Mira lo que me has hecho decir. Siempre has sido capaz de sacar lo más extremo de mí, viejo amigo. Y sigo llamándote amigo, pese a todo lo que me cansas.

«¿Qué estás haciendo?»., le escribió la vinculacañas a Shallan.

«Poca cosa —contestó ella a la luz de las esferas—, solo me ocupo de los libros de cuentas de ingresos de Sebarial». Se asomó a través del agujero de su ilusión, mirando la calle de abajo. La gente pululaba por la ciudad como si marchara siguiendo un ritmo extraño. Un goteo, luego un estallido, luego vuelta al goteo. Rara vez un flujo constante. ¿Qué causaba eso?

«¿Quieres venir de visita? —escribió la pluma—. Esto se vuelve muy aburrido».

«Lo siento —contestó a Adolin—. Tengo que terminar este trabajo. Pero estaría bien tener una conversación a través de vinculacañas para hacerme compañía».

Junto a ella, Patrón zumbó suavemente a la mentira. Shallan había utilizado una ilusión para aumentar el tamaño del cobertizo en lo alto de su habitación en el campamento de Sebarial, proporcionando un escondite donde sentarse y observar la calle de abajo. Cinco horas de espera (bastante cómoda, con el taburete y las esferas para iluminarse) no habían revelado nada. Nadie se había acercado al solitario árbol de corteza de piedra que crecía junto al sendero.

Shallan no conocía la especie. Era demasiado viejo para que lo hubieran plantado hacía poco: debía de ser anterior a la llegada de Sebarial. La corteza recia y retorcida le hacía pensar que era alguna variante de dendrolito, pero el árbol también tenía largas hojas que se alzaban al aire como gallardetes, retorciéndose y agitándose con el viento. Le recordaban al daliasauce. Ya había hecho un dibujo: lo buscaría en los libros más tarde.

El árbol, acostumbrado a las personas, no recogía sus hojas cuando pasaban por su lado. Si alguien se hubiera acercado con cuidado suficiente para evitar rozar las hojas, Shallan los habría visto. Si, en cambio, se hubieran movido con rapidez, las hojas habrían sentido las vibraciones y se habrían encogido, cosa que también habría visto. Estaba razonablemente segura de que si alguien hubiera intentado coger lo que había en el árbol lo habría sabido, aunque desviara la mirada un momento.

«Supongo que puedo continuar haciéndote compañía —escribió la pluma—. Shoren no tiene otra cosa que hacer».

Shoren era el fervoroso que escribía para Adolin ese día, de visita a instancias suyas. El príncipe había dejado claro que utilizaba a un fervoroso, en vez de a una de las escribas de su padre. ¿Pensaba que se pondría celosa si usaba a otra mujer para labores de escritura?

Parecía sorprendido de que ella no estuviera celosa. ¿Tan bonitas eran las mujeres de la corte? ¿O era Shallan la rara, demasiado relajada? Sus ojos sí que seguían a otras, y tenía que admitir que no era algo que le agradara. Y luego había que tener en cuenta su reputación. Se decía que Adolin, en el pasado, había cambiado de relación con tanta frecuencia como otros hombres se cambiaban de chaqueta.

Tal vez debería aferrarse a él con más firmeza, pero la idea le repugnaba. Esa conducta le recordaba a su padre, agarrado a cuanto le rodeaba con tanta fuerza que al final acababa por romperlo todo.

«Sí —respondió a Adolin, usando el tablero que había colocado en una caja a su lado—. Estoy segura de que el buen fervoroso no tiene otra cosa mejor que hacer que transcribir notas entre dos ojos claros que tontean».

«Es fervoroso —dijo Adolin—. Le gusta servir. Es lo que hacen».

«Creía que lo que hacían era salvar almas», escribió ella.

«Se ha cansado de eso —envió Adolin—. Me ha dicho que ya ha salvado tres esta mañana».

Ella sonrió y comprobó el árbol. Ningún cambio todavía. «¿Eso te ha dicho? —escribió—. ¿Y supongo que las tiene guardadas en el bolsillo para que no se pierdan?».

No, la conducta de su padre no era adecuada. Si quería conservar a Adolin, habría de intentar algo bastante más difícil que aferrarse a él. Tendría que ser tan irresistible que él no quisiera dejarla. Por desgracia, era una materia en la que ella no contaba ni con la formación de Jasnah ni con la ayuda de Tyn. Jasnah fue una mujer indiferente a los hombres, mientras que Tyn no había hablado de conservarlos, solo de distraerlos para un timo rápido.

«¿Se encuentra mejor tu padre?»., escribió.

