielmente.
Tearim, capitán de la guardia del rey, permanecía tras ellos. Llevaba la armadura Esquirlada de Gavilar: el rey había dejado de llevarla últimamente, pues había preferido confiársela a Tearim, famoso por ser uno de los grandes duelistas del mundo. El monarca había optado, en cambio, por lucir túnicas de majestuoso estilo clásico.
Jasnah se volvió a mirar el salón de celebraciones. ¿Cuándo se había escabullido su padre? «Tonta —se acusó—. Tendrías que haber comprobado si estaba todavía allí dentro antes de salir».
Ante ella, Gavilar apoyó la mano en el hombro de Amaram y alzó un dedo. Hablaba de manera rotunda pero en voz baja, y Jasnah no llegó a captar lo que decía.
—¿Padre? —preguntó.
Él se volvió a mirarla.
—Ah, Jasnah. ¿Te retiras tan temprano?
—No se puede decir que sea temprano —contestó ella, acercándose. Le parecía obvio que Gavilar y Amaram habían salido a buscar intimidad para mantener su charla—. Esta es la parte más tediosa de la fiesta, cuando las conversaciones se vuelven más fuertes pero no más inteligentes, y la compañía se embriaga.
—Mucha gente considera que eso es divertido.
—Mucha gente, por desgracia, es idiota.
Su padre sonrió.
—¿Tan difícil te resulta? —preguntó amablemente—. Solo se trata de vivir con el resto de nosotros, sufrir nuestras mediocres inteligencias y nuestros triviales pensamientos. ¿Tan sola te sientes al ser tan única en tu brillantez, Jasnah?
Ella lo aceptó como la reprimenda que era y descubrió que se ruborizaba. Ni siquiera su madre, Navani, podía causar ese efecto en ella.
—Tal vez si encontraras amistades agradables disfrutarías de las fiestas —añadió Gavilar. Sus ojos se volvieron hacia Amaram, a quien hacía tiempo que veía como posible pareja para ella.
Pero eso era algo que no sucedería. Amaram la miró a los ojos, luego murmuró unas palabras de despedida al rey y se marchó presuroso pasillo abajo.
—¿Qué encargo le has encomendado? —preguntó Jasnah—. ¿Qué maquinas esta noche, padre?
—El tratado, naturalmente.
El tratado. ¿Por qué le preocupaba tanto? Otros le habían aconsejado que ignorara a los parshendi o los conquistara. Gavilar insistía en alcanzar un acuerdo.
—Debería regresar a la celebración —dijo el rey, haciendo una señal a Tearim. Los dos se encaminaron hacia la puerta por la que Jasnah había salido.
—¿Padre? —dijo ella—. ¿Qué me estás ocultando?
Él se volvió a mirarla y se detuvo un instante. Ojos verde claro, señal de su buena cuna. ¿Cuándo se había vuelto tan juicioso? Tormentas… Jasnah se sentía como si ya no conociera a este hombre. Una transformación tan sorprendente en tan corto espacio de tiempo.
Por la forma en que la inspeccionaba, casi parecía que no confiaba en ella. ¿Sabía lo de su encuentro con Liss?
El rey se dio media vuelta sin decir nada más y regresó a la fiesta, seguido por su guardia.
«¿Qué está pasando en este palacio?»., pensó Jasnah. Inspiró profundamente. Tendría que seguir indagando. Por suerte, su padre no había descubierto sus encuentros con asesinos, pero aunque lo hubiera hecho, ella habría seguido adelante con su plan a pesar de todo. Sin duda el rey comprendería que alguien tenía que velar por la familia mientras él se sentía cada vez más fascinado por los parshendi. Jasnah se dio media vuelta y continuó su camino. Un maestro de sirviente se inclinó a su paso.
