Tú, sin embargo, nunca has sido una fuerza de equilibrio. Arrastras el caos detrás de ti como quien lleva un cadáver sobre la nieve tirando de él por una pierna. Por favor, oye mi súplica. Deja ese lugar y únete a mí en mi juramento de no intervención.

Kaladin agarró la mano de Shallan.

Los peñascos sonaban arriba, chocando contra las mesetas, arrancando trozos y lanzándolos a su alrededor. El viento arreciaba. El agua se acumulaba abajo, alzándose hacia él. Se aferró a Shallan, pero sus manos mojadas empezaron a resbalar.

Entonces, con un súbito arrebato, Shallan lo sujetó con más nervio. Con una fuerza que parecía contradecir su pequeño tamaño, tiró de Kaladin. Él se impulsó con la pierna buena mientras el agua la cubría, y se esforzó por salvar la distancia restante para reunirse con ella en el hueco de la roca.

El hueco apenas tenía tres o cuatro palmos de profundidad, más pequeño que la grieta donde se habían escondido. Por fortuna, miraba hacia el oeste. Aunque el viento helado aullaba alrededor y los rociaba de agua, el grueso de la tormenta se estrellaba contra la meseta.

Jadeando, Kaladin se apoyó contra la pared; la pierna herida le dolía más que nunca. Shallan se abrazó a él. La notó cálida en sus brazos, y se aferró a ella tanto como la joven a él, ambos acurrucados contra la roca, la cabeza del hombre de los puentes rozando el techo del hueco.

La meseta se estremeció, temblando como un hombre asustado. Kaladin no veía gran cosa: la negrura era absoluta excepto cuando restallaban los relámpagos. Y el fragor. Los truenos rugían, aparentemente desconectados de los trallazos de luz. El agua bramaba como una bestia furiosa, y los destellos iluminaban un río revuelto y espumoso que bajaba enfurecido por el abismo.

Condenación… Casi llegaba al hueco. Se había elevado quince metros o más en unos instantes. El agua sucia arrastraba ramas, plantas rotas, enredaderas arrancadas de sus engarces.

—¿La esfera? —preguntó Kaladin en la oscuridad—. Tenías una esfera para iluminarte.

—La he perdido —gritó ella, imponiéndose al estrépito—. ¡Se me habrá caído cuando te agarré!

—Yo no…

El rugido de un trueno, acompañado por un cegador destello de luz, hizo que se estremeciera. Shallan se apretujó más contra él, hundiendo los dedos en su brazo. La luz dejó una imagen residual en sus ojos.

Tormentas. Kaladin podría jurar que la imagen era una cara, horriblemente retorcida, con la boca abierta. El siguiente relámpago iluminó la riada con una secuencia de luz intermitente, y mostró el agua repleta de cadáveres. Docenas de cuerpos eran arrastrados por la corriente, los ojos muertos hacia el cielo, muchos de ellos solo cuencas vacías. Hombres y parshendi.

El agua ascendió y unas pocas pulgadas inundaron el hueco. Agua de muertos. La tormenta se tornó de nuevo oscura, tan negra como una caverna bajo tierra. Solo Kaladin, Shallan y los cadáveres.

—Eso ha sido la cosa más rara que he visto en mi vida —dijo Shallan, acercando la cabeza a la de su compañero.

—Las tormentas son extrañas.

—¿Hablas por experiencia?

—Sadeas me abandonó en una para que muriera —dijo él.

Aquella tempestad había intentado arrancarle la piel y luego los músculos de su esqueleto. Lluvia como cuchillos. Relámpagos como hierro al rojo.

Y una figura pequeña, toda de blanco, de pie ante él con las manos extendidas, como si quisiera detener la tempestad para él. Diminuta y frágil, y sin embargo tan fuerte como los mismos vientos.

«Syl… ¿qué te he hecho?».

—Tengo que oír esa historia —dijo Shallan.

—Algún día te la contaré.

El agua volvió a cubrirlos. Durante un momento, se sintieron más ligeros, flotando en el súbito estallido líquido. La corriente tiraba con fuerza inesperada, como ansiosa por lanzarlos al río. Shallan gritó y Kaladin se agarró a ambos lados de la roca, sujetándose en un arrebato de pánico. El río se retiró, aunque todavía oía su avance. Volvieron a posarse en el hueco.

