Uno es casi con toda certeza un traidor a los demás.

Del Diagrama, Libro del segundo cajón del escritorio, párrafo 27

Kaladin dejó que la luz tormentosa se evaporara ante él. Se estaba quedando sin ella: su frenético vuelo a través de las Llanuras lo había agotado. Cómo se sorprendió cuando la bengala de luz que se alzaba al cielo oscuro sobre una meseta iluminada resultó ser el propio Dalinar. Lanzado al cielo por Szeth.

Kaladin lo había capturado con rapidez y lo devolvió al suelo con un cuidadoso lanzamiento propio. Delante, Szeth se apartaba del príncipe y apuntaba con su espada a Kaladin, que tenía los ojos muy abiertos y los labios temblando. Parecía horrorizado.

Bien.

Dalinar aterrizó por fin suavemente en la meseta, y el lanzamiento de Kaladin se agotó.

—Buscad refugio —dijo Kaladin, la tempestad en sus venas enfriándose más—. Volé sobre una tormenta al venir hacia aquí…, una tormenta grande. Viene por el oeste.

—Estamos iniciando la retirada.

—Apresuraos. Yo me encargaré de nuestro amigo.

—¿Kaladin?

Kaladin se volvió y miró al alto príncipe, que permanecía en pie, a pesar de que se llevaba un brazo contra el pecho. Dalinar lo miró a los ojos.

—Eres lo que he estado buscando.

—Sí. Por fin.

Kaladin se volvió y se encaminó hacia el asesino. Pasó ante el Puente Cuatro en tensa formación, y los hombres, a una orden de Teft, arrojaron algo al suelo. Linternas azules, iluminadas por enormes gemas que habían sobrevivido al Llanto.

Benditos fueran. La luz tormentosa surgió a su paso, llenándolo. Sin embargo, advirtió con pesar los dos cadáveres de ojos quemados en el suelo. Pedin y Mart. Eth se aferraba al cuerpo de su hermano, llorando. Otros hombres del puente habían perdido extremidades.

Kaladin rugió. Ninguno más. No perdería a más hombres a manos de este monstruo.

—¿Preparada? —susurró.

«Naturalmente —dijo Syl en su cabeza—. No es a mí a quien habéis estado esperando».

Ardiendo de luz tormentosa, airado y encendido, Kaladin se lanzó contra el asesino y se encontró con él espada contra espada.

—Estamos muertos… —murmuraba Renarin.

—Que alguien lo haga callar —ordenó Shallan—. Amordazadlo si es preciso.

Se dio media vuelta, ignorando al príncipe y sus delirios. Todavía se hallaba en el centro de la sala del mural. El Patrón. ¿Cuál era el patrón?

Una sala circular. Una cosa a cada lado que se adaptaba para que encajaran diferentes hojas esquirladas. Imágenes de los Caballeros Radiantes en el suelo, brillando de luz tormentosa, señalando una ciudad torre, como describían los mitos. Diez lámparas en las paredes. La cerradura colgaba sobre lo que consideraba que era una representación de Natanatan, el reino de las Llanuras Quebradas. Era…

Diez lámparas. Con diez gemas en ellas. Un entramado de metal las encerraba a cada una.

Shallan parpadeó, sacudida por la sorpresa.

—Es un fabrial.

El asesino se lanzó al aire. El capitán Kaladin voló también, persiguiéndolo, dejando un rastro de luz.

—¡Estatus de la retirada! —gritó Dalinar, cruzando la meseta. Las costillas le dolían como nunca, su herida de antes estaba un poco mejor. Tormentas. La había olvidado mientras luchaba, pero ahora le dolía de manera feroz—. ¡Que alguien me informe!

Escribas y fervorosos salieron del caos de tiendas cercanas. Se oían gritos por todas las mesetas. El viento empezó a arreciar: su período de gracia, la breve calma, había acabado. Tenían que escapar de estas mesetas. Sin dilación.

Dalinar alcanzó a Adolin y ayudó al joven a levantarse. Parecía hecho polvo, magullado, dolorido, mareado. Flexionó la mano derecha y gimió de dolor, luego torpemente la dejó relajarse.

—Condenación —dijo Adolin—. ¿El muchacho del puente es de verdad uno de ellos? ¿Un Caballero Radiante?

—Sí.

Extrañamente, Adolin sonrió, satisfecho.

—¡Ja! Sabía que había algo raro en él.

—Vamos —dijo Dalinar, instándolo a moverse—. Tenemos que conseguir que el ejército se traslade dos mesetas más allá, en esa dirección, donde espera Shallan. Ve allí y organiza lo que puedas. —Miró hacia el oeste mientras el viento arreciaba aún más, con ráfagas de lluvia—. Queda poco tiempo.

Adolin les gritó a los hombres del puente que se reunieran con él, cosa que hicieron, ayudando a sus heridos, aunque por desgracia se vieron obligados a dejar a sus muertos. Varios llevaban también la armadura esquirlada de Adolin, que al parecer estaba agotada.

Dalinar cojeó hacia el este de la meseta tanto como pudo en su estado, buscando…

Sí. El lugar donde había dejado a Galante. El caballo relinchó, sacudiendo su crin mojada.

—Bendito seas, viejo amigo —dijo Dalinar, alcanzando al ryshadio. A pesar de los truenos y el caos, el caballo no había huido.

