CUATRO AÑOS ANTES
Lin Davar celebraba fiestas porque pretendía fingir que todo iba bien. Invitaba a los brillantes señores de las aldeas cercanas, les daba de comer y les servía vino, y de paso exhibía a su hija Shallan.
Luego, al día siguiente, cuando todo el mundo se había ido, se sentaba a la mesa y escuchaba a sus escribas, quienes le informaban del alcance de su ruina. Shallan lo veía después, a veces, con las manos en la cabeza, mirando al frente, a la nada.
Sin embargo, esa noche festejaron y fingieron.
—Conocéis a mi hija, naturalmente —dijo su padre, señalando a Shallan mientras sus invitados tomaban asiento—. La joya de la casa Davar, nuestro mayor orgullo.
Los visitantes, ojos claros de dos valles más allá, asintieron amablemente mientras los parshmenios servían vino. Tanto la bebida como los esclavos eran una forma de exhibir riquezas que en realidad no poseían. Shallan había empezado a ayudar con las cuentas, como parte de su deber como hija. Sabía la verdad de su situación económica.
El calor de la chimenea intentaba contrarrestar el frío de la noche: la sala habría resultado acogedora en cualquier otro lugar. Allí no.
Los criados le sirvieron vino. Amarillo, ligeramente embriagador. Su padre lo bebía violeta, bien sazonado. El hombre ocupaba la mesa alta, que se extendía por todo el ancho de la sala, la misma donde Helaran había amenazado con matarlo un año y medio antes. Habían recibido una breve carta suya hacía seis meses, junto con un libro de la famosa Jasnah Kholin para que Shallan lo leyera.
Shallan había leído su nota para su padre con un tembloroso susurro. No decía mucho. Casi todo amenazas veladas. Esa noche, Lin Davar golpeó a una de las criadas casi hasta matarla. Isan todavía cojeaba. La servidumbre ya no rumoreaba que su padre había matado a su esposa.
«Nadie hace nada para resistirse —pensó Shallan, mirando hacia su padre—. Tenemos todos demasiado miedo».
Los otros tres hermanos de Shallan estaban sentados juntos en su propia mesa. Evitaban mirar a su padre o relacionarse con los invitados. Varios pequeños cuencos con esferas brillaban en las mesas, pero a la sala en conjunto le habría venido bien un poco más de luz. Ni las esferas ni la luminosidad de la chimenea bastaban para espantar la penumbra. Shallan pensaba que a su padre le gustaba así.
El ojos claros que estaba de visita, el brillante señor Tavinar, era un hombre esbelto y bien vestido con una chaqueta de seda rojo oscuro. Su esposa y él estaban sentados juntos en la mesa alta, con su hija adolescente en medio. Shallan no se había enterado de su nombre.
A medida que la velada avanzaba, su padre trató de conversar unas cuantas veces, pero ellos solo le ofrecieron respuestas lacónicas. Aunque se suponía que se estaba celebrando una fiesta, nadie parecía divertirse. Los visitantes parecían desear no haber aceptado nunca la invitación, pero Lin Davar era políticamente más importante que ellos, y era conveniente estar en buenas relaciones con él.
Shallan picoteó su comida, escuchando a su padre alardear de su nuevo semental de sabueso-hacha. Hablaba de su prosperidad. Mentiras.
Shallan no quería contradecirlo. Había sido bueno con ella. Siempre era bueno con ella. Sin embargo, ¿no debería alguien hacer algo?
Helaran podría haber intervenido. Pero los había abandonado.
«La cosa va de mal en peor. Alguien tiene que hacer algo, decir algo, cambiar la situación». Su padre no debería comportarse como lo hacía: emborracharse, golpear a los ojos oscuros…
Terminó el primer plato. Entonces Shallan advirtió algo. Balat, a quien su padre había empezado a llamar Nan Balat, como si fuera el mayor, no dejaba de mirar a los invitados. Eso era sorprendente. Por lo general hacía caso omiso de ellos.
La hija de Tavinar se dio cuenta de que la estaba mirando, sonrió, y luego volvió a mirar su comida. Shallan parpadeó. Balat y… ¿una chica? Qué raro.
