Pero no es imposible unir

sus potencias a las nuestras.

Se ha prometido y puede ser.

¿O comprendemos la suma?

No nos preguntamos entonces si podemos tenerlas,

sino si nos atrevemos a volver a hacerlo.

De La canción de los spren de los oyentes, estrofa 10

Kaladin cayó con la lluvia.

Se agarró a las ropas blancas como hueso del asesino con su única mano útil. La hoja esquirlada que el asesino soltó se disolvió en bruma junto a ellos, y los dos cayeron hacia el suelo situado treinta metros más abajo.

La tempestad en el interior de Kaladin estaba casi muerta. ¡Le faltaba luz tormentosa!

De pronto, el asesino empezó a brillar más poderosamente.

«Tiene esferas».

Kaladin inspiró profundamente y la luz brotó de las esferas que el asesino llevaba en el cinto. Mientras la luminosidad pasaba a Kaladin, el asesino le asestó una patada. Agarrarse con una mano no era suficiente, y Kaladin acabó cayendo.

Golpeó el suelo. Golpeó con fuerza. Sin preparación, sin poder colocar los pies. Chocó contra la piedra fría y mojada, y su visión destelló como un relámpago.

Al cabo de un instante logró despejarse y se encontró tendido en las rocas en la base del promontorio que conducía al palacio del rey, mientras una suave lluvia lo salpicaba. Miró la lejana luz del agujero en la pared de arriba. Había sobrevivido.

«Una incógnita despejada», pensó, esforzándose por arrodillarse en la roca mojada. La luz tormentosa actuaba ya en su pie, despellejado al igual que su costado derecho. Se había roto algo en el hombro; podía sentir la curación como un dolor ardiente que se retiraba lentamente.

Pero la mano y el brazo derechos, débilmente iluminados por la luz tormentosa que brotaba del resto de su ser, eran aún de un gris apagado. Como una vela muerta en un candelabro, esta parte de su cuerpo no brillaba. No podía sentirla, ni siquiera podía mover los dedos. Cayeron, flácidos, mientras se acunaba la mano.

Cerca, el Asesino de Blanco se alzó bajo la lluvia. De algún modo había conseguido aterrizar de pie, sin perder el control, con desenvoltura. Este hombre tenía un nivel de experiencia con sus poderes que hacían que Kaladin pareciera un recluta novato.

El asesino se volvió hacia él y de pronto se detuvo en seco. Habló en voz baja en un idioma de sonidos sibilantes que Kaladin no comprendió.

«Tengo que moverme —pensó Kaladin—, antes de que vuelva a invocar esa espada». Por desgracia, no pudo controlar el horror de haber perdido la mano. No más combates. No más operaciones quirúrgicas. Los dos hombres que había aprendido a ser ya estaban fuera de su alcance.

Excepto que… casi pudo sentir…

—¿Te he atado? —preguntó el asesino en un alezi cargado de acento. Sus ojos se habían ensombrecido, perdiendo la cualidad azul zafiro—. ¿Al suelo? Pero ¿por qué no moriste al caer? No. Debo de haberte atado hacia arriba. Imposible. —Retrocedió un paso.

Un momento de sorpresa. Un momento para vivir. Tal vez… Kaladin sintió la acción de la luz, la tempestad que pujaba en su interior. Apretó los dientes y, sin saber cómo, logró alzarse.

El color regresó a su mano y la sensación —un dolor frío— inundó de pronto su brazo, la mano, los dedos. La luz empezó a brotar de la extremidad.

—No… —murmuró el asesino—. ¡No!

Lo que quiera que Kaladin le había hecho a su mano había consumido gran parte de su luz tormentosa y su brillo general se difuminó, dejándolo apenas iluminado. Todavía de rodillas, apretando los dientes, Kaladin agarró el cuchillo que llevaba al cinto, pero notó que su agarre era débil. El arma estuvo a punto de caérsele cuando la soltó.

Pasó el cuchillo a su otra mano. Tendría que contentarse con eso.

Se puso en pie de un salto y atacó al asesino. «Tengo que golpearlo rápido si quiero tener alguna oportunidad».

