Las considerables habilidades de los Rompedores del Cielo para hacer aquello implicaban casi una habilidad divina, para lo que ninguna potencia ni ningún spren conceden capacidad. Sin embargo, la orden consiguió tal aptitud, y ese hecho fue real y reconocido incluso por sus rivales.

De Palabras radiantes, capítulo 28, página 3

Magnífico. ¿Hoy vas a ser tú mi niñera?

Kaladin se dio media vuelta mientras Adolin salía de su habitación. El príncipe llevaba un elegante uniforme, como siempre. Botones con monograma, botas que costaban más que algunas casas, espada al costado. Una extraña elección para un portador de esquirlada, pero Adolin probablemente la llevaba como adorno. Su pelo era un remolino de rubio salpicado de negro.

—No me fío de ella, príncipe —dijo Kaladin—. Extranjera, compromiso matrimonial secreto, y la única persona que podría hablar en su favor está muerta. Podría ser una asesina, y eso significa que han de vigilarte los mejores que tengo.

—Humilde, ¿eh? —dijo Adolin, avanzando hacia el salón de piedra, mientras Kaladin lo seguía.

—No.

—Era un chiste, muchacho del puente.

—Un error por mi parte. Creía que los chistes habían de ser graciosos.

—Solo para las personas con sentido del humor.

—Ah, claro —dijo Kaladin—. Cambié mi sentido del humor hace mucho tiempo.

—¿Y por qué lo cambiaste?

—Por cicatrices —replicó Kaladin en voz baja.

Los ojos de Adolin se dirigieron a las marcas que Kaladin tenía en la cabeza, aunque la mayoría quedaban cubiertas por el cabello.

—Magnífico —dijo entre dientes—. Simplemente magnífico. Me alegro muchísimo de que vengas conmigo.

Tras recorrer el pasillo, salieron a la luz del día. No había mucha. El cielo seguía nublado por las lluvias de los últimos días.

Desembocaron en el campamento de guerra.

—¿Vamos a recoger a algún guardia más? —preguntó Adolin—. Normalmente sois dos.

—Hoy solo estoy yo. —Kaladin andaba corto de recursos, con el rey bajo su protección y Teft llevándose a los nuevos reclutas de patrulla otra vez. Solo tenía dos o tres hombres para todo lo demás, pero Adolin supuso que podía vigilarlos él solo.

Un carruaje tirado por dos caballos de aspecto irascible los esperaba. Todos los caballos parecían irascibles, con aquellos ojos que todo lo sabían y sus súbitos movimientos. Por desgracia, un príncipe no podía ir a ninguna parte en un carruaje tirado por chulls. Un lacayo abrió una puerta para Adolin, que se acomodó en el interior. El lacayo cerró la puerta, luego se subió a su lugar en la parte trasera del carruaje. Kaladin se preparó para subirse al asiento junto al conductor, pero se detuvo.

—¡Tú! —dijo, señalando al conductor.

—¡Yo! —respondió el sagaz del rey desde donde estaba sentado, sujetando las riendas. Ojos azules, pelo negro, uniforme negro. ¿Qué estaba haciendo conduciendo el carruaje? No era un criado, ¿no?

Kaladin subió cautelosamente a su asiento, y Sagaz agitó las riendas para que los caballos arrancaran.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Kaladin.

—Buscando problemas —replicó Sagaz alegremente, mientras los cascos de los caballos resonaban contra la piedra—. ¿Has estado practicando con mi flauta?

—Uh…

—No me digas que te la dejaste en el campamento de Sadeas cuando te mudaste.

—Bueno…

—He dicho que no me lo digas —señaló Sagaz—. No hace falta, puesto que ya lo sé. Una lástima. Si conocieras la historia de esa flauta, no lo creerías. Y por eso, quiero decir que te echaría del carruaje por haberme espiado.

—Uh…

—Ya veo que hoy estás de lo más elocuente.

Kaladin, en efecto, había dejado la flauta. Cuando reunió a los hombres del puente que quedaban en el campamento de Sadeas (los heridos del Puente Cuatro y los miembros de las otras cuadrillas) estaba concentrado en las personas, no en las cosas. No había prestado atención a sus escasas posesiones, olvidando que la flauta estaba entre ellas.

—Soy soldado, no músico —replicó Kaladin—. Además, la música es para las mujeres.

—Todo el mundo es músico —replicó Sagaz—. La cuestión es si comparten sus canciones o no. En cuanto a la música femenina, es interesante que la mujer que escribió ese tratado (el que prácticamente todos adoráis en Alezkar) decidiera que todas las tareas femeninas han de implicar estar sentada divirtiéndose mientras las masculinas consisten en andar siempre buscando a alguien para que te clave una lanza. Revelador, ¿eh?

—Supongo.

—¿Sabes? Me estoy esforzando mucho para encontrar temas de conversación interesantes, inteligentes y que te llamen la atención. No puedo dejar de pensar que no cumples con tu parte del acuerdo. Es un poco como tocar música para un sordo. Cosa que podría intentar, ya que parece divertido, siempre que mi flauta no se hubiera perdido.

—Lo siento —dijo Kaladin. Prefería estar pensando en las nuevas posiciones de esgrima que le había enseñado Zahel, pero Sagaz había sido amable con él antes. Lo menos que podía hacer Kaladin era hablar con él—. Entonces… eeeh, ¿conservaste tu empleo? Como sagaz del rey, quiero decir. Cuando nos encontramos antes, diste a entender que corrías el riesgo de perder tu título.

