Entonces Melishi se retiró a su tienda y decidió destruir a los Portadores del Vacío al día siguiente, aunque esa noche presentó una estratagema diferente, relacionada con las habilidades únicas de los Forjadores de Vínculos; y como tenía prisa, no pudo hacer ninguna relación concreta de su proceso; estaba relacionado con la misma naturaleza de los Heraldos y sus deberes divinos, un atributo que solo los Forjadores de Vínculos podían abordar.
De Palabras radiantes, capítulo 30, página 18
—¡El capitán Kaladin es un hombre de honor, Elhokar! —gritó Dalinar, señalando a Kaladin, que estaba sentado cerca—. Es el único que fue a ayudar a mis hijos.
—¡Ese es su trabajo! —replicó Elhokar.
Kaladin escuchaba aturdido, encadenado a una silla en los aposentos de Dalinar en el campamento de guerra. No habían ido al palacio. Kaladin no sabía por qué.
Los tres estaban solos.
—Insultó a un alto señor delante de toda la corte —dijo Elhokar, caminando de un lado a otro—. Se atrevió a desafiar a un hombre tan superior en estatus, que la brecha que los separa podría albergar un reino.
—Se dejó llevar por el impulso —dijo Dalinar—. Sé razonable, Elhokar. ¡Acababa de ayudar a derrotar a cuatro portadores de esquirlada!
—En un terreno de duelos, donde se solicitó su ayuda —dijo Elhokar, alzando las manos al aire—. Sigo sin estar de acuerdo en que los ojos oscuros se batan con portadores de esquirladas. Si no me hubieras contenido… ¡Bah! No estoy dispuesto a soportar esto, tío. No lo consentiré. ¿Soldados corrientes desafiando a nuestros generales más destacados? Es una locura.
—Lo que dije es verdad —susurró Kaladin.
—¡Silencio! —gritó Elhokar, deteniéndose y apuntándolo con un dedo—. ¡Lo has estropeado todo! ¡Perdimos nuestra oportunidad con Sadeas!
—Adolin lanzó su desafío —dijo Kaladin—. Sadeas no podrá ignorarlo.
—Pues claro que no —gritó Elhokar—. ¡Ya ha respondido!
Kaladin frunció el ceño.
—Adolin no tuvo la oportunidad de cerrar el duelo —dijo Dalinar, mirando a Kaladin—. En cuanto salió del coso, Sadeas envió un mensaje diciendo que aceptaba batirse en duelo contra Adolin… dentro de un año.
¿Un año? Kaladin sintió un mazazo en la boca del estómago. Cuando hubiera pasado un año, era muy posible que el duelo ya no importara.
—Se escapó de la horca —dijo Elhokar, alzando las manos—. ¡Necesitábamos ese momento en el coso para acorralarlo, para avergonzarlo y obligarle a luchar! Nos robaste ese momento, hombre del puente.
Kaladin agachó la cabeza. Se habría levantado para enfrentarse a ellos, de no ser por las cadenas. Notaba su frialdad en los tobillos, sujetándolo a la silla.
Recordaba otras cadenas como estas.
—Eso es lo que consigues, tío —dijo Elhokar—, por poner a un esclavo al cargo de nuestra guardia. ¡Tormentas! ¿En qué estabas pensando? ¿En qué estaba pensando yo cuando te lo permití?
—Lo has visto luchar, Elhokar —respondió Dalinar en voz baja—. Es bueno.
—¡El problema no es su habilidad, sino su disciplina! —El rey se cruzó de brazos—. Ejecución.
Kaladin alzó bruscamente la cabeza.
—No seas ridículo —espetó Dalinar, deteniéndose junto a la silla de Kaladin.
—Es el castigo por difamar a un alto señor —replicó Elhokar—. Es la ley.
—Puedes perdonar cualquier crimen, como rey —dijo Dalinar—. No me digas que de verdad quieres ahorcar a este hombre por lo que ha hecho hoy.
—¿Me detendrías? —dijo Elhokar.