Dalinar se movió mucho más fácilmente una vez montado, y acabó por encontrar al ejército de Roion que se dirigía por el sur en filas organizadas hacia la meseta de Shallan. Se permitió un suspiro de alivio al ver su ordenada marcha; la mayor parte del ejército ya había cruzado la meseta sur, y solo les quedaba una para alcanzar la redonda de Shallan. Eso era maravilloso. No podía recordar dónde había sido enviado el capitán Khal, pero con Roion caído, Dalinar había pensado que su ejército estaría sumido en el caos.

—¡Dalinar! —llamó una voz.

Se volvió y se encontró con la visión absolutamente incongruente de Sebarial y su amante bajo un toldo, comiendo fruta escarchada de un plato que sostenía un soldado de aspecto cohibido.

Sebarial alzó una copa de vino hacia Dalinar.

—Espero que no te importe —dijo—. Liberamos tus reservas. Corrían como locos, encaminados a una perdición segura.

Dalinar se los quedó mirando. Palona incluso había sacado una novela y estaba leyendo.

—¿Esto es cosa tuya? —preguntó Dalinar, indicando con la cabeza el ejército de Roion.

—Estaban formando mucho jaleo —dijo Sebarial—. Deambulaban, se gritaban unos a otros, lloraban y gemían. Todo muy poético. Supuse que alguien tenía que hacer que reaccionaran. Mi ejército está ya en la otra meseta. Van a estar muy apretujados allí, te habrás dado cuenta.

Palona pasó una página de su novela, sin apenas prestar atención.

—¿Habéis visto a Aladar? —preguntó Dalinar.

Sebarial hizo un gesto con su copa.

—Habrá terminado de cruzar también. Lo encontrarás en esa dirección. A sotavento, esperemos.

—No te retrases —dijo Dalinar—. Si te quedas aquí, eres hombre muerto.

—¿Como Roion?

—Desgraciadamente.

—Entonces es cierto —dijo Sebarial, poniéndose en pie y sacudiéndose los pantalones, que de algún modo estaban todavía secos—. ¿De quién voy a burlarme ahora? —Movió la cabeza en un ademán de tristeza.

Dalinar cabalgó en la dirección indicada. Advirtió que, increíblemente, un par de hombres del puente lo seguían todavía y acababan de llegar al lugar donde había encontrado a Sebarial. Lo saludaron cuando Dalinar reparó en ellos.

Les dijo adónde iba y espoleó al caballo. Tormentas. En cuestión de dolor, cabalgar con las costillas rotas no era mucho mejor que caminar. Era peor, de hecho.

Encontró a Aladar en la siguiente meseta, supervisando a su ejército, que cruzaba a la meseta perfectamente redonda que Shallan había indicado. Rust Elthal estaba allí también, ataviado con su armadura esquirlada (una de las que había ganado Adolin), y guiando uno de los grandes puentes metálicos de Dalinar. Lo colocaron junto a los otros dos que cruzaban el abismo en esta parte, en lugares donde los puentes más pequeños no habrían podido hacerlo.

La meseta donde todos se estaban congregando era relativamente pequeña para la escala de las Llanuras Quebradas, pero seguía teniendo varios cientos de metros de diámetro. Con suerte, alojaría a los ejércitos.

—¿Dalinar? —preguntó Aladar, acercándose al trote. Iluminado por un gran diamante (robado al parecer de una de las luces fabriales de Navani) que colgaba de su silla, Aladar llevaba el uniforme empapado y un vendaje en la frente, pero por lo demás parecía ileso—. ¿Qué está pasando aquí, por la lengua de Kelek? Nadie puede darme una respuesta.

—Roion ha muerto —dijo Dalinar cansinamente, refrenando a Galante—. Cayó con honor, atacando al asesino. Esperemos que este se mantenga un tiempo al margen.

—Hemos vencido —dijo Aladar—. Dispersé a esos parshendi. Más de la mitad murieron en la meseta, quizás incluso tres cuartas partes. Adolin lo hizo aún mejor en su meseta, y por los informes, los de la meseta de Roion han huido. ¡El Pacto de la Venganza se ha cumplido! ¡Gavilar queda vengado, y la guerra se ha terminado!

Tan orgulloso… Dalinar no fue capaz de encontrar palabras para desanimarlo, así que tan solo lo miró. Se sentía aturdido.

«No puedo permitírmelo —pensó, hundiéndose en su silla de montar—. Tengo que liderarlos».

—Importa, ¿verdad? —preguntó Aladar en voz más baja—. ¿Que hayamos vencido?

—Pues claro que importa.

—Pero… ¿no debería parecer distinto?

—Agotamiento, dolor, sufrimiento… —dijo Dalinar—. Así suele ser la victoria, Aladar. Hemos vencido, sí, pero ahora tenemos que sobrevivir con nuestra victoria. ¿Tus hombres casi han terminado de cruzar?

Aladar asintió.

—Que todos ocupen esa meseta —dijo Dalinar—. Apretújalos unos contra otros si es necesario. Tenemos que estar preparados para cruzar el portal lo más rápidamente posible, cuando se abra.

Si se abre.

Dalinar espoleó a Galante y cruzó uno de los puentes para dirigirse a las abarrotadas filas del otro lado. Desde allí, se abrió paso con dificultad hacia el centro, donde esperaba encontrar la salvación.