—Aún no lo he comprobado.

—No… no has… ¿Sabe el rey que has vuelto?

—¡No! Intento pensar una manera adecuadamente espectacular para comunicárselo. Quizás un centenar de abismoides marchando al unísono, cantando una oda a mi magnificencia.

—Eso parece… difícil.

—Sí, los malditos bichos tienen problemas para afinar sus cuerdas tónicas y mantener la entonación.

—No tengo ni idea de lo que acabas de decir.

—Sí, los malditos bichos tienen problemas para afinar sus cuerdas tónicas y mantener la entonación.

—No tiene gracia, Sagaz.

—¡Ah! Así que te estás quedando sordo, ¿eh? Avísame cuando el proceso haya terminado. Quiero probar una cosa. Si puedo acordarme…

—Sí, sí —dijo Kaladin, suspirando—. Quieres tocar la flauta para uno mismo.

—No, no es eso… ¡Ah! Sí. Siempre he querido colarme por detrás y darle a un sordo un golpe en la cabeza. Creo que eso será para troncharse.

—Entonces, ¿has venido a burlarte de mí? —dijo Kaladin.

—Bueno, más o menos. Pero te dejaré en paz. No quiero que explotes por mi culpa.

Kaladin se sobresaltó.

—Ya sabes —dijo Sagaz, tan tranquilo—. Explotar de puro enfado. Ese tipo de cosas. —Kaladin entornó los ojos ante el alto ojos claros.

—¿Qué sabes?

—Casi todo. Ese «casi» puede ser a veces una verdadera patada en los dientes.

—¿Qué quieres entonces?

—Lo que no puedo tener. —Sagaz se volvió hacia él con aire solemne—. Lo mismo que todos los demás, Kaladin Bendito por la Tormenta.

Kaladin vaciló. Sagaz sabía que era una potenciación. Estaba seguro. ¿Debía esperar entonces algún tipo de exigencia?

—Ah, así que estás pensando. Bien. De ti, amigo mío, quiero una cosa. Una historia.

—¿Qué clase de historia?

—Eso tienes que decidirlo tú. —Sagaz le sonrió—. Espero que sea animada. Si hay algo que no soporto es el aburrimiento, así que te rogaría que evitaras ser pesado. De lo contrario, puede que tenga que colarme por detrás y golpearte en la cabeza.

—No me estoy quedando sordo.

—También es para troncharse con la gente que oye bien, obviamente. ¿Qué, pensabas que iba a atormentar a alguien solo porque es sordo? No, atormento a todo el mundo por igual, que lo sepas.

—Magnífico. —Kaladin se acomodó, esperando más. Sorprendentemente, Sagaz pareció contentarse con dejar ahí el asunto.

Kaladin contempló el cielo, tan sombrío. Odiaba los días como ese, que le recordaban el Llanto. Padre Tormenta. Los cielos grises y el clima miserable le hicieron preguntarse por qué se había molestado en levantarse de la cama. Al cabo de un rato, el carruaje llegó al campamento de Sebarial, un lugar que todavía parecía más una ciudad que los demás campamentos de guerra. Kaladin se maravilló de las viviendas perfectamente construidas, los mercados, los…

—¿Granjeros? —preguntó mientras adelantaban a un grupo de hombres que se dirigían a las puertas, llevando cañas antiparasitarias y cubos de crem.

—Sebarial les ha hecho emplazar campos de lavis en las colinas suroccidentales —explicó Sagaz.

—Las altas tormentas son demasiado fuertes aquí para establecer granjas.

—Díselo a los natanos. Antes cultivaban toda esta zona. Hace falta un tipo de planta que no crezca tanto como las que estáis acostumbrados.

—Pero ¿por qué? —preguntó Kaladin—. ¿Por qué no van los granjeros a otro sitio donde sea más fácil, como la propia Alezkar, incluso?

—No sabes mucho de la naturaleza humana, ¿verdad, Bendito por la Tormenta?

—Yo… No, no sé.

Sagaz sacudió la cabeza.

—Qué sincero eres, y qué bruto. Dalinar y tú sois iguales, desde luego. Alguien tiene que enseñaros a los dos cómo pasar un buen rato de vez en cuando.

—Sé perfectamente cómo pasármelo bien.

—¿Ah, sí?

—Sí. Solo hay que estar en cualquier sitio donde tú no estés.

Sagaz se lo quedó mirando, luego se echó a reír, sacudiendo las riendas de modo que los caballos se agitaron un poco.

—Así que tienes una chispa de humor.

Kaladin lo había heredado de su madre. A menudo decía cosas así, aunque nunca tan insultantes. «Estar cerca de Sagaz debe de estar corrompiéndome».

Por fin, Sagaz detuvo el carruaje ante una bonita mansión, del tipo que Kaladin habría esperado en algún agradable lait, no allí en un campamento de guerra. Con aquellas columnas y las hermosas ventanas de cristal, era aún más hermosa que la mansión del señor de la ciudad de Piedralar.

