Mas si había una gema sin tallar entre los Radiantes, eran los Formadores de Voluntad; pues aunque eran emprendedores, también eran erráticos, e Invia escribió de ellos: «Caprichosos, frustrantes, poco fiables», ya que daban por hecho que los demás estarían de acuerdo; puede que se tratara de una visión intolerante, como Invia expresó a menudo, pues se decía que esta orden era la más variada, de temperamento voluble salvo por un amor generalizado hacia la aventura, la novedad y la rareza.
De Palabras radiantes, capítulo 7, página 1
Adolin estaba sentado en una silla de respaldo alto, con una copa de vino en la mano, escuchando el rugido de la alta tormenta en el exterior. Tendría que haberse sentido a salvo en ese búnker de roca, pero había algo en las tormentas que minaban cualquier sensación de seguridad, sin importar lo racional que esta fuera. Se alegraría cuando llegara el Llanto y el final de las altas tormentas durante unas pocas semanas.
Adolin alzó su copa hacia Elit, que pasaba de largo. No había visto al hombre arriba, en la terraza de la taberna, pero esa cámara también servía como búnker para varias tiendas del Mercado Exterior.
—¿Estás preparado para nuestro duelo? —le preguntó Adolin—. Llevas una semana entera haciéndome esperar, Elit.
El hombre, bajo y calvo, tomó un sorbo de vino y luego bajó la copa sin mirar a Adolin.
—Mi primo está planeando matarte por haberme desafiado —dijo—. Después me va a matar a mí por aceptar el desafío. —Finalmente se volvió hacia Adolin—. Pero cuando te aplaste en la arena y reclame todas las esquirlas de tu familia, seré rico y a él lo olvidarán. ¿Que si estoy preparado para el duelo? Lo espero anhelante, Adolin Kholin.
—Tú eres quien ha querido esperar —observó Adolin.
—Más tiempo para saborear lo que voy a hacer contigo. —Elit sonrió con sus labios blancos y pasó de largo.
Un tipo extraño. Bueno, Adolin se encargaría de él al cabo de dos días, para cuando estaba establecido su duelo. Sin embargo, antes de eso estaba la reunión que se celebraría a la mañana siguiente con el portador de esquirlada parshendi. Un hecho que gravitaba sobre él como una nube de tormenta. ¿Qué sucedería si finalmente lograban la paz?
Reflexionó sobre el tema, mirando su vino y escuchando a medias a Elit charlar con alguien allá atrás. A Adolin le pareció reconocer la voz.
Se irguió en el asiento y miró por encima del hombro. ¿Cuánto tiempo llevaba allí Sadeas, y por qué no lo había visto al entrar?
Sadeas se volvió hacia él con una sonrisa tranquila en el rostro.
«Tal vez solo…».
Sadeas se le acercó con las manos a la espalda, vestido con una casaca corta de color marrón y un abrigo verde bordado. Los botones de la casaca eran gemas: esmeraldas a juego con el abrigo.
Tormentas. Ese día no tenía ganas de tratar con Sadeas.
El alto príncipe se sentó junto a Adolin, de espaldas a la chimenea que un parshmenio había empezado a encender. La sala era un murmullo de nerviosas conversaciones. Nunca se podía estar cómodo del todo, no importaba lo bonito que fuera el decorado, cuando una alta tormenta se desencadenaba en el exterior.
—Joven Adolin —dijo Sadeas—, ¿qué te parece mi casaca?
Adolin tomó un sorbo de vino, sin confiar en su respuesta. «Tendría que levantarme e irme». Pero no lo hizo. Una pequeña parte de sí mismo deseaba que Sadeas lo provocara, que le obligara a olvidar sus inhibiciones, que lo impulsara a cometer una estupidez. Matar al hombre allí mismo, en ese instante, probablemente causaría la ejecución de Adolin… o al menos el exilio. Tal vez mereciera la pena sufrir el castigo.
—Siempre has tenido muy buen ojo en cuestiones de estilo —continuó Sadeas—. Me gustaría conocer tu opinión. Creo que la casaca es espléndida, pero me preocupa que al ser tan corta esté pasada de moda. ¿Qué es lo último en Liafor?
Sadeas se tiró de la casaca, moviendo la mano para mostrar un anillo a juego con los botones. La esmeralda del anillo, como las de la chaqueta, no estaba tallada. Brillaban suavemente con luz tormentosa.
«Esmeraldas sin tallar», pensó Adolin, y luego alzó la cabeza para encontrar la mirada de Sadeas. El hombre sonrió.
—Las gemas son adquisiciones recientes —señaló—. Me gustan.
Conseguidas tras una incursión en la meseta con Ruthar en la que no tendría que haber estado. Adelantarse a los otros altos príncipes era propio de los viejos tiempos, cuando cada uno de ellos trataba de ser el primero y reclamar sus ganancias.
