UN AÑO Y MEDIO ANTES
—¿Cuál es el lugar de la mujer en el mundo moderno? —había escrito Jasnah Kholin—. Me rebelo contra esta pregunta, aunque muchas de mis colegas la plantean. La discriminación inherente a la cuestión parece invisible para muchas de ellas. Se consideran progresistas porque están dispuestas a desafiar muchos de los supuestos del pasado.
»Ignoran el supuesto mayor: que hay que empezar por definir y establecer un “lugar” para las mujeres. La mitad de la población debe ser reducida de algún modo al rol definido por una simple conversación. No importa lo amplio que sea ese rol, será (por naturaleza) una reducción de la infinita variedad que es la condición de ser mujer.
»Yo digo que no hay ningún papel específico para las mujeres, sino que hay, en cambio, un papel para cada mujer, y ella debe crearlo por sí misma. Para algunas, será el rol de la erudita; para otras, será el de la esposa. En algunos casos, será ambas cosas. Pero para otras no será ninguno de los dos.
»No me confundan y asuman que valoro el papel de una mujer por encima de otro. No pretendo estratificar nuestra sociedad: ya lo hemos hecho demasiado a menudo. Mi argumento es diversificar nuestro discurso.
»La fuerza de una mujer no debería residir en su papel, elija cual elija, sino en el poder para elegir ese papel. Me resulta sorprendente que incluso yo tenga que recalcar esto, ya que lo considero la misma base de nuestra conversación».
Shallan cerró el libro. No habían pasado ni dos horas desde que su padre ordenó el asesinato de Helaran. Después de que se retirara a su habitación, una pareja de guardias apareció en el pasillo. Probablemente no para vigilarla a ella: dudaba de que su padre supiera que se había enterado de la orden de matar a Helaran. Los guardias estaban para asegurarse de que Malise, su madrastra, no intentara huir.
Aunque esta suposición podía ser errónea. De hecho, Shallan ni siquiera sabía si Malise seguía viva todavía, después de sus gritos y la fría y furiosa diatriba de su padre.
Quiso esconderse, acurrucarse en su armario envuelta en mantas, con los ojos cerrados. Las palabras del libro de Jasnah Kholin le daban fuerzas, aunque en cierto sentido parecía ridículo que Shallan estuviera leyéndolas. La alta dama Kholin hablaba de la nobleza de la elección, como si todas las mujeres tuvieran semejante oportunidad. La decisión entre ser madre y erudita parecía difícil según la valoración de Jasnah. ¡No lo era en modo alguno! ¡Parecía algo glorioso! Cualquiera de las dos opciones sería una delicia comparada con una vida de miedo en una casa que rebosaba ira, tristeza y desesperanza.
Imaginó cómo debía ser la alta dama Kholin, una mujer capaz que no hacía lo que los demás insistían en que debía hacer. Una mujer con poder, autoridad. Una mujer que podía permitirse perseguir sus sueños.
¿Cómo sería eso?
Shallan se levantó. Se dirigió a la puerta y abrió una rendija. Aunque ya era tarde, los dos guardias seguían de pie en el otro extremo del pasillo. El corazón de Shallan latió con fuerza y la muchacha maldijo su timidez. ¿Por qué no podía ser como las mujeres que actuaban, en vez de ser alguien que se escondía en su habitación con una almohada alrededor de la cabeza?
Temblando, salió del cuarto. Caminó hacia los soldados, sintiendo sus ojos sobre ella. Uno alzó una mano. Shallan no sabía cómo se llamaba ese hombre, aunque en otros tiempos conocía los nombres de todos los guardias. Pero todos los hombres con los que había crecido habían sido sustituidos.
—Mi padre me necesitará —dijo, sin detenerse ante el gesto del guardia. Aunque era ojos claros, ella no tenía por qué obedecerlo. Podía pasarse casi todo el día en sus habitaciones, pero seguía siendo de un rango muy superior al suyo.