En el camino de acceso para el carruaje, Sagaz pidió al lacayo que fuera a buscar a la prometida provisional de Adolin. El príncipe bajó del vehículo a esperarla, alisándose la chaqueta y puliéndose los botones en una manga. Miró hacia el asiento del conductor y se sobresaltó.

—¡Tú! —exclamó.

—¡Yo! —replicó Sagaz. Bajó de lo alto del carruaje y ejecutó una florida reverencia—. Siempre a tu servicio, brillante señor Kholin.

—¿Qué has hecho con mi cochero habitual?

—Nada.

—Sagaz…

—¿Cómo? ¿Estás dando a entender que le he hecho daño al pobre tipo? ¿Sería eso propio de mí, Adolin?

—Pues… no.

—En efecto. Además, estoy seguro de que ya se habrá desatado. Ah, aquí está tu encantadora prometida pero-no-del-todo.

Shallan Davar salió de la casa. Bajó rápidamente los escalones, no pavoneándose como habrían hecho la mayoría de las damas ojos claros. «Desde luego, es entusiasta», pensó Kaladin, sujetando las riendas que había cogido después de que Sagaz las soltara.

Había algo extraño en esta Shallan Davar. ¿Qué ocultaba tras aquella actitud ansiosa y la sonrisa dispuesta? En realidad, la manga abotonada de la mano segura de su vestido podía esconder cualquier instrumento mortal. Una sencilla aguja envenenada, clavada a través del tejido, bastaría para acabar con la vida de Adolin.

Por desgracia, no podría vigilarla todo el tiempo que estuviera con Adolin. Tenía que mostrar más iniciativa: ¿podía confirmar en cambio que ella era quien decía ser? ¿Investigar su pasado para decidir si era una amenaza o no?

Kaladin se levantó con intención de saltar al suelo para controlarla mientras se acercaba a Adolin. Shallan se sobresaltó de pronto y abrió mucho los ojos. Señaló a Sagaz con la mano libre.

—¡Tú! —exclamó.

—Sí, sí. Se ve que hoy todo el mundo me reconoce. Tal vez tendría que ponerme…

Sagaz se interrumpió cuando Shallan se abalanzó hacia él. Kaladin saltó al suelo, echando mano al cuchillo que llevaba al cinto, pero vaciló cuando Shallan envolvió a Sagaz en un abrazo y apoyó la cabeza contra su pecho, cerrando los ojos.

Kaladin retiró la mano del cuchillo y miró alzando una ceja a Sagaz, que parecía completamente aturdido. Permaneció de pie con los brazos a los costados, como si no supiera qué hacer con ellos.

—Siempre he querido darte las gracias —susurró Shallan—. Nunca tuve la oportunidad.

Adolin carraspeó. Finalmente, Shallan soltó a Sagaz y miró al príncipe.

—Has abrazado a Sagaz —dijo Adolin.

—¿Ese es su nombre? —preguntó Shallan.

—Uno de ellos —intervino Sagaz, al parecer todavía desconcertado—. En realidad, hay muchos. Cierto, la mayoría están relacionados con algún tipo de insulto…

—Has abrazado a Sagaz —repitió Adolin.

Shallan se ruborizó.

—¿Ha sido indecoroso?

—No se trata de decoro —dijo Adolin—. Se trata de sentido común. Abrazarlo es como abrazar a un espinablanca, o una montaña de clavos o algo. Quiero decir, es Sagaz. Se supone que no ha de caerte bien.

—Tenemos que hablar —dijo Shallan, mirando a Sagaz—. No recuerdo todo lo que hablamos, pero hay partes…

—Intentaré hacerte un hueco en mi agenda —dijo Sagaz—. Pero estoy muy ocupado. Quiero decir que simplemente el hecho de insultar a Adolin va a llevarme hasta la semana que viene.

Adolin sacudió la cabeza, despidió al lacayo y ayudó a Shallan a subir al carruaje. Después de hacerlo, se inclinó hacia Sagaz.

—Las manos quietas.

—Es demasiado joven para mí, niño —replicó Sagaz.

—Así es —asintió Adolin—. Cíñete a las mujeres de tu edad.

Sagaz sonrió.

—Bueno, eso puede ser un poco difícil. Creo que solo hay una por aquí, y en general no nos llevamos bien.

—Eres muy extraño —dijo Adolin, subiendo al carruaje.

Kaladin suspiró y se dispuso a seguirlos.

—¿Pretendes viajar ahí dentro? —preguntó Sagaz, sonriendo de oreja a oreja.

—Sí —respondió Kaladin. Quería vigilar a Shallan. No era probable que intentara nada mientras viajaba en el carruaje con Adolin, pero tal vez descubriera algo vigilándola, y de todas formas tampoco podía estar absolutamente seguro de que no fuera a intentar hacerle daño.

—Intenta no flirtear con la chica —susurró Sagaz—. El joven Adolin parece estar volviéndose posesivo. Pero… ¿qué estoy diciendo? Al contrario, tú coquetea con la chica, Kaladin. Puede que el príncipe eche chispas.

Kaladin bufó.

—Ella es ojos claros.

—¿Y? —preguntó Sagaz—. Estáis demasiado obcecados con eso.

—No es por ofender —susurró Kaladin—, pero preferiría coquetear con un abismoide.

Dejó que Sagaz condujera el carruaje, y entró. Al verlo, Adolin miró al techo.

—Estás de broma.