Kaladin se lanzó al aire tras el asesino.

Las Llanuras Quebradas quedaron atrás. Las gemas caídas tintineaban en la meseta, abandonadas donde las tiendas habían salido volando o donde habían caído los soldados. Iluminaban no solo la meseta central, sino también otras tres a su alrededor y una más alejada, que parecía extrañamente circular desde arriba.

Los ejércitos estaban congregados allí. Pequeños bultos salpicaban las otras mesetas como si fueran pecas. Cadáveres. Tantos.

Kaladin miró hacia el cielo. Era libre una vez más. Los vientos surcaban bajo él, parecían levantarlo, impulsarlo. Transportarlo. Su espada esquirlada se disolvió en bruma y Syl revoloteó a su alrededor, convertida en un trazo de luz.

Syl vivía. ¡Syl vivía! Todavía se sentía eufórico por ello. ¿No debería estar muerta? Cuando le preguntó al partir, su respuesta fue sencilla.

«Solo estaba tan muerta como tus juramentos, Kaladin».

Siguió ascendiendo, apartándose del camino de las tormentas inminentes. Podía verlas con claridad desde este punto. Dos, una que llegaba por el oeste y restallaba con relámpagos rojos, la otra que se acercaba con más rapidez desde el este con una muralla de tormenta gris oscura. Iban a colisionar.

—Una alta tormenta —dijo Kaladin, cruzando el cielo detrás de Szeth—. La tormenta roja es de los parshendi, pero ¿por qué viene una alta tormenta? No es el momento.

—Mi padre —dijo Syl, con voz solemne—. Trajo la tormenta, avivando su paso. Está… roto, Kaladin. Cree que nada de esto debería suceder. Quiere acabar con todo, barrerlos a todos, e intenta ocultarse del futuro.

Su padre… ¿significaba eso que el Padre Tormenta los quería muertos?

Magnífico.

El asesino desapareció más arriba, desvaneciéndose entre las oscuras nubes. Kaladin apretó los dientes, vinculándose de nuevo hacia lo alto para conseguir más aceleración. Salió disparado hacia las nubes, y todo a su alrededor se convirtió en un gris difuso.

Se mantuvo atento a los destellos de luz que anunciaran que el asesino venía a por él. Tal vez no tuviera mucha advertencia.

La zona a su alrededor se iluminó. ¿Era el asesino? Kaladin extendió una mano hacia un lado, y Syl se transformó en la espada inmediatamente.

—¿No hacen falta diez latidos? —preguntó.

«No cuando estoy aquí contigo, preparada. El retraso es principalmente algo de los muertos. Hay que revivirlos cada vez».

Kaladin salió de las nubes a la luz del sol.

Se quedó boquiabierto. Había olvidado que todavía era de día. Allí, muy por encima de la terrosa oscuridad de la guerra, la luz del sol rociaba la capa de nubes, haciéndolas brillar con pálida belleza. El fino aire estaba helado, pero la ardiente luz tormentosa en su interior le permitió ignorarlo.

El asesino flotaba cerca, con los pies apuntando hacia abajo, la cabeza gacha, la hoja esquirlada de color de plata a un lado. Kaladin se lanzó hasta detenerse a la par que el asesino.

—Soy Szeth-hijo-hijo-Vallano —dijo el hombre—. Sin verdad… Sinverdad… —Alzó la cabeza, los ojos muy abiertos, los dientes apretados—. Has robado una hoja de Honor. Es la única explicación.

«Tormentas». Kaladin había imaginado siempre al Asesino de Blanco como un homicida frío y calmado. Esto era algo diferente.

—No poseo esa arma —dijo Kaladin—. Y no comprendo por qué importaría si así fuera.

—Oigo tus mentiras. Las conozco.

Szeth se lanzó hacia delante, la espada extendida.

Kaladin se lanzó a un lado, apartándose. Blandió su espada, pero no llegó a hacer contacto.

—Tendría que haber practicado más —murmuró.

«Oh. Es verdad. Probablemente querrás mejor una lanza, ¿no?».

El arma se disolvió en bruma, luego se alargó y adquirió la forma de una lanza plateada, con brillantes glifos retorcidos a lo largo de los lados afilados de la punta.

Szeth se revolvió en el aire, lanzándose de nuevo hacia una posición flotante. Miró la lanza, luego pareció temblar.

—No. Sinverdad. Soy Sinverdad. Nada de preguntas.

La luz tormentosa brotaba por su boca. Szeth echó la cabeza atrás y gritó, un sonido fútil y humano que se disipó en la infinita expansión del cielo.

Bajo ellos, los truenos rugieron y las nubes se cargaron de color.

Shallan corría de una lámpara a otra en la cámara circular, infundiéndolas de luz tormentosa. Brillaba con fuerza, tras haber atraído la luz de las linternas de los fervorosos. No era momento de explicaciones.

Dejaría de mantener en secreto su naturaleza de absorbedora.

Esta sala era un fabrial gigantesco que extraía la energía de la luz tormentosa de esas lámparas. Tendría que haberse dado cuenta. Pasó ante Inadara, que se la quedó mirando.

—¿Cómo… cómo estás haciendo esto, brillante?

