En cuanto a los Forjadores de Vínculos, solo tenían tres miembros, un número que no era extraño en ellos. Tampoco buscaban aumentarlo con grandes obligaciones, pues durante los tiempos de Madasa, solo uno de su orden estaba acompañado continuamente de Urithiru y sus tronos. Se entendía que sus spren eran específicos, y convencerlos de que crecieran hasta la magnitud de las otras órdenes se consideraba sedicioso.

De Palabras radiantes, capítulo 16, página 14

Cuando más sentía Kaladin que llamaba la atención era en las ocasiones en que visitaba los terrenos de entrenamiento de los ojos claros de Dalinar, donde todos los demás soldados eran de alta cuna.

Dalinar ordenaba que sus soldados vistieran de uniforme durante las horas de servicio, y estos hombres obedecían. Con su propio uniforme azul, Kaladin no debería haberse sentido apartado de ellos, pero así era. Sus uniformes eran más lujosos, con brillantes botones en los lados de las hermosas guerreras y joyas incrustadas en los botones. Otros adornaban sus uniformes con bordados. Los pañuelos de colores se estaban haciendo populares.

Los ojos claros se quedaron mirando a Kaladin y sus hombres cuando estos entraron. Por mucho que los soldados rasos trataran a sus hombres como héroes, por mucho que los oficiales respetaran a Dalinar y sus decisiones, sus posturas eran hostiles.

«No os queremos aquí —decían aquellas miradas—. Cada uno tiene su sitio. Estáis fuera del vuestro. Como un chull en un comedor».

—¿Podría excusarme de la instrucción de hoy, señor? —preguntó Renarin. El joven llevaba un uniforme del Puente Cuatro.

Kaladin asintió. Su partida hizo que los otros hombres del puente se relajaran. Kaladin señaló tres posiciones de guardia, y tres de sus hombres corrieron a ocuparlas. Moash, Teft y Yake se quedaron con él.

Kaladin los condujo hasta Zahel, que estaba al fondo del patio cubierto de arena. Aunque los otros fervorosos se dedicaban a acarrear agua, toallas o armas para los ojos claros que practicaban sus duelos, Zahel había dibujado un círculo en la arena y lanzaba pequeñas piedras de colores dentro.

—Vengo a aceptar tu oferta —dijo Kaladin, acercándose a él—. He traído a tres de mis hombres para que aprendan conmigo.

—No me ofrecí a entrenar a cuatro —respondió Zahel.

—Lo sé.

Zahel gruñó.

—Dad cuarenta vueltas por fuera de este edificio, al trote, y luego volved. Tenéis para regresar hasta que me canse de jugar.

Kaladin hizo un rápido gesto y los cuatro echaron a correr.

—Esperad —los llamó Zahel.

Kaladin se detuvo y las botas aplastaron la arena.

—Quería comprobar hasta qué punto estabais dispuestos a obedecerme —dijo Zahel, lanzando una piedra a su círculo. Gruñó, como satisfecho consigo mismo. Finalmente, se volvió a mirarlos—. Supongo que no hace falta que os ponga a prueba. Pero, chicos, tenéis las orejas más rojas que nunca.

—Yo… ¿las orejas rojas? —preguntó Kaladin.

—Lenguaje de Condenación… Significa que os sentís como si tuvierais que demostrar algo, que os morís por una pelea. Significa que estáis enfadados con todo y contra todos.

—¿Puedes reprochárnoslo? —preguntó Moash.

—Supongo que no puedo. Pero si he de entrenaros, no puedo tener por medio vuestras orejas rojas. Vais a escuchar, y vais a hacer lo que yo diga.

—Sí, maestro Zahel —dijo Kaladin.

—No me llames maestro —replicó Zahel. Indicó con el pulgar a Renarin, que se estaba poniendo su armadura esquirlada con la ayuda de algunos fervorosos—. Soy maestro de él. En cuanto a vosotros, solo soy una parte interesada que quiere ayudaros a mantener a mis amigos con vida. Esperad aquí hasta que vuelva.

Se dio media vuelta y se dirigió hacia Renarin. Mientras Yake se agachaba a recoger una de las piedras de colores que Zahel había estado arrojando, el hombre dijo, sin mirar atrás:

—¡Y no toquéis mis piedras!

Yake dio un salto y soltó la piedra.

Kaladin se acomodó, apoyándose en una de las columnas que sostenían el saliente del tejado, y vio que Zahel instruía a Renarin. Syl bajó revoloteando y empezó a inspeccionar las piedras con expresión curiosa, tratando de descubrir qué tenían de especial.

