Mas, como los Vigilantes de la Verdad eran esotéricos por naturaleza, su orden estaba formada completamente por aquellos que nunca hablaban o escribían acerca de lo que hacían, y eso provocó gran frustración en aquellos que veían sus excesivos secretos desde fuera: no sentían una inclinación natural a dar explicaciones; y en el caso de los desacuerdos de Corberon, su silencio no fue signo de excesiva abundancia de desdén, sino más bien de excesiva abundancia de tacto.

De Palabras radiantes, capítulo 11, página 6

Kaladin caminaba por las Llanuras Quebradas de noche, dejando atrás penachos de cortezapizarra y enredaderas, donde los vidaspren revoloteaban como motas. Todavía quedaban charcos en los lugares bajos tras la alta tormenta del día anterior, repletos de crem para que las plantas se cebaran. A su izquierda, oía los sonidos de los campamentos, un hervidero de actividad. A la derecha… silencio. Solo aquellas interminables mesetas.

Cuando era un hombre de los puentes, las tropas de Sadeas no le habían impedido seguir ese camino. ¿Qué había allí, en las Llanuras? En cambio, Sadeas había apostado guardias en las lindes de los campamentos y en los puentes, para que los esclavos no pudieran escapar.

¿Qué había allí? Nada más que la salvación, descubierta en las profundidades de aquellos abismos.

Kaladin se dio media vuelta y recorrió uno de los abismos, dejando atrás soldados de guardia en los puentes, mientras las antorchas vacilaban al viento. Ellos lo saludaron.

«Allí», pensó, abriéndose paso por esta meseta concreta. Los campamentos a su izquierda manchaban el aire de luz, suficiente para ver por dónde iba. En el borde de la meseta llegó al lugar donde se había reunido con el sagaz del rey aquella noche, hacía semanas. Una noche de decisión, una noche de cambio.

Kaladin se acercó al borde del abismo y miró hacia el este.

Cambio y decisión. Echó un vistazo por encima del hombro. Había dejado atrás el puesto de guardia, y ya no había nadie lo bastante cerca para verlo. Así que, con el cinturón cargado con una bolsa de esferas, saltó al abismo.

A Shallan no le gustaba el campamento de guerra de Sadeas.

El ambiente era distinto que en el campamento de Sebarial. Apestaba y olía a desesperación.

¿Era la desesperación un olor siquiera? Le parecía poder describirlo. El hedor del sudor, de la bebida barata y del crem que no había desaparecido, sino que se acumulaba en calles pobremente iluminadas. En el campamento de Sebarial, la gente caminaba en grupos. Ahí lo hacían en manada.

El campamento de Sebarial olía a especias e industria: a cuero nuevo y, a veces, a ganado. El de Dalinar olía a aceite y lustre; cada dos esquinas alguien hacía algo práctico. Últimamente había pocos soldados, pero todos y cada uno de ellos vestía su uniforme, como si fuera un escudo contra el caos de los tiempos.

En el campamento de Sadeas, en cambio, los hombres que vestían uniforme los llevaban con las guerreras desabrochadas y los pantalones arrugados. Shallan pasó ante una serie de tabernas y en todas ellas había alboroto. Las mujeres que esperaban delante de algunos de los establecimientos indicaban que no todos eran simples tabernas. Las casas de putas eran comunes en todos los campamentos, naturalmente, pero allí parecían más descaradas.

Encontró a menos parshmenios de los que habitualmente veía en el campamento de Sebarial. Sadeas prefería esclavos tradicionales: hombres y mujeres con las frentes marcadas, que siempre andaban con la espalda encorvada y los hombros hundidos.

Esto era, sinceramente, lo que esperaba de todos los campamentos de guerra. Había leído descripciones de soldados en campaña, de los seguidores de los campamentos y los problemas de disciplina. De las animadversiones, de la actitud de los hombres que habían sido entrenados para matar. Quizás, en vez de asombrarse por lo horrible del campamento de Sadeas, tendría que maravillarse de que los demás no fueran igual.

Shallan se apresuró. Llevaba la cara de un joven ojos oscuros, el pelo recogido dentro del casco y un par de recios guantes. Incluso disfrazada de muchacho, no estaba dispuesta a andar por ahí con la mano segura expuesta.