—No lo consentiría, esto tenlo por seguro.
Elhokar cruzó la habitación, deteniéndose ante Dalinar. Durante un momento, Kaladin pareció olvidado.
—¿Soy rey? —preguntó Elhokar.
—Claro que lo eres.
—Pues no actúas en consecuencia. Habrás de tomar una decisión, tío. No voy a dejar que sigas gobernando, haciendo de mí un títere.
—Yo no…
—Digo que el muchacho será ejecutado. ¿Cuál es tu respuesta?
—Respondería que si intentas algo así, me convertirás en tu enemigo, Elhokar. —Dalinar se había puesto tenso.
«Intenta ejecutarme… —pensó Kaladin—. Tú inténtalo».
Los dos se sostuvieron la mirada durante un largo instante. Por fin, Elhokar se dio media vuelta.
—Prisión.
—¿Cuánto tiempo? —dijo Dalinar.
—¡Hasta que yo diga! —replicó el rey, agitando una mano y dirigiéndose a la salida. Se detuvo allí y miró a Dalinar con aire desafiante.
—Muy bien —dijo Dalinar.
El rey se marchó.
—Hipócrita —susurró Kaladin—. Fue él quien insistió en que me pusieras al mando de su guardia. ¿Y ahora te echa la culpa?
Dalinar suspiró y se arrodilló junto a él.
—Lo que hiciste hoy fue una maravilla. Al proteger a mis hijos, justificaste mi fe en ti delante de toda la corte. Por desgracia, luego la echaste a perder.
—¡Me ofreció un premio! —exclamó Kaladin, alzando sus manos esposadas—. Y parece que conseguí uno.
—Le ofreció un premio a Adolin. Sabías lo que teníamos previsto, soldado. Escuchaste el plan en la conferencia esta mañana. Lo anulaste en nombre de tu propia venganza.
—Amaram…
—No sé de dónde has sacado esa idea sobre Amaram —dijo Dalinar—, pero tienes que olvidarlo. Comprobé lo que dijiste, después de que me lo contaras la primera vez. Diecisiete testigos aseguraron que Amaram ganó su hoja esquirlada hace solo cuatro meses, mucho después de la fecha en que los libros registran que te hicieron esclavo.
—Mentiras.
—Diecisiete hombres —repitió Dalinar—. Ojos claros y oscuros, junto con la palabra de un hombre al que conozco desde hace décadas. Te equivocas con él, soldado. Simplemente, te equivocas.
—Si es tan honorable —susurró Kaladin—, ¿entonces por qué no luchó para salvar a tus hijos?
Dalinar vaciló.
—No importa —dijo Kaladin, desviando la mirada—. Vas a dejar que el rey me meta en prisión.
—Sí —dijo Dalinar, poniéndose en pie—. Elhokar tiene mal genio. Cuando se calme, conseguiré tu libertad. Por ahora, puede que lo mejor sea que tengas tiempo para pensar.
—Les va a costar lo suyo obligarme a ir a prisión —señaló Kaladin en voz baja.
—¿Es que no has estado escuchando? —estalló Dalinar de repente.
Kaladin se echó hacia atrás, con los ojos muy abiertos, mientras Dalinar se inclinaba hacia él, con el rostro enrojecido, y lo cogía por los hombros como para sacudirlo.
—¿No te das cuenta de lo que va a pasar? ¿No has visto cómo se tambalea el reino? ¡No tenemos tiempo para juegos! ¡Deja de comportarte como un niño y empieza a actuar como un soldado! Irás a prisión, y lo harás de buena fe. Es una orden. ¿Es que ya no obedeces las órdenes?
—Yo… —Kaladin descubrió que tartamudeaba.
Dalinar se incorporó y se frotó las sienes.
—Creí que teníamos acorralado a Sadeas. Pensé que tal vez podríamos cortarle las alas y salvar este reino. Ahora no sé qué hacer. —Se volvió para encaminarse hacia la puerta—. Gracias por salvar a mis hijos.