—Es mi trabajo —replicó Kaladin, sentándose junto a él.

—Seguro que aquí dentro estoy a salvo —dijo Adolin, apretando los dientes—. Con mi prometida.

—Bueno, entonces tal vez es que quiero un asiento cómodo —replicó Kaladin, dirigiendo un gesto de saludo a Shallan.

Ella hizo caso omiso y sonrió a Adolin mientras el carruaje se ponía en marcha.

—¿Adónde vamos hoy?

—Bueno, dijiste algo de una cena —respondió Adolin—. Conozco una taberna nueva en el Mercado Exterior, y sirven comida.

—Siempre conoces los mejores lugares —comentó Shallan, ampliando su sonrisa.

«¿Podrías ser más obvia con tus halagos, mujer?»., pensó Kaladin.

Adolin le devolvió la sonrisa.

—Simplemente, escucho.

—Si prestaras más atención a qué vinos son buenos…

—¡No lo hago porque es fácil! —Sonrió Adolin—. Todos son buenos.

Ella soltó una risita.

Tormentas, los ojos claros eran un incordio. Sobre todo cuando tonteaban. Continuaron conversando, y a Kaladin le resultó descaradamente palmario hasta qué punto deseaba esa mujer establecer una relación con Adolin. Los ojos claros siempre estaban buscando oportunidades para ascender… o para apuñalarse unos a otros por la espalda, si estaban de ese humor. En cualquier caso, su trabajo no era descubrir si esta mujer era una oportunista. Todos los ojos claros lo eran. Solo tenía que averiguar si era una cazadora de fortunas oportunista o una asesina oportunista.

Siguieron hablando, y Shallan volvió a conducir la conversación a la actividad de ese día.

—No voy a decir que me apetezca otra taberna —dijo—. Pero me pregunto si no se están volviendo una opción demasiado obvia.

—Lo sé —respondió Adolin—. Pero, tormentas, hay poco que hacer aquí de todas formas. No hay conciertos, ni muestras de arte, ni competiciones escultóricas.

«¿De verdad os entretenéis con eso? —se preguntó Kaladin—. Que el Todopoderoso os proteja si no tenéis competiciones escultóricas que mirar».

—Hay una casa de fieras —señaló Shallan, ansiosa—. En el Mercado Exterior.

—Una casa de fieras —dijo Adolin—. ¿No es eso un poco… grosero?

—Oh, vamos. Podríamos mirar a todos los animales, y tú me dirías a cuántos has matado valientemente mientras cazabas. Será muy divertido. —Vaciló, y a Kaladin le pareció detectar algo en sus ojos. Un destello de algo más profundo. ¿Dolor? ¿Preocupación?—. Y me vendría bien un poco de distracción —añadió, en voz más baja.

—En realidad desprecio la caza —dijo Adolin, como si no se hubiera dado cuenta—. No hay ninguna competición real. —Miró a Shallan, que seguía con la sonrisa puesta y asentía con entusiasmo—. Bueno, de todas formas podría ser un cambio agradable. De acuerdo, le diré a Sagaz que nos lleve allí. Esperemos que lo haga, en vez de llevarnos a un abismo para reírse de nuestros gritos de horror.

Se volvió para abrir la pequeña puertecita de corredera que comunicaba con el pescante del cochero. Kaladin observó a Shallan, que se acomodó en su asiento, con una sonrisita de satisfacción en el rostro. Tenía otro motivo para ir a la casa de fieras. ¿Cuál sería?

Adolin se volvió de nuevo y preguntó a su casi prometida cómo le había ido el día. Kaladin escuchó a medias, estudiando a Shallan para tratar de detectar cualquier cuchillo oculto en su persona. Ella se ruborizó por algo que dijo Adolin y luego se echó a reír. A Kaladin en realidad no le caía bien Adolin, pero al menos el príncipe era sincero. Tenía el temperamento formal de su padre, y siempre había sido franco con él. Displicente y altivo, pero franco.

Esa mujer era diferente. Sus movimientos eran calculados. La manera en que se reía, la forma de elegir sus palabras… Se reía y ruborizaba, pero sus ojos siempre estaban alerta, siempre observaban. Era el epítome de todo lo que le asqueaba de la cultura ojos claros.

«Estás de mal humor», reconoció una parte de él. Le sucedía a veces, más a menudo cuando el cielo estaba nublado. Pero ¿de verdad tenían que actuar de esa manera tan repugnantemente alegre?

No le quitó a Shallan la vista de encima mientras continuaba el viaje, y al final acabó por decidir que recelaba demasiado. La joven no era una amenaza inmediata para Adolin. Se puso a divagar y recordó la última noche en los abismos. Cabalgando los vientos, la luz removiéndose en su interior. La libertad.

No, no solo la libertad. El propósito.

«Tienes un propósito —pensó Kaladin, obligándose a volver al presente—. Proteger a Adolin». Era un trabajo ideal para un soldado, el trabajo con el que otros soñaban. Buena paga, su propio escuadrón, una tarea importante. Un comandante digno de confianza. Era perfecto.

Pero aquellos vientos…

—¡Oh! —dijo Shallan, echando mano a su zurrón y buscando en él—. Te he traído esa relación, Adolin. —Vaciló, mirando a Kaladin.