Antes de salir esa noche había hecho una serie de dibujos para usarlos como caras nuevas, por si acaso. A partir de sus experimentos había descubierto que podía hacer un dibujo por la mañana y luego usarlo para crear una imagen durante la tarde. Sin embargo, si esperaba más de un día, la imagen que creaba era borrosa y a veces parecía derretida. A Shallan le parecía lógico. El proceso de creación dejaba una imagen en su mente que poco a poco iba desapareciendo.

Su rostro actual estaba basado en los jóvenes mensajeros que pululaban por el campamento de Sadeas. Aunque el corazón le daba un vuelco cada vez que se encontraba con un grupo de soldados, nadie le dirigía una segunda mirada.

Amaram era un alto señor, perteneciente al tercer dahn, lo que hacía que fuera un rango superior al padre de Shallan y dos rangos más que ella misma. Esto le permitía disponer de su propio dominio dentro del campamento de su señor. Su mansión tenía su propio estandarte, y había hecho que su personal militar ocupara los edificios cercanos. Postes clavados en la piedra y adornados con sus colores (burdeos y verde bosque) señalaban su esfera de influencia. Shallan pasó de largo ante ellos.

—¡Eh, tú!

Shallan se detuvo, sintiéndose muy pequeña en la oscuridad. Aunque no lo suficientemente pequeña. Se volvió despacio y vio a un par de guardias de patrulla que se acercaban. Sus uniformes estaban en mucho mejor estado que ningún otro que hubiera visto en ese campamento. Incluso los botones estaban pulidos, aunque de cintura para abajo usaban takama y no pantalones. Amaram era tradicionalista y sus uniformes reflejaban esta tendencia.

Los guardias eran mucho más altos que ella, como casi todos los alezi.

—¿Un mensajero? —preguntó uno—. ¿A esta hora de la noche? —Era un tipo fornido de barba gris y nariz gruesa y ancha.

—Ni siquiera es segunda luna todavía, señor —dijo Shallan con lo que esperaba fuese voz de muchacho.

Él la miró con el ceño fruncido. ¿Qué había dicho? «Señor —advirtió—. No es oficial».

—A partir de ahora, cuando vengas debes informar a los puestos de guardia —dijo el hombre, señalando una pequeña zona iluminada en la distancia tras ellos—. Vamos a empezar a montar un perímetro de seguridad.

—Sí, sargento.

—Oh, deja de incordiar al chico, Hav —dijo el otro soldado—. No puedes esperar que esté al corriente de las reglas que la mitad de los soldados ni siquiera conocen todavía. Puedes continuar —dijo, haciendo un gesto. Shallan se apresuró a obedecer. ¿Un perímetro de seguridad? No envidiaba la tarea de estos hombres. Amaram no tenía un muro para mantener a la gente a raya, solo unos postes con colores.

La mansión de Amaram era relativamente pequeña: dos plantas, con unas pocas habitaciones en cada una. Puede que hubiera sido una taberna, y era provisional, ya que acababa de llegar a los campamentos de guerra. Cerca de las instalaciones, unas pilas de ladrillos de crem y piedra indicaban que se estaba planeando un edificio más grande. No lejos de las pilas se alzaban otros edificios que habían sido apropiados como barracones para la guardia personal de Amaram, que incluía solamente unos cincuenta hombres. La mayoría de los soldados que había traído consigo, reclutados en las tierras de Sadeas y que le habían jurado fidelidad, se alojarían en otra parte.

Una vez cerca de la casa de Amaram, Shallan se escabulló tras un pabellón exterior y se agachó. Había pasado tres noches explorando esta zona, llevando una cara distinta cada vez. Quizá se había pasado de cautelosa. No estaba segura. Nunca había hecho nada como esto antes. Con dedos temblorosos, se quitó el casco (esa parte de su uniforme era auténtica) y dejó que sus cabellos cayeran sobre sus hombros. Entonces se sacó un dibujo doblado del bolsillo y esperó.

Pasaron unos minutos mientras observaba la mansión. «Vamos… —pensó—. Vamos…».