Poco después, Zahel pasó de largo con Renarin, explicándole al muchacho su entrenamiento para ese día. Al parecer, quería que almorzara. Kaladin sonrió cuando unos fervorosos trajeron rápidamente una mesa, utensilios y un recio taburete que podía sostener el peso de un portador de esquirlada. Incluso trajeron un mantel. Zahel dejó al asombrado Renarin, que se quedó allí sentado con la inmensa armadura y la visera levantada, contemplando el almuerzo. Cogió con torpeza un tenedor.

—Le estás enseñando a tener delicadeza con sus nuevas fuerzas —le dijo Kaladin a Zahel cuando el hombre pasó de vuelta.

—La armadura esquirlada es poderosa —dijo Zahel, sin mirarlo—. Controlarla implica algo más que abrir agujeros en las paredes a puñetazos y saltar desde lo alto de los edificios.

—Entonces, ¿cuándo nos…?

—Seguid esperando. —Zahel se marchó.

Kaladin miró a Teft, que se encogió de hombros.

—Me cae bien.

Yake se echó a reír.

—Eso es porque es casi tan gruñón como tú, Teft.

—Yo no soy gruñón —replicó este—. Solo tengo poca paciencia con la estupidez.

Esperaron hasta que Zahel volvió a la carrera. Los hombres se pusieron alerta de inmediato, con los ojos muy abiertos. El entrenador llevaba una hoja esquirlada.

Lo estaban esperando. Kaladin les había dicho que podrían empuñar una como parte de su instrucción. Sus ojos siguieron el arma como habrían hecho con una mujer hermosa que se quitara el guante.

Zahel se acercó y clavó la espada en la arena ante ellos, retiró la mano de la empuñadura y señaló.

—Muy bien. Intentad sacarla.

Ellos se la quedaron mirando.

—Por el aliento de Kelek —dijo Teft finalmente—. Lo dices en serio, ¿verdad?

Syl, no muy lejos, se había apartado de las piedras y miraba la hoja.

—La mañana después de hablar con vuestro capitán en mitad de la noche de Condenación —dijo Zahel—, fui a ver al brillante señor Dalinar y al rey y les pedí permiso para entrenaros con las posiciones de esgrima. No tenéis que llevar espadas ni nada de eso, pero si vais a combatir a un asesino armado con una hoja esquirlada, tenéis que conocer las posiciones y cómo responder a ellas.

Bajó la mirada y apoyó la mano en la espada.

—El brillante señor Dalinar sugirió que os permitiera manejar una de las hojas esquirladas del rey. Es listo.

Zahel retiró la mano e hizo un gesto. Teft intentó tocar la espada, pero Moash la agarró primero, tomándola por la empuñadura y arrancándola, con demasiada fuerza, del suelo. Retrocedió tambaleándose y Teft se apartó.

—¡Ten cuidado! —ladró este—. Si actúas como un necio acabarás cortándote el brazo, por las tormentas.

—No soy ningún necio —replicó Moash, alzando la espada con la punta hacia fuera. Un único glorispren cobró existencia cerca de su cabeza—. Pesa más de lo que suponía.

—¿De veras? —dijo Yake—. ¡Todo el mundo dice que son livianas!

—Son gente acostumbrada a las espadas normales —adujo Zahel—. Si te has entrenado toda la vida con una espada larga, cuando alzas algo que parece tener dos o tres veces esa cantidad de acero esperas que pese más. No menos.

Moash gruñó mientras hacía un delicado movimiento con el arma.

—Por cómo se cuentan las historias, creí que no pesaría nada. Que sería liviana como una risa. —Vacilante, la clavó en el suelo—. También tiene más resistencia al cortar de lo que esperaba.

—Supongo que es cuestión de lo que uno espera —dijo Teft, rascándose la barba e indicándole a Yake que cogiera el arma a continuación. El hombretón la desclavó con mucho más cuidado que Moash.

—Padre Tormenta, sí que es raro empuñarla —dijo.

—Es solo una herramienta —replicó Zahel—. Valiosa, pero herramienta al fin y al cabo. Recuérdalo.

—Es más que una herramienta —aseguró Yake, blandiéndola—. Lo siento, pero es así. Podría pensar eso con una espada corriente, pero esto… esto es arte.

Zahel sacudió la cabeza, molesto.

—¿Qué? —preguntó Kaladin mientras Yake, reacio, le tendía la espada a Teft.

—Hombres que tienen prohibido usar la espada porque son de cuna demasiado baja —dijo Zahel—. Incluso después de todos estos años, sigue pareciéndome una tontería. No hay nada sagrado en las espadas. Son mejores en unas situaciones y peores en otras.

—Eres fervoroso —dijo Kaladin—. ¿No se supone que debéis mantener las artes y tradiciones vorin?

—Bueno, por si no te habías dado cuenta, no soy un fervoroso de los mejores. Pero da la casualidad de que como espadachín soy excelente. —Señaló la espada con la cabeza—. ¿Vas a intentarlo?

Syl miró a Kaladin bruscamente.