Varias eruditas se habían sentado en el suelo, donde esbozaban a toda prisa glifoguardas de oración en la tela, usando tiza a causa de la humedad. Shallan no sabía si esas plegarias eran una petición para estar a salvo de las tormentas o de ella misma. Oyó a una de las mujeres murmurar las palabras «Radiante perdida».

Dos linternas más. Infundió un rubí con luz tormentosa, dándole vida, pero entonces se quedó sin luz.

—¡Gemas! —dijo, girando sobre sus talones—. ¡Necesito más luz tormentosa!

Todos se miraron unos a otros, menos Renarin, que continuaba arañando glifos idénticos en las paredes mientras lloraba. Padre Tormenta. Shallan lo había agotado todo. Una de las eruditas había sacado una lámpara de aceite de su mochila, y palidecía junto a las lámparas de las paredes.

Shallan salió por el agujero en la puerta y miró a la masa de soldados congregados ahí fuera. Miles y miles en la oscuridad. Afortunadamente, algunos portaban linternas.

—¡Necesito vuestra luz tormentosa! —dijo—. Es…

¿Aquel era Adolin? Shallan jadeó, y todos los demás pensamientos desaparecieron por un instante cuando lo vio delante de la multitud, apoyado en un hombre del puente. Adolin estaba hecho un desastre, el lado izquierdo de su cara era un entramado de sangre y magulladuras, llevaba el uniforme desgarrado y ensangrentado. Shallan corrió hacia él y lo abrazó.

—Yo también me alegro de verte —dijo él, enterrando la cara en su pelo—. Me han dicho que vas a sacarnos de este lío.

—¿Lío? —preguntó ella.

Los truenos restallaban y retumbaban sin pausa mientras los relámpagos rojos caían no uno a uno, sino en oleada. ¡Tormentas! ¡No se había dado cuenta de que estaban tan cerca!

—Mmm… —dijo Patrón. Shallan miró hacia la izquierda. Una muralla de tormenta se aproximaba. Las tormentas eran como dos manos que se acercaban para aplastar a los ejércitos que había entre ellas.

Shallan inhaló profundamente, y la luz tormentosa entró en ella, devolviéndola a la vida. Al parecer, Adolin llevaba una o dos gemas encima. Él dio un paso atrás y la miró de arriba abajo.

—¿Tú también?

—Hum… —Ella se mordió el labio—. Sí. Lo siento.

—¿Lo sientes? ¡Tormentas, mujer! ¿Puedes volar como hace él?

—¿Volar?

Sonó un trueno. Condenación inminente. Bien.

—¡Asegúrate de que todo el mundo esté preparado para ponerse en marcha! —dijo Shallan, corriendo de vuelta a la cámara.

Las tormentas entrechocaron por debajo de Kaladin. Las nubes se separaron, negras, rojas y grises, mezclándose en enormes remolinos, los relámpagos corriendo entre ellas. Parecía Aharietiam de nuevo, el final de todas las cosas.

Por encima de todo, en la cumbre del mundo, Kaladin luchaba por su vida.

Szeth pasó volando con un destello de metal plateado. Kaladin desvió el golpe, la lanza en su mano vibrando con un tintineo resonante. Szeth pasó de largo y Kaladin se lanzó en esa dirección.

Cayeron hacia el oeste, rozando las cimas de las nubes, aunque para Kaladin esa dirección era abajo. Cayó con la lanza apuntando al asesino shin.

Szeth viró a la izquierda, y Kaladin lo siguió, lanzándose rápidamente hacia ese lado. Nubes agitadas, violentas y furiosas se mezclaban bajo él. Las dos tormentas parecían estar luchando: los relámpagos que las iluminaban eran como puñetazos descargados. Se oía un estrépito que no era solo el sonido de los truenos. Cerca de Kaladin una gran roca atravesó las nubes, desprendiendo vapor por toda su longitud. Cruzó la noche como un leviatán, y luego volvió a hundirse entre las nubes.

«Padre Tormenta…». Estaba a decenas, quizás a centenares de metros de altura. ¿Qué clase de violencia tenía lugar allí abajo si arrojaban peñascos hasta tan alto?

Kaladin se lanzó hacia Szeth, ganando velocidad, moviéndose sobre la superficie de las tormentas. Se acercó, luego se contuvo, dejando que su aceleración se igualara con la de Szeth para volar el uno al lado del otro.

Kaladin intentó alcanzar al asesino con su lanza. Szeth detuvo el golpe con destreza, sujetando la espada con ambas manos y enviando a un lado la lanza de Kaladin.

—Los Caballeros Radiantes no pueden haber regresado —gritó Szeth.

—Lo han hecho —dijo Kaladin, retirando la lanza—. Y van a matarte. —Se lanzó ligeramente hacia un lado mientras golpeaba, retorciéndose en el aire.

Sin embargo, Szeth se lanzó hacia arriba, esquivando la lanza. Mientras seguían cayendo en el aire, las nubes a su lado, Szeth se lanzó hacia dentro y atacó. Kaladin maldijo y apenas pudo apartarse a tiempo.

Szeth pasó de largo, desapareciendo en las nubes de abajo, convertido en solo una sombra. Kaladin intentó seguir aquella sombra, pero fracasó.

Szeth apareció a su lado un segundo más tarde, lanzando tres rápidos golpes. Uno alcanzó en el brazo a Kaladin, que soltó a Syl.