Su padre no pareció advertirlo. Al cabo de un rato se incorporó y alzó la copa a la sala.
—Esta noche es momento de celebración. Buenos vecinos, vino fuerte.
Tavinar y su esposa alzaron sus copas con aire vacilante. Shallan solo acababa de empezar a estudiar etiqueta (era difícil hacerlo, ya que sus tutoras siempre acababan marchándose), pero sabía que un buen brillante señor vorin no debía brindar por estar borracho. No es que no se emborracharan, pero los vorin no hablaban de esas cosas. Aunque semejantes sutilezas no eran el punto fuerte de su padre.
—Es una noche importante —dijo Lin Davar, después de tomar un sorbo de vino—. Acabo de recibir noticias del brillante señor Gevelmar, a quien creo que conoces, Tavinar. Llevo sin esposa demasiado tiempo. El brillante señor Gevelmar me envía a su hija más joven junto con documentos matrimoniales. Mis fervorosos realizarán la ceremonia a final de mes, y tendré una esposa.
Shallan sintió frío. Se arrebujó en su chal. Los mencionados fervorosos estaban sentados a su propia mesa, cenando en silencio. Los tres hombres eran ancianos de la misma edad, y habían servido el tiempo suficiente para conocer al abuelo de Shallan de joven. Sin embargo, a ella la trataban con amabilidad, y estudiar con ellos le producía placer cuando todo lo demás parecía estar desmoronándose a su alrededor.
—¿Por qué no habla nadie? —exigió su padre, volviéndose para abarcar toda la sala—. ¡Acabo de comprometerme! Parecéis un montón de alezi, malditos por las tormentas. ¡Somos veden! Haced ruido, idiotas.
Los visitantes aplaudieron amablemente, aunque parecían aún más incómodos que antes. Balat y los mellizos se miraron y luego golpearon un poco la mesa.
—Al vacío con todos vosotros. —Lin Davar se desplomó en la silla mientras los parshmenios se acercaban a la mesa baja, cada uno con una caja—. Regalos para mis hijos para celebrar la ocasión —exclamó agitando una mano—. No sé ni por qué me molesto. ¡Bah! —Apuró el resto del vino.
Los muchachos recibieron dagas, piezas muy hermosas talladas como hojas esquirladas. El regalo de Shallan fue un collar de gruesos eslabones de plata que ella alzó en silencio. Pese a que su padre no aprobaba que hablara mucho en las fiestas, siempre colocaba la mesa cerca de la suya. Nunca le gritaba. Al menos, no directamente, aunque a veces ella llegaba a desear que lo hiciera. Tal vez así Jushu no se molestaría. Le…
La puerta del salón se abrió de golpe y la pobre luz reveló en el umbral a un hombre alto vestido de oscuro.
—¿Qué es esto? —exigió el padre de Shallan, levantándose y asestando un golpe sobre la mesa—. ¿Quién interrumpe mi fiesta?
El hombre entró. Su cara era tan larga y delgada que parecía como si la hubieran desinflado. Llevaba volantes en las mangas de su casaca marrón, y por la forma en que frunció los labios parecía como si acabara de encontrar una letrina que hubiera rebosado con la lluvia.
Uno de sus ojos era de un azul intenso. El otro marrón oscuro. A la vez ojos claros y ojos oscuros. Shallan sintió un escalofrío.
Un criado de la casa Davar corrió a la alta mesa y le susurró algo a su padre. Shallan no captó lo que decía, pero fuera lo que fuese, alteró la expresión de su padre, que permaneció de pie, pero boquiabierto.
Unos criados de librea marrón entraron después del recién llegado. El hombre avanzó con aire preciso, como si midiera sus pasos con cuidado para evitar pisar algo.
—Me ha enviado su excelencia, el alto príncipe Valam, señor de estas tierras. Ha llamado su atención que oscuros rumores persistan en el territorio. Rumores referidos a la muerte de una ojos claros. —Miró al padre de Shallan.
—Mi esposa fue asesinada por su amante —dijo este—. Que luego se suicidó.
