Sí, estoy decepcionado. Perpetuamente, como tú dices.
Kaladin yacía en su banco, ignorando el cuenco de humeante arroz especiado que había en el suelo.
Había empezado a verse a sí mismo como aquel espinablanca de la casa de fieras. Un depredador encerrado en una jaula. Las tormentas quisieran que no acabara como aquella pobre bestia: agotada, hambrienta, confusa. «No viven bien en cautividad», había dicho Shallan.
¿Cuántos días habían pasado? Kaladin descubrió que no le importaba. Eso le preocupaba. Durante su tiempo como esclavo, también había dejado de preocuparse por el paso del tiempo.
No estaba tan lejos de aquel despojo que había sido. Sentía que resbalaba de vuelta a aquel estado mental, como un hombre que escala un acantilado cubierto de crem y mugre. Cada vez que intentaba llegar más alto, resbalaba. Acabaría por caer.
Antiguas formas de pensamiento… las formas de pensar del esclavo, se revolvían en su interior. «Deja de preocuparte. Preocúpate solo de la siguiente comida, y mantente alejado de los demás. No pienses demasiado. Pensar es peligroso. Pensar te hace sentir esperanza, te hace desear».
Kaladin gritó, se levantó del banco de un salto y recorrió de un lado a otro la pequeña celda, llevándose las manos a la cabeza. Se había considerado muy fuerte. Un luchador. ¡Pero todo lo que había que hacer para arrebatarle esa certeza era meterlo en una caja durante unos pocos días, y la verdad regresaba! Se apretujó contra los barrotes y extendió una mano entre ellos, hacia una de las lámparas de la pared. Inspiró.
No sucedió nada. Ninguna luz tormentosa. La esfera continuó brillando con firmeza.
Kaladin gritó, extendiendo más la mano, estirando las yemas de los dedos hacia aquella luz lejana. «No permitas que la oscuridad me lleve», pensó. Entonces… rezó. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que lo hizo? No tenía nadie que escribiera y quemara las palabras, pero el Todopoderoso escuchaba los corazones, ¿no? «Por favor. Otra vez no. No puedo volver a eso».
»Por favor».
Se esforzó por alcanzar aquella esfera, inspirando. La luz pareció resistir, luego gloriosamente fluyó hacia las yemas de sus dedos. La tormenta latió en sus venas.
Kaladin contuvo la respiración, los ojos cerrados, saboreándola. El poder se debatía contra él, intentando escapar. Se apartó de los barrotes y empezó a caminar de nuevo, los ojos cerrados, no tan frenético como antes.
—Me preocupas —dijo Syl—. Te vuelves oscuro.
Kaladin abrió los ojos y por fin la encontró, sentada entre dos barrotes como en un columpio.
—Me pondré bien —dijo Kaladin, dejando que la luz tormentosa brotara de sus labios como humo—. Solo necesito salir de esta jaula.
—Es peor que eso. Es la oscuridad… la oscuridad… —Miró hacia un lado, luego soltó una risita y se lanzó a inspeccionar algo en el suelo. Un pequeño cremlino se arrastraba por el borde de la celda. Se detuvo junto a él, con los ojos muy abiertos ante el color rojo y violeta de su caparazón.
Kaladin sonrió. Seguía siendo un spren. Como una niña. Para Syl el mundo era un lugar de maravilla. ¿Cómo sería eso?
Se sentó y se tomó la comida, sintiendo que se había librado por el momento de la melancolía. Al cabo de un rato uno de los guardias se acercó a comprobarlo y encontró la esfera opaca. La sacó, frunciendo el ceño, y sacudió la cabeza antes de sustituirla y marcharse.
Amaram se dirigía a esa celda.
«¡Escóndete!».
Shallan se sintió orgullosa de la rapidez con que escupió el resto de su luz tormentosa, envolviéndose en ella. Ni siquiera pensó en cómo había actuado el loco ante su tejido de luz antes, aunque quizá debería haberlo hecho. De todas formas, esta vez no pareció darse cuenta.
¿Debería convertirse en un fervoroso? No. Algo mucho más sencillo, algo más rápido.
Oscuridad.
Sus ropas se volvieron negras. Su piel, su sombrero, su pelo… todo completamente negro. Se apartó de la puerta y se acurrucó en una esquina, lo más lejos posible de aquella ventana mínima, y se quedó quieta. Con su ilusión en su sitio, el tejido de luz consumió los hilillos de luz tormentosa que normalmente brotaban de su piel, enmascarando aún más su presencia.
La puerta se abrió. Shallan sintió tronar su corazón y deseó haber tenido tiempo para crear una pared falsa. Amaram entró en la celda acompañado por un joven ojos oscuros, obviamente alezi, de pelo corto y cejas prominentes. Llevaba una librea Kholin. Cerraron suavemente la puerta tras ellos y Amaram se guardó una llave.
Shallan experimentó un inmediato arrebato de furia al ver allí al asesino de su hermano, pero descubrió que de algún modo se había aplacado. Sentía una repulsa ardiente en vez de un odio intenso. Había pasado ya mucho tiempo desde la última vez que vio a Helaran. Y Balat tenía razón cuando decía que su hermano mayor los había abandonado.
Para intentar matar a ese hombre, aparentemente… o eso había deducido ella por lo que había leído de Amaram y su hoja esquirlada. ¿Por qué había ido su hermano a hacer eso? ¿Y podía reprochárselo a Amaram cuando, en realidad, probablemente solo se estaba defendiendo?