—Pasaré a menos que lo ordenes —le dijo Kaladin a Zahel.

—¿No sientes curiosidad?

—Estas cosas han matado a demasiados amigos míos. Preferiría no tocarla, si no te importa.

—Como quieras —dijo Zahel—. La sugerencia del brillante señor Dalinar era que te acostumbraras a estas armas para que dejaras de asombrarte ante ellas. La mitad de las veces que muere un hombre es porque está demasiado entretenido mirando para esquivarlas.

—Sí —dijo Kaladin en voz baja—. Lo he visto. Blándela contra mí. Tengo que practicar.

—Claro. Déjame que le ponga el protector.

—No —replicó Kaladin—. Nada de protector, Zahel. Necesito tener miedo.

Zahel estudió a Kaladin durante un momento, luego asintió, y recogió la espada de manos de Moash, que había iniciado un segundo turno blandiéndola.

Syl pasó revoloteando sobre las cabezas de los hombres, que no podían verla.

—Gracias —dijo, posándose en el hombro de Kaladin.

Zahel dio un paso atrás y adoptó una posición. Kaladin la reconoció como una de las posiciones de duelo de los ojos claros, pero no sabía cuál. Zahel dio un paso adelante y atacó.

Pánico.

Kaladin no pudo evitarlo. En un instante vio morir a Dallet, la hoja esquirlada cortándole la cabeza. Vio caras con ojos calcinados reflejándose en la plateada superficie de la hoja.

La espada pasó a pocas pulgadas por delante. Zahel avanzó e hizo revolotear de nuevo la espada con un fluido movimiento. Esta vez lo alcanzaría, así que Kaladin tuvo que dar un paso atrás.

Tormentas, esos monstruos eran preciosos.

Zahel volvió a blandir la espada, y Kaladin tuvo que saltar a un lado para esquivarla. «Te estás entregando demasiado, Zahel», pensó. Esquivó otra vez, luego reaccionó a una sombra que había visto con el rabillo del ojo. Se dio media vuelta, y se encontró cara a cara con Adolin Kholin.

Se miraron mutuamente a los ojos. Kaladin esperó un comentario mordaz. Los ojos de Adolin se dirigieron hacia Zahel y la hoja esquirlada, luego volvieron a posarse en Kaladin. Finalmente, el príncipe asintió. Giró sobre sus talones y se encaminó hacia Renarin.

La implicación era sencilla. El Asesino de Blanco los había superado a ambos. No había por qué burlarse de los preparativos para volver a combatirlo.

«Lo cual no significa que no sea un fanfarrón engreído», pensó Kaladin, volviéndose hacia Zahel. El hombre había hecho una seña a otro fervoroso y le había entregado la espada.

—Tengo que ir a entrenar al príncipe Renarin —dijo Zahel—. No puedo dejarlo todo el día por vosotros, necios. Ivis repasará algunos movimientos y hará que os enfrentéis a una hoja esquirlada, como ha hecho Kaladin. Acostumbraos a verla, para que no os quedéis paralizados cuando una de esas os ataque.

Kaladin y los demás asintieron. Solo después de que Zahel se marchara corriendo advirtió Kaladin que el nuevo fervoroso, Ivis, era una mujer. Pese a su condición, mantenía la mano enguantada, así que había cierto reconocimiento a su género, aunque las holgadas túnicas y la cabeza rapada disimularan algunos de los otros rasgos más evidentes.

Una mujer con espada. Extraña visión. Pero ¿acaso era más raro que ver a hombres ojos oscuros empuñando hojas esquirladas?

Ivis les dio unos palos que, por peso y equilibrio, se parecían bastante a una hoja esquirlada. Como el garabato de un niño con tiza, podía ser una aproximación decente a una persona. Entonces les hizo ejecutar varias rutinas, demostrándoles las diez posiciones de hoja esquirlada.

Kaladin había ansiado matar ojos claros desde el momento en que tocó por primera vez una lanza, y durante los años posteriores, antes de ser esclavizado, había llegado a ser bastante bueno en ello. Pero aquellos ojos claros a los que había perseguido en los campos de batalla no tenían demasiadas capacidades. La mayoría de los hombres que eran verdaderamente buenos con una espada habían venido a las Llanuras Quebradas, así que las posiciones le resultaban nuevas.

Empezó a ver y comprender. Conocer las posiciones le permitiría prever el siguiente movimiento de un espadachín. No tenía por qué empuñar una espada él mismo (seguía pareciéndole un arma inflexible) para hacer uso de ese conocimiento.

Aproximadamente una hora más tarde, Kaladin soltó su espada de madera y se dirigió al barril de agua. Ni los fervorosos ni los parshmenios les servían de beber a él y a sus hombres. No le importaba: no era ningún niño rico mimado. Se apoyó contra el barril, cogió un cucharón de agua y sintió en lo más profundo de sus músculos ese buen cansancio que le decía que había hecho algo que merecía la pena.