Finalmente, una joven ojos oscuros salió de la mansión, del brazo de un hombre alto con pantalones y camisola ancha abotonada. La mujer soltó una risita cuando su amigo dijo algo, y luego se perdió en la noche. El hombre la llamó y la siguió. La criada (Shallan aún no había averiguado su nombre) se marchaba todas las noches a esa misma hora. Dos veces con ese hombre. Una con otro.

Shallan inspiró profundamente, absorbiendo luz tormentosa, y luego alzó el dibujo de la muchacha que había hecho antes. Más o menos de su altura, el cabello de la misma longitud, similar constitución… Tendría que servir. Exhaló y se convirtió en otra persona.

«Se ríe continuamente —pensó Shallan, quitándose los guantes masculinos y sustituyendo el de su mano segura por otro marrón, femenino—, y a menudo camina pavoneándose, de puntillas. Su voz es más aguda que la mía, y no tiene acento».

Shallan había practicado el tono, pero esperaba no tener que descubrir hasta qué punto era verosímil su voz. Lo único que tenía que hacer era entrar por la puerta, subir las escaleras y colarse en la habitación adecuada. Fácil.

Se levantó, conteniendo la respiración y absorbiendo luz tormentosa, y se encaminó hacia el edificio.

Kaladin llegó al fondo del abismo en una brillante nube de luz y echó a correr con la lanza al hombro. Era difícil quedarse quieto cuando la luz tormentosa corría por sus venas.

Dejó caer unas cuantas bolsas de esferas para utilizarlas más tarde. La luz que brotaba de su piel expuesta bastaba para iluminar el abismo y proyectaba sombras en las paredes mientras corría. Esas sombras parecían convertirse en figuras, talladas con los huesos y las ramas que se extendían de los montones del suelo. Cuerpos y almas. Sus movimientos hacían retorcerse las sombras, como si se volvieran a mirarlo.

Corría ante un público silencioso. Syl bajó revoloteando en forma de lazo de luz y se situó junto a su cabeza, acompasando su ritmo. A medida que Kaladin saltaba los obstáculos y chapoteaba en los charcos, sus músculos iba calentándose con el ejercicio.

Entonces saltó a la pared.

Chocó contra ella torpemente, resbalando y rodando sobre algunos florvolantes. Se detuvo boca abajo, tendido en la pared. Gruñó y se puso en pie mientras la luz tormentosa restañaba un pequeño corte en su brazo.

Saltar contra la pared parecía demasiado innatural; cuando chocó, tardó un momento en volver a orientarse.

Echó a correr de nuevo, absorbiendo más luz tormentosa y acostumbrándose al cambio de perspectiva. Cuando llegó a la siguiente abertura entre mesetas, a sus ojos les pareció como si hubiera alcanzado un profundo pozo. Las paredes del abismo eran su suelo y su techo.

Saltó de la pared, concentrado en el suelo del abismo, y parpadeó, deseando que esa dirección volviera a ser su abajo. Aterrizó de nuevo de mala manera y esta vez resbaló en un charco.

Rodó hasta ponerse de espaldas, suspirando, tendido en el agua fría. El crem que se había asentado en el fondo chirrió entre sus dedos cuando cerró los puños.

Syl aterrizó en su pecho, tomando la forma de mujer joven. Se llevó las manos a las caderas.

—¿Qué? —preguntó él.

—Eso ha sido patético.

—No puedo estar más de acuerdo.

—Quizá vas demasiado rápido —señaló ella—. ¿Por qué no intentas saltar a la pared sin echar a correr enseguida?

—El asesino lo hace así —repuso Kaladin—. Tengo que poder luchar como lo hace él.

—Comprendo. Y supongo que él empezó a hacer todo eso en el momento en que nació, sin ninguna práctica.

Kaladin resopló.

—Hablas como lo hacía Tukks.

—¿Sí? ¿Era brillante, hermoso y siempre tenía razón?

—Era gritón, intolerante y profundamente desagradable —dijo Kaladin, incorporándose—. Pero sí, a grandes rasgos siempre tenía razón. —Se encaró a la pared y apoyó la lanza contra ella—. Szeth llamó a esto «vínculo».

