Hay uno a quien vigilarás. Aunque todos ellos tienen cierta relevancia en la precognición, Moelach es el más poderoso en este sentido. Su contacto se cuela en el alma y la separa del cuerpo, creando manifestaciones imbuidas por la chispa de la muerte misma. Pero no, esto es una distracción. Desviación. La realeza. Tenemos que discutir la naturaleza de la realeza.
Del Diagrama, Libro del segundo cajón del escritorio, párrafo 15
Kaladin subía cojeando el camino en zigzag que conducía al palacio; la pierna era una masa retorcida de dolor. Casi se cayó al alcanzar las puertas. Se desplomó contra ellas, jadeando, la muleta bajo un brazo, la lanza en la otra mano. Como si pudiera hacer algo con eso.
«Tengo que… llegar… al rey…».
¿Cómo libraría a Elhokar? Moash estaría vigilando. Tormentas. El asesinato podía suceder cualquier día… cualquier hora, ya. Dalinar estaba lo suficientemente lejos de los campamentos de guerra.
«Sigue. Moviéndote».
Kaladin irrumpió en la entrada. No había guardias en las puertas. Mala señal. ¿Tendría que haber dado la voz de alarma? No había soldados en el campamento que pudieran ayudar, y si hubiera acudido con gente, Graves y sus hombres sabrían que algo iba mal. Solo, Kaladin tal vez podría ver al rey. Su mejor esperanza era poner a Elhokar a salvo sin llamar la atención.
«Idiota —pensó para sí—. ¿Ahora cambias de opinión? ¿Después de todo esto? ¿Qué estás haciendo?».
Pero, tormentas, el rey lo intentaba. Lo intentaba de verdad. Era arrogante, tal vez incapaz, pero lo intentaba. Era sincero.
Kaladin se detuvo, exhausto, la pierna gritando, y se apoyó contra la pared. ¿No debería esto ser más fácil? Ya que había tomado la decisión, ¿no debería estar concentrado, confiado, lleno de energía? No sentía nada de eso. Se sentía agotado, confuso, e inseguro.
Se obligó a continuar. «Sigue adelante». El Todopoderoso quisiera que no fuese demasiado tarde.
¿Ahora volvía a rezar?
Recorrió los pasillos oscuros. ¿No tendría que haber más luz? Con dificultad, llegó a las habitaciones superiores del rey, con la sala de reuniones y el balcón a un lado. Dos hombres con uniformes del Puente Cuatro protegían la puerta, pero Kaladin no reconoció a ninguno. No eran del Puente Cuatro: ni siquiera eran miembros de la antigua Guardia del Rey. Tormentas.
Kaladin se acercó a ellos, cojeando, sabiendo que debía ser todo un espectáculo, empapado hasta las trancas y cojeando por una pierna que, tal como advirtió en ese momento, dejaba un reguero de sangre. Se habían saltado los puntos de sutura de sus heridas.
—Alto —dijo uno de los hombres. El tipo tenía un hoyuelo tan marcado en la barbilla que parecía como si le hubieran dado un hachazo en la cara cuando era niño. Miró a Kaladin de arriba abajo—. Eres el que llaman Bendito por la Tormenta.
—Sois hombres de Graves.
Los dos hombres se miraron.
—No pasa nada —dijo Kaladin—. Estoy con vosotros. ¿Está aquí Moash?
—Está fuera por el momento —respondió el soldado—. Durmiendo un poco. Es un día importante.
«No llego demasiado tarde», pensó Kaladin. La suerte lo acompañaba.
—Quiero formar parte de lo que vais a hacer.
—Ya está resuelto, hombre del puente —dijo el guardia—. Vuelve a tu barracón y finge que no pasa nada.
Kaladin se acercó, como para susurrar algo. El guardia se inclinó hacia delante.
Entonces Kaladin soltó la muleta y lo golpeó con la lanza entre las piernas. Se volvió de inmediato, girando sobre la pierna buena y arrastrando la otra, y descargó un lanzazo contra el otro hombre.
El soldado alzó su lanza para bloquear el golpe, y trató de gritar.