Escrutó el terreno en busca de Adolin y Renarin. No le tocaba estar de guardia con ninguno de los dos: Adolin habría venido con Mart y Eth, y Renarin estaba bajo la vigilancia de los tres hombres que Kaladin le había asignado antes. Con todo, no podía evitar mirar para ver dónde se encontraban. Un accidente allí podía ser…

Había una mujer en los terrenos de prácticas. No era una fervorosa, sino una auténtica ojos claros, la que tenía el cabello de un rojo encendido. Acababa de llegar y miraba a su alrededor.

Kaladin no le guardaba rencor por el incidente con sus botas. Aquello simplemente era una muestra más de cómo, para los ojos claros, los hombres como Kaladin eran juguetes. Jugaban con los ojos oscuros, les quitaban lo que necesitaban, y no tenían la menor impresión de haberlos dejado peor que antes.

Así era Roshone. Así era Sadeas. Así era esa mujer. En realidad, no era mala. Simplemente, no le importaba.

«Tal vez sea buena pareja para el príncipe», pensó mientras Yake y Teft se acercaban corriendo a tomar agua. Moash continuó con el entrenamiento, concentrado en sus posiciones con la espada.

—No está mal —dijo Yake, siguiendo la mirada de Kaladin.

—¿No está mal el qué? —preguntó este, tratando de dilucidar qué estaba haciendo la mujer.

—No está mal de aspecto, capitán —añadió Yake con una carcajada—. ¡Tormentas! A veces parece que solo puedes pensar en qué deber hay que cumplir a continuación.

Syl, que estaba allí cerca, asintió enfáticamente.

—Es ojos claros —adujo Kaladin.

—¿Y qué? —replicó Yake, dándole una palmada en el hombro—. ¿Una dama ojos claros no puede ser atractiva?

—No. —Era así de sencillo.

—Sí que eres extraño, señor —comentó Yake.

Al cabo de un rato, Ivis llamó a Yake y Teft para que dejaran de perder el tiempo y volvieran a los ejercicios. No llamó a Kaladin, que parecía intimidar a muchos de los fervorosos.

Yake volvió corriendo, pero Teft se entretuvo un momento y asintió indicando a la muchacha, Shallan.

—¿Crees que tenemos que preocuparnos por ella? Una mujer extranjera de la que sabemos muy poco llega aquí y de pronto resulta que está comprometida con Adolin. Sin duda, sería una buena asesina.

—Condenación —dijo Kaladin—. Tendría que haberlo pensado. Buen ojo, Teft.

Este se encogió de hombros en un gesto de modestia y luego volvió corriendo a su entrenamiento.

Kaladin había supuesto que la mujer era una oportunista, pero ¿podía ser una asesina? Kaladin cogió su espada de madera y se acercó a ella, pasando ante Renarin, que practicaba alguna de las posiciones que los hombres del puente estaban ensayando.

Mientras Kaladin se acercaba a Shallan, Adolin, con su armadura esquirlada, se detuvo ruidosamente a su lado.

—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó Kaladin.

—Supongo que ha venido a verme entrenar —dijo Adolin—. Casi siempre tengo que quitármelas de encima.

—¿Quitártelas?

—Ya sabes. Muchachas que quieren mirarme mientras lucho. No me importaría, pero si lo permitimos, abarrotarían todo este lugar cada vez que yo viniera. Nadie podría entrenar.

Kaladin lo miró alzando una ceja.

—¿Qué? —preguntó Adolin—. ¿No vienen mujeres a verte entrenar, muchacho del puente? Pequeñas damas ojos oscuros, a las que les faltan siete dientes y les da miedo el agua hasta para lavarse…

Kaladin apartó la mirada y frunció los labios. «La próxima vez —pensó—, dejaré que el asesino se cargue a este».

Adolin se echó a reír un momento, aunque su risa se apagó con cierta incomodidad.

—De todas formas —continuó—, probablemente tenga mejores motivos para estar aquí que otras, considerando nuestra relación. Pero habrá que echarla igualmente. No puede sentar un mal precedente.

—¿De verdad que aceptas una cosa así? —preguntó Kaladin—. ¿Comprometerte con una mujer a la que nunca has visto?

Adolin se encogió de hombros.

—Las cosas siempre salen bien al principio, y luego… se desmoronan. Nunca consigo comprender dónde me equivoco. Pensé que tal vez si hubiera establecido algo más formal…

Hizo una mueca, como si recordara con quién estaba hablando, y avanzó a paso rápido para dejar atrás a Kaladin. Llegó junto a Shallan, quien, tarareando para sí, pasó de largo sin mirar. Adolin alzó una mano, la boca abierta para hablar, mientras se volvía y la veía internarse en el patio. Ella tenía la mirada puesta en Nall, fervorosa jefa de los terrenos de prácticas. Shallan se inclinó ante ella en gesto de reverencia.