«Sí, la verdad es que sí. Está levantado desde ayer, tan fuerte como siempre».

«Me alegro de saberlo», escribió ella. Los dos continuaron intercambiando comentarios intrascendentes, mientras Shallan vigilaba el árbol. La nota de Mraize le había dicho que acudiera al árbol al amanecer y buscara instrucciones en el agujero del tronco. Así que ella había venido con cuatro horas de antelación, mientras el cielo estaba todavía oscuro, y se había subido a lo alto de ese edificio para observar.

Al parecer, no había llegado lo bastante temprano. Querría haberlos visto colocar las instrucciones.

—No me gusta esto —dijo, susurrándole a Patrón e ignorando la pluma, que escribía las siguientes líneas de Adolin—. ¿Por qué no me ha dado Mraize las instrucciones a través de vinculacañas? ¿Por qué me hace venir aquí?

—Mmm… —dijo Patrón desde el suelo.

El sol había salido hacía un buen rato. Tenía que ir a recoger sus instrucciones, pero vaciló, golpeando con el dedo contra el tablero cubierto de papel que tenía al lado.

—Están vigilando —advirtió.

—¿Qué? —dijo Patrón.

—Están haciendo exactamente lo que yo hice. Se esconden en alguna parte y quieren verme recoger las instrucciones.

—¿Por qué? ¿Qué consiguen con eso?

—Les da información. Y esta gente vive de eso.

Se inclinó hacia el lado y miró por el agujero, que por fuera parecería una grieta entre dos ladrillos.

No creía que Mraize la quisiera muerta, a pesar del horrible incidente con el pobre conductor del carruaje. Les había dado permiso a los otros para que la mataran, si la temían, pero eso (como tantas otras cosas en Mraize) había sido una prueba. «Si eres lo bastante fuerte y lista para unirte a nosotros —implicaba ese incidente—, entonces evitarás que esta gente te asesine».

Esto era otra prueba. ¿Cómo pasarla de un modo que esta vez no dejara muertos?

Estarían vigilando que ella fuera a recoger las instrucciones, pero no había muchos sitios donde observar el árbol. Si ella fuera Mraize y su gente, ¿dónde iría a hacerlo?

Se sintió como una idiota al pensar en ello.

—Patrón —susurró—, ve a asomarte a las ventanas de ese edificio que da a la calle. Mira a ver si hay alguien sentado ante una de ellas, vigilando como nosotros.

—Muy bien —dijo él, saliendo de su ilusión.

Shallan fue de pronto consciente de que la gente de Mraize podría estar escondiéndose en algún lugar muy cercano, pero descartó su nerviosismo y se puso a leer la respuesta de Adolin.

«Buenas noticias, por cierto —escribió la pluma—. Mi padre estuvo de visita anoche, y hablamos un buen rato. Está preparando su expedición a las Llanuras para combatir a los parshendi de una vez por todas. Parte de la preparación implica misiones de exploración en los próximos días. Conseguí que accediera a llevarte a las mesetas durante una de ellas».

«¿Y podremos buscar una crisálida?»., preguntó Shallan.

«Bueno —escribió la pluma—, aunque los parshendi ya no luchen por ellas, mi padre no quiere correr riesgos. No puedo llevarte a una expedición cuando es posible que vengan a enfrentarse a nosotros. Pero he estado pensando que probablemente podamos conseguir que la misión de exploración pase junto a una crisálida un día o dos después de que haya sido recolectada».

Shallan frunció el ceño. «¿Una crisálida muerta y recolectada? —escribió—. No sé qué información puedo sacar de eso».

«Bueno —respondió Adolin—, algo es algo, ¿no? Y dijiste que querías tener la oportunidad de abrir una. Esto viene a ser casi lo mismo».

Tenía razón. Además, llegar a las Llanuras era el verdadero objetivo. «Hagámoslo. ¿Cuándo?».

«Dentro de unos días».

—¡Shallan!

Dio un salto, pero solo era Patrón, que zumbaba de emoción.

—Tenías razón —dijo—. Mmmm. Ella está vigilando allá abajo. Solo un piso por debajo de nosotros, segunda habitación.

—¿Ella?

—Mmm. La mujer de la máscara.

Shallan se estremeció. ¿Y ahora qué? ¿Debía volver a sus habitaciones y escribir a Mraize diciéndole que no le gustaba que la espiaran?

No conseguiría nada útil. Al mirar a su libreta, advirtió que su relación con Mraize era similar a la que tenía con Adolin. En ambos casos, no podía hacer lo esperado. Tenía que emocionar, deslumbrar.

