En resumen, si alguien piensa que Kazilah era inocente, que examine los hechos y los niegue por completo; decir que los Radiantes perdieron su integridad al ejecutar a uno de los suyos, alguien que había confraternizado de manera tan obvia con los elementos insanos, indica el más indolente de los razonamientos; pues la siniestra influencia del enemigo exigía vigilancia en todas las ocasiones, en la paz y en la guerra.

De Palabras radiantes, capítulo 32, página 17

Al día siguiente, Adolin se calzó las botas, con el pelo todavía mojado tras el reconfortante baño matutino. Resultaba sorprendente la diferencia que podían suponer un poco de agua caliente y algo de tiempo para reflexionar. Había tomado dos decisiones.

No iba a preocuparse por la desconcertante conducta de su padre durante las visiones. Todo aquello (las visiones, la orden de volver a fundar los Caballeros Radiantes, la preparación para un desastre que podía producirse o no) formaba parte de lo mismo. Adolin ya había decidido creer que su padre no estaba loco. Seguir preocupándose carecía de sentido.

La otra decisión podía crearle problemas. Salió de sus aposentos y se dirigió a la sala de estar, donde Dalinar estaba ya haciendo planes con Navani, el general Khal, Teshav, y el capitán Kaladin. Renarin, frustrantemente, guardaba la puerta, ataviado con un uniforme del Puente Cuatro. Se había negado a renunciar a aquella decisión suya, a pesar de la insistencia de Adolin.

—Necesitaremos a los hombres de los puentes de nuevo —dijo Dalinar—. Si algo sale mal, puede que nos haga falta una retirada rápida.

—Prepararé a los puentes Cinco y Doce para ese día, señor —dijo Kaladin—. Esos hombres parecen echar de menos sus puentes, y hablan con afecto de las cargas.

—¿No eran baños de sangre? —preguntó Navani.

—En efecto —contestó Kaladin—, pero los soldados son gente extraña, brillante. El desastre los une. Esos hombres nunca querrían volver, pero siguen identificándose como hombres de los puentes.

El general Khal asintió, aunque Navani seguía asombrada.

—Yo tomaré mi posición aquí —dijo Dalinar, indicando un mapa de las Llanuras Quebradas—. Podemos explorar la meseta de reunión primero, mientras yo espero. Al parecer tiene algunas formaciones rocosas extrañas.

—Parece buena idea —dijo la brillante Teshav.

—Lo es —intervino Adolin, uniéndose al grupo—, excepto en una cosa. Tú no estarás allí, padre.

—Adolin —repuso Dalinar con tono dolido—, sé que piensas que es demasiado peligroso, pero…

—Es demasiado peligroso, sí —añadió Adolin—. El asesino sigue ahí fuera… y la última vez nos atacó el mismo día que el mensajero parshendi llegó al campamento. ¿Y ahora vamos a reunirnos con el enemigo en las Llanuras Quebradas? Padre, no puedes ir.

—Tengo que hacerlo. Adolin, esto podría significar el final de la guerra. Podría significar repuestas: por qué nos atacaron en primer lugar. No renunciaré a esta oportunidad.

—No vamos a renunciar a nada —declaró Adolin—. Solo vamos a hacer las cosas de manera un poco distinta.

—¿Cómo? —preguntó Dalinar, entornando los ojos.

—Bueno, para empezar, yo iré en tu lugar.

—Imposible —replicó Dalinar—. No arriesgaré a mi hijo en…

—¡Padre! —exclamó Adolin—. ¡Eso queda fuera de discusión!

La habitación quedó en silencio. Dalinar retiró la mano del mapa mientras Adolin tensaba la mandíbula, soportando la mirada de su padre. Tormentas, era difícil oponerse a Dalinar Kholin. ¿Se daba cuenta su padre de la presencia que tenía, de la forma en que hacía actuar a la gente simplemente por lo que esperaba de ellos?

Nadie le llevaba la contraria. Dalinar hacía lo que quería. Por fortuna, entonces esos motivos tenían un propósito noble. Pero en muchos aspectos era el mismo hombre que veinte años antes había conquistado un reino. Era el Espina Negra, y conseguía lo que deseaba.

Excepto ese día.

—Eres demasiado importante —insistió Adolin, señalándolo—. Niégalo. Niega que las visiones son vitales. Niega que si mueres Alezkar se hará pedazos. Niega que todos los que estamos presentes en esta sala son menos importantes que tú.

Dalinar inspiró profundamente, luego exhaló despacio.

—No debería ser así. El reino tiene que ser lo bastante fuerte para sobrevivir a la pérdida de un hombre, no importa quién sea.