—Un buen término —reconoció Syl, asintiendo.

—Bueno, para aprenderlo, voy a tener que practicar unas cuantas destrezas básicas. —Igual que se aprendía con la lanza.

Eso probablemente significaba saltar del suelo a la pared y viceversa un par de cientos de veces.

«Mejor que morir bajo la hoja esquirlada de ese asesino», pensó Kaladin, y se puso manos a la obra.

Shallan entró en las cocinas de Amaram, tratando de moverse con la enérgica gracia de la muchacha cuyo rostro llevaba. La gran sala olía al curry que se calentaba en el hogar: los restos de la cena, por si a algún ojos claros le apetecía comer algo. La cocinera hojeaba una novela en un rincón mientras sus chicas fregaban los utensilios. La sala estaba bien iluminada con esferas. Al parecer, Amaram confiaba en sus sirvientes.

Un largo tramo de escaleras conducía a la planta superior, proporcionando rápido acceso a los criados para servir al brillante señor. Shallan había dibujado un esquema del edificio a partir de lo que suponía por la situación de las ventanas. La habitación con los secretos había sido fácil de localizar: Amaram tenía postigos en esas ventanas, y no las abría nunca. Parecía que no se había equivocado respecto a las escaleras de la cocina. Se dirigió hacia allí tarareando por lo bajo, como hacía a menudo la mujer que imitaba.

—¿Ya has vuelto? —dijo la cocinera, sin levantar los ojos de su novela. Por el acento, era herdaziana—. ¿Su regalo de esta noche no fue lo bastante bonito? ¿O es que el otro os ha visto juntos?

Shallan no dijo nada, tratando de disimular su ansiedad con el tarareo.

—Pues ya puedes empezar a trabajar —dijo la cocinera—. Stine quería que alguien puliera los espejos por él. Está en el estudio, limpiando las flautas del amo.

¿Flautas? ¿Un soldado como Amaram tenía flautas?

¿Qué haría la cocinera si Shallan subía las escaleras y desobedecía la orden? Probablemente la mujer tendría un rango alto entre los ojos claros. Un miembro importante del personal de la casa.

La cocinera no dejó de leer su novela, pero continuó diciendo en voz baja:

—No creas que no nos hemos dado cuenta de que este mediodía te has saltado las tareas, niña. Que el amo te aprecie no significa que puedas aprovecharte. Ve a trabajar. Pasarte la noche libre limpiando en vez de jugando tal vez te recuerde que tienes deberes que cumplir.

Apretando los dientes, Shallan miró las escaleras que podían acercarla a su objetivo. La cocinera bajó los ojos lentamente a su novela. Su ceño fruncido era de esos que no se desobedecen.

Shallan asintió, se apartó de las escaleras y se dirigió al pasillo que había más allá. Habría otras escaleras en el salón principal. Solo tenía que caminar en esa dirección y…

La joven se detuvo cuando una figura entró en el pasillo desde una habitación lateral. Alto, con el rostro anguloso y la nariz aguileña, el hombre llevaba un atuendo de diseño moderno: una casaca abierta sobre una camisa abotonada, pantalones recios y un pañuelo atado al cuello.

¡Tormentas! Era el alto señor Amaram (a la moda o no), y se suponía que no tenía que estar en casa. Adolin había dicho que esa noche cenaba con Dalinar y el rey. ¿Por qué estaba allí?

Amaram miraba el libro que tenía en las manos, y no pareció reparar en ella. Dio media vuelta y se encaminó pasillo abajo.

«¡Corre!». Fue su reacción inmediata. Huir por las puertas principales, desaparecer en la noche. El problema era que había hablado con la cocinera. Cuando la mujer a la que Shallan estaba imitando regresara más tarde, habría una tormenta de problemas… y podría demostrar, con testigos, que no había vuelto a la casa antes. Hiciera lo que hiciese Shallan, había muchas posibilidades de que cuando se marchara Amaram descubriera que alguien había entrado en la casa, fingiendo ser una de sus criadas.

¡Padre Tormenta! Acababa de entrar en el edificio y ya lo había echado todo a perder.