«Tengo que irme —le escribió a Adolin—. Sebarial me llama. Puede que tarde un rato».

Desconectó la vinculacañas y la guardó junto con el tablero en su zurrón. No era el zurrón de costumbre, sino una gastada bolsa con una correa de cuero que se cruzó al hombro, como habría hecho Velo. Entonces, antes de tener tiempo de cambiar de idea, salió de su escondite ilusorio. Se puso de espaldas a la pared del cobertizo, apartada de la calle, tocó el lado de la ilusión y retiró la luz tormentosa.

Eso hizo que la sección de la pared de la ilusión se desvaneciera, disolviéndose rápidamente y fluyendo hacia su mano. Por fortuna, no había nadie mirando el cobertizo en ese momento. Sin embargo, de haber habido alguien, habría pensado que el rápido cambio era una confusión visual.

A continuación, se arrodilló y empleó luz tormentosa para infundir a Patrón y unirlo a una imagen de Velo a partir del dibujo que había hecho antes. Shallan asintió para que se moviera, y cuando él lo hizo la imagen de Velo caminó.

Tenía buen aspecto, el paso confiado, el gabán ondeando, el sombrero de pico protegiéndole la cara del sol. La ilusión incluso parpadeaba y volvía la cabeza en ocasiones, como quedaba prescrito en la secuencia que Shallan había dibujado antes.

Observó, vacilante. ¿Tenía de verdad ese aspecto mientras llevaba el rostro y las ropas de Velo? No se sentía tan serena y las ropas siempre le parecían poco apropiadas, exageradas. En esta imagen, en cambio, todo parecía adecuado.

—Baja y camina hasta el árbol —le susurró a Patrón—. Intenta acercarte con cuidado lentamente, y zumba con fuerza para hacer que las hojas del árbol se retiren. Quédate junto al tronco un momento, como si cogieras lo que hay dentro, y luego dirígete al callejón que hay entre este edificio y el de al lado.

—¡Sí! —exclamó Patrón. Se lanzó hacia las escaleras, entusiasmado por formar parte de la mentira.

—¡Más despacio! —advirtió Shallan, dando un respingo al ver que el paso de Velo no casaba con su velocidad—. ¡Como practicamos!

Patrón frenó el ritmo y llegó a las escaleras. La imagen de Velo las bajó. Torpemente. La ilusión podía andar y quedarse quieta en suelo llano, pero en otro terreno (como los escalones) no le salía tan bien. Para quien estuviera mirando, parecería que Velo pisaba la nada y se deslizaba escaleras abajo.

Bueno, era lo mejor que podían hacer por el momento. Shallan inspiró profundamente y se tiró del sombrero, exhalando una segunda imagen que la cubrió y la transformó en Velo. La de Patrón aguantaría mientras él tuviera luz tormentosa. Sin embargo, esta se agotaba en él mucho más rápido que en Shallan. No sabía por qué.

Bajó las escaleras, pero solo una planta, caminando lo más subrepticiamente que pudo. Contó dos puertas más allá en el pasillo tenuemente iluminado. La mujer enmascarada estaba allí dentro. Shallan pasó de largo y se metió en cambio en un hueco junto a la escalera, donde quedaría oculta para quien estuviera en el pasillo.

Esperó.

Por fin se abrió una puerta y unas ropas rozaron en el corredor. La mujer enmascarada se deslizó ante el escondite de Shallan, sorprendentemente silenciosa mientras bajaba las escaleras.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Shallan.

La mujer se detuvo en las escaleras. Dio media vuelta, con la mano segura enguantada sobre el cuchillo que llevaba al costado, y vio a Shallan de pie en el hueco. Los ojos enmascarados de la mujer se dirigieron hacia la habitación de la que acababa de salir.

—Envié a una doble vestida con mis ropas —explicó Shallan—. Eso es lo que has visto.

La mujer no se movió, todavía agazapada en las escaleras.

—¿Por qué ha querido Mraize que me siguieras? —preguntó Shallan—. ¿Tanto le interesa averiguar dónde me alojo?

—No —dijo por fin la mujer—. Las instrucciones en el árbol piden que te pongas manos a la obra inmediatamente, sin tiempo que perder.

Shallan frunció el ceño, reflexionando.

—Así que tu trabajo no era seguirme a casa, sino seguirme a la misión. ¿Para ver cómo la cumplo?

La mujer no dijo nada.

Shallan avanzó un paso y se sentó en el escalón superior, cruzando las manos sobre las piernas.

—¿Cuál es el trabajo?

—Las instrucciones están en…

—Prefiero oírlas de tu boca —dijo Shallan—. Llámame perezosa.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó la mujer.