—Otros cuentan una historia diferente, brillante señor Lin Davar —puntualizó el recién llegado—. Esos rumores son… preocupantes. Incomodan a su excelencia. Si un brillante señor a sus órdenes asesinara a una mujer ojos claros de rango, no podría pasarlo por alto.
El padre de Shallan no respondió con el estallido de ira que ella habría esperado. En cambio, agitó la mano hacia su hija y los visitantes.
—Marchaos —ordenó—. Hacedme sitio. Tú, mensajero, vamos a hablar a solas. No hace falta manchar de barro el pasillo.
Los Tavinar se levantaron, ansiosos por marcharse. La muchacha miró a Balat mientras salía, susurrando algo.
Lin Davar miró a su hija, y ella advirtió que se había quedado inmovilizada de nuevo ante la mención de su madre, sentada en su mesa.
—Niña —dijo su padre en voz baja—, ve a sentarte con tus hermanos.
Al retirarse, la joven pasó ante el mensajero mientras este se acercaba a la alta mesa. Esos ojos… Era Redin, el hijo bastardo del alto príncipe. Se decía que su padre lo empleaba como verdugo y asesino. Como los hermanos de Shallan no habían sido despedidos explícitamente de la sala, se sentaron en torno a la chimenea, lo bastante lejos para permitir intimidad a su padre. Dejaron un sitio libre y ella se sentó, arrugando la fina seda de su vestido. La voluminosa forma en que la envolvía la hacía sentirse como si no estuviera realmente allí y solo importara el vestido.
El bastardo del alto príncipe se sentó a la mesa. Al menos alguien se enfrentaba a Lin Davar. Pero ¿y si decidía que el padre de Shallan era culpable? ¿Entonces, qué? ¿Una investigación? Ella no quería que su padre cayera: quería detener la oscuridad que los estaba estrangulando a todos lentamente. Parecía que la luz había desaparecido con la muerte de su madre.
Con la muerte…
—¿Shallan? —preguntó Balat—. ¿Te encuentras bien?
Ella se estremeció.
—¿Puedo ver las dagas? Parecían muy bonitas desde mi mesa.
Wikim continuó mirando el fuego, pero Balat le arrojó la suya. Ella la atrapó con torpeza, luego la sacó de la vaina y admiró el modo en que los pliegues de metal reflejaban la luz del hogar.
Los muchachos contemplaban los llamaspren danzando en el fuego. Los tres hermanos ya no hablaban nunca.
Balat miró por encima del hombro, hacia la mesa alta.
—Ojalá pudiera oír lo que están diciendo —susurró—. Tal vez se lo lleven. Eso sería lo justo, por lo que hizo.
—No mató a nuestra madre —dijo Shallan en voz baja.
—¿No? —bufó Balat—. Entonces, ¿qué ocurrió?
—Yo…
No lo sabía. No podía pensar. Al menos no en ese momento, precisamente ese día. ¿Lo había hecho de verdad su padre? Sintió de nuevo frío, a pesar del calor del fuego.
De nuevo se instauró el silencio.
Alguien… alguien tenía que hacer algo.
—Están hablando de plantas —dijo Shallan.
Balat y Jushu la miraron. Wikim continuó contemplando el fuego.
—Plantas —repitió Balat.
—Sí. Puedo oírlos.
—Yo no oigo nada.
Shallan se encogió de hombros dentro de su vestido, demasiado envolvente.
—Tengo mejor oído que tú. Sí, plantas. Nuestro padre se queja de que los árboles de sus jardines nunca escuchan cuando les dice que obedezcan. «Han estado soltando sus hojas por causa de una enfermedad», dice, «y se niegan a desarrollar hojas nuevas».
»“¿Has intentado pegarles por su desobediencia?”, pregunta el mensajero.
»“Continuamente”, responde nuestro padre. “¡Incluso les rompo las ramas, pero siguen sin obedecer! Es asqueroso… Al menos, deberían limpiarse”.
»“Sí, ya veo tu problema”, dice el mensajero. “Los árboles sin follaje no merecen la pena. Por fortuna, tengo la solución. Mi primo tenía árboles que actuaban así, y descubrió que todo lo que tenía que hacer era cantarles y las ramas les volvían a brotar”.