—¡A las armas! ¡A…!
Kaladin cargó contra él, apartando su lanza. Soltó su arma y agarró al hombre por el cuello con los dedos mojados y entumecidos y le golpeó la cabeza contra la pared. Entonces se retorció y agachó para descargar un codazo contra la cabeza del hombre del hoyuelo y hacerlo caer al suelo.
Los dos hombres se quedaron inmóviles. Mareado por el repentino esfuerzo, Kaladin volvió a desplomarse contra la puerta. El mundo dio vueltas. Al menos sabía que aún podía luchar sin luz tormentosa.
No pudo evitar echarse a reír, aunque acabó tosiendo. ¿De verdad que acababa de atacar a esos dos hombres? Ya no había vuelta atrás. Tormentas, ni siquiera sabía por qué estaba haciendo esto. La sinceridad del rey era parte de ello, pero no era el único motivo, no en el fondo. Sabía que esto era lo que debía hacer, pero ¿por qué? La idea del rey muriendo sin ningún motivo lo asqueaba. Le recordaba lo que le había sucedido a Tien.
Pero eso tampoco era todo. Tormentas, no tenía ningún sentido, ni siquiera para él mismo.
Ninguno de los dos guardias se movió. Kaladin tosió y tosió, jadeando en busca de aire. No había tiempo para debilidades. Extendió una mano y giró el pomo de la puerta, abriéndola a la fuerza. Casi cayó al suelo, luego se tambaleó para recuperar el equilibrio.
—Majestad —llamó, apoyándose en la lanza y arrastrando la pierna mala. Llegó a un sofá y lo usó para erguirse del todo. ¿Dónde estaba el…?
El rey yacía en el sofá, inmóvil.
Adolin descargaba amplios mandobles con su hoja esquirlada, manteniendo una perfecta pose del viento. La punta de la espada chorreó agua cuando atravesó el cuello de un soldado parshendi. Un relámpago rojo brotó del cadáver con un brillante resplandor, conectando el soldado al suelo mientras moría. Los alezi cercanos tuvieron cuidado de no pisar los charcos junto al cadáver. Habían aprendido por las malas que estos extraños relámpagos podían matar a través del agua.
Adolin alzó la espada y cargó, dirigiendo un ataque contra el grupo de parshendi más cercanos. ¡Maldita fuera esta tormenta y los vientos que había traído consigo! Por fortuna, la oscuridad había remitido un tanto, pues Navani había enviado fabriales para bañar el campo de batalla de una luz blanca extraordinariamente regular.
El príncipe y su equipo chocaron contra los parshendi. Sin embargo, en cuanto se encontró entre el enemigo, sintió que algo le tiraba del brazo izquierdo. ¿Un lazo de cuerda? Tiró hacia atrás. Ningún lazo podía retener a una armadura esquirlada. Gruñó y soltó la cuerda de las manos que la sujetaban. Entonces se sacudió cuando otra cuerda se enroscó en su cuello y tiró de él hacia atrás.
Gritó, se volvió y blandió la espada, cortando la cuerda. Tres lazos más aparecieron en la oscuridad: los parshendi habían enviado un equipo entero. Adolin pasó a adoptar poses defensivas, como Zahel le había enseñado, para resistir un ataque con cuerdas. Habrían preparado otras cuerdas en el suelo ante él, esperando que los atacara… Sí, allí estaban.
Adolin retrocedió, cortando las cuerdas que lo alcanzaban. Por desgracia, sus hombres dependían de él para romper la línea parshendi. Cuando retrocedió, el enemigo presionó contra la línea alezi con fuerza. Como siempre, no usaban las formaciones tradicionales de batalla, sino que atacaban en escuadrones y parejas. Eso resultaba aterradoramente efectivo en este caótico campo de batalla, empapado de lluvia y con el restallar de los relámpagos y las ráfagas de viento.
Perel, el comandante que Adolin había puesto al mando cerca de las luces, ordenó la retirada del flanco. Adolin maldijo varias veces, cortó una última cuerda y retrocedió, con la espada lista por si los parshendi lo perseguían.