El asesino saltó hacia atrás, cubriendo unos buenos tres metros, sus ropas blancas ondulando en el aire. Aterrizó grácilmente y la hoja esquirlada apareció en su mano.

—¿Qué eres? —preguntó.

—Lo mismo que tú —dijo Kaladin. Sintió una oleada de náusea, pero se obligó a parecer firme—. Corredor del Viento.

—No puede ser.

Kaladin alzó el cuchillo, mientras las últimas vaharadas de luz escapaban de su piel. La lluvia lo salpicaba.

El asesino retrocedió con los ojos muy abiertos, como si Kaladin se hubiera convertido en un abismoide.

—¡Me dijeron que mentía! —gritó el asesino—. ¡Me dijeron que estaba equivocado! Szeth-hijo-hijo-Vallano… Sin verdad. ¡Me llamaron Sinverdad!

Kaladin avanzó un paso con el aire más amenazador que pudo, esperando que su luz tormentosa durara el tiempo suficiente para ser impresionante. Exhaló y dejó que se acumulara ante él, levemente luminiscente en la oscuridad.

El asesino pisó un charco al retroceder.

—¿Han vuelto? —preguntó—. ¿Han vuelto todos?

—Sí —dijo Kaladin. Parecía la respuesta adecuada. La respuesta que, al menos, lo mantendría con vida.

El asesino lo miró un instante más, luego se dio media vuelta y huyó. Kaladin vio cómo huía aquella forma brillante y se lanzaba luego al cielo. Se dirigió al este como un veta de luz.

—Tormentas —dijo Kaladin, luego exhaló los últimos restos de su luz y se desplomó como un saco.

Cuando recuperó el conocimiento, Syl se encontraba a su lado en el suelo rocoso, con los brazos en jarras.

—¿Durmiendo cuando se suponía que estabas de guardia?

Kaladin gruñó y se sentó en el suelo. Se sentía enormemente débil, pero estaba vivo. Era suficiente. Alzó la mano, pero no vio gran cosa en la oscuridad, ya que la luz tormentosa se había desvanecido.

Podía mover los dedos. Le dolía toda la mano y el antebrazo, pero era el dolor más maravilloso que había sentido jamás.

—Me he curado —susurró. Empezó a toser—. Me he curado de una herida causada por un portador de esquirlada. ¿Por qué no me dijiste que podía hacer eso?

—Porque no sabía que podías hacerlo hasta que lo hiciste, tonto. —Lo dijo como si fuera lo más obvio del mundo. Suavizó la voz—. Hay muertos. Ahí arriba.

Kaladin asintió. ¿Podía caminar? Consiguió ponerse en pie y lentamente rodeó la base del Pináculo, dirigiéndose a las escaleras del otro lado. Syl revoloteaba ansiosamente a su alrededor. Notó que recuperaba un poco las fuerzas cuando llegó a los escalones y empezó a subirlos. Tuvo que detenerse varias veces para recuperar el aliento, y en un momento determinado tuvo que arrancarse la manga de la guerrera para ocultar que la había cortado una hoja esquirlada.

Llegó arriba. Una parte de su ser temía encontrarlos a todos muertos. Los pasillos estaban en silencio. No había gritos, ni guardias. Nada. Continuó su camino, sintiéndose solo, hasta que vio luz por delante.

—¡Alto! —ordenó una voz temblorosa. Era Mart, del Puente Cuatro—. ¡Tú, el de la oscuridad! ¡Identifícate!

Kaladin avanzó hacia la luz, demasiado exhausto para responder. Mart y Moash, que montaban guardia ante la puerta de los aposentos del rey junto con algunos hombres de la Guardia, dejaron escapar un suspiro de sorpresa al reconocer a Kaladin. Lo condujeron al calor y la luz de las habitaciones de Elhokar.

Allí encontró a Dalinar y Adolin, vivos, sentados en los sofás. Eth atendía sus heridas; Kaladin había instruido a varios hombres del Puente Cuatro en la medicina de campaña básica. Renarin estaba desplomado en un asiento en un rincón, su hoja esquirlada arrojada a sus pies como si fuera basura. El rey caminaba de un lado a otro al fondo de la habitación, hablando en voz baja con su madre.