«Condenación». Se lanzó hacia atrás para alejarse de Szeth, luego desvió la luz tormentosa hacia su mano gris y sin vida. Con esfuerzo, hizo que el color regresara, pero Szeth estaba de nuevo encima de él tras dar una voltereta en el aire.

La bruma se formó en la mano izquierda de Kaladin cuando la alzó para protegerse, y un escudo plateado apareció, brillando con una luz suave. La espada de Szeth salió desviada, haciendo que el hombre gruñera sorprendido.

La fuerza regresó a la mano derecha de Kaladin, curado el corte, pero invertir tanta luz tormentosa en la curación lo hizo sentirse agotado. Se alejó de Szeth, tratando de mantener la distancia, pero el asesino lo siguió, virando en cada una de las direcciones que Kaladin intentaba para escapar.

—Eres nuevo en esto —dijo Szeth—. No puedes luchar contra mí. Venceré.

Szeth se adelantó, y Syl tomó forma de lanza en las manos de Kaladin de nuevo. Parecía poder prever el arma que él necesitaba. Szeth descargó su espada contra Syl. Quedaron cara a cara y giraron, mirándose a los ojos, sus lanzamientos los hacían atravesar las nubes.

—Yo venzo siempre —dijo Szeth. Lo dijo de un modo extraño, como furioso.

—Te equivocas —respondió Kaladin—. No soy nuevo en esto.

—Acabas de adquirir tus habilidades.

—No. El viento es mío. El cielo es mío. Son míos desde la infancia. Tú eres el intruso aquí. No yo.

Se separaron. Kaladin lanzó al asesino hacia atrás. Dejó de pensar tanto en sus lanzamientos, en lo que debería hacer.

En cambio, se dejó a sí mismo ser.

Se abalanzó hacia Szeth, la casaca ondeando, la lanza apuntando al corazón del hombre. Szeth se apartó, pero Kaladin soltó la lanza y trazó un gran arco con el brazo. Syl formó una albarda. La hoja quedó a pocos centímetros de la cara de Szeth.

El asesino maldijo, pero respondió con su espada. Un escudo apareció en la mano de Kaladin un segundo después, y repelió el ataque. Syl se disolvió mientras lo hacía, volviendo a convertirse en espada cuando Kaladin lanzó una estocada con las manos vacías. La espada apareció y mordió profundamente el hombro de Szeth.

Los ojos del asesino se abrieron de par en par. Kaladin retorció la espada, arrancándola de la carne del shin, luego intentó un revés para acabar con el hombre de una vez por todas. Szeth fue demasiado rápido. Se lanzó hacia atrás, obligando a Kaladin a seguirlo, acumulando un lanzamiento tras otro.

La mano de Szeth todavía funcionaba. Condenación. La estocada al hombro no había cortado del todo el alma que llegaba al brazo. Y la luz tormentosa de Kaladin se agotaba.

Afortunadamente, Szeth parecía tener aún menos. El asesino la consumía a un ritmo mucho más rápido que Kaladin, a juzgar por el brillo disminuido a su alrededor. De hecho, no intentó curar su hombro, pues habría requerido un montón de luz, sino que continuó huyendo, sacudiéndose de un lado a otro, tratando de dejar atrás a Kaladin.

La batalla en sombras continuaba abajo, una maraña de relámpagos, vientos y nubes convulsas. Mientras Kaladin perseguía al Asesino de Blanco, algo gigantesco se movió bajo las nubes, una sombra del tamaño de una ciudad. Un segundo más tarde, la parte superior de una meseta entera atravesó las oscuras nubes, retorciéndose lentamente, como si la hubieran arrojado desde abajo.

Szeth casi chocó contra ella. En cambio, se lanzó hacia arriba para remontarla, y luego aterrizó en su superficie. Corrió por ella mientras giraba lentamente en el aire, agotado su impulso.

Kaladin aterrizó tras él, aunque conservó la mayor parte de un lanzamiento hacia arriba, manteniéndose liviano. Corrió por el lado de la meseta, ascendiendo casi directamente hacia el cielo, esquivando a un lado cuando Szeth de pronto se volvió y cortó de un tajo una formación rocosa, enviando peñascos hacia abajo.

Las rocas corrieron por la superficie de la meseta, que empezó a girar de vuelta al suelo. Szeth llegó al pico y se lanzó al aire, y Kaladin lo siguió poco después, arrojándose desde la superficie de piedra, que se hundía como un barco moribundo en las nubes revueltas.

Continuaron la persecución, pero Szeth lo hizo cayendo hacia atrás a lo largo de lo alto de la tormenta, los ojos fijos en Kaladin. Ojos salvajes.

—¡Estás intentando convencerme! —gritó—. ¡No puedes ser uno de ellos!

—Has visto lo que soy —replicó Kaladin.

—¡Los Portadores del Vacío!

—Han vuelto —gritó Kaladin.

—NO PUEDE SER. ¡SOY SINVERDAD! —El asesino jadeó—. No he de luchar contigo. No eres mi objetivo. Tengo… tengo trabajo que hacer. ¡Obedezco!

Se volvió y se lanzó hacia abajo.

Entre las nubes, hacia la meseta a la que había ido Dalinar.

Shallan irrumpió en la sala mientras las tormentas entrechocaban en el exterior.