Las escaleras crujieron arriba. Amaram subía a su habitación, la que Shallan tenía que inspeccionar.

«Los Sangre Espectral se enfadarán conmigo por alertarlo —pensó Shallan—, pero se enfadarán aún más si regreso sin ninguna información».

Tenía que entrar en aquella estancia, sola. Eso significaba que no podía permitir que Amaram lo hiciera.

Corrió tras él, lanzándose al salón de entrada y agarrándose al poste de la barandilla para impulsarse escaleras arriba. Amaram llegó al rellano superior y se volvió hacia el pasillo. Tal vez al final no entraría en aquella habitación.

Shallan no tuvo tanta suerte. Mientras corría escaleras arriba, Amaram se volvió hacia la puerta, alzó una llave, la introdujo en la cerradura y la giró.

—Brillante señor Amaram —dijo Shallan sin aliento, mientras llegaba al rellano.

Él se volvió a mirarla con el ceño fruncido.

—¿Telesh? ¿No ibas a salir esta noche?

Bueno, así al menos sabía su nombre. ¿Se tomaba Amaram tanto interés en sus sirvientes para conocer los planes de una simple criada?

—En efecto, brillante señor —respondió Shallan—, pero he vuelto.

«Necesito una excusa. Pero no algo demasiado sospechoso. ¡Piensa!». ¿Iba a darse cuenta él de que la voz era diferente?

—Telesh —dijo Amaram, sacudiendo la cabeza—. ¿Sigues sin poder decidirte entre uno de los dos? Le prometí a tu buen padre que cuidaría de ti. ¿Cómo puedo hacerlo si no sientas la cabeza?

—No es eso, brillante señor —dijo Shallan rápidamente—. Hav detuvo en el perímetro a un mensajero que venía a verte. Me envió a decírtelo.

—¿Un mensajero? —dijo Amaram, sacando la llave de la cerradura—. ¿De quién?

—Hav no lo dijo, brillante señor. Pero supongo que le pareció importante.

—Ese hombre… —dijo Amaram con un suspiro—. Es demasiado protector. ¿Se cree que puede mantener un perímetro más férreo en este caos de campamento? —El brillante señor lo consideró y al cabo se guardó la llave en el bolsillo—. Será mejor que vaya a ver de qué se trata.

Shallan le hizo una reverencia cuando pasó por su lado y empezó a bajar las escaleras. Contó hasta diez cuando lo perdió de vista y después echó a correr hacia la puerta, que seguía cerrada con llave.

—Patrón —susurró Shallan—. ¿Dónde estás?

Él salió de entre los pliegues de su falda, cruzó el suelo y luego subió por la puerta hasta quedar justo ante ella, como una viruta en la madera.

—¿La cerradura? —preguntó Shallan.

—Es un patrón —respondió él, luego se hizo muy pequeño y se introdujo en el agujero. Shallan lo había hecho ensayar unas cuantas veces en las cerraduras de sus habitaciones, y había podido abrirlas, igual que el baúl de Tyn.

La cerradura chasqueó, y Shallan abrió la puerta para entrar en la habitación oscura. Sacó una esfera del bolsillo de su vestido y la estancia se iluminó.

La habitación secreta. La habitación con postigos siempre echados, cerrada en todo momento. Una habitación que los Sangre Espectral querían ver a toda costa.

Estaba llena de mapas.

Kaladin descubrió que lo más difícil de saltar entre superficies no era el aterrizaje. No eran los reflejos ni la coordinación. Ni siquiera era la cuestión del cambio de perspectiva.

Era el miedo.

Era el momento en que, colgando en el aire, su cuerpo pasaba de sentir la atracción hacia abajo a hacerlo hacia el lado. Sus instintos no estaban preparados para asimilarlo. Una parte primigenia de su interior sentía pánico cada vez que abajo dejaba de estar abajo.

Corrió hacia la pared y saltó, lanzando los pies a un lado. No podía vacilar, no podía tener miedo, no podía retroceder. Era como enseñarse a sí mismo a lanzarse de bruces sobre una superficie de piedra sin alzar las manos para protegerse.