Adolin frunció el ceño y se dio media vuelta para seguirla. Dejó atrás a Kaladin, que le dirigió una sonrisita.

—Ya veo que ha venido a verte —dijo Kaladin—. Es obvio que está completamente fascinada contigo.

—Cállate —gruñó Adolin.

Kaladin corrió detrás de Adolin y alcanzó a Shallan y Nall en mitad de la conversación.

—… los archivos visuales de estos trajes son patéticos, hermana Nall —estaba diciendo Shallan, tendiéndole a la fervorosa una cartera de cuero—. Necesitamos nuevos dibujos. Aunque pasaré gran parte de mi tiempo trabajando para el alto señor Sebarial, me gustaría tener unos cuantos proyectos propios durante mi estancia en las Llanuras Quebradas. Con tu bendición, me gustaría hacerlo.

—Tu talento es admirable —dijo Nall, hojeando las páginas—. ¿Tu Llamada es el arte?

—La historia natural, hermana Nall, aunque dibujar es para mí una prioridad también en esa línea de estudio.

—Como debe de ser. —La fervorosa pasó otra página—. Tienes mi bendición, querida niña. Dime, ¿qué devotario llamas propio?

—Eso es… un tema que me causa cierta consternación —respondió Shallan, recogiendo el portafolios—. ¡Oh! Adolin. No había visto que estabas aquí. Cielos, qué grande se te ve cuando llevas esa armadura.

—¿Vas a permitir que se quede? —le preguntó Adolin a Nall.

—Desea poner al día con nuevos dibujos el archivo real de armaduras y hojas esquirladas de los campamentos de guerra —dijo Nall—. Parece buena idea. El archivo actual del rey incluye muchos bocetos generales, pero muy pocos dibujos detallados de las esquirlas.

—Entonces, ¿vas a necesitar que pose para ti? —preguntó Adolin, volviéndose hacia Shallan.

—Lo cierto es que los dibujos de tu armadura son bastante completos —dijo Shallan—, gracias a tu madre. Me concentraré primero en las armaduras y espadas del rey, que nadie ha pensado en dibujar con detalle.

—Solo procura mantenerte apartada de los hombres que se entrenan, niña —dijo Nall. Alguien la llamó y se marchó.

—Vaya —dijo Adolin, volviéndose hacia Shallan—. Ya veo que hay materias donde te creces.

—Un metro setenta —dijo Shallan—. Sospecho que es todo lo que creceré, por desgracia.

—Un metro… —dijo Adolin, frunciendo el ceño.

—Sí —comentó Shallan, escrutando los terrenos de prácticas—. Pensaba que era una buena estatura, pero luego vine aquí. Los alezi sois altísimos, ¿no? Yo diría que aquí todo el mundo es más de cinco centímetros más alto que la media veden.

—No, eso no es… —Adolin frunció el ceño—. Has venido porque quieres verme entrenar. Admítelo. Lo de los dibujos es una excusa.

—Hum. Por lo visto hay alguien que se tiene en muy alta consideración. Supongo que será cosa de la realeza. Como los sombreros curiosos y la afición a las decapitaciones. Vaya, pero si es tu capitán de la guardia. —Y volviéndose hacia Kaladin, espetó—: tus botas van por mensajero camino de tus barracones.

Kaladin dio un respingo cuando se dio cuenta de que le hablaba a él.

—¿Ah, sí?

—Le he mandado cambiar las suelas. Eran terriblemente incómodas.

—¡Me gustaba cómo me quedaban!

—Entonces debes de tener piedras por pies. —Ella bajó la mirada y luego enarcó una ceja.

—Espera —dijo Adolin, frunciendo aún más el ceño—. ¿Llevabas puestas las botas del muchacho del puente? ¿Cómo es eso?

—Con incomodidad —replicó Shallan—. Y tres pares de calcetines. —Dio una palmadita en el brazo blindado de Adolin—. Si de verdad quieres que te dibuje, Adolin, lo haré. No tienes que ponerte celoso, aunque sigo esperando ese paseo que me prometiste. ¡Oh! ¡Tengo que ver eso! Discúlpame.

Se dirigió al lugar donde Renarin recibía golpes de Zahel, supuestamente para que se acostumbrara a aguantar una paliza mientras llevaba la armadura esquirlada. El vestido verde y los cabellos rojos de Shallan eran vibrantes pinceladas de color en los terrenos. Kaladin la estudió, preguntándose hasta dónde podía fiarse de ella. Probablemente no mucho.

—Mujer insufrible —gruñó Adolin. Miró a Kaladin—. Deja de mirarle el trasero, muchacho del puente.

—No la estoy mirando. ¿Y a ti qué te importa? Acabas de decir que es insufrible.