Después de caminar por los pasillos un breve trecho, advirtió que su sombra empezaba a comportarse de nuevo de manera extraña. Suspiró con malestar mientras la sombra se extendía hacia las tres lámparas de luz tormentosa de las paredes. Por suerte, se había alejado de las zonas más transitadas y no se veía a ningún criado por ninguna parte.
—Muy bien —exclamó—. Ya basta.
No había pretendido hablar en voz alta. Sin embargo, mientras las palabras surgían de su boca, varias sombras lejanas, originadas en un cruce que había más adelante, cobraron vida. Jasnah contuvo la respiración. Las sombras se estiraron, se hicieron más densas. A partir de ellas se formaron unas figuras que crecieron, se incorporaron, se irguieron.
«Padre Tormenta. Me estoy volviendo loca».
Una tomó la forma de un hombre, negra como la noche, aunque tenía cierto brillo, como si estuviera hecha de aceite. No… de otro líquido con una capa externa de aceite, lo cual le daba una oscura y reflejante calidad.
La sombra avanzó hacia ella y desenvainó una espada.
La lógica, fría y resuelta, guio a Jasnah. Aunque gritara, no conseguiría que nadie acudiera en su ayuda con suficiente rapidez, y la negra agilidad de esa criatura indicaba una velocidad que sin duda superaba la suya.
Se mantuvo firme y miró a la criatura, haciendo que vacilara. Tras ella, otros seres se habían materializado en la oscuridad. Jasnah llevaba meses sintiendo la mirada de aquellos ojos.
Todo el pasillo se había oscurecido, como si se hubiera sumergido y se hundiera lentamente en profundidades sin luz. Con el corazón desbocado, respirando entrecortadamente, Jasnah alzó la mano hacia la pared de granito que tenía al lado, buscando tocar algo sólido. Sus dedos se hundieron ligeramente en la piedra, como si el muro se hubiera convertido en barro.
Oh, tormentas. Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? ¿Qué podía hacer?
La figura que estaba ante ella miró hacia la pared. La lámpara más cercana se apagó. Y entonces…
Entonces el palacio se desintegró.
Todo el edificio se quebró en miles de pequeñas esferas de cristal semejantes a cuentas. Jasnah gritó mientras caía hacia atrás a través de un cielo oscuro. Ya no estaba en el palacio: se encontraba en otro lugar, en otra tierra, otro tiempo, otro… lo que fuera.
Estaba a solas con la visión de la oscura figura lustrosa que flotaba en el aire sobre ella y pareció satisfecha mientras volvía a envainar la espada.
Jasnah chocó contra algo: un océano de cuentas de cristal. A su alrededor llovieron un número incontable de ellas, repiqueteando como granizo en el extraño mar. Era la primera vez que veía ese lugar: no podía explicar lo que había sucedido ni lo que significaba. Se debatió mientras se hundía en lo que parecía ser una imposibilidad. Cuentas de cristal por todas partes. No podía ver nada más allá, solo se sentía caer a través de esta masa revuelta, sofocante y ruidosa.
Iba a morir. ¡Dejaría su trabajo sin terminar, a su familia sin protección!
Nunca conocería las respuestas.
«No».
Jasnah se agitó en la oscuridad; las cuentas se extendían sobre su piel, se le metían por entre la ropa y se le colaban por la nariz mientras intentaba nadar. No podía hacer nada. No podía flotar en este caos. Se llevó una mano a la boca tratando de crear una burbuja de aire para respirar, consiguiendo así dar una pequeña bocanada. Pero las cuentas rodaron alrededor de su mano, se introdujeron entre sus dedos. Jasnah se hundió, ya más despacio, como a través de un líquido viscoso.
Cada cuenta que la tocaba dejaba una leve impresión de algo. Una puerta. Una mesa. Un zapato.
Al final las cuentas le invadieron la boca, moviéndose como por voluntad propia. Iban a asfixiarla, a destruirla. No… no, era solo porque parecían atraídas hacia ella. Captó una impresión; no un pensamiento claro, sino una sensación. Querían algo de ella.