No lo hicieron. Sin embargo, dos figuras lo rodearon cuando se unió a la retirada.
—¿Todavía vivos, hombres del puente? —preguntó Adolin.
—Todavía vivos —dijo Cikatriz.
—Tienes varios trozos de cuerda pegados todavía —observó Drehy.
Adolin extendió el brazo y dejó que Drehy los cortara con su cuchillo. Mirando por encima del hombro, vio cómo los parshendi reformaban sus líneas. Desde más atrás, el sonido de aquel recio cántico lo alcanzaba entre destellos de luz y ráfagas de viento.
—Siguen enviando grupos para enfrentarse a mí y distraerme —dijo Adolin—. No pretenden derrotarme: solo quieren mantenerme fuera de la batalla.
—Tendrán que luchar contigo tarde o temprano —dijo Drehy, cortando otra de las cuerdas. Se pasó una mano por la calva, sacudiéndose el agua de lluvia—. No pueden dejar a un portador de esquirlada solo.
—En realidad —dijo Adolin entornando los ojos y escuchando aquel cántico—, eso es exactamente lo que están haciendo.
Atravesando la lluvia, Adolin corrió ruidosamente hasta el puesto de mando, cerca de las luces. Perel, envuelto en un gran tabardo, gritaba las órdenes desde allí. Le dirigió un rápido saludo a Adolin.
—¿Situación?
—A flote en el agua, brillante señor.
—No tengo ni idea de lo que significa eso —dijo Adolin.
—Es un término marinero, señor —repuso Perel—. Luchamos de un lado a otro, pero no logramos ningún avance. Estamos muy igualados: cada bando busca una ventaja. Lo que más me preocupan son esas reservas parshendi. Deberían haberlas utilizado ya.
—¿Las reservas? —preguntó Adolin, escrutando la oscura meseta—. Te refieres a los que cantan.
A diestra y siniestra, los soldados alezi se enfrentaban a otras unidades parshendi. Los hombres gritaban y chillaban, las armas entrechocaban: los letales sonidos familiares de un campo de batalla.
—Sí, señor —dijo Perel—. Están contra esa formación rocosa en el centro de la meseta, cantando hasta romperse las gargantas.
Adolin recordó aquel macizo rocoso que se alzaba en la penumbra. Era lo bastante grande para albergar a un batallón en la cima.
—¿Podríamos escalarlo desde atrás?
—¿Con esta lluvia, brillante señor? No es probable. Tal vez tú podrías, pero ¿querrías ir solo?
Adolin esperó que la familiar ansiedad le instara a continuar, el deseo de correr a la batalla sin miedo a las consecuencias. Se había entrenado para resistir a esa urgencia, y se sorprendió al descubrir que había… desaparecido. Nada.
Frunció el ceño. Estaba cansado. ¿Era ese el motivo? Consideró la situación, pensando en el sonido de la lluvia sobre su yelmo.
«Tenemos que llegar a esos parshendi de atrás —pensó—. Mi padre quiere que las reservas entren en combate, interrumpir la canción…».
¿Qué había dicho Shallan de aquellas mesetas interiores? ¿Y de las formaciones rocosas?
—Reúneme un batallón —dijo Adolin—. Mil hombres, infantería pesada. Cuando lleve media hora con ellos, envía al resto de los hombres a un ataque frontal contra los parshendi. Voy a intentar algo, y quiero que me proporcionéis una distracción.
—Estás muerto —le gritó Dalinar al cielo. Se dio media vuelta, todavía en la meseta central entre los tres campos de batalla, sorprendiendo a los ayudantes y auxiliares que tenía cerca—. ¡Me dijiste que te habían matado!
La lluvia le mojó la cara. ¿Le estaban engañando sus oídos en medio de toda esta lluvia y estos gritos?
—No soy el Todopoderoso —dijo la voz. Dalinar se volvió, buscando entre sus sorprendidos acompañantes. Cuatro hombres del puente retrocedieron un paso como asustados. Sus capitanes contemplaron inquietos las nubes, empuñando sus espadas.