¿Qué estaba haciendo? No había tiempo. Aunque pudiera abrir un portal, esas tormentas estaban ya allí. No tendría tiempo para hacer pasar a la gente.

Estaban muertos. Todos ellos. La muralla de la tormenta probablemente ya había matado a miles.

Corrió hacia la última lámpara de todas formas, infundiendo sus esferas.

El suelo empezó a brillar.

Los fervorosos se pusieron en pie, sorprendidos, e Inadara soltó un grito. Adolin entró tambaleándose por la puerta, seguido por el viento y una vaharada de furiosa lluvia.

Bajo ellos, el intrincado diseño empezó a brillar desde dentro. Casi parecía una vidriera. Gesticulando frenéticamente a Adolin para que se reuniera con ella, Shallan corrió hacia la cerradura de la pared.

—La espada —le gritó a Adolin por encima de los sonidos de la tormenta exterior—. ¡Ahí dentro! —Renarin hacía un rato que había descartado la suya.

Adolin obedeció, avanzó e invocó su hoja esquirlada. La clavó en la ranura, que de nuevo fluyó para encajar con el arma.

No sucedió nada.

—No funciona —gritó Adolin.

«Solo una respuesta».

Shallan agarró el mango de la espada y la sacudió, ignorando el grito que provocó en su mente tocarla, y luego la arrojó a un lado. La espada de Adolin se disolvió en bruma.

«Una profunda verdad».

—Hay algo que no va bien con tu espada, y con todas las espadas. —Vaciló un segundo—. Todas menos la mía. ¡Patrón!

Él se formó en sus manos, la hoja que ella había empleado para matar. El alma oculta. Shallan la clavó en la ranura, y el arma vibró en sus manos y brilló. Algo en las profundidades de la meseta se abrió.

En el exterior, los relámpagos caían y los hombres gritaban.

El mecanismo de funcionamiento le quedó claro. Shallan apoyó su peso contra la espada, empujándola como si fuera la rueda de un molino. La pared interior del edificio era como un anillo dentro de un tubo: podía rotar, mientras que la pared externa permanecía en su sitio. La espada movió la pared interior cuando la empujó, aunque se atascó al principio, pues los bloques caídos del corte en la puerta se interponían. Adolin descargó su peso contra la espada también, y juntos rodearon el círculo hasta que estuvieron sobre la imagen de Urithiru, a media circunferencia de Natanan, donde habían empezado. Shallan retiró la espada.

Las diez lámparas se desvanecieron como ojos que se cerraran.

Kaladin siguió a Szeth hacia la tormenta, zambulléndose en la negra oscuridad, cayendo entre los vientos revueltos y los relámpagos demoledores. El viento lo atacó, zarandeándolo, sin que ningún lanzamiento pudiera evitarlo. Podía ser amo de los vientos, pero las tormentas eran otra cosa.

«Ten cuidado —le envió Syl—. Mi padre te odia. Este es su dominio. Y está mezclado con algo aún más terrible, otra tormenta. Su tormenta».

Sin embargo, las altas tormentas eran la fuente de la luz tormentosa, y estar allí dentro llenaba a Kaladin de energía. Sus reservas de luz se avivaron, como hicieron obviamente con Szeth. El asesino apareció de repente como una explosión blanca que atravesó la vorágine hacia las mesetas.

Kaladin rugió, lanzándose detrás de Szeth. Relámpagos de una docena de colores destellaron a su alrededor, rojos, violetas, blancos, amarillos. La lluvia lo empapó. Las rocas pasaban por su lado, algunas chocando contra él, pero la luz tormentosa lo sanaba con la misma rapidez que las rocas lo herían.

Szeth se movió entre las mesetas, volando sobre ellas, y Kaladin lo siguió con dificultad. Era difícil navegar en este viento convulso, y la oscuridad era casi absoluta. Los rayos iluminaban las llanuras con estallidos irregulares. Por fortuna, el brillo de Szeth no podía ocultarse, y Kaladin mantuvo su atención fija en aquella ardiente bengala.

Más rápido.

Tal como le había enseñado Zahel hacía semanas, Szeth no necesitaba derrotar a Kaladin para ganar. Solo tenía que llegar a aquellos a quienes Kaladin protegía.

«Más rápido».

Una explosión de luz iluminó las mesetas de la batalla. Y tras ellas Kaladin pudo atisbar el ejército. Miles de hombres apretujados en la gran meseta circular. Muchos agachados. Otros dominados por el pánico.

El relámpago desapareció en un momento, y la tierra volvió a quedar a oscuras, aunque Kaladin había visto lo suficiente para saber que era un desastre. Un cataclismo. Los hombres cayeron por el borde del abismo, otros fueron aplastados por las rocas. En cuestión de minutos, el ejército desaparecería. Tormentas, Kaladin ni siquiera estaba seguro de poder sobrevivir a este nexo de destrucción.

Szeth cayó entre ellos, una luz brillante entre la negrura. Mientras Kaladin se lanzaba en esa dirección, un relámpago volvió a golpear.

Su luz reveló a Szeth de pie en la meseta vacía, aturdido. El ejército había desaparecido.

Los sonidos de la enfurecida tormenta en el exterior se desvanecieron. Shallan tembló, mojada y helada.