Agarró una cuenta con la mano: le dejó la impresión de una copa. Ella le dio… ¿algo a cambio? Las otras cuentas cercanas se acercaron, conectándose, pegándose como piedras unidas con argamasa. En un instante ella cayó no entre cuentas separadas e individuales, sino a través de grandes masas pegadas en forma de…
Copa.
Cada cuenta era un patrón, una guía para las otras.
Soltó la que tenía en la mano y las cuentas a su alrededor se separaron. Manoteó, buscando desesperadamente mientras se quedaba sin aire. ¡Necesitaba algo que pudiera utilizar, algo que la ayudara, algo para sobrevivir! Desesperada, abrió los brazos para tocar tantas perlas como fuera posible.
Una bandeja de plata.
Un abrigo.
Una estatua.
Una lámpara.
Y luego, algo antiguo.
Algo pesado y de pensamiento lento, pero, de algún modo, fuerte. El palacio mismo. Frenética, Jasnah agarró esa esfera y forzó su poder hacia ella. Obnubilada, le dio a esta perla todo lo que tenía, y luego le ordenó que se alzara.
Las perlas se agitaron.
Se produjo un gran estrépito mientras las esferas entrechocaban, tintineando, crujiendo, sacudiéndose. Era casi como el sonido de una ola rompiendo contra los escollos. Jasnah emergió de las profundidades al tiempo que algo sólido se movía bajo ella, obedeciendo su orden. Las perlas repiquetearon sobre su cabeza, sus hombros, sus brazos, hasta que finalmente surgió como una explosión de la superficie del mar de cristal, lanzando un chorro de perlas al cielo oscuro.
Se arrodilló en una plataforma de cristal hecha de pequeñas cuentas unidas. Mantuvo la mano en el costado, impulsada hacia arriba, agarrando la esfera que era la guía. Otras rodaron a su alrededor, adoptando la forma de un pasillo con lámparas en las paredes en el que más adelante se veía un cruce. Algo fallaba en la imagen, claro: todo estaba hecho de cuentas. Pero era una buena aproximación.
Jasnah no tenía fuerza suficiente para formar el palacio entero, así que se había limitado a formar ese único pasillo, sin el tejado. Pero el suelo la sostenía, le impedía hundirse. Abrió la boca con un gemido y las perlas cayeron para repicar contra el suelo. Entonces tosió, inhalando ansiosamente aire, mientras el sudor le corría por los lados de la cara y se concentraba en su barbilla.
Ante ella, la oscura figura se subió a la plataforma. De nuevo desenvainó la espada.
Jasnah agarró una segunda perla, correspondiente a la estatua que había sentido antes. Le dio poder, y otras perlas se reunieron ante ella, tomando la forma de una de las esculturas que flanqueaban la parte delantera del salón de festejos: la estatua de Talenelat’Elin, Heraldo de la Guerra. Un hombre alto y musculoso con una enorme hoja esquirlada.
No estaba viva, pero ella la hizo moverse, bajando su espada de cuentas. Dudaba de que pudiera luchar. Las cuentas redondas no podían formar una hoja afilada. Sin embargo, la mera amenaza hizo vacilar a la figura oscura.
Rechinando los dientes, Jasnah se obligó a ponerse en pie y las perlas cayeron de sus ropas. No estaba dispuesta a arrodillarse ante esta criatura, fuera lo que fuese. Se detuvo junto a la estatua de cuentas, advirtiendo por primera vez las extrañas nubes en lo alto. Parecían formar un estrecho tramo de camino, recto y largo, apuntando hacia el horizonte.
Soportó la mirada de la figura de aceite, que la observó durante un momento y luego se llevó dos dedos a la frente antes de inclinarse, como en señal de respeto, con una capa ondeando a sus espaldas. Otras figuras se habían congregado detrás y se volvieron unas hacia otras, intercambiando susurros.