—Sí —dijo Adolin, volviéndose a mirarla con una amplia sonrisa—. No me hizo caso, ¿eh?

—Supongo.

—Insufrible —dijo Adolin, aunque parecía querer decir algo completamente diferente. Su sonrisa se hizo más amplia mientras echaba a andar detrás de ella, moviéndose con la gracia de la armadura esquirlada que tan poco cuadraba con su aparente masa.

Kaladin sacudió la cabeza. Los ojos claros y sus juegos. ¿Cómo había acabado por encontrarse en una situación donde tenía que pasar tanto tiempo con ellos? Volvió de nuevo al barril y tomó otro trago. Poco después, una espada de madera aplastando la arena anunció que Moash se reunía con él.

—¿Te ha dejado marchar? —preguntó Kaladin, señalando a su entrenadora.

Moash se encogió de hombros y bebió agua.

—No me inmuté.

Kaladin asintió apreciativamente.

—Lo que estamos haciendo aquí es bueno, Kaladin —dijo Moash—. Importante. Después del entrenamiento que nos diste en esos abismos, pensé que no me quedaba nada que aprender. Eso demuestra cuánto sabía.

Kaladin asintió, cruzándose de brazos. Adolin mostró varias posiciones de duelo para Renarin, mientras Zahel asentía con aprobación. Shallan se había sentado a dibujarlos. ¿Era todo esto una excusa para acercarse y así poder esperar el momento adecuado para clavarle un cuchillo en la barriga a Adolin?

Tal vez fuera una forma paranoica de pensar, pero era su trabajo. Así que no quitó ojo de Adolin cuando el hombre se volvió y empezó a practicar con Zahel, para darle a Renarin un poco de perspectiva sobre cómo usar las posiciones.

Adolin era buen espadachín. Kaladin estaba dispuesto a reconocerlo. También lo era Zahel, ya puestos.

—Fue el rey —dijo Moash—. Mandó ejecutar a mi familia.

Kaladin tardó un momento en comprender de qué estaba hablando Moash. La persona que Moash quería matar, la persona contra la que sentía rencor, era el rey.

Kaladin sintió una punzada atravesarlo, como si le hubieran clavado una aguja. Se volvió hacia Moash.

—Somos el Puente Cuatro —continuó Moash, mirando a un lado hacia nada en concreto. Tomó otro sorbo—. Permanecemos unidos. Deberías saber… por qué soy como soy. Mis abuelos fueron la única familia que conocí. Mis padres murieron cuando era niño. Ana y Da me criaron. El rey… los mató.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó Kaladin en voz baja, asegurándose de que ninguno de los fervorosos estaba lo bastante cerca para oírlos.

—Yo estaba fuera —dijo Moash—, trabajando en una caravana que venía hacia aquí, hacia estos páramos. Ana y Da eran segundo nahn. Importantes para ser ojos oscuros, ¿sabes? Tenían su propia tienda. Plateros. Yo nunca seguí el negocio. Me gustaba andar por ahí. Ir a alguna parte.

»Un ojos claros poseía dos o tres platerías en Kholinar, una de las cuales estaba frente a la de mis abuelos. Nunca le gustó la competencia. Eso fue más o menos un año antes de que el antiguo rey muriera y Elhokar quedara a cargo del reino mientras Gavilar estaba en las llanuras. Elhokar era buen amigo del ojos claros que competía con mis abuelos.

»Así que le hizo un favor a su amigo. Elhokar hizo que acusaran a Ana y Da de cargos lo bastante importantes como para exigir el derecho a juicio, una investigación ante magistrados. Creo que a Elhokar le sorprendió que no pudiera ignorar por completo la ley. Se le acabó el tiempo y envió a Ana y Da a los calabozos a esperar a que pudiera prepararse una investigación. —Moash volvió a meter el cazo en el barril—. Murieron allí unos meses después, todavía esperando a que Elhokar aprobara sus alegaciones.

—Eso no es exactamente lo mismo que matarlos.

Moash miró a Kaladin a los ojos.

—¿Me estás diciendo que enviar a una pareja de ancianos de setenta y cinco años a los calabozos del palacio no es una sentencia de muerte?

—Supongo… supongo que tienes razón.

Moash asintió con brusquedad y arrojó el cazo dentro del barril.

—Elhokar sabía que iban a morirse allí dentro. De esa forma, la audiencia nunca se presentó a los magistrados y no se descubrió su corrupción. Ese hijo de puta los mató… los asesinó para guardar su secreto. Volví a casa de mi viaje con la caravana y encontré la casa vacía, y los vecinos me dijeron que mi familia había muerto hacía ya dos meses.

—Y ahora intentas asesinar al rey Elhokar —dijo Kaladin en voz baja, sintiendo un escalofrío al pronunciar aquellas palabras. No había nadie lo bastante cerca para oírlos, y menos con el ruido de las armas y los gritos habituales de los terrenos de entrenamiento. Con todo, las palabras parecieron flotar ante él, fuertes como la llamada de una trompeta.