—Bueno, no hemos llegado ahí todavía —repuso Adolin—. Para hacerlo, vamos a necesitarte. Y eso significa que tienes que permitir que cuidemos de ti. Lo siento, padre, pero de vez en cuando debes dejar que la gente haga su trabajo. No puedes resolver todos los problemas tú solo.

—Tiene razón, señor —dijo Kaladin—. No deberías arriesgarte en las Llanuras Quebradas. No si hay otra opción.

—No veo que haya ninguna —declaró Dalinar con frialdad.

—Ya lo creo que la hay —contestó Adolin—. Pero voy a tener que pedir prestada la armadura esquirlada de Renarin.

Para Adolin, lo más extraño de toda esta experiencia no era llevar la antigua armadura de su padre. A pesar de las diferencias estilísticas externas, las armaduras esquirladas solían encajar de modo similar. La armadura se adaptó, y poco después de llevarla puesta sintió como si fuera exactamente la suya propia.

Tampoco le resultaba raro cabalgar al frente del ejército, con el estandarte de Dalinar ondeando sobre su cabeza. Adolin llevaba ya seis semanas dirigiéndolo a la batalla.

No, lo más impropio era cabalgar el caballo de su padre.

Galante era un gran animal negro, más fornido y recio que Sangre Segura, el caballo de Adolin. Galante parecía un caballo de guerra incluso cuando se le comparaba con otro ryshadio. Por lo que Adolin sabía, ningún otro hombre aparte de Dalinar lo había montado jamás. Los ryshadios eran susceptibles. Dalinar había tenido que dar largas explicaciones al caballo para conseguir que este permitiera que Adolin sujetara las riendas, y aún más para montarse en la silla.

Al final lo había logrado, pero Adolin no se atrevería a cabalgar con Galante a la batalla: estaba bastante seguro de que el animal lo desarzonaría y escaparía, buscando proteger a Dalinar. En efecto, parecía raro montar un caballo que no fuera Sangre Segura. Seguía esperando que Galante se moviera de forma diferente a como lo hacía, girando la cabeza en momentos distintos. Cuando Adolin le palmeaba el cuello, la crin del caballo se movía de maneras que no podía explicar. Su ryshadio y él eran más que simplemente jinete y caballo, y sintió una extraña melancolía por estar cabalgando sin Sangre Segura.

Tonterías. Tenía que permanecer concentrado. La comitiva se acercó a la llanura de reunión, que tenía un extraño montículo de roca cerca del centro. La meseta estaba más cerca del lado alezi que del parshendi, pero se encontraba mucho más al sur de lo que Adolin había llegado jamás. Las primeras patrullas de reconocimiento habían dicho que los abismoides eran más comunes en esta región, pero nunca habían divisado una crisálida allí. Una especie de territorio de caza, pero ¿no un lugar donde pupar?

Los parshendi no habían llegado todavía. Cuando los oteadores indicaron que la meseta era segura, Adolin instó a Galante a cruzar el puente móvil. Sentía calor con la armadura: las estaciones, según parecía, habían decidido acercarse un poco a la primavera y quizás incluso al verano.

Se aproximó al montículo de roca del centro. Era realmente extraño. Adolin lo rodeó, advirtiendo su forma, abultada en algunos sitios, casi como…

—Es un abismoide —advirtió. Pasó ante la cara, una piedra ahuecada que evocaba exactamente el aspecto de la cabeza de un abismoide. ¿Una estatua? No, parecía demasiado natural. Un abismoide había muerto allí hacía siglos y en vez de haberse desintegrado con los vientos, se había cubierto lentamente de crem.

El resultado era espeluznante. El crem había reproducido la forma de la criatura, aferrándose al caparazón, enterrándolo. La enorme roca parecía un ser nacido de la piedra, como en las antiguas historias de los Portadores del Vacío.

Adolin se estremeció, apartó al caballo del cadáver de piedra y se dirigió al otro lado de la meseta. Poco después, oyó a los vigías dar la alarma. Venían los parshendi. Se preparó, listo para invocar su hoja esquirlada. Tras él se desplegaron un grupo de hombres de los puentes, diez en total, incluyendo al parshmenio. El capitán Kaladin se había quedado con Dalinar en el campamento, por si acaso.

Adolin era el que estaba más expuesto. Una parte de él deseaba que el asesino acudiera ese día. Así podría volver a ponerse a prueba. De todos los duelos que esperaba librar en el futuro, ese (contra el hombre que había matado a su tío) sería el más importante, aún más que eliminar a Sadeas.

El asesino no apareció mientras un grupo de doscientos parshendi cruzaba desde la meseta contigua, saltando ágilmente y aterrizando en la del encuentro. Los soldados de Adolin se agitaron, las armaduras tintinearon, las lanzas se aprestaron. Habían pasado años desde que hombres y parshendi se reunieron por última vez sin derramamiento de sangre.

—Muy bien —dijo Adolin—. Traed a mi escriba.