—Un aliado con buena vista. Le dije que vigilara las ventanas y me avisara de dónde estabas. Yo esperaba arriba. —Hizo una mueca—. Esperaba pillar a uno de vosotros depositando las instrucciones.

—Las pusimos allí incluso antes de contactar contigo —dijo la mujer. Vaciló, luego subió unos pocos escalones—. Iyatil.

Shallan ladeó la cabeza.

—Mi nombre —dijo la mujer—. Iyatil.

—Nunca había oído un nombre igual.

—No me extraña. Tu misión hoy era investigar una nueva llegada al campamento de Dalinar. Deseamos saber más de esa persona, y las alianzas de Dalinar no son seguras.

—Es leal al rey y al trono.

—De puertas para afuera —dijo la mujer—. Su hermano conocía cosas de naturaleza extraña. No estamos seguros de que le contara a Dalinar estas cosas o no, y su relación con Amaram nos preocupa. Este recién llegado tiene algo que ver.

—Amaram está haciendo mapas de las Llanuras Quebradas —dijo Shallan—. ¿Por qué? ¿Qué hay ahí fuera que pueda querer?

«¿Y por qué quiere hacer volver a los Portadores del Vacío?».

Iyatil no respondió.

—Bueno —dijo Shallan, poniéndose en pie—, pongámonos manos a la obra, ¿no?

—¿Juntas? —dijo Iyatil.

Shallan se encogió de hombros.

—Puedes ir detrás, o puedes venir conmigo. —Extendió la mano.

Iyatil observó la mano y la estrechó con su propia mano libre enguantada, aceptándola. Sin embargo, mantuvo todo el tiempo la otra mano en el pomo de su daga.

Shallan revisó las instrucciones que había dejado Mraize, mientras el enorme palanquín recorría el campamento de guerra de Dalinar. Iyatil estaba sentada frente a ella, con las piernas recogidas bajo su peso, observándola con sus brillantes ojos enmascarados. La mujer llevaba unos sencillos pantalones y una camisa, y por eso Shallan la había confundido al principio con un muchacho.

Su presencia era absolutamente inquietante.

—Un loco —dijo Shallan, pasando a la siguiente página de instrucciones—. ¿Mraize está interesado en un simple loco?

—Dalinar y el rey están interesados —respondió Iyatil—. Por tanto, nosotros también.

En efecto, por lo visto había de por medio algún tipo de encubrimiento. El loco había llegado bajo la custodia de un hombre llamado Bordin, un sirviente a quien Dalinar había dejado en Kholinar años atrás. La información de Mraize indicaba que ese tal Bordin no era un simple mensajero, sino uno de los lacayos de más confianza de Dalinar. Se había quedado en Alezkar para espiar a la reina, o eso deducían los Sangre Espectral. Pero ¿por qué iban a querer vigilar a la reina? El informe no lo decía.

Este Bordin había llegado apresuradamente a las Llanuras Quebradas hacía unas semanas, llevando al loco y otro misterioso cargamento. Shallan tenía que averiguar quién era ese loco y por qué Dalinar lo había ocultado en un monasterio con estrictas instrucciones de que nadie tuviera acceso a él excepto unos fervorosos concretos.

—Tu maestro sabe más de esto de lo que me cuenta —dijo Shallan.

—¿Mi maestro? —preguntó Iyatil.

—Mraize.

La mujer se echó a reír.

—Te confundes. No es mi maestro. Es mi pupilo.

—¿En qué materia? —preguntó Shallan.

Iyatil la miró inexpresivamente en silencio.

—¿Por qué la máscara? —preguntó Shallan, inclinándose hacia delante—. ¿Qué significa? ¿Por qué te ocultas?

—Yo misma me he preguntado muchas veces por qué aquí vais exponiendo tan descaradamente vuestros rasgos a todo el que quiera verlos —respondió Iyatil—. Mi máscara reserva mi esencia. Además, me da capacidad de adaptarme.

Shallan se acomodó en su asiento, pensativa.

—Estás dispuesta a reflexionar en vez de hacer pregunta tras pregunta —observó Iyatil—. Eso es bueno. Tus instintos, sin embargo, deben ser juzgados. ¿Eres la cazadora o la presa?

—Ni una cosa ni la otra —respondió Shallan inmediatamente.

—Todos son una cosa o la otra.

Los porteadores del palanquín redujeron el paso. Shallan se asomó y vio que habían llegado al extrarradio del campamento de Dalinar. Allí, los soldados detenían ante las puertas a todo el que esperaba en cola para entrar.