Dalinar se levantó, rechazando los cuidados de Eth, cuando vio entrar a Kaladin.

—Por el décimo nombre del Todopoderoso —dijo, con voz apagada—. ¿Estás vivo?

Kaladin asintió antes de desplomarse en uno de los mullidos sillones reales, sin importarle si lo manchaba de agua o de sangre. Dejó escapar un suave gemido, medio de alivio por verlos a todos bien, medio de agotamiento.

—¿Cómo? —preguntó Adolin—. Caíste. Yo apenas estaba consciente, pero sé que te vi caer.

«Soy una potenciación —pensó Kaladin mientras Dalinar lo examinaba—. Usé luz tormentosa». Quiso expresarlo en voz alta, pero las palabras se negaron a salir delante de Elhokar y Adolin.

«Tormentas. Soy un cobarde».

—Lo tenía bien agarrado —dijo—. No sé. Giramos en el aire y cuando golpeamos el suelo, no morí.

El rey asintió.

—¿No dices que te pegó al techo? —le dijo a Adolin—. Probablemente flotaron hasta abajo.

—Sí —contestó el aludido—, supongo que sí.

—¿Pudiste matarlo después de aterrizar? —preguntó el rey, esperanzado.

—No —respondió Kaladin—. Huyó. Creo que le sorprendió que combatiéramos de manera tan competente.

—¿Competente? —preguntó Adolin—. Fuimos como tres niños atacando a un abismoide con palos. ¡Padre Tormenta! Nunca me han derrotado tan completamente en mi vida.

—Al menos estuvimos sobre aviso —dijo el rey, impresionado—. Este hombre del puente… es un buen guardaespaldas. Serás recompensado, joven.

Dalinar se levantó y cruzó la habitación. Eth le había limpiado la cara y taponado su nariz sangrante. Tenía la piel levantada por todo el pómulo izquierdo, la nariz rota, aunque sin duda no era la primera vez en su larga carrera militar. Eran heridas que tenían peor aspecto de lo que eran en realidad.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó.

Kaladin le miró a los ojos. Tras él, Adolin se volvió, entornando los ojos. Luego contempló el brazo de Kaladin y frunció el ceño.

«Este ha visto algo», pensó Kaladin. Como si no tuviera ya suficientes problemas con Adolin.

—Capté una luz que se movía en el aire —dijo Kaladin—. Actué por instinto.

Syl entró revoloteando en la habitación y lo miró con el ceño fruncido. Sin embargo, Kaladin no mentía: había visto una luz en la noche. La suya.

—Hace muchos años —dijo Dalinar— no hice caso a las historias que contaban los testigos sobre el asesinato de mi hermano. Hombres que caminaban por las paredes, que caían hacia arriba en vez de hacia abajo… Todopoderoso de los cielos. ¿Qué es?

—La muerte —susurró Kaladin.

Dalinar asintió.

—¿Por qué ha vuelto ahora, después de todos estos años? —pregunto Navani, acercándose a Dalinar.

—Viene a por mí —dijo Elhokar. Estaba de espaldas a ellos, y Kaladin observó que tenía una copa en las manos. El rey apuró el contenido e inmediatamente la volvió a llenar, aunque con mano temblorosa.

Kaladin miró a Dalinar a los ojos. El alto príncipe lo había oído. Este Szeth no había venido a por el monarca, sino a por él.

Dalinar no dijo nada para corregir al rey, así que Kaladin tampoco lo hizo.

—¿Qué hacemos si vuelve? —preguntó Adolin.

—No lo sé —respondió Dalinar, sentándose de nuevo en el sofá junto a su hijo—. No lo sé…

«Atiende sus heridas. —Era la voz del padre de Kaladin, el cirujano, que susurraba en su interior—. Cose esa mejilla. Arregla la nariz».

Pero en ese momento tenía un deber más importante. Kaladin se obligó a ponerse en pie, aunque se sentía como si cargara con plomo, y cogió la lanza de uno de los hombres de la puerta.