El lugar de perlas se difuminó, y Jasnah se encontró de vuelta en el pasillo del palacio. El de verdad, con piedras reales, aunque estaba oscuro: la luz tormentosa de las lámparas de las paredes estaba apagada. La única iluminación procedía del fondo del pasillo.
Se apretujó contra la pared, inspirando profundamente. «Tengo que anotar esta experiencia», pensó.
Así lo haría, para luego analizarla y reflexionar. Pero más tarde. En ese momento solo quería alejarse del palacio. Echó a andar, presurosa, sin preocuparle qué dirección tomaba, tratando de escapar de aquellos ojos que seguían observándola.
No sirvió de nada.
Al cabo de un rato, se serenó y se secó el sudor de la cara con un pañuelo. «Shadesmar —pensó—. Así se llama en los cuentos infantiles». Shadesmar, el reino mitológico de los spren. Todo un sistema mitológico en el que nunca había creído. Seguro que si estudiaba las historias lo suficiente encontraría algo. Casi todo lo que pasaba había pasado antes. La gran lección de la historia, y…
¡Tormentas! Tenía una cita.
Maldiciéndose a sí misma, se apresuró. Aquella experiencia seguía ocupando sus pensamientos, pero de todas formas había de celebrar su reunión. Así que bajó dos plantas, alejándose más de los sonidos de los percusionistas parshendi, hasta que solo llegó a captar los redobles más fuertes.
La complejidad de aquella música siempre la había sorprendido, pues sugería que los parshendi no eran los salvajes incultos por los que muchos los tomaban. Desde esta distancia, la música le resultó inquietantemente similar a las perlas del lugar oscuro, cuando entrechocaban unas con otras.
Había elegido a propósito esta sección apartada del palacio para su encuentro con Liss. Nadie visitaba jamás ese conjunto de habitaciones para invitados. Al ver a un hombre a quien no conocía ante la puerta escogida, Jasnah sintió cierto alivio. El hombre sería el nuevo criado de Liss, y su presencia significaba que ella no se había marchado, a pesar de su tardanza. Controlándose, saludó con un gesto al guardia (un bruto veden de barba rojiza), y entró en la habitación.
Liss se levantó de la mesa que había en la pequeña cámara. Llevaba un vestido de doncella (escotado, naturalmente), y podría haber pasado por alezi. O por veden. O bav. Dependiendo de qué aspecto de su acento decidiera recalcar. Cabellos largos y oscuros, sueltos, y una figura atractiva y curvilínea que se realzaba en los lugares adecuados.
—Llegas tarde, brillante —dijo Liss.
Jasnah no se dignó contestar. Era ella quien pagaba, así que no tenía por qué ofrecer explicaciones. En cambio, dejó algo sobre la mesa, junto a Liss. Era un sobre pequeño, sellado con cera de gorgojo.
Jasnah colocó dos dedos encima, reflexionando.
No. Esto era demasiado audaz. No sabía si su padre sabía lo que ella estaba haciendo, pero aunque no fuera así, en palacio sucedían demasiadas cosas. No quería cometer un asesinato hasta que estuviera más segura.
Por fortuna, había preparado un segundo plan. Sacó un segundo sobre del bolsillo interior de la manga y lo colocó en la mesa en lugar del primero. Retiró los dedos de encima, rodeó la mesa y se sentó.
Liss se sentó también e hizo desaparecer el sobre en el interior de su escote.
—Una noche extraña para dedicarla a la traición, brillante —comentó la mujer.
—Te contrato solamente para vigilar.
—Perdona, brillante, pero por lo general no se contrata a un asesino para vigilar. O al menos no solo para eso.
—Encontrarás las instrucciones en el sobre —dijo Jasnah—. Junto con un pago inicial. Te he elegido porque eres experta en observar durante largo tiempo. Eso es lo que quiero. Al menos por ahora.
Liss sonrió, pero acabó por asentir.