—¿Alguno de vosotros ha oído esa voz? —preguntó Dalinar.
Hombres y mujeres por igual negaron con la cabeza.
—¿Estás… oyendo al Todopoderoso? —preguntó una de las mensajeras.
—Sí. —Era la respuesta más simple, aunque no estaba seguro de lo que estaba ocurriendo. Continuó cruzando la meseta central, con intención de comprobar el estado del frente donde se batía Adolin.
—Lo siento —repitió la voz. Al contrario que en sus visiones, Dalinar no pudo encontrar ningún avatar que las pronunciara. Las palabras surgían de ninguna parte—. Te has esforzado mucho. Pero no puedo hacer nada por ti.
—¿Quién eres? —susurró Dalinar.
—Soy el que quedó atrás —dijo la voz. No era exactamente la que había oído en las visiones: esta voz tenía cierta profundidad. Densidad—. Soy la astilla que queda de Él. Vi Su cadáver, Lo vi morir cuando Odium Lo asesinó. Y yo… huí. Para continuar como siempre he hecho. El pedazo de Dios que quedó en este mundo, los vientos que los hombres deben sentir.
¿Estaba respondiendo a las preguntas de Dalinar, o recitaba un mero monólogo? En las visiones, Dalinar había asumido originalmente que mantenía conversaciones con esta voz, solo para descubrir que su mitad del aparente diálogo estaba preestablecida. No podía decir si esto era lo mismo o no.
Tormentas… ¿estaba en medio de una visión? Se detuvo, creyendo ver de pronto una horrible imagen de sí mismo, tendido en el suelo del palacio, después de haber imaginado todo lo que le había conducido a esta batalla bajo la lluvia.
«No —se obligó a pensar—. No recorreré ese camino». Siempre había reconocido cuándo tenía una visión antes, no tenía ningún motivo para creer que hubiera cambiado.
Las reservas que había ordenado para Aladar pasaron corriendo, lanceros con la punta de sus armas al cielo. Eso sería realmente peligroso si había relámpagos de verdad, pero no tenían otra opción.
Dalinar esperó a que la voz dijera algo más, pero no sucedió nada. Continuó caminando, y se acercó a la meseta de Adolin.
¿Era eso un trueno?
No. Dalinar se dio media vuelta y vio a un caballo galopando por la meseta, montado por una mensajera. Alzó una mano, interrumpiendo el informe táctico del capitán Javih.
—¡Brillante señor! —gritó la mensajera. Frenó al caballo—. ¡Teleb ha caído! ¡El alto príncipe Roion ha sido derrotado! ¡Sus líneas están rotas, los hombres que le quedan están rodeados por los parshendi! ¡Está atrapado en la meseta norte!
—¡Condenación! ¿Y el capitán Khal?
—Todavía resiste, intenta avanzar hacia donde vieron a Roion la última vez. Casi ha sido arrollado.
Dalinar se volvió hacia Javih.
—¿Reservas?
—No sé qué nos queda —dijo el hombre, con la cara pálida a la tenue luz—. Depende de si han rotado.
—¡Encuéntralos y tráelos aquí! —dijo Dalinar, corriendo a la mensajera—. Desmonta —le dijo.
—¿Señor?
—¡Desmonta!
La mujer saltó de la silla mientras Dalinar ponía un pie en el estribo y montaba. Hizo girar al caballo; afortunadamente, por una vez, no llevaba puesta una armadura esquirlada. El ligero caballo no habría podido transportarlo.
—¡Reúne a los que puedas y seguidme! —gritó—. Necesito hombres aunque tengas que recurrir a ese batallón de lanceros de Aladar.
La respuesta del capitán Javih se perdió en la lluvia mientras Dalinar se inclinaba hacia delante y espoleaba al caballo. El animal bufó, y Dalinar tuvo que luchar con él antes de que se pusiera en marcha. Los restallidos de los relámpagos en la distancia asustaban al animal.