—¿Por qué hay tanto silencio en los pasillos? —preguntó a Moash—. ¿Sabes dónde están los sirvientes?

—El alto príncipe —dijo Moash, indicando a Dalinar con la cabeza—. El brillante señor Dalinar envió a un par de hombres a las habitaciones de los criados para que sacaran de allí a todo el mundo. Pensó que si el asesino regresaba, podría empezar a matar indiscriminadamente. Supuso que cuanta más gente abandonara el palacio, menos bajas habría.

Kaladin asintió, cogió una lámpara de esferas y salió al pasillo.

—Esperad aquí. Tengo que hacer una cosa.

Adolin se desplomó en su asiento cuando salió el muchacho del puente. Kaladin no dio ninguna explicación, naturalmente, ni solicitó permiso al rey para retirarse. Parecía considerarse por encima de los ojos claros. No: más bien parecía considerarse por encima del rey.

«Luchó a tu lado», dijo una parte de él. ¿Cuántos hombres, ya fueran ojos claros u oscuros, se habrían mostrado tan firmes contra un portador de esquirlada?

Preocupado, Adolin miró al techo. No podía haber visto lo que creía haber visto. Sin duda la caída desde tanta altura lo había dejado aturdido. Era imposible que el asesino hubiera atravesado el brazo de Kaladin con su hoja esquirlada. Después de todo, en ese momento el brazo no parecía tener ningún daño.

Pero ¿por qué le faltaba la manga?

«Cayó ante el asesino —pensó—. Luchó y pareció que sufría una herida, pero no fue así». ¿Podría ser algún tipo de engaño?

«Basta —se dijo Adolin—. Acabarás siendo tan paranoico como Elhokar». Observó al rey, que en ese momento estaba muy pálido, mirando fijamente la copa de vino vacía. ¿Se había bebido de verdad la jarra entera? Elhokar se dirigió a su dormitorio, donde habría más esperándolo, y abrió la puerta.

Navani jadeó, haciendo que el rey se detuviera en seco. Se volvió hacia la puerta. La parte interior de la madera había sido marcada con un cuchillo, líneas entrecortadas que formaban una serie de glifos.

Adolin se levantó. Varios eran números, ¿no?

—Treinta y ocho días —leyó Renarin—. El final de todas las naciones.

Kaladin recorrió, cansado, los pasillos del palacio, rehaciendo la ruta que habían seguido poco antes. Hacia las cocinas, hacia el pasillo con el agujero abierto. Más allá del palacio donde la sangre de Dalinar salpicaba el suelo, hasta el cruce.

Donde yacía el cadáver de Beld. Kaladin se arrodilló y le dio la vuelta. Tenía los ojos quemados. Por encima de aquellos ojos muertos quedaban los tatuajes de libertad que Kaladin había diseñado.

Kaladin cerró los párpados. «Te he fallado», pensó. El hombre había sobrevivido al Puente Cuatro y el rescate de los ejércitos de Dalinar. Había sobrevivido a la misma Condenación solo para caer allí, ante un asesino con poderes que no debería haber tenido.

Kaladin rugió.

—Murió protegiendo —dijo la voz de Syl.

—Yo tendría que haberlos protegido —dijo Kaladin—. ¿Por qué no los dejé marchar en libertad? ¿Por qué los traje a este deber, y a más muerte?

—Alguien tiene que luchar. Alguien tiene que proteger.

—¡Han hecho suficiente! Han derramado ya su parte de sangre. Debería despedirlos a todos. Dalinar puede encontrar otros guardaespaldas.

—Ellos lo decidieron —dijo Syl—. No puedes arrebatarles eso.

Kaladin se arrodilló, luchando con el dolor que lo abrumaba.

«Tienes que aprender cuándo has de preocuparte, hijo. —Era la voz de su padre—. Y cuándo quedarte al margen. Te endurecerás».

Eso no lo había conseguido. Tormentas, nunca lo había conseguido. Por eso no podía ser un buen cirujano. No podía perder pacientes.