—¿Espiar a la esposa del heredero al trono? Eso será más caro. ¿Seguro que no la quieres muerta sin más?
Jasnah tamborileó los dedos sobre la mesa, y en ese momento se dio cuenta de que lo hacía al ritmo de los tambores de arriba. La música era inesperadamente compleja… exactamente igual que los parshendi.
«Están pasando demasiadas cosas —pensó—. Tengo que ser muy cuidadosa. Muy sutil».
—Acepto el precio —replicó—. Dentro de una semana, me encargaré de que liberen a una de las doncellas de mi cuñada. Tú solicitarás el puesto, usando las credenciales falsas que supongo serás capaz de conseguir. Te contratarán.
»A partir de ahí, observa e informa. Ya te diré si tus otros servicios son necesarios. Actúa solo si yo te lo digo. ¿Entendido?
—Tú eres quien paga —dijo Liss, dejando entrever un leve acento bav, aunque si se notaba, era solo porque ella así lo quería. Liss era la asesina más dotada que conocía Jasnah. La gente la llamaba Doliente, ya que les sacaba los ojos a sus objetivos cuando los mataba. Aunque el apodo no lo había creado ella, servía bien a su propósito, pues tenía secretos que ocultar. Para empezar, nadie sabía que Doliente era una mujer.
Se decía que Doliente arrancaba los ojos para proclamar su indiferencia al hecho de que sus víctimas tuvieran los ojos claros u oscuros. La verdad era que la acción ocultaba un segundo propósito: Liss no quería que nadie supiera que la forma en que mataba dejaba a los cadáveres con las cuencas de los ojos calcinadas.
—Nuestra reunión ha terminado, pues —dijo Liss, poniéndose en pie.
Jasnah asintió, ausente, concentrada de nuevo en la extraña interacción que había tenido con los spren hacía un rato. Aquella piel brillante, los colores oscilando sobre una superficie del color del alquitrán…
Se obligó a dejar de pensar en ello. Tenía que dedicar toda su atención a la tarea que tenía delante. Y de momento, esa tarea era Liss.
La asesina se detuvo en la puerta antes de marcharse.
—¿Sabes por qué me caes bien, brillante?
—Sospecho que tiene algo que ver con mis bolsillos y su proverbial profundidad.
Liss sonrió.
—Eso en parte, no voy a negarlo, pero también eres distinta a los demás ojos claros. Cuando otros me contratan, fruncen la nariz durante todo el proceso. Están ansiosos por recurrir a mis servicios, pero me miran con resentimiento y retuercen las manos, como si les repugnara verse obligados a hacer algo desagradable.
—Es que el asesinato es desagradable, Liss. Igual que limpiar orinales. Sin embargo, puedo respetar a quienes desempeñan ese trabajo sin admirar el trabajo en sí.
Liss sonrió antes de abrir la puerta.
—Ese nuevo sirviente tuyo que espera ahí fuera… —dijo Jasnah—. ¿No dijiste que querías mostrármelo?
—¿Talak? —respondió Liss, mirando al veden—. Ah, te refieres al otro. No, brillante, lo vendí a un mercader de esclavos hace unas cuantas semanas. —Liss esbozó una mueca.
—¿De veras? ¿No decías que era el mejor sirviente que habías tenido jamás?
—Demasiado bueno —replicó Liss—. Dejémoslo en eso. Tormentas, daba escalofríos ese shin. —Liss se estremeció visiblemente y salió por la puerta.
—Recuerda nuestro primer acuerdo —dijo Jasnah tras ella.
—Siempre lo tengo presente, brillante.
Liss cerró la puerta.
Jasnah permaneció sentada con los dedos entrelazados. Su «primer acuerdo» era que si alguien acudía a Liss y le ofrecía un contrato para eliminar a un miembro de la familia de Jasnah, le permitiría a ella igualar la oferta a cambio del nombre de quien la hiciera.