Moash se quedó callado, mirándolo a los ojos.

—Esa noche en el balcón —dijo Kaladin—, ¿hiciste que pareciera que una hoja esquirlada cortó la barandilla?

Moash lo cogió con fuerza por el brazo y miró alrededor.

—No deberíamos hablar de esto aquí.

—¡Por el Padre Tormenta, Moash! —dijo Kaladin, asumiendo la gravedad del asunto—. ¡Nos han contratado para proteger a ese hombre!

—Nuestro trabajo es mantener a Dalinar con vida —replicó Moash—. Puedo estar de acuerdo con eso. No parece demasiado malo, para ser un ojos claros. Tormentas, este reino estaría mucho mejor si él fuera el rey. No me digas que no piensas lo mismo.

—Pero matar al rey…

—Aquí no —masculló Moash, apretando los dientes.

—No puedo permitirlo. ¡Por la mano de Nalan! Voy a tener que decir…

—¿Y qué vas a hacer? —exigió Moash—. ¿Entregar a un miembro del Puente Cuatro?

Se miraron fijamente a los ojos.

Kaladin se volvió.

—Maldición. No, no lo haré. Al menos, si accedes a dejarlo. Puede que tengas motivos para odiar al rey, pero no puedes intentar…, ya sabes…

—¿Y qué otra cosa puedo hacer? —preguntó Moash en voz baja. Se había acercado mucho a Kaladin—. ¿Qué clase de justicia puede conseguir un hombre como yo contra un rey, Kaladin? Dímelo.

«Esto no puede estar sucediendo».

—Lo dejaré por ahora —dijo Moash—. Si accedes a reunirte con una persona.

—¿Con quién? —preguntó Kaladin, volviéndose para mirarlo.

—Este plan no fue idea mía. Hay otros implicados. Todo lo que tuve que hacer fue lanzarles una cuerda. Quiero que los escuches.

—Moash…

—Escucha lo que tienen que decir —insistió Moash, apretando con más fuerza el brazo de Kaladin—. Solamente escucha, Kal. Eso es todo. Si no estás de acuerdo con lo que te digan, me retiraré. Por favor.

—¿Prometes no hacer nada más contra el rey hasta que haya tenido esa reunión?

—Por el honor de mis abuelos.

Kaladin suspiró, pero acabó por asentir.

—De acuerdo.

Moash se relajó visiblemente. Asintió, recogió su falsa espada y se marchó corriendo para seguir practicando con la hoja esquirlada. Kaladin suspiró, se volvió para coger su espada, y se encontró cara a cara con Syl, que flotaba tras él. Sus diminutos ojos estaban abiertos de par en par, las manos cerradas a los costados.

—¿Qué acabas de hacer? —exigió—. Solo he oído la última parte.

—Moash estaba implicado —susurró Kaladin—. Tengo que seguir adelante, Syl. Si alguien está intentando matar al rey, mi trabajo es investigarlo.

—Oh. —Syl frunció el ceño—. Sentí algo. Algo más. —Sacudió la cabeza—. Kaladin, esto es peligroso. Deberíamos acudir a Dalinar.

—Se lo he prometido a Moash —dijo él, arrodillándose para desatarse las botas y quitarse los calcetines—. No puedo acudir a Dalinar hasta que sepa más.

Syl lo siguió en forma de lazo de luz mientras él cogía la hoja esquirlada falsa y se encaminaba hacia los terrenos de duelo. Notó la arena fría bajo sus pies descalzos. Quería sentirla.

Adoptó la posición del viento y practicó unos cuantos mandobles que Ivis les había enseñado. Un poco más allá, un grupo de ojos claros se dieron codazos y asintieron, señalando en su dirección. Uno dijo algo en voz baja, haciendo reír a los demás, pero varios continuaron con el ceño fruncido. La imagen de un ojos oscuros con una hoja esquirlada, aunque fuera de prácticas, no era algo que les resultara divertido.

«Es mi derecho —pensó Kaladin, blandiendo la espada, ignorándolos—. Derroté a un portador de esquirlada. Pertenezco a este lugar».

¿Por qué no se animaba a los ojos oscuros a practicar así? Los ojos oscuros que habían ganado hojas esquirladas a través de la historia eran loados en canciones y relatos. Evod Marcador, Lanacin, Raninor de los Prados… Esos hombres eran reverenciados. Pero cuando se trataba de los ojos oscuros contemporáneos, bueno, se les decía que no pensaran más allá de su situación. O que se atuvieran a las consecuencias.

Pero ¿cuál era el precepto de la Iglesia vorin? ¿De los fervorosos y las Llamadas y las artes? «Mejora. Supérate». ¿Por qué los hombres como él no podían pensar a lo grande? Nada parecía encajar. La sociedad y la religión se contradecían.