¿Y ahora, ahora mataba? ¿Ahora era soldado? ¿Qué sentido tenía eso? Odiaba lo bien que se le daba acabar con la vida ajena.

Inspiró profundamente, recuperando el control con esfuerzo.

—Él puede hacer cosas que yo no puedo —dijo por fin, abriendo los ojos y mirando a Syl, que estaba de pie en el aire cerca de él—. El asesino. ¿Es porque aún he de aprender más palabras?

—Sí, hay más —dijo Syl—. Pero creo que aún no estás preparado para ellas. De todas formas, creo que ya estás en situación de hacer lo mismo que él. Es cuestión de práctica.

—Pero ¿cómo absorbe? Dijiste que el asesino no tenía spren.

—Ningún honorspren daría a esa criatura medios para matar como lo hace.

—Las perspectivas pueden ser diferentes entre los humanos —dijo Kaladin, tratando de mantener la emoción apartada de su voz mientras ponía boca abajo a Beld para no tener que ver aquellos ojos encogidos y quemados—. ¿Y si los honorspren pensaran que este asesino estaba haciendo lo correcto? Tú me diste los medios para matar parshendi.

—Para proteger.

—Desde su punto de vista, los parshendi protegen a su especie. Para ellos, yo soy el agresor.

Syl se sentó, rodeándose las rodillas con los brazos.

—No sé. Es posible. Pero ningún otro honorspren hace lo que estoy haciendo yo. Soy la única que desobedeció. Pero su hoja esquirlada…

—¿Qué pasa con ella? —preguntó Kaladin.

—Era diferente. Muy diferente.

—A mí me pareció corriente. Bueno, todo lo corriente que puede ser una hoja esquirlada.

—Era diferente —repitió ella—. Siento que debería saber por qué. Algo en la cantidad de luz que consumía…

Kaladin se levantó y recorrió el pasillo, alzando su lámpara. Contenía zafiros, que confería a las paredes una tonalidad azulada. El asesino había abierto aquel agujero con su espada, había entrado en el pasillo y había matado a Beld. Pero Kaladin había enviado a dos hombres a explorar.

Sí, otro cadáver. Hobber, uno de los primeros hombres que había salvado en el Puente Cuatro. ¡Las tormentas se llevarán a aquel asesino! Kaladin recordaba haber salvado a este hombre después de que todos los demás lo dejaran para que muriese en la meseta.

Se arrodilló junto al cadáver y le dio la vuelta.

Y lo encontró llorando.

—Yo… lo… siento —sollozó Hobber, abrumado por la emoción y apenas capaz de hablar—. Lo siento, Kaladin.

—¡Hobber! ¡Estás vivo!

Entonces advirtió que las perneras del uniforme de Hobber estaban cortadas a la altura de medio muslo. Bajo el tejido, las piernas del hombre eran oscuras y grises, muertas, como estuvieron los brazos de Kaladin.

—Ni siquiera lo vi —dijo Hobber—. Me abatió, y luego atravesó a Beld. Oí la lucha. Pensé que habíais muerto todos.

—Tranquilo —susurró Kaladin—. Tranquilo.

—No noto las piernas —añadió Hobber—. Ya no están. Ya no soy soldado, señor. Ahora estoy inútil. Yo…

—No —replicó Kaladin con firmeza—. Sigues siendo del Puente Cuatro. Siempre serás del Puente Cuatro. —Se obligó a sonreír—. Haremos que Roca te enseñe a cocinar. ¿Cómo se te da el guiso?

—Fatal, señor —se lamentó Hobber—. Se me quema la sopa.

—Entonces no desentonarás de la mayoría de los cocineros militares. Venga, vamos a llevarte con los demás. —Kaladin hizo un esfuerzo y colocó los brazos bajo Hobber, tratando de levantarlo.

Su cuerpo no lo permitió. Dejó escapar un gemido involuntario y soltó al hombre.

—No importa, señor —murmuró Hobber.

—Sí —respondió Kaladin, sorbiendo la luz de una de las esferas de la lámpara—. Sí que importa.

Volvió a intentarlo, levantó a Hobber, y lo llevó de vuelta con los otros.

Palabras radiantes
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