—Puedes fiarte de él —dijo Adolin, un poco a regañadientes—. Me ha salvado la vida dos veces, y mi padre le permite protegernos incluso en las citas más importantes.

Shallan sacó varias hojas de papel con notas hechas en el galimatías que era el tipo de escritura femenina.

—Hace dieciocho años, el alto príncipe Yenev era importante en Alezkar, uno de los más poderosos altos príncipes que se opusieron a la campaña de unificación del rey Gavilar. Yenev no fue derrotado en batalla. Murió en un duelo. Contra Sadeas.

Adolin asintió, inclinándose hacia delante, ansioso.

—Aquí está la narración de los hechos realizada por la brillante Ialai —explicó Shallan—: «Derrotar a Yenev fue un acto de inspirada sencillez. Mi esposo habló con Gavilar en relación al Derecho de Desafío y el Premio del Rey, antiguas tradiciones que muchos de los ojos claros conocían pero ignoraban en circunstancias modernas».

»“Siendo tradiciones que invocaban una relación con la Corona histórica, invocarlas reflejaba nuestro derecho a gobernar. La ocasión fue una gala de poderío y renombre, y mi esposo se enfrentó primero en duelo con otro hombre”.

—¿Una qué de poderío y renombre? —preguntó Kaladin.

Los dos lo miraron, como sorprendidos por oírlo hablar. «Seguís olvidando que estoy aquí, ¿no? —pensó Kaladin—. Preferís ignorar a los ojos oscuros».

—Una gala de poderío y renombre —dijo Adolin—. Es una forma de referirse a un torneo. Era común entonces. La manera que tenían de alardear los altos príncipes que estaban en paz unos con otros.

—Tenemos que encontrar un modo de que Adolin se bata en duelo o al menos desacredite a Sadeas —explicó Shallan—. Mientras pensaba sobre ello, recordé una referencia al duelo con Yenev en la biografía de Jasnah del antiguo rey.

—De acuerdo… —dijo Kaladin, frunciendo el ceño.

—«El propósito —continuó Shallan, alzando el dedo mientras seguía leyendo el relato— de este duelo preliminar era asombrar e impresionar de manera perceptible a los altos príncipes. Aunque lo habíamos planeado de antemano, el primer hombre no conocía su papel en nuestro plan. Sadeas lo derrotó con calculado espectáculo. Detuvo la lucha en varios momentos y subió las apuestas, primero con dinero, luego con tierras.

»Al final, la victoria fue toda una exhibición. Con la multitud tan entregada, el rey Gavilar se puso en pie y ofreció a Sadeas un premio por haberlo complacido siguiendo la antigua tradición. La respuesta de Sadeas fue sencilla: “¡No quiero más premio que el cobarde corazón de Yenev en la punta de mi espada, majestad!”».

—Estás bromeando —dijo Adolin—. ¿Golpe Duro Sadeas dijo eso?

—El hecho, junto con sus palabras, está registrado en varias crónicas importantes —dijo Shallan—. Sadeas se enfrentó luego a Yenev, lo mató, y creó una oportunidad para que un aliado, Aladar, tomara el control de aquel principado.

Adolin asintió, pensativo.

—Tal vez dé resultado, Shallan. Puedo intentar lo mismo: ofrecer espectáculo con mi duelo contra Relis y la otra persona que traiga, asombrar a la multitud, ganarme la felicitación del rey y exigir el Derecho de Desafío contra el mismísimo Sadeas.

—Tiene cierto encanto —reconoció Shallan—. Recurrir a una maniobra que él mismo ha empleado, y luego usarla contra él.

—No aceptará nunca —dijo Kaladin—. Sadeas no se dejará atrapar de esa forma.

—Tal vez —repuso Adolin—. Pero creo que subestimas la situación en la que se encontrará, si lo hacemos correctamente. El Derecho de Desafío es una tradición antigua… algunos dicen que la instituyeron los Heraldos. Un guerrero ojos claros que ha demostrado su valía ante el Todopoderoso y el rey, que se vuelve y exige justicia contra alguien que lo ha agraviado…

—Aceptará —dijo Shallan—. Tendrá que hacerlo. Pero ¿puedes ser espectacular, Adolin?

—La multitud espera que haga trampas —contestó él—. No me tendrán en mucha consideración después de mis últimos duelos… eso debería actuar a mi favor. Si puedo ofrecerles un verdadero espectáculo, estarán entusiasmados. Además, ¿derrotar a dos hombres a la vez? Solo eso debería concedernos ya la atención que necesitamos.

Kaladin los miró de uno a otro. Se lo estaban tomando muy en serio.

—¿De verdad pensáis que podría salir bien? —dijo, pensativo.

—Sí —respondió Shallan—, aunque, por tradición, Sadeas podría nombrar un campeón que luchara por él, así que tal vez Adolin no logre enfrentarse a él personalmente. Pero ganará de todas formas las esquirlas de Sadeas.

—No será tan satisfactorio —dijo Adolin—. Pero sería aceptable. Derrotar a su campeón en duelo cortaría a Sadeas por las rodillas. Perdería muchísima credibilidad.

—Pero en realidad no significaría nada —dijo Kaladin—. ¿Verdad?

Los otros dos se le quedaron mirando.

—Es solo un duelo —dijo Kaladin—. Un juego.

—Esto sería diferente —repuso Adolin.