Dejó a Kaladin solo en la fría habitación de piedra.
Torol Sadeas cerró de golpe la puerta de sus aposentos. Se dirigió a su mesa y se inclinó sobre ella, con las manos sobre su superficie, contemplando el corte en el centro que había hecho con Juramentada.
Una gota de sudor manchó la superficie junto a ese punto. Había conseguido no temblar hasta que regresó a la seguridad de su campamento de guerra: de hecho, había logrado sonreír. No había mostrado ninguna preocupación, ni siquiera mientras le dictaba a su esposa una respuesta al desafío.
Y, mientras tanto, en el fondo de su mente, una voz se reía de él.
Dalinar. Dalinar casi lo había vencido en astucia. Si aquel desafío se hubiera mantenido, Sadeas se habría encontrado rápidamente en el coso contra un hombre que había derrotado no a uno, sino a cuatro portadores de esquirlada.
Se sentó. No buscó vino. El vino hacía olvidar, y no quería olvidar eso. No debía olvidarlo nunca.
Qué gratificante sería clavarle algún día a Dalinar su propia espada en el pecho. Tormentas. Pensar que casi había sentido piedad por su antiguo amigo. Y ahora el hombre se sacaba de la manga una cosa así. ¿Cómo se había vuelto tan diestro?
«No —se dijo Sadeas—. No ha sido destreza. Ha sido suerte. Pura suerte, nada más».
Cuatro portadores de esquirlada. ¿Cómo? Incluso permitiendo la ayuda de aquel esclavo, quedaba claro que Adolin por fin se estaba convirtiendo en el hombre que fue su padre. Eso aterrorizaba a Sadeas, porque el hombre que fuera Dalinar (el Espina Negra) había sido gran parte de lo que había conquistado este reino.
«¿No es esto lo que querías? —pensó—. ¿Reavivarlo?».
No. La profunda verdad era que Sadeas no quería que Dalinar volviera. Quería quitar a su antiguo amigo de en medio, y llevaba en ello muchos meses, no importaba lo que quisiera decirse a sí mismo.
Poco después, la puerta de su estudio se abrió y entró Ialai. Al verlo perdido en sus pensamientos, se detuvo en el umbral.
—Organiza a todos tus informadores —dijo Sadeas, mirando al techo—. Todos los espías que tengas, todas las fuentes que conozcas. Búscame algo, Ialai. Algo para herirlo.
Ella asintió.
—Y después de eso —dijo Sadeas—, será el momento de utilizar a esos asesinos que has colocado.
Tenía que asegurarse de que Dalinar estuviera desesperado y herido, tenía que garantizar que los demás lo vieran roto, destrozado.
Entonces acabaría con eso.
Los soldados acudieron para llevarse a Kaladin poco después. Hombres a quienes no conocía. Se mostraron respetuosos mientras lo soltaban de la silla, aunque le dejaron las cadenas en manos y pies. Uno lo saludó alzando el puño, un signo de respeto. «Sé fuerte», decía el puño.
Kaladin agachó la cabeza y fue con ellos, arrastrando los pies, conducido por el campamento ante los ojos curiosos de soldados y escribas por igual. Captó algún uniforme del Puente Cuatro en la multitud.
Llegó a la prisión del campamento de Dalinar, donde los soldados cumplían condena por pelearse o por otras ofensas. Era un edificio pequeño, casi sin ventanas, con gruesas paredes.
Dentro, en una sección aislada, metieron a Kaladin en una celda con paredes de piedra y una puerta con barrotes de acero. Le dejaron puestas las cadenas al encerrarlo.
Se sentó en un banco de piedra, esperando, hasta que Syl entró por fin.
—Esto es lo que pasa por fiarse de los ojos claros —dijo Kaladin. Mirándola—. Nunca más, Syl.
—Kaladin…
Cerró los ojos, se dio la vuelta y se tumbó en el frío banco de piedra.
Estaba enjaulado una vez más.
Fin de la Tercera parte