Una vez apuntando en la dirección adecuada, le dio rienda suelta al caballo, que galopó ansiosamente. Dalinar cruzó veloz la meseta, dejando atrás las tiendas del hospital de campaña, los puestos de mando y los puntos de avituallamiento. Cuando se acercaba a la meseta norte, frenó el caballo y escrutó la zona buscando a Navani.
No había ni rastro de ella, aunque vio varios grandes toldos en el suelo: caros cuadrados de tela negra. Ella había estado trabajando. Le hizo una pregunta a una ingeniera y la mujer señaló, así que Dalinar cabalgó en esa dirección. Dejó atrás otra sucesión de telas colocadas sobre la piedra.
Al otro lado del abismo, a su izquierda, los hombres morían entre gritos y alaridos. Vio con sus propios ojos el terrible progreso de la batalla de Roion. El peligro quedaba manifiesto en los grupos dispersos de hombres que ondeaban estandartes, acosados, divididos, vulnerables ante sus enemigos de ojos rojos. Los alezi continuarían luchando, pero con sus líneas rotas, sus perspectivas eran sombrías.
Dalinar recordó haberse hallado en una situación semejante hacía dos meses, rodeado por un mar de enemigos, sin esperanza de salvación. Acicateó aún más a su caballo y pronto divisó a Navani. Estaba de pie bajo un paraguas dirigiendo a un grupo de trabajadores con otra gran tela.
—¡Navani! —gritó, haciendo que su caballo se detuviera ante ella, resbalando—. ¡Necesito un milagro!
—En eso trabajo —replicó ella.
—No hay tiempo para trabajar. Ejecuta tu plan. ¡Ahora!
Estaba demasiado lejos para captar su mirada de desaprobación, pero la sintió. Por fortuna, hizo retirarse a los trabajadores del toldo y empezó a gritarles órdenes a sus ingenieras. Las mujeres corrieron hacia el abismo, donde había dispuesta una fila de rocas. A Dalinar le pareció que estaban atadas con cuerdas, aunque no estaba seguro de cómo funcionaba el proceso. Navani gritó sus instrucciones.
«¡Demasiado tiempo!»., pensó Dalinar, ansioso, mirando al otro lado del abismo. ¿Habían recuperado la armadura de Teleb y la espada del rey que portaba este? No podía dedicar ni un instante de aflicción a la muerte del hombre, y mucho menos en ese momento. Necesitaban esas esquirlas.
Los soldados se congregaron detrás de Dalinar. Los arqueros de Roion, los mejores de los campamentos de guerra, habían sido inútiles con esta lluvia. Las ingenieras retrocedieron a una orden de Navani, y los trabajadores empujaron la fila de cuarenta y tantas rocas al abismo.
Mientras las rocas caían, las telas se alzaron quince metros en el aire, tensándose por las esquinas delanteras y el centro. En un instante, una larga fila de pabellones improvisados flanquearon el abismo.
—¡Moveos! —dijo Dalinar, dirigiendo a su caballo entre dos de los pabellones—. ¡Arqueros al frente!
Los hombres corrieron a las zonas protegidas bajo los toldos, algunos murmurando ante la falta de postes visibles que los sujetaran. Navani había tensado solo las partes delanteras, de modo que los toldos se inclinaban hacia atrás, lejos del abismo. La lluvia fluía en esa dirección. También tenían lados, como las tiendas, así que solo las partes abiertas se encaraban hacia el frente de Roion.
Dalinar desmontó y le tendió las riendas a un trabajador. Corrió hacia uno de los pabellones, donde los arqueros formaban filas. Navani entró, llevando al hombro un saco grande. Lo abrió para descubrir un gran granate brillante, suspendido dentro de un fabrial de delicado entramado.
Jugueteó con él durante un momento, luego dio un paso atrás.
—Deberíamos haber tenido más tiempo para probar esto —le advirtió a Dalinar, cruzándose de brazos—. Los extractores son inventos nuevos. Sigo temiendo que esto le chupe la sangre a todo el que lo toque.