Cambió la perspectiva y usó luz tormentosa para hacer que la pared fuera su abajo. Colocó los pies. Incluso quieto, en ese breve momento, su instinto se rebeló. El cuerpo sabía que iba a caer al suelo del abismo. Se rompería los huesos, se golpearía la cabeza.

Aterrizó en la pared sin tropezar.

Kaladin se irguió, sorprendido, y dejó escapar un suspiro cargado de luz tormentosa.

—¡Bien! —exclamó Syl, revoloteando a su alrededor.

—Es antinatural.

—No. Yo no podría estar implicada nunca en algo innatural. Es solo… extranatural.

—Quieres decir sobrenatural.

—No, no es eso. —Ella se echó a reír y se adelantó revoloteando.

Sí que era antinatural, igual que caminar no era natural para el niño que está aprendiendo. Se volvía natural con el tiempo. Kaladin apenas estaba aprendiendo a gatear, y por desgracia pronto tendría que correr. Como un niño que cae en el cubil de un espinablanca. «Aprende rápido o serás el almuerzo».

Corrió por la pared, saltando por encima de un macizo de cortezapizarra, y luego brincó hacia un lado y pasó al suelo del abismo. Aterrizó con solo un leve traspiés.

Mejor. Corrió detrás de Syl y continuó.

Mapas.

Shallan avanzó lentamente al amparo de su solitaria esfera, que revelaba una habitación repleta de mapas y papeles. Estaban cubiertos de glifos escritos a la carrera, no hechos para ser hermosos. Apenas fue capaz de leer la mayoría.

«He oído hablar de esto —pensó—. La letra de los predicetormentas. La forma en que evitan las restricciones de escribir».

¿Amaram era un predicetormentas? Una carta temporal en una pared, con una lista de las altas tormentas y los cálculos para la siguiente (escritas con la misma letra que las notas de los mapas) parecía prueba de ello. Tal vez era eso lo que buscaban los Sangre Espectral: material para hacer chantaje. Los predicetormentas, siendo eruditos masculinos, incomodaban a la mayoría de la gente. Su uso de los glifos de un modo que era básicamente igual que la escritura, su naturaleza secreta… Amaram era uno de los generales más capaces de todo Alezkar. Lo respetaban incluso sus contrincantes. Si se descubría que era predicetormentas, eso podía perjudicar gravemente su reputación.

¿Por qué se molestaba con tan extrañas aficiones? A Shallan todos aquellos mapas le recordaban vagamente los que había descubierto en el estudio de su padre, después de su muerte, aunque aquellos mapas eran de Jah Keved.

—Vigila fuera, Patrón —dijo—. Avísame enseguida si Amaram regresa al edificio.

—Mmm —zumbó él, retirándose.

Consciente de que disponía de poco tiempo, Shallan corrió a la pared, alzó su esfera y tomó recuerdos de los mapas. ¿Las Llanuras Quebradas? Este mapa era mucho más extenso que ninguno que hubiera visto antes, y eso incluía el Primer Mapa que había estudiado en la Galería de Mapas del rey.

¿Cómo había conseguido Amaram algo tan caro? Trató de descifrar los glifos: no detectó ninguna regla gramatical. Los glifos no se usaban de esa forma. Representaban una sola idea, no una cadena de pensamientos. Leyó unos cuantos seguidos.

«Origen…, dirección…, incertidumbre…». «¿El lugar del centro es incierto?». Probablemente significaba eso.

Otras notas eran similares, y ella las tradujo mentalmente. «Quizás insistir en esta dirección produzca resultados». «Divisados guerreros vigilando a partir de aquí». Otros grupos de glifos resultaban incomprensibles. Esta escritura era extraña. Quizá Patrón pudiera traducirla, pero ella desde luego no sabía hacerlo.

Aparte de los mapas, las paredes estaban cubiertas por largas hojas de papel llenas de textos, cifras y diagramas. Amaram estaba trabajando en algo, algo grande…

«¡Parshendi! —advirtió—. Esto es lo que significan esos glifos. “Parap-shenesh-idi”». Cada uno de los tres glifos tenía un significado propio, pero juntos sus sonidos creaban la palabra «parshendi». Por eso algunos de los escritos parecían un galimatías. Amaram usaba algunos glifos fonéticamente. Los subrayaba al hacerlo, y eso le permitía escribir con glifos cosas que no debería haber podido transcribir. Los predicetormentas estaban convirtiendo los glifos en una escritura completa.