Pasó junto a los hombres, con los puños cerrados y temblorosos. Ellos la dejaron pasar. Cuando cruzó el umbral, oyó un suave llanto en el interior de los aposentos de su padre. Malise estaba viva todavía, afortunadamente.
Encontró a su padre en el salón comedor, sentado solo con ambas chimeneas encendidas, llenas de llamas. Estaba desplomado ante la mesa, iluminado por la fuerte luz, mirando el mantel.
Shallan se escabulló hacia la cocina antes de que reparara en ella, y le preparó su bebida favorita. Vino violeta oscuro caliente, especiado con canela, para combatir el frío del día. Su padre alzó la cabeza cuando ella volvió a entrar en el salón y le puso la copa delante, mirándolo a los ojos. No había oscuridad allí hoy. Solo él. Eso era muy raro, últimamente.
—No me escuchan, Shallan —susurró—. No me escucha nadie. Odio tener que luchar contra mi propia casa. Deberían apoyarme. —Cogió la bebida—. Wikim se queda mirando a la pared la mitad de las veces. Jushu es indigno, y Balat se enfrenta a mí a cada paso. Y ahora Malise también.
—Hablaré con ellos —dijo Shallan.
Él bebió el vino. Asintió.
—Sí. Sí, eso estaría bien. Balat sigue fuera con esos malditos cachorros de sabueso-hacha. Me alegro de que estén muertos. Esa camada era un desastre, solo había animales penosos. Además, no los necesitaba…
Shallan salió al aire helado. El sol se había puesto, pero había lámparas colgando en los aleros de la mansión. De noche rara vez contemplaba los jardines, que adoptaban un tono misterioso en la oscuridad. Enredaderas con aspecto de dedos surgían de la nada, buscando algo que agarrar y arrastrar a las tinieblas.
Balat estaba tendido en uno de los bancos. Los pies de Shallan aplastaron algo cuando se acercó a él. Zarpas de cremlino, arrancadas de sus cuerpos una tras otra y luego arrojadas al suelo. Shallan se estremeció.
—Deberías irte —le dijo a su hermano.
Él se incorporó.
—¿Qué?
—Nuestro padre ya no puede controlarse —prosiguió Shallan en voz baja—. Tienes que marcharte mientras puedas. Quiero que te lleves a Malise contigo.
Balat se llevó las manos a la maraña de pelo oscuro rizado.
—¿Malise? Nuestro padre nunca permitirá que se marche. Nos perseguiría.
—Te perseguirá de todas formas —alegó Shallan—. Persigue a Helaran. Hoy mismo ha ordenado a uno de sus hombres que busque a nuestro hermano y lo asesine.
—¿Qué? —Balat se levantó—. ¡Ese hijo de puta! Le… le… —Miró a Shallan en la oscuridad, con el rostro iluminado por la luz de las estrellas. Entonces se abatió, volvió a sentarse y se llevó las manos a la cabeza—. Soy un cobarde, Shallan —susurró—. Oh, Padre Tormenta, soy un cobarde. No me enfrentaré a él. No puedo.
—Ve con Helaran. ¿Podrías encontrarlo, si fuera necesario?
—Él… Sí, me dejó el nombre de una persona en Valath que podía ponerme en contacto con él.
—Llévate a Malise y a Eylita. Ve con Helaran.
—Seguro que nuestro padre nos alcanzaría antes de que encontráramos a Helaran.
—Entonces nosotros contactaremos con él —dijo Shallan—. Prepararemos un encuentro con él y podrás planearlo todo para cuando nuestro padre esté fuera. Tiene previsto otro viaje a Vedenar dentro de unos pocos meses. Márchate cuando no esté, sácale una buena ventaja.
Balat asintió.
—Sí… Sí, eso es buena idea.
—Le escribiré una carta a Helaran —dijo Shallan—. Tenemos que avisarle de los asesinos de nuestro padre, y podemos pedirle que os lleve a los tres.
—No tendrías que hacer esto, pequeña —dijo Balat, con la cabeza gacha—. Soy el mayor después de Helaran. Tendría que haber detenido a nuestro padre ya. De algún modo.