—Te odio —susurró Adolin.
—Haces bien —dijo Sadeas, retirando la mano de la casaca. Asintió hacia los guardias de Adolin, hombres de los puentes, que observaban con clara hostilidad—. ¿Mi antigua propiedad te trata bien? Los he visto patrullar por el mercado. Me resulta divertido por motivos que dudo poder explicar.
—Patrullan para conseguir un Alezkar mejor —dijo Adolin.
—¿Eso es lo que quiere Dalinar? Me sorprende oírlo. Habla de justicia, naturalmente, pero no permite que la justicia siga su curso. No adecuadamente.
—Sé adónde quieres ir a parar, Sadeas —replicó Adolin—. Te molesta que no te hayamos permitido que, como Alto Príncipe de Información, tus jueces intervengan en nuestro campamento. Bueno, te haré saber que mi padre ha decidido dejar…
—¿Alto Príncipe de… Información? ¿No te has enterado? Hace poco he renunciado a ese título.
—¿Qué?
—Sí —dijo Sadeas—. Me temo que nunca fui muy buena elección para ese puesto. Mi temperamento shalashiano, tal vez. Le deseo buena suerte a Dalinar para encontrar un sustituto… aunque por lo que he oído, los otros altos príncipes han llegado al acuerdo de que ninguno de nosotros está… capacitado para ese tipo de nombramientos.
«Renuncia a la autoridad del rey», pensó Adolin. Tormentas, eso no era buena señal. Apretó los dientes y se encontró extendiendo la mano hacia el costado para invocar su espada. No. Retiró la mano. Encontraría un modo de forzar a Sadeas a batirse en duelo. Si lo mataba en ese momento (sin importar cuánto lo mereciera) socavaría las mismas leyes y códigos que el padre de Adolin tanto se esforzaba por mantener.
Pero, tormentas… Adolin se sintió tentado.
Sadeas volvió a sonreír.
—¿Me consideras un hombre malvado, Adolin?
—Ese es un término demasiado simple —replicó Adolin—. No eres solo malvado, eres una anguila egoísta repleta de crem que intenta estrangular a este reino con su mano bulbosa y bastarda.
—Elocuente —dijo Sadeas—. Pero sin duda serás consciente de que yo creé este reino.
—Solo ayudaste a mi padre y mi tío.
—Ninguno de los dos existe ya —replicó Sadeas—. El Espina Negra está tan muerto como el viejo Gavilar. En cambio, dos idiotas gobiernan este reino, y cada uno de ellos es, en cierto modo, una sombra del hombre que amé. —Se inclinó hacia delante, mirando a Adolin directamente a los ojos—. No estoy estrangulando a Alezkar, hijo. Estoy intentando por todos los medios que unos pocos pedazos sean lo bastante fuertes para soportar el colapso que está provocando tu padre.
—No me llames hijo —susurró Adolin.
—De acuerdo —replicó Sadeas, poniéndose en pie—. Pero te diré una cosa. Me alegra que sobrevivieras a los hechos de la Torre aquel día. Serás un buen alto príncipe en los meses venideros. Tengo la sensación de que dentro de unos diez años, después de una extensa guerra civil entre nosotros dos, nuestra alianza será fuerte. Para entonces, comprenderás por qué hice lo que hice.
—Lo dudo. Te habré atravesado el vientre con mi espada mucho antes, Sadeas.
El interpelado alzó su copa de vino y luego se marchó para reunirse con otro grupo de ojos claros. Adolin soltó un largo suspiro de cansancio antes de arrellanarse en su asiento. Cerca, su hombre del puente, el de pequeña estatura y sienes canosas, asintió con la cabeza en gesto de respeto.
Adolin permaneció allí sentado, sintiéndose exhausto, hasta mucho después de que la alta tormenta terminara y la gente empezara a marcharse. Adolin prefería esperar a que la lluvia cesara por completo antes de irse, de todas formas. Nunca le había gustado el aspecto de su uniforme cuando se mojaba.
Al cabo de un rato se levantó, reunió a sus dos guardias y salió de la taberna a un cielo gris y un Mercado Exterior desierto. Había superado más o menos la conversación con Sadeas y no dejaba de recordarse que hasta ese momento el día había ido muy bien.
Shallan y su carruaje se habían marchado ya, naturalmente. Adolin podría haber mandado pedir uno, pero después de permanecer encerrado tanto tiempo, le apetecía caminar al aire libre, en el ambiente helado, húmedo y fresco que quedaba tras la tormenta.
Con las manos en los bolsillos de su uniforme, echó a andar por el Mercado Exterior, evitando los charcos. Los jardineros habían empezado a cultivar cortezapizarra ornamental a los lados del camino, aunque todavía no era muy alta, apenas unas pulgadas. Un buen risco de cortezapizarra podía tardar años en crecer adecuadamente.