Había luz en las alturas, demasiado firme para ser relámpagos. Algo brillaba en la meseta. Algo que se movía. Era difícil distinguirlo, ya que el agua caía por el lado de la meseta y se precipitaba en cascada ante su refugio. Kaladin podría jurar que había visto una figura enorme caminando, una forma inhumana brillante, seguida por otra, extraña y estilizada. Caminando en la tormenta. Una pierna tras otra, hasta que el resplandor pasó.

—Por favor —dijo Shallan—. Necesito oír algo que no sea eso. Cuéntame.

Él se estremeció, pero asintió. Voces. Las voces ayudarían.

—Empezó cuando Amaram me traicionó —dijo, en voz muy baja, apenas a un volumen suficiente para que ella, apretujada tan cerca, lo oyera—. Me convirtió en esclavo por saber la verdad: que había matado a sus hombres en su ansia por conseguir una hoja esquirlada. Eso le importaba más que sus propios soldados, más que el honor…

Continuó hablando de sus días como esclavo, de sus intentos de huida. De los hombres que habían muerto por confiar en él. Salió de sus entrañas, una historia que nunca había relatado. ¿A quién podría habérsela contado? El Puente Cuatro la había vivido casi toda con él.

Habló de la carreta y de Tvlakv, un nombre que provocó un jadeo. Al parecer ella lo conocía. Habló del aturdimiento, de la… nada. De pensar que debería suicidarse, pero no creer que mereciera el esfuerzo.

Y entonces, el Puente Cuatro. No habló de Syl. En ese momento el tema le causaba demasiado dolor. En cambio, habló de las cargas con los puentes, del terror, de la muerte y de tomar decisiones.

La lluvia los cubría, impulsada en oleadas por el viento, y a Kaladin le pareció oír cánticos fuera, en alguna parte. Una especie de extraño spren pasó zigzagueando ante su hueco, rojo y violeta, como un rayo. ¿Era eso lo que había visto Syl?

Shallan escuchaba. Él esperaba que le hiciera preguntas, pero no hizo ninguna. No le molestó interesándose por detalles, no habló. Al parecer sí que sabía estar callada.

Sorprendentemente, él pudo referirlo todo. La última incursión con el puente. El rescate a Dalinar. Quiso contarlo todo. Habló del enfrentamiento con la portadora de esquirlada parshendi, de cómo había ofendido a Adolin, de cómo había defendido el puente él solo…

Cuando terminó, los dos dejaron que el silencio los rodeara y compartieron el calor. Juntos contemplaron las veloces aguas fuera de su alcance, iluminadas por los relámpagos.

—Maté a mi padre —susurró Shallan.

Kaladin la miró. Bajo un destello de luz, le vio los ojos cuando alzó la cabeza, que estaba apoyada contra su pecho, y distinguió perlas de agua en las pestañas. Con las manos alrededor de su cintura, y las de Shallan alrededor de él, era lo más cerca que había estado de una mujer desde Tarah.

—Mi padre era un hombre furioso y violento —dijo Shallan—. Un asesino. Lo amaba. Y lo estrangulé mientras yacía en el suelo, mirándome, incapaz de moverse. Maté a mi propio padre.

Él no la instó a seguir hablando, aunque quería saber. Necesitaba saber.

Por fortuna, ella continuó hablando de su infancia y los terrores que había conocido. Kaladin pensaba que su vida era terrible, pero había una cosa que había tenido y quizás no había valorado lo suficiente: unos padres que lo amaban. Roshone había llevado a la misma Condenación a Piedralar, pero al menos los padres de Kaladin siempre habían estado allí para ofrecerle su apoyo.

¿Qué habría hecho, si su padre hubiera sido como el hombre tiránico y odioso que Shallan describía? ¿Si su madre hubiera muerto ante sus ojos? ¿Qué habría hecho él si, en vez de vivir de la luz de Tien, hubiera tenido que dar luz a la familia?

Escuchó asombrado. Tormentas. ¿Por qué no estaba rota esa mujer, verdaderamente rota? Se describía así, pero no estaba más rota que una lanza con la punta mellada, y una lanza así todavía podía ser un arma tan afilada como cualquiera. Prefería una con una marca o dos en la hoja, un mango gastado. Una punta de lanza que hubiera conocido el combate era… mejor que una nueva. Así sabías que la había empleado un hombre que luchaba por su vida, y que había permanecido firme, sin romperse. Marcas como esa eran signos de fuerza.

Sintió un escalofrío cuando mencionó la muerte de su hermano Helaran, la voz llena de furia.

Helaran había muerto en Alezkar. A manos de Amaram.