No lo hizo. En cambio, el agua empezó a formar rápidamente un charco alrededor del artilugio. ¡Tormentas, funcionaba! El fabrial estaba sacando humedad del aire. Los arqueros de Roion sacaron sus armas de sus fundas protectoras, doblaron los arcos y los prepararon siguiendo las órdenes de sus tenientes. Muchos de ellos eran ojos claros: el tiro con arco era visto como una Llamada aceptable para los ojos claros de medios modestos. No todo el mundo podía ser oficial.
Los arqueros empezaron a lanzar flechas contra los parshendi que habían rodeado a las fuerzas de Roion al otro lado del abismo.
—Bien —dijo Dalinar, viendo volar las flechas—. Muy bien.
—La lluvia y el viento seguirán dificultando apuntar con las flechas —dijo Navani—. Y no sé hasta qué punto funcionarán los fabriales: con la parte delantera de los pabellones abierta, la humedad entrará continuamente. Puede que nos quedemos sin luz tormentosa dentro de poco.
—Es suficiente —dijo Dalinar. Las flechas hicieron un efecto casi inmediato, distrayendo la atención de los parshendi de los soldados asediados. No era una maniobra que se intentara a menos que estuvieras desesperado (el riesgo de alcanzar a tus aliados era grande), pero los arqueros de Roion demostraron ser dignos de su reputación.
Dalinar rodeó a Navani con un brazo.
—Has hecho bien —dijo. Luego llamó a su caballo (al suyo, no a aquella bestia salvaje de la mensajera) cuando salió del pabellón. Esos arqueros le ofrecerían una oportunidad. Con suerte, no sería demasiado tarde para Roion.
«No», pensó Kaladin, rodeando el sofá para acercarse al rey. ¿Estaba muerto? No se veía ninguna herida.
El rey se movió, luego gimió con pereza y se irguió en el asiento. Kaladin dejó escapar un profundo suspiro. En la mesita cercana había una botella de vino vacía, y al estar más cerca, Kaladin captó el olor del líquido derramado.
—¿Hombre del puente? —preguntó Elhokar con voz pastosa—. ¿Has venido a burlarte de mí?
—Tormentas, Elhokar. ¿Cuánto has bebido?
—Todos… todos ellos hablan de mí —dijo Elhokar, tumbándose de nuevo—. Mis propios guardias… todos ellos. Mal rey, dicen. Todos lo odian, dicen.
Kaladin sintió un escalofrío.
—Querían que bebieras, Elhokar. Hace más fácil su trabajo.
—¿Eh?
Tormentas. El hombre apenas estaba consciente.
—Vamos —dijo Kaladin—. Los asesinos vienen a por ti. Tenemos que salir de aquí.
—¿Asesinos? —Elhokar se puso en pie de un salto, luego se tambaleó—. Viste de blanco. Sabía que vendría… pero… solo le preocupaba Dalinar… Ni siquiera el asesino piensa que soy digno del trono…
Kaladin consiguió colocarse bajo el brazo de Elhokar, sujetando la lanza con la otra mano para apoyarse. El rey se desplomó contra él, y la pierna de Kaladin se quejó.
—Por favor, majestad —dijo Kaladin, casi derrumbándose—. Necesito que intentes andar.
—Los asesinos probablemente te buscan a ti, hombre del puente —murmuró el rey—. Eres mejor líder que yo. Ojalá… ojalá me enseñaras…
Por fortuna, Elhokar consiguió mantenerse en pie. Fue todo un esfuerzo llegar con él hasta la puerta, donde el cuerpo del guardia aún yacía…
¿Un solo guardia? ¿Dónde estaba el otro?
Kaladin se escabulló de debajo del rey cuando el borrón de un cuchillo se lanzó hacia él. Por instinto, echó hacia atrás el mango de su lanza, colocando las manos cerca de la punta para pelear de cerca, y golpeó. La punta de la lanza se hundió en el estómago del hombre del hoyuelo en la barbilla, que gimió.
Pero su objetivo no era Kaladin.
El hombre del hoyuelo en la barbilla se desplomó, resbalando de la lanza de Kaladin y soltando el cuchillo. Elhokar, con expresión aturdida, se echó la mano al costado. La retiró llena de sangre.