»“Ah, por supuesto”, dice nuestro padre. “Lo intentaré inmediatamente”.
»“Espero que te funcione”.
»“Bueno, si sale bien, me sentiré muy aliviado”.
Sus hermanos se quedaron mirándola, aturdidos.
Finalmente, Jushu ladeó la cabeza. Era el más joven de los hermanos, el que venía justo detrás de Shallan.
—Arbo… li… viado.
Balat se echó a reír. Tan fuerte, que su padre los fulminó con la mirada.
—Oh, es horrible —dijo Balat—. Horrible de verdad, Shallan. Deberías sentirte avergonzada.
Ella se encogió en su vestido, sonriendo. Incluso Wikim, el mayor de los mellizos, forzó una sonrisa. Ella no lo había visto sonreír desde… ¿cuánto tiempo hacía?
Balat se secó los ojos.
—Por un momento llegué a pensar que de verdad podías oírlos. Pequeña Portadora del Viento. —Dejó escapar un profundo suspiro—. Tormentas, sí que ha estado bien.
—Tendríamos que reírnos más —dijo Shallan.
—Este no es un lugar de risas —replicó Jushu, sorbiendo su vino.
—¿Por nuestro padre? —preguntó Shallan—. Él es uno y nosotros somos cuatro. Tenemos que ser más optimistas.
—Ser optimistas no cambia los hechos —sentenció Balat—. Ojalá Helaran no se hubiera marchado. —Soltó un puñetazo en el lado de su silla.
—No le reproches sus viajes, Tet Balat —señaló Shallan en voz baja—. Hay muchos sitios que ver, lugares que probablemente no visitaremos nunca. Que al menos uno de nosotros lo haga. Piensa en las historias que nos contará. Los colores.
Balat contempló la sombría habitación de piedra negra, con sus silenciosas chimeneas que emitían un fulgor rojo anaranjado.
—Colores. No me importaría tener un poco más de color aquí.
Jushu sonrió.
—Cualquier cosa sería un buen cambio respecto de la cara de nuestro padre.
—Venga, no te metas ahora con su cara —replicó Shallan—. Siempre cumple con su cometido de forma impecable.
—¿Y cuál es ese cometido?
—Recordarnos que hay cosas peores que su olor. Es una noble Llamada.
—¡Shallan! —dijo Wikim. No se parecía nada a Jushu. Delgado y de ojos hundidos, llevaba el pelo tan corto que casi parecía un fervoroso—. No digas nada donde nuestro padre pueda oírte.
—Está enfrascado en su conversación —respondió ella—. Pero tienes razón. Probablemente no debería burlarme de nuestra familia. La casa Davar es genuina e imperecedera.
Jushu alzó su copa. Wikim asintió bruscamente.
—Por supuesto —añadió Shallan—, lo mismo podría decirse de una verruga.
Jushu estuvo a punto de escupir el vino al tiempo que Balat soltaba otra carcajada.
—¡Basta de jaleo! —les gritó su padre.
—¡Es una fiesta! —replicó Balat—. ¿No nos pediste que fuéramos más veden?
Su padre lo fulminó con la mirada antes de volver a su conversación con el mensajero. Los dos seguían en la alta mesa; la postura del padre era suplicante, mientras que el bastardo del alto príncipe permanecía sentado con una ceja arqueada y el rostro impasible.
—Tormentas, Shallan —dijo Balat—. ¿Cuándo te has vuelto tan lista?
¿Lista? No se sentía lista. De repente fue consciente de la audacia de sus palabras y se encogió en su asiento. A veces parecía que las palabras se le escaparan de la boca.
—Son cosas… cosas que leí en un libro.
—Pues deberías leer más libros, pequeña —dijo Balat—. Así esto parece más animado.
Su padre dio un puñetazo sobre la mesa, haciendo estremecer las copas y sacudir los platos. Shallan lo miró, preocupada mientras él señalaba con el dedo al mensajero y decía algo. Estaba demasiado lejos y hablaba en voz demasiado baja como para enterarse, pero conocía aquella expresión en sus ojos. La había visto muchas veces antes de que él cogiera su bastón (e incluso el atizador de la chimenea, una vez) para golpear a los criados.