La brillante Inadara se abrió paso entre los hombres, sentada en un palanquín. Dalinar había querido que Navani se quedara con él, ostensiblemente porque quería su consejo, pero también para protegerla.

—Vamos —dijo Adolin, instando a Galante para que avanzara. Cruzaron la meseta, solo él y la brillante Inadara, que se bajó del palanquín para ir caminando. Era una matrona madura, con el pelo gris, que llevaba corto por comodidad. Adolin había visto escobas más voluptuosas que ella, pero era de inteligencia aguda y una escriba tan digna de fiar como la que más.

La portadora de esquirlada parshendi salió de entre las filas y avanzó sola entre las rocas. Tranquila, sin preocupaciones. Era una criatura llena de confianza.

Adolin desmontó y continuó a pie el resto del camino, con Inadara a su lado. Se detuvieron a pocos pasos de la parshendi, los tres solos en la extensión rocosa, con el abismoide fosilizado mirándolos desde la izquierda.

—Soy Eshonai —se presentó la parshendi—. ¿Me recuerdas?

—No —respondió Adolin. Habló con voz grave para intentar imitar el tono de su padre y esperó que, con el yelmo puesto, lograra engañar a la mujer, que no podía saber bien cómo hablaba Dalinar.

—No me extraña —dijo Eshonai—. Yo era joven y sin importancia la primera vez que nos vimos. Apenas digna de recordar.

Adolin había esperado que la conversación de la parshendi fuera cantarina, por lo que había oído de ellos. Pero no fue así. Eshonai imprimía ritmo a sus palabras, en la forma en que las recalcaba y dónde se detenía. Cambiaba de tonos, pero el resultado era más un recitado que una canción.

Inadara sacó una tabla de escribir y una vinculacañas, luego empezó a anotar lo que decía Eshonai.

—¿Qué es esto? —exigió Eshonai.

—He venido solo, como pediste —dijo Adolin, tratando de proyectar el aire de mando de su padre—. Pero registraré lo que se diga y lo enviaré a mis generales.

Eshonai no se alzó la visera, así que Adolin tuvo una buena excusa para no levantar la suya. Se miraban mutuamente a través de las rendijas para los ojos. Esto no iba tan bien como había esperado su padre, pero Adolin contaba con ello.

—Estamos aquí —dijo Adolin, utilizando las palabras que su padre le había sugerido— para discutir los términos de una rendición parshendi.

Eshonai se echó a reír.

—Ese no es el objetivo.

—Entonces, ¿cuál es? —exigió Adolin—. Parecías ansiosa por reunirte conmigo. ¿Por qué?

—Hay cosas que han cambiado desde que hablé con tu hijo, Espina Negra. Cosas importantes.

—¿Qué cosas?

—Cosas que no puedes imaginar —dijo Eshonai.

Adolin esperó, como reflexionando, pero en realidad estaba dándole tiempo a Inadara para comunicarse con el campamento. La mujer se inclinó hacia él y le susurró lo que Navani y Dalinar le habían escrito para que dijera.

—Estamos cansados de esta guerra, parshendi —dijo Adolin—. Vuestro número disminuye. Lo sabemos. Establezcamos una tregua, una tregua que nos beneficie a ambos.

—No estamos tan débiles como crees —dijo Eshonai.

Adolin frunció el ceño. Cuando ella le había hablado antes parecía apasionada, acogedora. En cambio en ese momento se mostraba fría y despectiva. ¿Era correcto? Era parshendi. Tal vez las emociones humanas no podían aplicarse a ella.

Inadara volvió a susurrarle.

—¿Qué quieres? —preguntó Adolin, diciendo las palabras que le enviaba su padre—. ¿Cómo puede haber paz?

—Habrá paz, Espina Negra, cuando uno de nosotros esté muerto. He venido aquí porque quería verte con mis propios ojos, y quería advertirte. Acabamos de cambiar las normas de este conflicto. Ya no importa disputarnos las gemas.

¿Ya no importa? Adolin empezó a dudar. «Habla como si hubieran estado jugando a su propio juego todo este tiempo. No está desesperada, ni mucho menos». ¿Podrían los alezi haber errado tan profundamente en su valoración?

Ella se dio media vuelta para marcharse.

No. Todo esto, ¿solo para que la reunión acabara en nada? ¡Tormentas!

—¡Espera! —gritó Adolin, dando un paso al frente—. ¿Por qué? ¿Por qué actúas así? ¿Qué ha fallado?

Ella se volvió a mirarlo.

—¿De verdad quieres acabar con esto?

—Sí. Por favor. Quiero la paz. No importa a qué precio.

—Entonces tendrás que destruirnos.

—¿Por qué? —repitió Adolin—. ¿Por qué matasteis a Gavilar hace años? ¿Por qué traicionar nuestro tratado?