«Los parshendi —tradujo, todavía distraída por la naturaleza de los caracteres— deben de saber cómo hacer regresar a los Portadores del Vacío».

¿Qué?

«Arrancarles el secreto».

«Llegar al centro antes que los ejércitos alezi».

Algunos de los escritos eran listas de referencias. Aunque habían sido traducidas a glifos, Shallan reconoció algunas de las citas por el trabajo de Jasnah. Se referían a los Portadores del Vacío. Otros eran aproximaciones de bocetos de los Portadores del Vacío y otras criaturas mitológicas.

Esta era la prueba de que los Sangre Espectral estaban interesados en las mismas cosas que Jasnah. Igual que Amaram, aparentemente. Con el corazón martilleando de emoción, la joven dio media vuelta, examinando la habitación. ¿Estaba allí el secreto de Urithiru? ¿Lo había encontrado Amaram?

Era demasiado para que Shallan pudiera traducirlo en este momento. La escritura resultaba demasiado intrincada, y los fuertes latidos de su corazón la ponían demasiado nerviosa. Además, lo más probable era que Amaram no tardara en regresar, así que tomó recuerdos para poder dibujar todo eso más tarde.

Mientras lo hacía, los escritos que traducía de pasada le suscitaron un nuevo tipo de temor. Parecía… parecía que el alto señor Amaram, epítome del honor alezi, estaba intentando activamente causar el regreso de los Portadores del Vacío.

«Tengo que formar parte de esto —pensó Shallan—. No puedo permitirme que los Sangre Espectral me ignoren por haber metido la pata en esta incursión. Tengo que descubrir qué más saben. Y he de averiguar por qué Amaram está haciendo lo que hace».

No podía huir sin más. No podía arriesgarse a dejar que Amaram se pusiera en alerta porque alguien se había infiltrado en su habitación secreta. No podía fastidiar esta misión.

Tenía que urdir alguna excusa creíble.

Se sacó del bolsillo un papel, lo colocó sobre la mesa y empezó a dibujar frenéticamente.

Kaladin saltó de la pared a una velocidad prudente, doblándose hacia un lado y aterrizando en el suelo sin romper el ritmo. No iba muy rápido, pero al menos ya no se tambaleaba.

Con cada salto, iba arrinconando cada vez más aquel pánico visceral. Arriba, de vuelta a la pared. Abajo de nuevo. Una y otra vez, absorbiendo luz tormentosa.

Sí, esto era natural. Sí, este era él.

Continuó corriendo por el fondo del abismo, sintiendo un arrebato de entusiasmo. Las sombras lo saludaban mientras esquivaba montículos de piedra y musgo. Saltó por encima de un gran charco de agua, pero calculó mal su tamaño y al bajar estuvo a punto de meterse en el agua poco profunda.

Pero por reflejo miró hacia arriba y se lanzó hacia el cielo.

Durante un breve instante, Kaladin dejó de caer hacia abajo y lo hizo en cambio hacia arriba. Aprovechando el impulso, esquivó el charco antes de lanzarse de nuevo hacia abajo y aterrizó al trote, sudando.

«Podría lanzarme hacia arriba —pensó—, y caer hacia el cielo eternamente».

Pero no, así era como pensaba una persona corriente. Una anguila aérea no temía caer, ¿no? Un pez no temía ahogarse.

Mientras no empezara a cambiar su forma de pensar, no controlaría este regalo que le habían hecho. Y era, en efecto, un regalo. Lo aceptaría.

El cielo era suyo.

Kaladin gritó, abalanzándose al frente. Saltó y se lanzó hacia la pared. Sin pausa, sin vacilación, sin miedo. Golpeó la pared a la carrera, y cerca de él Syl se rio llena de alegría.