—Todopoderoso en las alturas… —jadeó Adolin—. Casi me da miedo lo que vayamos a encontrar.

Hacer girar la pared interior del edificio había movido su puerta contra el crem endurecido. Tal vez allí hubo una puerta natural antes: Adolin invocó su espada para abrir un agujero.

Patrón… la hoja esquirlada de Shallan… se desvaneció en la bruma, y el mecanismo de la sala se detuvo. Ella no oyó nada fuera, ni el entrechocar de los vientos, ni los truenos.

Las emociones combatían en su interior. Parecía que se había salvado a sí misma y a Adolin. Pero el resto del ejército… Adolin abrió una puerta: la luz del sol entró a través del agujero. Shallan se acercó a la abertura, nerviosa, dejando atrás a Inadara, que estaba sentada en un rincón, con aspecto anonadado.

En la puerta, Shallan contempló la misma meseta que antes, solo que en ese momento estaba iluminada por el sol y tranquila. Cuatro ejércitos compuestos por hombres y mujeres estaban allí acurrucados, empapados y maltrechos, muchos de ellos con las manos en la cabeza y protegiéndose de un viento que ya no existía. Cerca había dos figuras de pie junto a un enorme caballo ryshadio. Dalinar y Navani, que al parecer iban camino del edificio central.

Tras ellos se extendían las cimas de una cordillera desconocida. Era la misma meseta, y allí formaba un anillo con otras nueve. A la izquierda de Shallan, una enorme torre acanalada —en forma de tazas cada vez más pequeñas apiladas unas encima de otras—, rompía los picos. Urithiru.

La meseta no contenía el portal.

Era el portal.

Szeth le gritó a Kaladin, pero sus palabras se perdieron en la tempestad. Las rocas caían a su alrededor, arrancadas de algún lugar lejano. Kaladin estaba seguro de que oía gritos terribles por encima de los vientos, mientras spren rojos que nunca había visto antes, como pequeños meteoritos que dejaban luz tras ellos, volaban a su alrededor.

Szeth volvió a gritar. Kaladin entendió la palabra esta vez.

—¡Cómo!

La respuesta de Kaladin fue golpear con su espada. Szeth la detuvo violentamente, y se enzarzaron en la lucha, dos figuras brillantes en la oscuridad.

—¡Conozco esta columna! —gritó Szeth—. ¡La he visto antes! Han ido a la ciudad, ¿no es cierto?

El asesino se lanzó al aire. Kaladin lo siguió rápidamente. Quería alejarse de esta tempestad.

Szeth se alejó, dirigiéndose hacia el oeste, lejos de la tormenta de los relámpagos rojos, siguiendo el camino de la alta tormenta corriente. Eso era ya de por sí bastante peligroso.

Kaladin lo persiguió, pero le resultó difícil con el zarandeo de los vientos. No es que estos le fueran más propicios a Szeth que a él: la tempestad era, simplemente, impredecible. Lo empujaban a un lado y a Szeth a otro.

¿Qué sucedería si el Asesino de Blanco lo dejaba atrás?

«Sabe adónde ha ido Dalinar —pensó Kaladin, apretando los dientes mientras un destello de súbita blancura lo cegaba—. Yo no».

No podría proteger a Dalinar si no podía encontrarlo. Por desgracia, una persecución en esta oscuridad favorecía a la persona que intentaba escapar. Lentamente, Szeth le sacó ventaja.

Kaladin trató de seguirlo, pero una ráfaga de viento lo impulsó en la dirección equivocada. Los lanzamientos en realidad no le permitían volar. No podía resistir esos vientos impredecibles: lo controlaban.

¡No! La brillante forma de Szeth desapareció. Kaladin gritó en la oscuridad, parpadeando contra la lluvia. Casi había dejado de ver…

Syl giró en el aire delante de él. Pero todavía empuñaba la lanza. ¿Qué?

Otro, luego otro. Lazos de luz que ocasionalmente tomaban forma de mujeres u hombres jóvenes, riendo. Vidaspren. Una docena o más giraban a su alrededor, dejando rastros de luz, su risa de algún modo sonaba con fuerza por encima de los sonidos de la tormenta.

«¡Allí!»., pensó Kaladin.

Szeth estaba ahí delante. Kaladin se lanzó a través de la tempestad contra él, dirigiéndose hacia un lado, luego a otro. Esquivando el bombardeo de los relámpagos, agachándose bajo los peñascos lanzados, parpadeando para librarse del empuje de la lluvia.

Un remolino de caos. Y por delante… ¿luz?

La muralla de tormenta.

Szeth se libró del mismo frente de la tormenta. A través del caos de agua y escombros, Kaladin apenas pudo ver cómo el asesino se volvía para mirar atrás; su postura era confiada.

«Cree que me ha despistado».

Kaladin atravesó la muralla de tormenta, rodeado de vientospren que trazaban espirales de luz. Gritó, atacando con su lanza a Szeth, que la esquivó apresuradamente, los ojos muy abiertos.

—¡Imposible!

Kaladin se dio media vuelta y descargó la lanza (que se convirtió en una espada) a través del pie de Szeth.

El asesino se lanzó a lo largo de la muralla de tormenta. Tanto él como Kaladin continuaron cayendo hacia el oeste, justo delante del muro de agua y restos.