—¿Cómo nos harás pasar? —preguntó Iyatil mientras Shallan corría las cortinas—. El alto príncipe Kholin se ha vuelto cauteloso últimamente, ya que aparecen asesinos en la noche. ¿Qué mentira nos ganará acceso a su reino?

«Magnífico», pensó Shallan, revisando su lista de tareas. No solo tenía que infiltrarse en el monasterio y descubrir información sobre este loco, sino que tenía que hacerlo sin revelarle a Iyatil demasiado sobre sí misma… ni sobre lo que podía hacer.

Tenía que pensar con rapidez. Los soldados llamaron al palanquín para que avanzara: los ojos claros no tenían que esperar en la fila normal, y los soldados daban por sentado que ese bonito vehículo llevaba a gente rica. Inspirando profundamente, Shallan se quitó el sombrero, se echó el pelo hacia el hombro y asomó la cara por las cortinas de modo que sus cabellos colgaran ante ella por fuera del palanquín. En el mismo instante, retiró su ilusión y cerró las cortinas tras su cabeza, tensas alrededor del cuello, para impedir que Iyatil viera la transformación.

Los porteadores eran parshmenios y dudaba de que fueran a decir nada de lo que la vieran hacer. Su amo ojos claros estaba vuelto hacia delante, por suerte. El palanquín se acercó a la cabeza de la fila. Los guardias se sobresaltaron al verla y la hicieron pasar de inmediato: a esas alturas el rostro de la prometida de Adolin era bien conocido.

Pero ¿cómo volver a ponerse el aspecto de Velo? Había gente en la calle: no podía espirar luz tomentosa mientras estaba asomada a la ventanilla.

—Patrón —susurró—. Ve a hacer ruido en la otra ventanilla del palanquín.

Tyn le había enseñado a hacer un movimiento de distracción con una mano mientras tocaba un objeto con la palma de la otra. El mismo principio podría dar buen resultado en ese momento.

Un agudo alarido sonó en la otra ventanilla. Shallan metió la cabeza en el palanquín con un rápido movimiento, espirando luz tormentosa. Agitó las cortinas como distracción y oscureció su rostro con el sombrero mientras se lo ponía.

Iyatil se volvió tras mirar hacia la ventanilla donde había sonado el chillido, pero Shallan era Velo de nuevo. Se acomodó en su asiento y la miró a los ojos. ¿Había visto algo?

Continuaron su viaje en silencio durante un momento.

—Sobornaste a los guardias de antemano —aventuró por fin Iyatil—. Me gustaría saber cómo lo has conseguido. Los hombres de Kholin son difíciles de sobornar. ¿Compraste quizás a uno de los supervisores?

Shallan sonrió con la esperanza de frustrarla.

El palanquín continuó avanzando hacia el templo del campamento de Dalinar, una zona que Shallan nunca había visitado. De hecho tampoco había visitado muy a menudo a los fervorosos de Sebarial, aunque cuando lo hizo le resultaron sorprendentemente devotos, considerando quién era su señor.

Se asomó a la ventanilla mientras se acercaban. Los terrenos del templo de Dalinar eran tan simples como cabría esperar. Fervorosos de túnicas grises pasaron ante el palanquín en parejas o grupos pequeños, mezclándose con gente de todo tipo y condición. Habían acudido en busca de plegarias, instrucciones o consejos: un buen templo, adecuadamente equipado, podía proporcionar todas estas cosas y más. Ojos oscuros de casi cualquier dahn podían ir a aprender un oficio, haciendo uso de su divino derecho a aprender, como mandaban los Heraldos. Ojos claros menores acudían también a aprender un oficio, y los dahns superiores a aprender las artes o progresar en sus Llamadas para complacer al Todopoderoso.

Una población de fervorosos tan numerosa como esta había de incluir verdaderos maestros en todas las artes y oficios. Tal vez Shallan tendría que ir y buscar a las artistas de Dalinar para que la instruyeran.

Dio un respingo, preguntándose cuándo encontraría tiempo para ello. Entre el flirteo con Adolin, infiltrarse en los Sangre Espectral, investigar las Llanuras Quebradas y llevar los libros de cuentas de Sebarial, era asombroso que le quedara tiempo para dormir. Con todo, le parecía impío por su parte esperar tener éxito en sus deberes mientras ignoraba al Todopoderoso. Tenía que preocuparse más por esas cosas.

«¿Y qué es lo que piensa de ti el Todopoderoso —se preguntó—, y de las mentiras que cada vez se te dan mejor?». La honradez se contaba entre los atributos divinos del Todopoderoso, después de todo, algo que todo el mundo tenía que intentar practicar.