Liss cumpliría el trato. Probablemente. Lo mismo que la otra docena de asesinos con los que Jasnah trataba. Un cliente habitual era siempre más valioso que uno ocasional, y a una mujer como Liss le interesaba tener una aliada en el gobierno. La familia de Jasnah estaba a salvo de gente así. A menos que ella misma empleara a los asesinos, naturalmente.
Jasnah dejó escapar un profundo suspiro y luego se levantó, intentando quitarse de encima el peso que la agobiaba.
«Espera. ¿Ha dicho Liss que su antiguo sirviente era shin?».
Probablemente era una simple coincidencia. Los shin no abundaban en el este, pero se les veía de vez en cuando. Con todo, que Liss mencionara a un shin y Jasnah hubiera visto a uno de ellos entre los parshendi…, bueno, no le haría ningún daño comprobarlo, aunque eso implicara tener que regresar a la fiesta. Algo extraño sucedía esta noche, y no solo por su sombra y el spren.
Jasnah salió de la pequeña cámara en las entrañas del palacio y empezó a recorrer el pasillo. Desanduvo sus pasos. En los pisos superiores, los tambores se interrumpieron bruscamente, como las cuerdas de un instrumento que se cortan de repente. ¿Terminaba tan pronto la fiesta? Dalinar no habría hecho algo que hubiera ofendido a los invitados, ¿no? Ese hombre y su afición al vino…
Bueno, los parshendi habían ignorado sus ofensas en el pasado, así que probablemente lo harían de nuevo. En realidad, Jasnah se alegraba de que su padre se concentrara en el tratado. Eso significaba que ella tendría una oportunidad para estudiar a placer las tradiciones e historias parshendi.
«¿Podría ser —se preguntó— que las eruditas hayan estado investigando en las ruinas equivocadas todos estos años?».
En el pasillo sonaron unas voces.
—Me preocupa Ash.
—Te preocupas por todo.
Jasnah se detuvo en el pasillo.
—Está cada vez peor —continuó la voz—. No podemos ir a peor. ¿Voy yo a peor? Es lo que me parece.
—Cállate.
—Esto no me gusta. Lo que hemos hecho está mal. La criatura lleva la espada de mi señor. No tendríamos que haber permitido que se la quedara. Es…
Las dos figuras atravesaron el cruce ante Jasnah. Eran embajadores del oeste, incluyendo el hombre azishiano con la marca de nacimiento blanca en la mejilla. ¿O era una cicatriz? El más bajo de los dos (podría haber sido alezi) se interrumpió cuando vio a Jasnah. Dejó escapar un chillidito y continuó su camino.
El azishiano, que iba vestido de negro y plata, se detuvo y la miró de arriba abajo. Frunció el ceño.
—¿Ha terminado ya la fiesta? —preguntó Jasnah desde el pasillo. Su hermano había invitado a estos dos hombres a la celebración junto con todos los dignatarios extranjeros en Kholinar.
—Sí —respondió el hombre.
Su mirada la hizo sentirse incómoda. Continuó caminando de todas formas. «Tendría que indagar más sobre estos dos», pensó. Había investigado su pasado, naturalmente, y no había encontrado nada digno de mención. ¿Estaban hablando de una hoja esquirlada?
—¡Vamos! —El hombre más bajo regresó y tomó por el brazo al más alto.
Este permitió que tirara de él. Jasnah se acercó al cruce de pasillos, y los vio marchar.
Donde antes sonaban tambores, de pronto, se oyeron gritos.
«Oh, no…».
Jasnah se volvió alarmada, se recogió la falda y echó a correr con todas sus fuerzas.
Una docena de diferentes desastres potenciales desfilaron por su mente. ¿Qué más podía ocurrir en esa noche aciaga, cuando las sombras se alzaban y su padre la miraba con recelo? Los nervios se apoderaron de ella. Llegó a las escaleras y empezó a subirlas.