—Estoy muerto —susurró, mirando la sangre.
En ese momento, el dolor y la debilidad de Kaladin parecieron desvanecerse. El momento de pánico se convirtió en un momento de fuerza, y lo utilizó para rasgar las ropas de Elhokar mientras se arrodillaba sobre la pierna buena. El cuchillo había rozado una costilla. El rey sangraba copiosamente, pero era una herida que podía superarse con asistencia médica.
—Presiona aquí —dijo Kaladin, colocando un trozo de la camisa cortada contra la herida, y luego poniéndole la mano del rey encima—. Tenemos que salir del palacio. Encontrar un sitio seguro.
¿Los terrenos de duelos, tal vez? Podían confiar en los fervorosos, que además sabían luchar. Pero ¿no sería demasiado obvio?
Bueno, primero tenían que salir del palacio. Kaladin recogió la lanza y se volvió para guiar el camino, pero la pierna estuvo a punto de traicionarlo. Consiguió impedir caerse, pero no pudo evitar jadear de dolor, aferrándose a la lanza para no caer.
Tormentas. ¿Ese charco de sangre que había a sus pies era suyo? Se le habían saltado los puntos, y algo peor.
—Me equivoqué —dijo el rey—. Los dos estamos muertos.
—Fugaz siguió corriendo —gruñó Kaladin, colocándose de nuevo bajo el brazo del rey.
—¿Qué?
—No podía ganar, pero siguió corriendo. Y cuando la tormenta lo alcanzó, no importó que muriera, porque había corrido con todo lo que tenía.
—Claro. Muy bien. —El rey parecía atontado, aunque Kaladin no podía decir si era por el alcohol o la pérdida de sangre.
—Todos morimos al final, ya sabes —dijo Kaladin. Los dos recorrieron el pasillo, Kaladin apoyado en su lanza para mantenerse erguido—. Así que supongo que lo que verdaderamente importa es lo bien que has corrido. Y, Elhokar, tú llevas corriendo desde que mataron a tu padre, aunque metieras la pata todo el tiempo.
—¿Gracias? —dijo el rey, aturdido.
Llegaron a un cruce, y Kaladin decidió seguir escapando por las entrañas del complejo del palacio en vez de por las puertas delanteras. Era igual de rápido, pero tal vez no sería el primer lugar donde buscarían los conjurados.
El palacio estaba vacío. Moash había hecho lo que dijo: enviar a los criados a esconderse, usando el precedente del ataque del Asesino de Blanco. Era un plan perfecto.
—¿Por qué? —susurró el rey—. ¿No deberías odiarme?
—No me gustas, Elhokar —dijo Kaladin—. Pero eso no significa que esté bien que te deje morir.
—Dijiste que debería retirarme. ¿Por qué, hombre del puente? ¿Por qué me ayudas?
«No lo sé».
Se internaron por un pasillo, pero solo llegaron a la mitad antes de que el rey dejara de caminar y se desplomara. Kaladin maldijo, se arrodilló junto a Elhokar y comprobó su pulso y la herida.
«Es el vino», decidió. Junto con la pérdida de sangre, hacía que el rey estuviera demasiado mareado.
Mala señal. Kaladin trató de vendar de nuevo la herida lo mejor que pudo, ¿pero qué haría luego? ¿Tratar de sacar al rey en una litera? ¿Ir a buscar ayuda y arriesgarse a dejarlo solo?
—¿Kaladin?
Kaladin se quedó inmóvil, todavía arrodillado junto al rey.
—Kaladin, ¿qué estás haciendo? —preguntó desde atrás la voz de Moash—. Encontramos a los hombres en la puerta de la habitación del rey. Tormentas, ¿los has matado?
Kaladin se levantó y se dio media vuelta, apoyándose en su pierna buena. Moash se hallaba en el otro extremo del pasillo, resplandeciente con su armadura esquirlada roja y azul. Otro portador de esquirlada lo acompañaba, con la espada al hombro y la visera bajada. Serios.
Los asesinos habían llegado.