El complejo del templo incluía más de un edificio, aunque la mayoría de la gente solo visitaba la estructura principal. Las instrucciones de Mraize incluían un mapa, así que Shallan sabía qué edificio concreto necesitaba: uno cercano al fondo, donde los curadores fervorosos se encargaban de los enfermos y cuidaban a los enfermos crónicos.

—No será fácil entrar —dijo Iyatil—. Los fervorosos protegen a sus reclusos y los tienen encerrados al fondo, lejos de las miradas de otros hombres. No les agradará un intento de intrusión.

—Según las instrucciones, hoy era el momento perfecto para colarse —dijo Shallan—. Y tenía que apresurarme para no perder esta oportunidad.

—Una vez al mes, todos vienen al templo a hacer preguntas o ver a un médico sin que haga falta ninguna ofrenda —dijo Iyatil—. Hoy será un día bullicioso, un día de confusión. Será más fácil infiltrarse, pero eso no significa que te dejen pasar sin más.

Shallan asintió.

—Si prefieres hacer esto de noche —dijo Iyatil—, tal vez pueda convencer a Mraize de que el asunto puede esperar hasta entonces.

Shallan negó con la cabeza. No tenía ninguna experiencia en infiltrarse en la oscuridad. Se pondría en ridículo.

Pero cómo entrar…

—Porteador —ordenó, asomando la cabeza por la ventanilla y señalando—, llévanos a aquel edificio y luego déjanos. Envía a uno de los tuyos a buscar a los maestros curadores. Diles que necesito su ayuda.

El diez que dirigía a los parshmenios, contratado con las esferas de Shallan, asintió bruscamente. Los dieces eran un grupo extraño. Este no era dueño de los parshmenios: solo trabajaba para la mujer que los alquilaba. Velo, con sus ojos oscuros, estaría por debajo de él en la escala social, pero también le pagaba su salario, así que él la trataba como haría con cualquier otra ama.

El palanquín se posó en el suelo y uno de los parshmenios se marchó a transmitir su petición.

—¿Vas a fingir que estás enferma? —preguntó Iyatil.

—Algo así —contestó Shallan mientras oían pasos en el exterior. Al salir se encontró con un par de fervorosos de barba cuadrada que conversaban mientras el parshmenio los guiaba. La miraron, advirtiendo sus ojos oscuros y sus ropas, que estaban bien cortadas pero cuya apariencia delataba su uso diario. Probablemente la situaron en uno de los nahns de la mitad superior, una ciudadana, pero no encumbrada.

—¿Cuál es el problema, joven? —preguntó el mayor de los dos fervorosos.

—Es mi hermana —dijo Shallan—. Se ha puesto esa extraña máscara y se niega a quitársela.

Un suave gemido brotó del interior del palanquín.

—Muchacha —dijo el fervoroso, con tono sufridor—, una hermana testaruda no es asunto de los fervorosos.

—Lo entiendo, buen hermano —respondió Shallan, alzando las manos ante ella—. Pero no es simple obstinación. Creo… ¡creo que uno de los Portadores del Vacío habita en ella!

Descorrió las cortinas del palanquín, descubriendo a Iyatil en el interior. Su extraña máscara hizo que los fervorosos se retractaran y olvidaran sus objeciones. El más joven de los dos hombres miró a Iyatil con los ojos muy abiertos.

La joven se volvió hacia Shallan y con un suspiro casi inaudible empezó a mecerse de un lado a otro.

—¿Deberíamos matarlos? —murmuró—. No. No, no deberíamos. ¡Pero alguien lo hará! No, no digas esas cosas. No. No te escucharé. —Empezó a canturrear.

El fervoroso más joven se volvió y miró a su superior.

—Esto es extraño —dijo el fervoroso, asintiendo—. Porteador, ven. Que tus parshmenios traigan el palanquín.

Poco después, Shallan esperaba en el rincón de una pequeña sala del monasterio, viendo a Iyatil resistirse a los cuidados de varios fervorosos. Seguía advirtiéndoles que si le quitaban la máscara tendría que matarlos.

Eso no parecía formar parte de la actuación.

Por fortuna, hizo bien su papel en todo lo demás. Sus desvaríos, mezclados con su rostro oculto, provocaron escalofríos incluso en Shallan. Los fervorosos parecían alternativamente fascinados y horrorizados.

«Concéntrate en dibujar», se dijo Shallan. Era un esbozo de uno de los fervorosos, un hombre grueso de aproximadamente su altura. El boceto era apresurado, pero valdría. Se preguntó abstraída cómo le sentaría una barba. ¿Picaría? Pero no, el pelo de la cabeza no picaba, así que ¿por qué iba a hacerlo el pelo de la cara? ¿Y cómo se conseguía no mancharla de comida?