«Tormentas… Lo maté yo, ¿no? —pensó Kaladin—. El hermano al que amaba». ¿Se lo había dicho?

No. No, no había mencionado que había matado al portador de esquirlada, solo que Amaram había matado a sus hombres para cubrir su ansia por el arma. Se había acostumbrado, a lo largo de los años, a referirse al hecho sin mencionar que había matado a un portador. Sus primeros meses como esclavo le habían demostrado a golpes los peligros de hablar de una cosa así. Ni siquiera se había dado cuenta de que había adoptado esa costumbre al hablar.

¿Lo había advertido ella? ¿Había deducido que Kaladin, no Amaram, era quien había matado al portador de esquirlada? No parecía haber establecido esa relación. Continuó hablando, relatando lo ocurrido la noche en que (también durante una alta tormenta) había envenenado y luego asesinado a su padre.

Todopoderoso en las alturas. Esta mujer era más fuerte de lo que él lo había sido jamás.

—Y por eso decidimos buscar a Jasnah —continuó, volviendo a apoyar la cabeza en su pecho—. Ella… tenía un moldeador de almas, ¿sabes?

—¿Querías ver si podía arreglar la vuestra?

—Eso habría sido demasiado racional. —Él no pudo ver su gesto de desdén hacia sí misma, pero de algún modo lo captó—. Mi plan, siendo como soy estúpida e ingenua, era cambiar la mía por la suya, volver con una que funcionara y así conseguir dinero para la familia.

—Nunca habías salido de las tierras de tu familia antes.

—Así es.

—¿Y fuiste a robarle a una de las mujeres más listas del mundo?

—Pues… sí. ¿Recuerdas lo de «estúpida e ingenua»? De todas formas, Jasnah lo descubrió. Por fortuna, intrigué bien y accedió a tomarme como pupila. El matrimonio con Adolin fue idea suya, una forma de proteger a mi familia mientras me formaba.

—Mmm —dijo él. Los relámpagos destellaron en el exterior. Los vientos parecían arreciar aún más, si eso era posible, y tuvo que elevar la voz aunque Shallan estaba allí mismo—. Qué generosa, para tratarse de una mujer a quien intentaste robar.

—Creo que vio algo en mí que…

Silencio.

Kaladin parpadeó. Shallan no estaba allí. Sintió un momento de pánico, buscó alrededor, hasta que se dio cuenta de que la pierna ya no le dolía y que el aturdimiento que sentía (por pérdida de sangre, conmoción y posible hipotermia) había desaparecido también.

«Ah —pensó—. Esto otra vez».

Inspiró profundamente y se levantó, dejando atrás la oscuridad para acercarse al borde de la abertura. La corriente se había detenido, como solidificada, y el hueco, que Shallan había hecho demasiado bajo para poder estar en él de pie, lo albergaba en toda su altura.

Se asomó y se enfrentó a la mirada de un rostro tan grande como la misma eternidad.

—Padre Tormenta —dijo Kaladin. Algunos lo llamaban Jezerezeh, Heraldo. Sin embargo, esto no encajaba con lo que Kaladin había oído de ningún heraldo. ¿Era tal vez el Padre Tormenta un spren? ¿Un dios? Parecía extenderse hasta el infinito, y sin embargo distinguía un rostro en su inabarcable extensión.

Los vientos se habían detenido. Kaladin podía oír los latidos de su propio corazón.

HIJO DE HONOR. En esta ocasión el ser le habló. La última vez, en mitad de la tormenta, no lo había hecho, aunque sí en sueños.

Kaladin miró hacia el lado, comprobando de nuevo si Shallan estaba allí, pero ya no pudo verla. No era parte de esta visión, fuera lo que fuese.

—Ella es uno de ellos, ¿verdad? —preguntó—. Uno de los Caballeros Radiantes, o al menos un potenciador. Eso es lo que pasó cuando luchamos contra el abismoide, por eso sobrevivió a la caída. No fui yo ninguna de las veces. Fue ella.

El Padre Tormenta rugió.

—Syl —dijo Kaladin, mirando de nuevo aquel rostro. Las mesetas ante él habían desaparecido. Estaban solos el rostro y él. Tenía que preguntarlo. Le dolía, pero tenía que hacerlo—. ¿Qué le he hecho?

LA HAS MATADO. La voz lo hacía temblar todo. Era como si… como si el temblor de la meseta y su propio cuerpo crearan los sonidos para la voz.