Tardó demasiado. Podía oír los gritos mientras subía y emergía por fin al caos. Cadáveres en una dirección, una pared demolida en otra. ¿Cómo…?
La destrucción conducía a los aposentos de su padre.
Todo el palacio se estremeció y un sonido de aplastamiento resonó desde esa dirección.
«¡No, no, no!».
Mientras corría, advirtió en las paredes los tajos producidos por hojas esquirladas.
«Por favor».
Cadáveres con ojos quemados. Cuerpos cubriendo el suelo como huesos descartados en la cena.
«Esto no».
Una puerta rota. Los aposentos de su padre. Jasnah se detuvo en el pasillo, jadeando.
«Contrólate, controla…».
No podía. En ese momento no. Frenética, entró corriendo en los aposentos, aunque un portador de esquirlada la mataría fácilmente. No estaba pensando con lógica. Debería buscar alguien que la ayudara. ¿Dalinar? Estaría borracho. Sadeas, entonces.
Parecía que la habitación había sido alcanzada por una tormenta: muebles destrozados, astillas por todas partes. Las puertas del balcón estaban rotas hacia fuera. Alguien se abalanzó hacia ellas, un hombre con la hoja esquirlada de su padre. ¿Tearim, el guardaespaldas?
No. Tenía el casco roto. No era Tearim, sino Gavilar. Alguien gritó en el balcón.
—¡Padre! —exclamó Jasnah.
Gavilar vaciló mientras salía al balcón y se volvió a mirarla.
El balcón se desmoronó bajo sus pies.
Jasnah gritó, echó a correr hacia el balcón derruido y cayó de rodillas en el borde. El viento le soltó un par de mechones de pelo mientras veía caer a dos hombres.
Eran su padre y el shin vestido de blanco de la fiesta.
El shin brillaba con luz blanca. Cayó sobre la pared. La golpeó, rodando, y se detuvo. Se alzó, consiguiendo de algún modo permanecer en la pared exterior sin caerse. Desafiaba la razón. Se volvió y avanzó hacia su padre.
Jasnah vio, helada e indefensa, que el asesino se cernía sobre su padre y se arrodillaba junto a él.
Las lágrimas cayeron por su barbilla y el viento las capturó. ¿Qué estaba haciendo el shin ahí abajo? No lograba distinguirlo.
Cuando el asesino se marchó, dejó atrás el cadáver de su padre, empalado en un trozo de madera. Estaba muerto, pues su hoja esquirlada había aparecido a su lado, como hacían todas cuando sus portadores morían.
—Me he esforzado tanto… —susurró Jasnah, aturdida—. Todo lo que he hecho por proteger a esta familia…
¿Cómo? Liss. ¡Ella era la responsable!
No. Jasnah no pensaba con propiedad. Aquel hombre shin… De haber sido cosa de ella, no habría admitido ser su dueña. Lo había vendido.
—Lamentamos su pérdida.
Jasnah se volvió, parpadeando para espantar las lágrimas de sus ojos. Tres parshendi, incluyendo a Klade, estaban en la puerta, vestidos con sus peculiares atuendos: túnicas bellamente cosidas tanto para los hombres como para las mujeres, fajines en la cintura, camisas anchas sin mangas. Chalecos largos, abiertos por los costados, tejidos con brillantes colores. No diferenciaban la forma de vestir según el sexo. Sin embargo, Jasnah pensaba que lo hacían por castas y…
«Basta —se dijo a sí misma—. ¡Deja de pensar como una erudita por un tormentoso día!».
—Aceptamos la responsabilidad de su muerte —dijo el primero de los parshendi. Gangnah era una hembra, aunque con los parshendi las diferencias de sexo parecían mínimas. Las ropas ocultaban los pechos y las caderas, rasgos que, por otra parte, tampoco solían ser muy pronunciados. Por fortuna, la falta de barba era una clara indicación. Todos los hombres parshendi que había visto llevaban barba, adornada con trocitos de gemas, y…
«BASTA».