El mensajero se levantó con un rápido movimiento. Sus refinados modales parecieron un escudo que resistía el temperamento de su padre.
Shallan lo envidió.
—Parece que no llegaré a ninguna parte con esta conversación —dijo el mensajero en voz alta. Miró a Lin Davar, pero su tono parecía implicar que sus palabras iban dirigidas a todos ellos—. Vine aquí preparado para esta contingencia. El alto príncipe me ha concedido autoridad, y me gustaría mucho conocer la verdad de lo que sucedió en esta casa. Todo ojos claros de nacimiento que pueda presentar testigos será bienvenido.
—Necesitan el testimonio de un ojos claros —dijo Jushu en voz baja a sus hermanos—. Nuestro padre es lo bastante importante para que no puedan eliminarlo sin más.
—Hubo uno que se mostró dispuesto a contarnos la verdad —dijo el mensajero en voz alta—. Pero desde entonces ha desaparecido. ¿Alguno de vosotros tiene tanto valor como él? ¿Acudiréis a mí y declararéis ante el alto príncipe los crímenes que se cometieron en estas tierras?
Miró hacia ellos cuatro. Shallan se encogió en su silla, tratando de parecer más pequeña. Wikim no dejó de mirar las llamas. En un momento pareció que Jushu estaba a punto de levantarse, pero entonces volvió a prestar atención a su vino, maldiciendo, con la cara colorada.
Balat. Balat se agarró a los lados de su asiento como para ponerse en pie, pero entonces miró a su padre. La intensidad de los ojos de Lin Davar no cejaba. Cuando su ira estaba al rojo vivo, gritaba y arrojaba cualquier cosa a los criados. Sin embargo, era entonces, cuando su ira se enfriaba, cuando se volvía verdaderamente peligroso. Entonces era cuando se callaba. Cuando cesaban los gritos.
Los gritos de su padre, al menos.
—Me matará —susurró Balat—. Si digo una palabra, me matará. —Su anterior bravuconería se disolvió. Dejó de parecer un hombre y se convirtió en un jovencito, un adolescente aterrorizado.
—Podrías hacerlo tú, Shallan —le susurró Wikim—. Nuestro padre no se atreverá a hacerte daño. Además, tú viste lo que pasó.
—No lo vi —murmuró ella.
—¡Estabas allí!
—No sé qué sucedió. No lo recuerdo.
No sucedió. No pasó.
Un tronco chasqueó en el hogar. Balat miró al suelo y no se puso en pie. Ninguno de ellos lo hizo. Un grupo de pétalos de metal translúcidos revoloteó entre ellos, haciéndose visible. Vergüenzaspren.
—Comprendo —dijo el mensajero—. Si alguno de vosotros… recuerda la verdad en algún momento, en Vedenar encontraréis oídos dispuestos a escuchar.
—No destruirás esta casa, bastardo —profirió Lin Davar, levantándose—. Estamos unidos.
—Salvo los que ya no pueden estar, supongo.
—¡Sal de esta casa!
El mensajero le dirigió una mirada de disgusto, una mueca despectiva. Decía: «Soy un bastardo, pero no caigo tan bajo como tú». Se marchó entonces, abandonando la sala para reunir a sus hombres fuera, indicando con sus bruscas órdenes que deseaba volver a ponerse en camino a pesar de lo intempestivo de la hora, a cumplir otra misión más allá de los territorios de Lin Davar.
Cuando el mensajero se marchó, el padre de Shallan apoyó las dos manos en la mesa y resopló con fuerza.
—Marchaos —ordenó a los cuatro, bajando la cabeza.
Ellos vacilaron.
—¡Marchaos! —rugió Lin Davar.
Todos escaparon de la sala, y Shallan echó a correr tras sus hermanos. Lo último que vio fue a su padre hundido en el sillón, sujetándose la cabeza con las manos. El regalo que le había hecho, aquel bonito collar, quedó olvidado en la caja abierta, sobre la mesa de al lado.