Bajo ellos, la tierra pasaba convertida en un borrón. Las dos tormentas se habían separado por fin, y la alta tormenta seguía su rumbo normal, de este a oeste. Las Llanuras Quebradas pronto quedaron atrás, dando paso a las colinas.

Mientras Kaladin lo perseguía, Szeth se volvió y cayó hacia atrás, atacando, aunque Syl se convirtió en un escudo para bloquearlo. Kaladin golpeó y un martillo apareció en su mano, alcanzando a Szeth en el hombro y rompiendo huesos. Mientras la luz tormentosa intentaba sanar al asesino, Kaladin se acercó más y lo golpeó en el estómago con la mano, donde apareció un cuchillo que se clavó profundamente en el pie. Buscaba la columna vertebral.

Szeth gimió y frenéticamente se lanzó más atrás, alejándose de la presa de Kaladin.

Kaladin lo siguió. Los peñascos chocaban contra la muralla de tormenta, que era el suelo desde la perspectiva de Kaladin. Tenía que reajustar continuamente sus lanzamientos para permanecer en el lugar adecuado, por delante de la tormenta.

Kaladin saltaba sobre los peñascos a medida que aparecían, persiguiendo a Szeth, que caía salvajemente, con las ropas aleteando. Los vientospren formaban un halo alrededor de Kaladin, apareciendo y desapareciendo, trazando espirales, girando alrededor de sus brazos y piernas. La proximidad de la tormenta mantenía viva su luz tormentosa, impidiendo que se consumiera.

Szeth deceleró, curando sus heridas. Flotó delante de la muralla de tormenta, empuñando la espada. Tomó aire y miró a Kaladin a los ojos.

El final, entonces.

Kaladin se lanzó hacia delante, con Syl formando una lanza en sus dedos, el arma más familiar.

Szeth atacó en secuencia, un implacable borrón de golpes.

Kaladin los bloqueó todos. Acabó con su lanza contra la empuñadura de la espada de Szeth, ambos presionando, a menos pulgadas del rostro del asesino.

—Entonces es verdad —susurró Szeth.

—Sí.

Szeth asintió, y la tensión pareció desaparecer en él, sustituida por un vacío en la mirada.

—Entonces siempre tuve razón. Nunca fui Sinverdad. Podría haber detenido los asesinatos en cualquier momento.

—No sé lo que significa eso —dijo Kaladin—. Pero nunca tuviste por qué matar.

—Mis órdenes…

—¡Excusas! Si asesinabas por eso, entonces no eres el hombre malvado que yo creía. Solo un cobarde.

Szeth lo miró a los ojos antes de asentir. Empujó a Kaladin hacia atrás y se dispuso a golpear.

Kaladin extendió las manos, convirtiendo a Syl en una espada. Esperó que el asesino detuviera el golpe. El movimiento pretendía interrumpir el patrón de ataques de Szeth.

Pero Szeth no detuvo la espada: se limitó a cerrar los ojos.

En ese instante, por razones que ni siquiera él mismo alcanzaba a explicarse (¿tal vez por piedad?), Kaladin desvió su propio ataque y dirigió el golpe hacia la muñeca de su contrincante. La piel se volvió gris. Con un destello, reflejo de un relámpago, la espada cayó de la mano del asesino y se fue apagando.

El brillo huyó de la forma del asesino. Toda la luz tormentosa se desvaneció de repente, todas las esquirlas desaparecieron.

Szeth empezó a caer.

«¡Cógela! —le envió Syl en un grito mental—. Cógela, Kaladin. ¡No la pierdas!».

—¡El asesino!

«Ya no tiene el vínculo. Sin la espada, no es nada. ¡No la pierdas!».

Kaladin se lanzó a por la esquirlada empujando a Szeth, que se sacudió como un pelele a merced de los vientos de una tormenta.

Kaladin se abalanzó, agarrando la esquirlada justo antes de que la tormenta la consumiera.

A su lado, el asesino fue arrastrado, dejando a Kaladin con la imagen de la clara silueta de Szeth dirigiéndose a la meseta de abajo con toda la fuerza de la tempestad.

Enarbolando la espada del asesino, Kaladin se lanzó hacia arriba, pasando a lo largo de la muralla de tormenta. Los vientospren que había atraído giraban a su alrededor, riendo de pura alegría, y cuando rebasó la cima de la tempestad, estallaron a su alrededor y se dispersaron, marchándose para bailar delante de la tormenta que todavía avanzaba.

Se quedó solo con uno. Syl, con la forma de una joven de vestido vaporoso, de tamaño natural esta vez, flotaba ante él. Sonrió mientras la tormenta pasaba bajo ellos.

—Muy bien hecho —dijo—. Tal vez te conserve esta vez.

—Gracias.

—Estuviste a punto de matarme, lo sabes.

—Lo sé. Creí que lo había hecho.

—¿Y…?

—Y… hum… ¿eres inteligente y elocuente?

—Te olvidaste el cumplido.

—Pero acabo de decir…

—Esos eran simplemente hechos probados.

—Eres maravillosa —dijo él—. De verdad, Syl. Lo eres.

—También es un hecho —dijo ella, sonriendo—. Pero lo dejaré pasar siempre que estés dispuesto a ofrecerme una sonrisa lo bastante sincera.

Él así lo hizo.

Y se sintió bien, muy bien.

Palabras radiantes
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