—¿Qué has dicho? —preguntó, obligándose a ponerse en pie—. ¿Por qué es culpa vuestra, Gangnah?
—Porque contratamos al asesino —respondió la parshendi con su voz cantarina, cargada de acento—. Hemos matado a tu padre, Jasnah Kholin.
—Vosotros…
La emoción se enfrió de pronto, como un río que se congela en las alturas. Jasnah pasó la mirada de Gangnah a Klade, y luego a Varnali. Los tres eran mayores, miembros del consejo parshendi gobernante.
—¿Por qué? —susurró Jasnah.
—Porque era necesario —respondió Gangnah.
—¿Por qué? —exigió Jasnah, avanzando—. ¡Luchó por vosotros! ¡Mantuvo a raya a los depredadores! ¡Mi padre quería la paz, monstruos! ¿Por qué nos traicionáis ahora, precisamente ahora?
Gangnah apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea. El sonsonete de su voz cambió. Pareció casi una madre que explicara algo muy difícil a una niña pequeña.
—Porque tu padre estaba a punto de hacer algo muy peligroso.
—¡Mandad buscar al brillante señor Dalinar! —gritó una voz en el pasillo—. ¡Tormentas! ¿Llegaron mis órdenes a Elhokar? ¡Hay que poner a salvo al príncipe heredero!
El alto príncipe Sadeas entró en la sala con un grupo de soldados. Su rostro bulboso y rubicundo estaba húmedo de sudor, y llevaba el uniforme de Gavilar, la regia túnica de su cargo.
—¿Qué están haciendo los salvajes aquí? ¡Tormentas! Proteged a la princesa Jasnah. ¡Quien hizo esto… pertenecía a su séquito!
Los soldados se dispusieron a rodear a los parshendi. Jasnah hizo caso omiso de ellos, dio media vuelta y se acercó a la balconera, apoyando la mano en la pared. Contempló a su padre tendido en las rocas de abajo, con la espada a su lado.
—Habrá guerra —susurró—. Y yo no me opondré.
—Lo entendemos —dijo Gangnah a sus espaldas.
—El asesino —murmuró Jasnah—. Caminaba por la pared.
Gangnah guardó silencio.
En medio de la destrucción de su mundo, Jasnah se quedó con este fragmento. Había visto algo esta noche. Algo que no tendría que haber sido posible. ¿Estaba relacionado con el extraño spren? ¿Con su experiencia en el lugar de las cuentas de cristal y el cielo oscuro?
Estas cuestiones se convirtieron en la línea de seguridad para su estabilidad. Sadeas exigió respuestas a los líderes parshendi, pero no recibió ninguna. Cuando se detuvo a su lado y contempló el caos de abajo, entró en cólera, gritó a sus guardias y corrió para llegar junto al rey caído.
Horas más tarde, se descubrió que el asesinato (y la rendición de los tres líderes parshendi) había cubierto la huida de la mayoría de las criaturas. Habían escapado de la ciudad rápidamente, y la caballería que Dalinar envió tras ellos fue aniquilada. Un centenar de caballos, casi todos ellos de un valor incalculable, junto con sus jinetes.
Los líderes parshendi no dijeron nada más ni revelaron más información, ni siquiera cuando fueron colgados y ahorcados por sus crímenes.
Jasnah prescindió de todo eso. En cambio, interrogó a los guardias supervivientes para averiguar qué habían visto. Siguió pistas sobre la naturaleza del asesino, ya famoso, sonsacando información a Liss. Apenas obtuvo nada. Liss había sido dueña del asesino durante muy poco tiempo, y aseguró no saber nada de sus extraños poderes. Jasnah no pudo encontrar a su dueño anterior.
A continuación se volcó en los libros en un esfuerzo frenético y consciente por distraerse de lo que había perdido.
Esa noche, Jasnah había visto lo imposible.
Descubriría qué significaba.