—No veo por qué. Cierto, puede que ganes sus esquirlas, pero su título y su autoridad seguirían igual.

—Es cuestión de percepción —dijo Shallan—. Sadeas ha formado una coalición contra el rey. Eso implica que es más fuerte que Elhokar. Perder ante el campeón del rey desmontaría esa idea.

—Pero no son más que juegos —insistió Kaladin.

—Sí —dijo Adolin. Kaladin no se esperaba que fuera a estar de acuerdo—. Pero es un juego cuyas reglas Sadeas ha aceptado.

Kaladin se acomodó en el asiento, reflexionando sobre aquellas palabras. «Esta tradición podría ser una respuesta —pensó—. La tradición que he estado buscando para…».

—Sadeas era un fuerte aliado —dijo Adolin, lamentándolo—. Se me habían olvidado determinadas cuestiones, como su derrota a Yenev.

—Entonces, ¿qué ha cambiado? —preguntó Kaladin.

—Gavilar murió —dijo Adolin en voz baja—. El viejo rey era lo que mantenía a mi padre y a Sadeas apuntando en la misma dirección. —Se inclinó hacia delante y miró las hojas de notas de Shallan, aunque obviamente no sabía leerlas—. Tenemos que conseguir esto, Shallan. Tenemos que colocar la soga alrededor del cuello de esa anguila. Esto es brillante. Gracias.

Ella se ruborizó, luego metió las notas en un sobre y se lo entregó.

—Dale esto a tu tía. Detalla lo que he encontrado. Tu padre y ella sabrán mejor que yo si es una buena idea o no.

Adolin aceptó el sobre y le cogió la mano al hacerlo. Los dos compartieron un momento, mutuamente absortos el uno en el otro. Sí, Kaladin estaba cada vez más convencido de que esa mujer no iba a suponer ningún peligro inmediato para Adolin. Si era una especie de impostora, no iba tras la vida de Adolin. Solo de su dignidad.

«Demasiado tarde —pensó, viendo al príncipe echarse hacia atrás con una sonrisa estúpida en la cara—. Ya está muerto y calcinado».

El carruaje llegó poco después al Mercado Exterior, donde adelantaron a varios grupos de hombres de patrulla, ataviados con los uniformes azules de Kholin: hombres de los puentes que no pertenecían al Puente Cuatro. Hacer la ronda de guardia allí era una de las formas que tenía Kaladin de entrenarlos.

Kaladin bajó el primero del carruaje, advirtiendo las filas de carros de tormenta alineados cerca. La zona quedaba bloqueada por unas cuerdas alrededor de unos postes, para impedir que la gente entrara, aunque los hombres con porras que esperaban apoyados en los postes harían probablemente un mejor trabajo.

—Gracias por traernos, Sagaz —dijo Kaladin, volviéndose—. Lamento de nuevo lo de esa flauta tuya…

Sagaz había desaparecido de lo alto del carruaje. En su lugar había otro hombre, un tipo más joven con pantalones marrones, camisa blanca y una gorra que se quitó, cohibido.

—Lo siento, señor —dijo. Tenía un acento que Kaladin no acertó a identificar—. Me pagó bien, sí que lo hizo. Dijo exactamente dónde tenía que estar para que cambiáramos de sitio.

—¿Qué es esto? —preguntó Adolin, bajando del carruaje y alzando la mirada—. Oh, Sagaz suele hacer esto, muchacho del puente.

—¿Esto?

—Le gusta desaparecer misteriosamente.

—No fue tan misterioso, señor —dijo el muchacho, que se volvió y señaló—. Yo estaba allí atrás, donde el carruaje se detuvo antes de girar. Lo estaba esperando para encargarme de conducir. Tuve que subirme sin que nadie se diera cuenta. Él se marchó riendo como un niño, sí señor.

—Le gusta sorprender a la gente —dijo Adolin, ayudando a Shallan a bajar del carruaje—. No le hagas caso.

El nuevo conductor se encogió, como avergonzado. Kaladin no lo conocía de nada: no era uno de los sirvientes habituales de Adolin. «Tendré que viajar ahí arriba en el viaje de vuelta. Echarle un ojo a este tipo».

Shallan y Adolin se dirigieron a la casa de fieras. Kaladin recogió su lanza de la parte trasera del carruaje y luego echó a correr para alcanzarlos, hasta situarse a unos pasos por detrás de ellos. Los escuchó reír y le entraron ganas de darles un puñetazo en la cara.

—Vaya —dijo la voz de Syl—. Se supone que tienes que controlar las tormentas, Kaladin, no llevarlas en los ojos.

Él la miró mientras danzaba y revoloteaba en el aire a su alrededor en forma de lazo de luz. Se echó la lanza al hombro y siguió andando.

—¿Qué pasa? —preguntó Syl, deteniéndose ante él. No importaba hacia dónde girara Kaladin la cabeza, ella automáticamente se deslizaba hacia ese lado, como si estuviera sentada en una plataforma invisible, el vestido juvenil disolviéndose en niebla justo por debajo de sus rodillas.

—Nada —dijo él en voz baja—. Es que estoy cansado de escuchar a esos dos.

Syl miró por encima del hombro a la pareja que tenía delante. Adolin pagó la entrada, indicó con el pulgar a Kaladin y pagó también la suya. Un azishiano de aspecto pomposo con un sombrero extraño y un largo gabán de intrincado diseño les dejó pasar, señalando diferentes filas de jaulas e indicando qué animales contenían.