—El rey Gavilar —dijo Eshonai, como si reflexionara sobre el nombre—. No tendría que habernos revelado sus planes aquella noche. Pobre necio. No sabía. Alardeó, pensando que nosotros agradeceríamos el regreso de nuestros dioses. —Sacudió enérgicamente la cabeza, luego se volvió otra vez y saltó, haciendo tintinear su armadura.

Adolin dio un paso atrás, sintiéndose inútil. Si su padre hubiera estado allí, ¿habría podido hacer más? Inadara seguía escribiendo, enviando las palabras a Dalinar.

Una respuesta suya llegó por fin.

—Regresad a los campamentos. No hay nada que tú, ni yo, pudiéramos haber hecho. Está claro que ya ha tomado su decisión.

Adolin se pasó el viaje de regreso de mal humor. Cuando finalmente unas horas más tarde llegó a los campamentos de guerra, encontró a su padre reunido con Navani, Khal, Teshav y los cuatro lores de batallón del ejército.

Juntos examinaban las palabras que había enviado Inadara. Un grupo de criados parshmenios servía en silencio vino y fruta. Teleb, vestido con la armadura que Adolin le había ganado a Eranniv en duelo, observaba desde un lado de la habitación, el martillo esquirlado a la espalda, la visera alzada. Su pueblo había gobernado antaño Alezkar. ¿Qué pensaba de todo esto? El hombre normalmente guardaba sus opiniones para sí.

Adolin entró en tromba en la sala, quitándose el yelmo de su padre…, bueno, de Renarin.

—Tendría que haberte permitido ir —declaró—. No era una trampa. Tal vez podrías haberla hecho entrar en razones.

—Son la gente que asesinó a mi hermano la misma noche en que firmaron un tratado con él —dijo Dalinar, inspeccionando los mapas sobre la mesa—. Parece que no han cambiado nada desde aquel día. Lo hiciste perfectamente, hijo; sabemos todo lo que necesitábamos saber.

—¿Ah, sí? —preguntó Adolin mientras se acercaba a la mesa con el yelmo bajo el brazo.

—Sí —respondió Dalinar, alzando la cabeza—. Sabemos que no accederán a la paz, pase lo que pase. Mi conciencia está limpia.

Adolin contempló los mapas desplegados.

—¿Qué es esto? —preguntó, advirtiendo los símbolos que representaban los movimientos de tropas. Todos estaban desplegados por las Llanuras Quebradas.

—Un plan de ataque —dijo Dalinar en voz baja—. Los parshendi no quieren tratar con nosotros, y están planeando algo grande. Algo para cambiar la guerra. Ha llegado el momento de llevarles la lucha directamente y acabar de una vez, de un modo u otro.

—Padre Tormenta —dijo Adolin—. ¿Y si nos rodean mientras estamos ahí fuera?

—Nos llevaremos a todo el mundo —contestó Dalinar—, al ejército entero y a tantos altos príncipes como quieran unirse a mí. Moldeadores de almas para proporcionar alimento. Los parshendi no podrán convocar una fuerza semejante, y aunque lo hicieran, no importaría. Podremos enfrentarnos a ellos.

—Partiremos justo después de la última alta tormenta antes del Llanto —dijo Navani, escribiendo unos números a un lado del mapa—. Es Año Claro; sin duda tendremos lluvias, pero no altas tormentas durante semanas. No quedaremos expuestos a ninguna mientras estemos en las Llanuras.

También estarían en las Llanuras Quebradas, solos, a pocos días de la fecha que había aparecido marcada en las paredes y el suelo… Adolin contuvo un escalofrío.

—Tendremos que forzarlos a luchar —dijo Dalinar en voz baja, contemplando los mapas—. Interrumpir lo que estén planeando. Antes de que termine la cuenta atrás. —Miró a Adolin—. Necesito que te batas en más duelos. Combates importantes, lo más importantes que puedas. Gana esquirlas para mí, hijo.

—Me bato con Elit mañana —dijo Adolin—. A partir de ahí, tengo un plan para mi próximo objetivo.

—Bien. Para vencer en las Llanuras, necesitaremos portadores de esquirlada… y la lealtad de cuantos altos príncipes quieran seguirme. Concentra tus duelos en los portadores de la facción leal a Sadeas, y derrótalos con tanto derroche de exhibición como puedas. Yo acudiré a los altos príncipes neutrales y les recordaré su juramento de llevar a cabo el Pacto de Venganza. Si logramos arrebatar las esquirlas a los que siguen a Sadeas y usarlas para poner fin a la guerra, servirá para demostrar lo que llevo diciendo todo el tiempo. La unidad es el camino a la grandeza alezi.

Adolin asintió.

—Me encargaré de que así sea.

Palabras radiantes
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