Sintió que sabía muy poco. Aunque Amaram seguía siendo un desgraciado, por supuesto.
Amaram y el ojos oscuros alezi se volvieron hacia el loco. Shallan no pudo distinguir muy bien sus rasgos en la celda casi completamente a oscuras.
—No sé por qué necesitas oírlo tú mismo, brillante señor —dijo el criado—. Ya te he contado lo que dijo.
—Calla, Bordin —ordenó Amaram mientras cruzaba la celda—. Vigila la puerta.
Shallan se envaró, acurrucada en la esquina. La verían, ¿no?
Amaram se inclinó junto a la cama.
—Gran príncipe —susurró, apoyando una mano en el hombro del loco—. Vuélvete. Déjame verte.
El loco alzó la cabeza, todavía murmurando.
—Ah… —dijo Amaram, resoplando—. Todopoderoso en las alturas, diez nombres, todo cierto. Eres hermoso. Gavilar, lo hemos conseguido. Por fin lo hemos conseguido.
—¿Brillante señor? —dijo Bordin desde la puerta—. No me gusta estar aquí. Si nos descubrieran, podrían hacer preguntas. El tesoro…
—¿De verdad mencionó las espadas esquirladas?
—Sí —dijo Bordin—. Habló de un montón de ellas.
—Las hojas de Honor —susurró Amaram—. Gran príncipe, por favor, dime las mismas palabras que le dijiste a este.
El loco siguió murmurando tal como Shallan había oído. Amaram continuó arrodillado, pero al final se volvió hacia el nervioso Bordin.
—¿Bien?
—Repitió las mismas palabras cada día —dijo Bordin—, pero solo mencionó las espadas una vez.
—Me gustaría oírlas.
—Brillante señor, podríamos esperar aquí durante días y no oír esas palabras. Por favor. Tenemos que irnos. Los fervorosos vendrán tarde o temprano en una de sus rondas.
Amaram se levantó con clara reticencia.
—Gran príncipe —le dijo a la figura encorvada del loco—, voy a recuperar tus tesoros. No hables de ellos a los demás. Daré buen uso a las espadas. —Se volvió hacia Bordin—. Vamos, busquemos ese lugar.
—¿Hoy?
—Dijiste que estaba cerca.
—Sí, bueno, por eso lo traje hasta aquí. Pero…
—Si accidentalmente habla de esto a los otros, haré que vayan al lugar y lo encuentren vacío de tesoros. Vamos, rápido. Serás recompensado.
Amaram se marchó. Bordin se detuvo en la puerta a mirar al loco, luego salió y cerró la puerta con un chasquido.
Shallan dejó escapar un largo suspiro y se desplomó en el suelo.
—Es como aquel mar de esferas.
—¿Shallan? —preguntó Patrón.
—Me he caído dentro y no es que el agua me cubra la cabeza…, es que ni siquiera es agua y no tengo ni idea de cómo nadar en eso.
—No entiendo esta mentira —dijo Patrón.
Ella sacudió la cabeza mientras el color regresaba a su piel y sus ropas. Tras convertirse nuevamente en Velo, se dirigió a la puerta, acompañada por el sonido de los desvaríos del loco. «Heraldo de la Guerra. El tiempo del Regreso está cerca…».
Una vez fuera, regresó a la sala donde estaba Iyatil y pidió profusamente disculpas a los fervorosos que la estaban buscando. Alegó que se había perdido, pero dijo que aceptaría una escolta que la acompañara de vuelta a su palanquín.
Sin embargo, antes de irse, se inclinó para abrazar a Iyatil como para despedirse de su hermana.
—¿Puedes escapar? —susurró.
—No seas estúpida. Claro que puedo.
—Coge esto —dijo Shallan, colocando una hoja de papel en la mano libre enguantada de Iyatil—. En ella he escrito los desvaríos del loco. Se repiten sin cambiar. Vi a Amaram entrar en la celda: parece creer que estas palabras son auténticas, y busca un tesoro del que habló antes el loco. Escribiré un informe completo y os lo enviaré por vinculacañas a ti y a los demás esta noche.
Shallan hizo amago de retirarse, pero Iyatil la sujetó.
—¿Quién eres en realidad, Velo? —preguntó la mujer—. Me sorprendiste espiándote, y puedes perderme en las calles. No es algo fácil de hacer. Tus bonitos dibujos fascinan a Mraize, otra tarea casi imposible, considerando todo lo que ha visto. Y mira lo que has hecho hoy.
Shallan sintió un escalofrío de emoción. ¿Por qué se sentía tan contenta de recibir el respeto de esta gente? Eran asesinos.
Pero que las tormentas se la llevaran: se había ganado ese respeto.
—Busco la verdad —respondió—. Dondequiera que esté, quienquiera que la tenga. Eso es lo que soy. —Saludó con la cabeza a Iyatil, y luego se retiró y escapó del monasterio.
Más tarde, esa noche, después de enviar un informe completo sobre los acontecimientos del día (además de prometedores dibujos del loco, Amaram y Bordin), recibió un sencillo mensaje de Mraize.
«La verdad destruye a más gente de la que salva, Velo. Pero has demostrado tu valía. Ya no tienes nada que temer de nuestros otros miembros: han recibido instrucciones de no tocarte. Se te exige un tatuaje concreto, un símbolo de tu lealtad. Enviaré un dibujo. Puedes ponértelo donde quieras, pero debes mostrármelo la próxima vez que nos veamos.
»Bienvenida a los Sangre Espectral».