—Shallan y Adolin parecen felices —dijo Syl—. ¿Qué tiene eso de malo?

—Nada —respondió Kaladin—. Mientras yo no tenga que escucharlo.

Syl torció el gesto.

—No son ellos, eres tú. Eres agrio. Casi noto el sabor en la boca.

—¿El sabor? —preguntó Kaladin—. Tú no comes, Syl. Dudo de que tengas sentido del sabor.

—Es una metáfora. Y puedo imaginarlo. Y sabes agrio. Y deja de discutir, porque tengo razón. —Se marchó para flotar cerca de Shallan y Adolin mientras ellos inspeccionaban la primera jaula.

«Maldita spren —pensó Kaladin, acercándose a la pareja—. Discutir con ella es como… bueno, como discutir con el viento, supongo».

La carreta se parecía mucho a la jaula en la que Kaladin había viajado a las Llanuras Quebradas, aunque el animal que había dentro parecía haber sido mejor tratado que los esclavos. Estaba sentado en una roca, y la jaula había sido cubierta con crem por dentro, como para imitar una cueva. La criatura en sí no era más que un bulto de carne con dos ojos saltones y cuatro largos tentáculos.

—Oooh… —exclamó Shallan, con los ojos muy abiertos. Parecía como si le hubieran regalado un montón de joyas, solo que en realidad era una masa viscosa de algo que Kaladin habría esperado encontrar pegado en la suela de su bota.

—Es el bicho más feo que he visto en mi vida —dijo Adolin—. Es como lo que hay dentro de un hasper, pero sin concha.

—Es un sarpenthyn —informó Shallan.

—Pobrecillo. ¿Le puso su madre ese nombre?

Shallan le dio un golpecito en el hombro.

—Es una familia.

—Así que la madre estaba detrás de todo eso.

—Una familia de animales, idiota. Hay más en el oeste, donde las tormentas no son tan fuertes. Solo he visto unos pocos: los tenemos más pequeños en Jah Keved, pero no como este. Ni siquiera sé a qué especie pertenece. —Vaciló, luego metió los dedos entre los barrotes y agarró uno de los tentáculos.

El bicho tiró inmediatamente, inflándose para parecer más grande y alzando dos de sus brazos tras la cabeza de manera amenazante. Adolin gritó y tiró de Shallan.

—¡Nos han dicho que no los tocáramos! —exclamó—. ¿Y si es venenoso?

Shallan no le hizo caso y sacó un cuaderno de su cartera.

—Es cálido al tacto —murmuró para sí—. Sangre caliente. Fascinante. Necesito dibujarlo. —Entornó los ojos ante una plaquita que había en la jaula—. Bueno, esto es inútil.

—¿Qué dice? —preguntó Adolin.

—«Roca diablo capturado en Marabethia. Los lugareños dicen que es el espíritu vengativo renacido de un niño que fue asesinado». Ni siquiera una mención a su especie. ¿Qué clase de investigación es esta?

—Es una casa de fieras, Shallan —dijo Adolin, riendo—. Lo han traído desde tan lejos para entretener a los soldados y los que siguen al campamento.

En efecto, la casa de fieras era popular. Mientras Shallan dibujaba, Kaladin se entretuvo observando a los que pasaban, asegurándose de que mantenían la distancia. Vio de todo, desde fregonas y dieces a oficiales, e incluso algunos ojos claros. Tras ellos, una mujer ojos claros pasó en su palanquín, sin apenas mirar las jaulas. Resultó un verdadero contraste con los ansiosos dibujos de Shallan y los comentarios jocosos de Adolin.

Kaladin no estaba reconociendo a estos dos lo que valían. Puede que lo ignorasen, pero no eran claramente despectivos hacia él. Eran felices y agradables. ¿Por qué le molestaba tanto?

Al cabo de un rato, Shallan y Adolin pasaron a la siguiente jaula, que contenía anguilas aéreas y una gran tina de agua para que se zambulleran. No parecían tan cómodas como la «roca diablo». No había mucho espacio para moverse en la jaula, y no volaban. No era muy interesante.

A continuación había una criatura que parecía un pequeño chull, pero con garras más grandes. Shallan quiso dibujarlo también, así que Kaladin se puso a esperar junto a la jaula, observando a la gente que pasaba y escuchando a Adolin tratar de hacer chistes que divirtieran a su prometida. No era muy bueno, pero Shallan se reía de todas formas.

—Pobre animal —dijo Syl, aterrizando en el suelo de la jaula y mirando a su triste ocupante—. ¿Qué clase de vida es esta?

—Una vida segura. —Kaladin se encogió de hombros—. Al menos no tiene que preocuparse por los depredadores. Le dan de comer. Dudo de que un chull o un bicho de esos pueda pedir más.

—¿Sí? —preguntó Syl—. Supongo que, en su lugar, tú estarías encantado de la vida.

—Por supuesto que no. No soy un chull ni un bicho de esos. Soy soldado.