Terminó con unos cuantos trazos rápidos y se levantó en silencio. Iyatil mantenía a los fervorosos distraídos con un nuevo arrebato. Shallan asintió expresando su agradecimiento, salió por la puerta y se internó en el pasillo. Después de mirar a ambos lados para asegurarse de que estaba sola, usó una nube de luz tormentosa para transformarse en el fervoroso. Una vez hecho eso, extendió la mano y escondió su pelo rojo y liso (la única parte suya que amenazaba con estropear la ilusión) por dentro del abrigo.

—Patrón —susurró, dándose la vuelta y recorriendo el pasillo con paso relajado.

—¿Mmm?

—Búscalo —indicó ella, sacando del zurrón un dibujo del loco que Mraize había dejado en el árbol. El dibujo estaba hecho desde lejos, y no era demasiado bueno. Con suerte…

—Segundo pasillo a la derecha —dijo Patrón.

Ella lo miró, aunque su nuevo disfraz, la túnica de fervoroso, ocultaba el lugar donde estaba posado.

—¿Cómo lo sabes?

—Estabas distraída dibujando —dijo él—. Eché una ojeada. Hay una mujer muy interesante cuatro puertas más abajo. Parece estar frotando excrementos por la pared.

—Puaj. —A Shallan le pareció que podía olerlo.

—Patrones… —dijo él mientras andaban—. No pude fijarme bien en lo que estaba escribiendo, pero parecía muy interesante. Creo que iré a mirar y…

—No —susurró Shallan—, quédate conmigo. —Sonrió, asintiendo a varios fervorosos que pasaron de largo. No le hablaron, por fortuna, y se limitaron a devolverle el saludo.

El edificio del monasterio, como casi todo en el campamento de guerra de Dalinar, estaba compuesto por sobrios pasillos sin adornar. Shallan siguió las instrucciones de Patrón hasta una gruesa puerta fijada en la piedra. El cerrojo se abrió con ayuda de Patrón y Shallan se deslizó en silencio al interior.

Una única ventanita, más bien una rendija, demostraba ser insuficiente para iluminar por completo la gran figura sentada en la cama. De piel oscura, como los habitantes de los reinos Makabaki, el hombre tenía el hirsuto cabello del mismo tono y los brazos gruesos; eran brazos de soldado o de trabajador. Estaba sentado con los hombros encorvados y la cabeza gacha, mientras la tenue luz de la ventana dibujaba una línea blanca en su espalda. Componía una silueta sombría y poderosa.

El hombre susurraba. Shallan no acertó a entender las palabras. Se estremeció, de espaldas a la puerta, y alzó el dibujo que le había dado Mraize. Parecía la misma persona, al menos el color de piel y la constitución eran iguales, aunque ese hombre era mucho más musculoso de lo que indicaba la imagen. Tormentas… parecía que aquellas manos podían aplastar a cualquiera como si se tratara de un cremlino.

El hombre no se movió. No alzó la cabeza, no cambió de postura. Era como un peñasco que hubiera rodado hasta detenerse allí.

—¿Por qué está tan oscura esta habitación? —preguntó Patrón, completamente alegre.

El loco no reaccionó al comentario, ni siquiera a Shallan, mientras daba un paso adelante.

—La teoría moderna para ayudar a los locos sugiere confinamientos poco iluminados —susurró Shallan—. Demasiada luz los estimula y puede reducir la efectividad del tratamiento. —Eso era lo que recordaba, al menos, aunque no había leído mucho sobre el tema. En cualquier caso, la habitación estaba realmente oscura. La ventana no podía tener más de cuatro dedos de anchura.

¿Qué susurraba el hombre? Shallan continuó avanzando con cautela.

—¿Señor? —preguntó. Entonces vaciló, advirtiendo que proyectaba la voz de una joven desde el viejo y grueso cuerpo de un fervoroso. ¿Se sobresaltaría el hombre? Como no estaba mirando, retiró la ilusión.

—No parece furioso —dijo Patrón—. Pero lo has llamado loco.

—«Loco» tiene dos acepciones —dijo Shallan—. Una implica estar furioso. La otra tener mal la cabeza.

—Ah, como un spren que ha perdido sus vínculos.

—No exactamente, supongo —dijo Shallan, acercándose al hombre—. Pero parecido.

Se arrodilló a su lado, intentando entender lo que decía.