«Los soldados viven la gloria de los Salones Tranquilos. Pero sin granjeros, los soldados no pueden comer, así que ser granjero probablemente también es digno».

«Supérate con una Llamada en la vida. Pero no te vuelvas demasiado ambicioso o te encerraremos».

«No te vengues del rey por ordenar la muerte de tus abuelos. Pero véngate de los parshendi por ordenar la muerte de alguien a quien no has visto nunca».

Kaladin dejó de blandir la espada, sudoroso pero sin sentirse a gusto. Cuando luchaba o se entrenaba, se suponía que no debía de ser así. Se suponía que eran Kaladin y el arma, como una sola cosa, no con todos los problemas dando vueltas en su cabeza.

—Syl —dijo, intentando una estocada—, eres honorspren. ¿Eso significa que puedes decirme lo que hay que hacer?

—Sin duda —respondió ella, flotando cerca en forma de mujer joven, con las piernas colgando de un saliente invisible. No revoloteaba en forma de lazo, como solía hacer cuando él practicaba.

—¿Está mal que Moash intente matar al rey?

—Claro.

—¿Por qué?

—Porque matar está mal.

—¿Y los parshendi que he matado?

—Ya hemos hablado de eso. Había que hacerlo.

—¿Y si uno de ellos era un absorbedor? —dijo Kaladin—. ¿Con su propio honorspren?

—Los parshendi no pueden convertirse en absorbe…

—Supongamos que sí —dijo Kaladin, gruñendo mientras lanzaba otra estocada. No lo estaba haciendo bien—. Yo diría que a estas alturas, el único propósito de los parshendi es sobrevivir. Tormentas, es posible que los implicados en la muerte de Gavilar ni siquiera sigan con vida. Sus líderes fueron ejecutados en Alezkar, después de todo. Así que dime, si un parshendi corriente que protege a su pueblo se enfrenta a mí, ¿qué diría su honorspren? ¿Que está haciendo lo adecuado?

—Yo… —Syl se encogió. No soportaba este tipo de preguntas—. No importa. Dijiste que no ibas a matar más parshendi.

—¿Y a Amaram? ¿Puedo matarlo?

—¿Es justicia? —preguntó Syl.

—Una forma.

—Hay una diferencia.

—¿Cuál? —preguntó Kaladin, lanzando una estocada. ¡Tormentas! ¿Por qué no podía lograr que la estúpida arma fuera donde debía?

—Por lo que te hace —dijo Syl en voz baja—. Pensar en ello te cambia. Te retuerce. Se supone que tienes que proteger, Kaladin. No matar.

—Para proteger es necesario matar —replicó él—. Tormentas. Empiezas a hablar igual que mi padre.

Probó unas cuantas posiciones más, hasta que por fin Ivis se acercó y le hizo algunas correcciones. Ella se rio de su frustración cuando empuñó de nuevo mal la espada.

—¿Esperabas aprender en un día?

Más o menos, sí. Conocía la lanza; había entrenado duramente, mucho tiempo. Pensaba que tal vez todo aquello le serviría.

Pero no era así. Continuó entrenándose, realizando los movimientos, dando patadas en la arena fría, mezclándose con los ojos claros que entrenaban y ensayaban sus propias estrategias. Al cabo de un rato, Zahel pasó junto a él.

—Continúa —dijo el hombre, sin mirar siquiera cómo se desenvolvía Kaladin.

—Suponía que me entrenarías personalmente —exclamó Kaladin a sus espaldas.

—Demasiado trabajo —replicó Zahel, sacando una cantimplora de debajo de un montón de prendas de ropa junto a una de las columnas. Otro fervoroso había puesto allí sus piedras de colores, cosa que le hizo fruncir el ceño.

Kaladin corrió a alcanzarlo.

—Vi a Dalinar Kholin, desarmado y sin armadura, coger en el aire una hoja esquirlada con las palmas de las manos.

—El viejo Dalinar realizó una palmada, ¿eh? Bien por él.

—¿Puedes enseñarme?

—Es una maniobra estúpida —replicó Zahel—. Cuando sale bien, es solo porque la mayoría de los portadores han aprendido a blandir sus armas sin tanta fuerza como harían con una espada normal. Por lo general, es un desastre: suele fracasar y acabas muerto. Es mejor concentrarte en practicar estrategias que te ayuden de verdad.

Kaladin asintió.

—¿No vas a insistir? —preguntó Zahel.

—Tus argumentos me han convencido —dijo Kaladin—. Sólida lógica de soldado. Tiene sentido.

—Mmm. Tal vez haya esperanza para ti después de todo. —Zahel tomó un trago de su cantimplora—. Ahora sigue practicando.

Palabras radiantes
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