Aquellos dos insufribles hombres del puente lo siguieron. No es que Adolin tuviera nada personal contra ellos, pues parecían tipos bastante amigables, sobre todo cuando estaban lejos de su comandante. Pero es que no le gustaba tener niñera. Aunque la tormenta se había perdido hacia el este, la tarde seguía siendo sombría. No encontró a mucha gente, así que sus únicos acompañantes eran los hombres del puente… Bueno, ellos y una legión de cremlinos que habían emergido para cebarse con las plantas que lamían el agua de los charcos.
¿Por qué pasaban las plantas más tiempo en sus conchas allí que en casa? Shallan probablemente lo sabría. Adolin sonrió, arrinconando en el fondo de su mente la imagen de Sadeas. Su relación con Shallan estaba funcionando. Sin embargo, siempre funcionaba al principio, así que contuvo su entusiasmo.
La joven era maravillosa. Exótica, ingeniosa, y no asfixiada por el decoro alezi. Era más lista que él, pero eso no lo hacía sentirse estúpido. Era un gran punto a su favor.
Salió del mercado y cruzó el terreno descubierto que había más allá, hasta llegar al campamento de guerra de Dalinar. Los guardias le dejaron pasar con firmes saludos. Se detuvo en el mercado del campamento, comparando los artículos que veía allí con los del mercado cercano al Pináculo.
«¿Qué sucederá con este lugar cuando termine la guerra?»., pensó. La guerra terminaría algún día. Quizás al día siguiente, con las negociaciones con el portador de esquirlada parshendi.
La presencia alezi allí no terminaría, sobre todo teniendo en cuenta que había que cazar a los abismoides, pero sin duda esta población tan grande no podría mantenerse, ¿no? ¿De verdad sería testigo de un cambio permanente en la sede del rey?
Horas más tarde, después de pasarse un rato en las joyerías buscando algo para Shallan, Adolin llegó al complejo de su padre en compañía de sus custodios. Para entonces, los pies empezaban a dolerle y el campamento estaba oscuro. Bostezó, encaminándose entre las cavernosas tripas de la morada de su padre, tan parecida a un búnker. ¿No era hora de construir una mansión adecuada? Ser un ejemplo estaba bien y todo eso, pero había ciertas cuestiones que una familia como la suya debería mantener. Sobre todo si las Llanuras Quebradas iban a continuar siendo tan importantes como hasta entonces. Era…
Vaciló, deteniéndose en un cruce y mirando a la derecha. Pretendía visitar las cocinas para tomar un tentempié, pero un grupo de hombres se movía y proyectaba sombras en la otra dirección mientras hablaban entre susurros.
—¿Qué ocurre? —exigió Adolin, quien se dirigió al grupo seguido por sus dos guardias—. ¿Soldados? ¿Qué habéis descubierto?
Los hombres se dieron la vuelta para formar y saludar con las lanzas al hombro. Eran más hombres del puente de la unidad de Kaladin. Justo más allá estaban las puertas del ala donde Dalinar, Adolin y Renarin tenían sus aposentos. Las puertas estaban abiertas, y los hombres habían colocado esferas en el suelo.
¿Qué estaba pasando? En circunstancias normales habría dos o tal vez cuatro hombres de guardia allí. No ocho. Y… ¿por qué había un parshmenio con uniforme de guardia y empuñando una lanza como los demás?
—¡Señor! —dijo el hombre delgado que parecía dirigirlos—. Nos dirigíamos a comprobar el estado del alto príncipe cuando…
Adolin no escuchó el resto. Se abrió paso entre los hombres del puente y por fin vio lo que las esferas iluminaban en el suelo de la sala de estar.
Más glifos garabateados. Adolin se arrodilló, tratando de leerlos. Por desgracia, no habían sido dibujados con ningún tipo de imagen que ayudara. Le pareció que eran números…
—Treinta y dos días —dijo uno de los hombres del puente, un bajo azishiano—. Busca el centro.
Maldición.
—¿Se lo habéis contado a alguien? —preguntó Adolin.
—Acabamos de encontrarlo —dijo el azishiano.
—Colocad guardias en cada extremo del pasillo —ordenó Adolin—. Y mandad llamar a mi tía.
Adolin invocó su hoja esquirlada, la descartó y finalmente volvió a invocarla. Una costumbre nerviosa. La bruma blanca apareció, manifestándose como diminutas enredaderas que brotaban en el aire, antes de tomar la forma de una espada esquirlada, que de repente pesó en su mano.