—Llévate a Malise —insistió Shallan—. Eso será suficiente.
Él asintió.
Shallan regresó a la casa, pasó ante su padre, que seguía rumiando la desobediencia de su familia, y cogió algunas cosas de la cocina. Luego regresó a las escaleras y alzó la cabeza. Tras respirar hondo unas cuantas veces, repasó lo que iba a decirles a los guardias si la detenían. Entonces los dejó atrás y abrió la puerta de la sala de estar de su padre.
—Espera —dijo el guardia del pasillo—. Nos ha dado órdenes. Nadie entra ni sale.
Shallan sintió un nudo en la garganta, e incluso con su práctica, tartamudeó al contestar.
—Acabo de hablar con mi padre. Quiere que hable con ella.
El guardia la inspeccionó, mascullando algo. Shallan, con el corazón desbocado, sintió que su confianza vacilaba. Confrontación. Era tan cobarde como Balat.
Hizo un gesto al otro guardia, que bajó las escaleras a comprobar. Después regresó asintiendo y el primer hombre, reacio, indicó a Shallan que continuara. Ella entró.
En el Lugar.
No había pisado esa habitación en años. Desde…
Desde…
Alzó una mano, protegiéndose los ojos contra la luz que brotaba desde detrás del cuadro. ¿Cómo podía su padre dormir allí? ¿Cómo era posible que nadie más mirara, que a nadie más le importara? La luz era cegadora.
Por fortuna, Malise estaba acurrucada en un sillón ante esa pared, así que Shallan pudo darle la espalda al cuadro y obstruir la luz. Puso una mano en el brazo de su madrastra.
A pesar de los años que llevaban viviendo juntas, no tenía la impresión de que conociera a Malise. ¿Quién era esa mujer, dispuesta a casarse con un hombre de quien todos decían que había asesinado a su anterior esposa? Malise supervisaba la educación de Shallan (lo que implicaba buscar nuevas tutoras cada vez que las mujeres huían), pero ella misma no podía hacer mucho por enseñarle. No se puede enseñar lo que no se sabe.
—¿Madre? —preguntó Shallan. Empleó la palabra.
Malise alzó la cabeza. A pesar de la ardiente luz de la habitación, Shallan vio que la mujer tenía un labio roto y sangrante, y que se acunaba el brazo izquierdo. Sí, estaba roto.
Shallan cogió la gasa y el paño que había cogido de la cocina y empezó a lavar las heridas. Tendría que buscar algo que hiciera de cabestrillo para ese brazo.
—¿Por qué no te odia? —dijo Malise bruscamente—. Odia a todo el mundo menos a ti.
Shallan atendió el labio de la mujer.
—Padre Tormenta, ¿por qué vine a esta maldita casa? —Malise se estremeció—. Nos matará a todos. Uno a uno, nos destrozará y nos matará. Hay oscuridad en su interior. La he visto tras sus ojos. Una bestia…
—Vas a marcharte —dijo Shallan en voz baja.
Malise soltó una carcajada.
—Nunca me dejará marchar. Nunca deja marchar nada que sea suyo.
—Es que no se lo preguntarás —susurró Shallan—. Balat va a huir para unirse a Helaran, que tiene amigos poderosos. Es portador de esquirlada. Os protegerá a ambos.
—No lo alcanzaremos —dijo Malise—. Y si lo hacemos, ¿por qué iba a aceptarnos Helaran? No tenemos nada.
—Helaran es un buen hombre.
Malise se retorció en su asiento, apartando la mirada de Shallan, que continuó atendiéndola. La mujer gimió cuando le vendó el brazo, pero no quiso responder a sus preguntas. Por fin Shallan recogió las ropas manchadas de sangre para tirarlas.
—Si me voy —susurró Malise—, y Balat viene conmigo, ¿a quién odiará? ¿A quién golpeará? ¿Tal vez a ti, por fin? ¿A la que lo merece realmente?
—Tal vez —susurró Shallan antes de marcharse.