—No —susurró Kaladin—. ¡No!

SUCEDIÓ IGUAL QUE ANTES, dijo el Padre Tormenta, furioso. Una emoción humana. Kaladin la reconoció. LOS HOMBRES NO SON DE FIAR, HIJO DE TANAVAST. ME LA HAS QUITADO. MI AMADA.

El rostro pareció retirarse, desvaneciéndose.

—¡Por favor! —gritó Kaladin—. ¿Cómo puedo arreglarlo? ¿Qué puedo hacer?

NO PUEDE ARREGLARSE. ELLA ESTÁ ROTA. ERES COMO LOS QUE VINIERON ANTES, LOS QUE MATARON A TANTOS DE LOS QUE AMO. ADIÓS, HIJO DE HONOR. NO CABALGARÁS DE NUEVO MIS VIENTOS.

—No, yo…

La tormenta regresó. Kaladin se desplomó en el hueco, jadeando ante el súbito regreso del dolor y el frío.

—¡Por el aliento de Kelek! —exclamó Shallan—. ¿Qué ha sido eso?

—¿Has visto el rostro? —preguntó Kaladin.

—Sí. Era enorme… Pude ver estrellas en él, estrellas dentro de estrellas, infinitud…

—El Padre Tormenta —dijo Kaladin, cansado. Extendió la mano para coger bajo su cuerpo algo que brillaba de repente. Una esfera, la que Shallan había dejado caer antes. Se había vuelto opaca, pero ya estaba renovada.

—Ha sido sorprendente —susurró ella—. Tengo que dibujarlo.

—Buena suerte, con esta lluvia —replicó él. Como para reforzar su argumento, otra oleada los alcanzó. El agua se revolvía entre los abismos, giraba y a veces los golpeaba. Estaban sentados en varias pulgadas de agua, pero la corriente ya no amenazaba con llevárselos.

—Mis pobres dibujos —dijo Shallan, llevándose el zurrón al pecho con la mano segura mientras se aferraba a él (lo único que tenía para agarrarse) con la otra—. El zurrón es impermeable, pero… no sé si es a prueba de altas tormentas.

Kaladin gruñó, contemplando el fluir del agua. Había un patrón hipnótico en ella, mientras arrastraba plantas rotas y hojas. No había cadáveres, ya no. Las aguas se alzaron formando un bulto, como si atropellaran algo grande debajo. El cadáver del abismoide, advirtió, seguía atascado allí. Pesaba demasiado para que la riada se lo llevara.

Guardaron silencio. Con luz, la necesidad de hablar había pasado, y aunque él pensó en decir lo que estaba cada vez más seguro que era Shallan, prefirió callar. Cuando estuvieran libres, habría tiempo.

De momento quería pensar, aunque seguía alegrándose de su presencia. Y consciente de ello en más de un sentido, apretujada contra él y con aquel vestido mojado, cada vez más hecho jirones.

Su conversación con el Padre Tormenta, sin embargo, distrajo su atención de ese tipo de pensamientos.

Syl. ¿De verdad la había… matado? Había oído su llanto antes, ¿no?

Trató, a modo de fútil experimento, de absorber un poco de luz tormentosa. Casi quería que Shallan lo viera, calibrar su reacción. No funcionó, naturalmente.

La tormenta pasó lentamente, la riada remitió poco a poco. Después de que las lluvias se redujeran al nivel de una tormenta corriente, las aguas empezaron a fluir en la otra dirección. Era como Kaladin había imaginado siempre, aunque no lo había visto. En ese momento la lluvia caía más al oeste, no tanto en las Llanuras mismas, y el desagüe se producía al este. El río volvía, mucho más lentamente, por donde había venido.

El cadáver del abismoide emergió de entre las aguas. Entonces, por fin, la riada acabó y el río se redujo a un hilillo, la lluvia a un chispeo. Las gotas que caían de las mesetas de arriba eran mucho más grandes y más pesadas que la lluvia misma.

Kaladin se dispuso a bajar, pero advirtió que Shallan, enroscada contra él, se había quedado dormida y roncaba suavemente.

—Debes ser la única persona que se ha quedado dormida en medio de una alta tormenta —susurró.

A pesar de la incomodidad, advirtió que en realidad no le convencía la idea de bajar con la pierna herida. Sin fuerzas, sintiendo una aplastante oscuridad por lo que el Padre Tormenta había dicho sobre Syl, sucumbió al aturdimiento y se quedó dormido.

Palabras radiantes
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