Permaneció de pie en la sala de estar. Aquellas marcas ominosas lo miraban, como en un silencioso desafío. La puerta cerrada mantenía a los hombres del puente fuera, de modo que solo Dalinar, Navani y él participaban en la discusión. Adolin quería usar la espada para destruir aquellos malditos glifos. Dalinar había demostrado que estaba cuerdo. La tía Navani casi había traducido un documento entero escrito en el canto del alba, usando las palabras de las visiones de su padre como guía.
Las visiones eran del Todopoderoso. Todo tenía sentido.
Y ahora esto.
—Las han hecho con un cuchillo —dijo Navani, arrodillada junto a los glifos. La sala de estar era una zona grande y descubierta, usada para recibir a las visitas o celebrar reuniones. Las puertas más allá conducían al estudio y los dormitorios.
—Este cuchillo —replicó Dalinar, alzando una daga similar a las que llevaban la mayoría de los ojos claros—. Mi cuchillo.
El filo estaba embotado y aún mostraba restos de piedra. Los arañazos cuadraban con el tamaño de la hoja. Lo habían encontrado delante de la puerta del estudio de Dalinar, donde este había pasado la alta tormenta. Solo. El carruaje de Navani se había retrasado y se había visto obligada a regresar al palacio para no arriesgarse a que la atrapara la tormenta.
—Alguien más podría haberlo cogido para hacer esto —exclamó Adolin—. Podrían haberse colado en tu estudio y apoderarse de él mientras te consumían las visiones, para salir aquí y…
Los otros dos lo miraron.
—A menudo ocurre que la respuesta más sencilla es la correcta —dijo Navani.
Adolin suspiró, descartó su espada y se desplomó en una silla junto a los ofensivos glifos. Su padre permanecía firme. De hecho, nunca había parecido más firme que en ese momento, con las manos a la espalda, los ojos apartados de los glifos mirando a la pared… hacia el este.
Dalinar era una roca, un peñasco demasiado grande para que lo movieran incluso las tormentas. Parecía tan seguro… Era algo a lo que aferrarse.
—¿No recuerdas nada? —le preguntó Navani a Dalinar, poniéndose en pie.
—No. —Dalinar se volvió hacia Adolin—. Creo que ahora ha quedado claro quién estaba detrás de esto. ¿Por qué te molesta tanto, hijo?
—Es la idea de que escribas en el suelo —dijo Adolin, estremeciéndose—. Perdido en una de esas visiones, sin control de ti mismo.
—El camino que el Todopoderoso ha elegido para mí es extraño —dijo Dalinar—. ¿Por qué necesito obtener así la información? ¿Arañazos en el suelo o en la pared? ¿Por qué no decírmelo claramente en las visiones?
—Es una predicción —dijo Adolin en voz baja—. Ver el futuro. Algo propio de los Portadores del Vacío.
—Sí. —Dalinar entornó los ojos—. Busca el centro. ¿Tú que crees, Navani? ¿El centro de las Llanuras Quebradas? ¿Qué verdades se esconden allí?
—Los parshendi, obviamente.
Hablaban del centro de las Llanuras Quebradas como si conocieran el lugar. Pero allí no había estado ningún hombre, solo parshendi. Para los alezi, la palabra «centro» solo se refería a la enorme extensión de mesetas inexploradas que había más allá de los bordes conocidos.
—Sí —dijo el padre de Adolin—. Pero ¿dónde? ¿Tal vez se mueven de sitio? Tal vez no haya ninguna ciudad parshendi en el centro.
—Solo podrían moverse si tuvieran moldeadores de almas —dijo Navani—, cosa que dudo personalmente. Se habrán atrincherado en alguna parte. No son un pueblo nómada, y no hay motivo para que se trasladen.
—Si podemos lograr la paz —murmuró Dalinar—, llegar al centro sería mucho más fácil… —Miró a Adolin—. Que los hombres del puente llenen esos arañazos de crem, y luego coloquen la alfombra sobre esa sección del suelo.
—Me encargaré de que así se haga.
—Bien. —Dalinar parecía distante—. Después de eso, duerme un poco, hijo. Mañana es un gran día.
Adolin asintió.
—Padre, ¿sabías que había un parshmenio entre los hombres del puente?
—Sí. Hay uno entre sus filas desde el principio, pero no lo armaron hasta que di permiso.
—¿Por qué hiciste una cosa así?
—Por curiosidad —respondió Dalinar. Se dio la vuelta e indicó con la cabeza los glifos del suelo—. Dime, Navani, suponiendo que esos números sean una cuenta atrás hacia una fecha, ¿es un día en que vaya a haber una alta tormenta?
—¿Treinta y dos días? —preguntó Navani—. Será en mitad del Llanto. Treinta y dos días ni siquiera será el final exacto del año, sino dos días antes. No logro dilucidar el significado.
—Ah, era una respuesta demasiado conveniente de todas formas. Muy bien. Dejemos que entren los guardias y hagámosles jurar que mantendrán el secreto. No nos interesa que cunda el pánico.