Siguieron adelante, pasando de una jaula a otra. Shallan quiso dibujar algunos animales, mientras que en el caso de otros llegó a la conclusión de que no necesitaba un boceto inmediato. El que le pareció más fascinante era también el más extraño, una especie de pintoresco pollo con alas azules, rojas y verdes. Sacó lápices de colores para hacer ese boceto. Al parecer, había perdido la oportunidad de dibujar uno de estos animales hacía mucho tiempo.

Kaladin tuvo que admitir que el bicho era bonito. Pero ¿cómo sobrevivía? Tenía la concha justo delante de la cara, pero el resto no era blando, así que no podía esconderse en las grietas como la roca diablo. ¿Qué hacía ese pollo cuando llegaba una tormenta?

Syl se apoyó en el hombro de Kaladin.

—Soy soldado —repitió Kaladin, hablando en voz muy baja.

—Eso eras —dijo Syl.

—Es lo que quiero volver a ser.

—¿Estás seguro?

—Casi. —Se cruzó de brazos, apoyando de nuevo la lanza contra su hombro—. Lo único es que… Es una locura, Syl. Absurdo. El tiempo que estuve en los puentes fue el peor de mi vida. Sufrimos muerte, opresión, indignidad. Sin embargo, creo que nunca me he sentido tan vivo como en aquellas últimas semanas.

Comparado con el trabajo que había hecho con el Puente Cuatro, ser un simple soldado (incluso un soldado muy respetado, como capitán de la guardia de un alto príncipe) parecía una ocupación banal. Intrascendente.

Pero surcar los vientos… eso había sido cualquier cosa menos intrascendente.

—Estás casi preparado, ¿verdad? —susurró Syl.

Él asintió lentamente.

—Sí. Sí, creo que lo estoy.

La siguiente jaula tenía una gran cantidad de público delante, e incluso unos cuantos miedospren rebullendo en el suelo. Kaladin empujó, aunque no tuvo que despejar el sitio: la gente se apartó para dejar pasar al heredero de Dalinar en cuanto se dieron cuenta de quién era. Adolin pasó ante ellos sin mirarlos, obviamente acostumbrado a esa deferencia.

La jaula era distinta a las demás. Los barrotes estaban más juntos, la madera reforzada. El animal que había dentro no parecía merecer el tratamiento especial. La triste bestia yacía delante de unas rocas, los ojos cerrados. La cara cuadrada mostraba unas mandíbulas afiladas (como dientes, pero de algún modo más feroz) y un par de largos colmillos como dientes que salían de la mandíbula superior. Las afiladas púas que corrían desde la cabeza hasta la sinuosa espalda, junto con sus poderosas patas, eran indicativos de qué era esta bestia.

—Espinablanca —jadeó Shallan, acercándose a la jaula.

Kaladin nunca había visto uno. Recordó a un joven, muerto en la mesa de operaciones, sangre por todos lados. Recordó el miedo, la frustración. Y luego la tristeza.

—Esperaba —dijo Kaladin, tratando de asimilarlo todo—, que la criatura fuera… más.

—No viven bien en cautividad —explicó Shallan—. Esta probablemente se habría dormido en cristal hace mucho tiempo, si se lo hubieran permitido. Tienen que mojarla continuamente para reblandecer la concha.

—No te compadezcas de la criatura —dijo Adolin—. He visto lo que le pueden hacer a un hombre.

—Sí —dijo Kaladin en voz baja.

Shallan sacó sus útiles de dibujo, aunque cuando comenzó su boceto la gente empezó a marcharse de la jaula. Al principio, Kaladin pensó que era algo referido a la bestia misma… pero el animal continuó allí tendido, los ojos cerrados, bufando de vez en cuando por los ollares.

No, la gente se congregaba al otro lado de la casa de fieras. Kaladin llamó la atención de Adolin y señaló. «Voy a comprobar eso», implicaba el gesto. Adolin asintió y posó la mano en su espada. «Estaré atento», decía el suyo.

Kaladin se marchó a investigar, la lanza al hombro. Por desgracia, pronto reconoció un rostro familiar por encima de la multitud. Amaram era un hombre alto. Dalinar iba a su lado, protegido por varios hombres de Kaladin, que mantenían a la asombrada multitud a distancia segura.

—He oído que mi hijo estaba por aquí —le dijo Dalinar al bien vestido dueño de la casa de fieras.

—¡No tienes que pagar, alto príncipe! —dijo el dueño, hablando con acento similar al de Sigzil—. Tu presencia es una gran bendición de los Heraldos sobre mi humilde colección. Y la de tu distinguido invitado.

Amaram. Llevaba una extraña capa de color amarillo dorado brillante, con un glifo negro en la espalda. ¿Juramento? Kaladin no reconoció la forma. Sin embargo, parecía familiar.

«El ojo doble», advirtió. Símbolo de…

—¿Es cierto? —preguntó el dueño de la casa de fieras, mirando a Amaram—. Los rumores en el campamento son tan intrigantes…

Dalinar suspiró audiblemente.

—Íbamos a anunciarlo en la fiesta de esta noche, pero ya que Amaram insiste en llevar la capa, supongo que hay que aclararlo. Por indicación del rey, he ordenado la reinstauración de los Caballeros Radiantes. Que se hable de ello en los campamentos. Los antiguos juramentos vuelven a pronunciarse, y el brillante señor Amaram fue, a petición mía, el primero en hacerlo. Los Caballeros Radiantes han sido restablecidos, y él está a la cabeza.

Palabras radiantes
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