—El tiempo del Regreso, de la Desolación, está cercano —susurró él. Considerando el color de su piel, Shallan habría esperado que hablara con acento azishiano, pero hablaba en perfecto alezi—. Tenemos que prepararnos. Habréis olvidado mucho, tras la destrucción de tiempos pasados.

Shallan miró primero a Patrón, perdido en las sombras a un lado de la habitación, y luego al hombre. La luz se reflejó en sus ojos castaño oscuro, dos puntos brillantes en un rostro por lo demás en sombra. Aquella postura abatida parecía tan taciturna… Siguió susurrando algo acerca de bronce y acero, de preparativos y entrenamiento.

—¿Quién eres? —susurró Shallan.

—Tanelel’Elin. El que llamáis Tendón de Piedra.

Ella sintió un escalofrío. Entonces el hombre continuó susurrando las mismas cosas que antes, palabra por palabra. Shallan no estaba segura de si su comentario había sido una respuesta a su pregunta o solo parte de su recitado. No contestó a nada más.

—Tanelel —dijo Patrón—. Conozco ese nombre.

—Talenelat’Elin es el nombre de uno de los Heraldos —contestó Shallan—. Es casi lo mismo.

—Ah —dijo Patrón—. ¿Mentira?

—Indudablemente. Va en contra de toda lógica que Dalinar Kholin tenga a uno de los Heraldos del Todopoderoso encerrado en las habitaciones más recónditas de un templo. A veces los locos creen que son otra persona.

Naturalmente, muchos decían que el propio Dalinar estaba loco. Y estaba intentando volver a fundar los Caballeros Radiantes. Recoger a un loco que creyera ser uno de los Heraldos podía encajar con aquello.

—Loco —dijo Shallan—, ¿de dónde vienes?

Él continuó desvariando.

—¿Sabes qué quiere de ti Dalinar Kholin?

Más desvaríos.

Shallan suspiró, pero se arrodilló y escribió sus palabras exactas para transmitírselas a Mraize. Anotó la secuencia entera, y la escuchó de nuevo dos veces para asegurarse de que no iba a decir nada nuevo. Sin embargo, esta vez no dijo su supuesto nombre. Así que había una variación.

No podía ser de verdad uno de los Heraldos, ¿no?

«No seas tonta —pensó Shallan, guardando sus útiles de escribir—. Los Heraldos brillan como el sol, empuñan las hojas de Honor, y hablan con la voz de mil trompetas. Podían derribar edificios con una orden, obligar a las tormentas a obedecer, y sanar al contacto».

Shallan se dirigió a la puerta. A esas alturas ya habrían advertido su ausencia en la otra habitación. Tendría que volver y mentir diciendo que había ido a buscar algo de beber para su garganta reseca. Pero primero tendría que volver a ponerse el disfraz de fervoroso. Absorbió un poco de luz tormentosa, luego exhaló, usando el recuerdo aún fresco del fervoroso para crear…

—¡Aaaaaaah!

El loco se puso en pie de un salto. Se abalanzó sobre ella, moviéndose con increíble velocidad. Mientras Shallan gritaba de sorpresa, él la agarró y la sacó de su nube de luz tormentosa. La imagen se desmoronó, disolviéndose, y el loco la lanzó contra la pared, con los ojos desorbitados de espanto y la respiración entrecortada. La escrutó frenéticamente, con las pupilas corriendo de un lado a otro.

Shallan tembló y contuvo el aliento.

Diez latidos.

—Uno de los Caballeros de Ishar —susurró el loco. Entornó los ojos—. Recuerdo… ¿Los fundó él? Sí. Hace varias Desolaciones. Ya no se habla más. No se habla desde hace miles de años. Pero… Cuando…

Se apartó de ella al tiempo que se llevaba una mano a la cabeza. La hoja esquirlada apareció en las manos de Shallan, pero parecía que ya no la necesitaba. El hombre le dio la espalda y se encaminó a su camastro, donde se tendió y encogió.

Shallan se acercó poco a poco y descubrió que volvía a susurrar lo mismo que antes. Retiró la espada.

«El alma de madre…».

—¿Shallan? —preguntó Patrón—. Shallan, ¿estás loca?

Ella se estremeció. ¿Cuánto tiempo había pasado?

—Sí —dijo, caminando rápidamente hacia la puerta. Se asomó. No podía arriesgarse a usar de nuevo luz tormentosa en esa habitación. Tendría que escabullirse…

Rayos. Varias personas se acercaban por el pasillo. No le quedaba más remedio que esperar a que pasaran de largo. Pero parecía que se dirigían exactamente a esta puerta.

Uno de aquellos hombres era el alto señor Amaram.

Palabras radiantes
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