Pero eso, eso era sencillo. Kaladin saltó de la pared y miró directamente hacia arriba, a la pared opuesta. Se lanzó en esa dirección y giró el cuerpo en una voltereta para aterrizar posando una rodilla en lo que un momento antes había sido el techo.

—¡Lo has logrado! —dijo Syl, revoloteando a su alrededor—. ¿Qué ha cambiado?

—Yo.

—Sí, bueno, pero ¿qué?

—Todo.

Ella lo miró con el ceño fruncido. Él sonrió y echó a correr por el lado del abismo.

Shallan bajó de nuevo a la cocina, pisando los escalones con más fuerza de lo habitual, tratando de fingir que era una persona mucho más corpulenta. La cocinera dejó de leer su novela y la dejó caer llena de pánico, dispuesta a ponerse en pie.

—¡Brillante señor!

—Quédate sentada —silabeó Shallan, rascándose la cara para ocultar sus labios. Patrón pronunciaba las palabras que ella le había dicho con una imitación perfecta de la voz de Amaram.

La cocinera permaneció sentada, como le había ordenado. Con suerte, desde esa posición no advertiría que Amaram era más bajo de lo que debería ser. Incluso caminando de puntillas (algo que enmascaraba la ilusión) era mucho más baja que el alto señor.

—Hace un rato hablaste con la criada Telesh —dijo Patrón, mientras Shallan silabeaba las palabras.

—Sí, brillante señor —respondió la cocinera, hablando en voz baja para no superar el tono de voz de Patrón—. La envié a trabajar con Stine. Me pareció que la chica necesitaba que la encarrilaran.

—No —dijo Patrón—. Regresó por orden mía. La he enviado fuera otra vez, con la orden de que no hable de lo que ha pasado esta noche.

La cocinera frunció el ceño.

—¿Y qué… ha pasado esta noche?

—No debes mencionarlo siquiera. Te has inmiscuido en algo que no es de tu incumbencia. Haz como si no hubieras visto a Telesh. Nunca me hables de esto. Si lo haces, fingiré que nada ha sucedido. ¿Comprendes?

La cocinera palideció y asintió en silencio, hundiéndose en su silla.

Shallan hizo un gesto con la cabeza y luego salió de la cocina. Una vez en el exterior, se escondió en un lado del edificio, con el corazón desbocado pero con una sonrisa en su semblante.

Fuera de la vista, exhaló una nube de luz tormentosa y luego dio un paso al frente. Mientras atravesaba la nube, la imagen de Amaram se desvaneció, sustituida por la del joven mensajero al que había imitado antes. Volvió a la parte delantera del edificio y se sentó en los escalones, desplomándose, con la cabeza entre las manos.

Amaram y Hav llegaron en la oscuridad, hablando en voz baja.

—… no me percaté de que la chica me había visto hablando con el mensajero, brillante señor —estaba diciendo Hav—. Tiene que haberse dado cuenta… —Se calló al ver a Shallan.

Ella se puso en pie de un salto e hizo una reverencia ante Amaram.

—Ya no importa, Hav —dijo Amaram, despidiendo al soldado para que volviera a sus rondas.

—Alto señor —dijo Shallan—. Traigo un mensaje.

—Obviamente, nacido oscuro —dijo el hombre, acercándose—. ¿Qué es lo que quiere él?

—¿Él? —preguntó Shallan—. Es de Shallan Davar.

Amaram ladeó la cabeza.

—¿Quién?

—La prometida de Adolin Kholin. Está intentando poner al día el recuento de todas las hojas esquirladas de Alezkar. Le gustaría concertar una cita para venir a dibujar la tuya, si estás dispuesto.

—Oh —dijo Amaram. Pareció relajarse—. Sí, bueno, eso estaría bien. Estoy libre la mayoría de las tardes. Que envíe a alguien para hablar con mi mayordomo y acordar una reunión.

—Sí, alto señor. Me encargaré de que así sea. —Shallan se dispuso a marcharse.

—¿Has venido a estas horas a hacer una pregunta tan simple? —preguntó Amaram.

Shallan se encogió de hombros.

—No cuestiono las órdenes de los ojos claros, alto señor. Pero mi señora…, bueno, a veces se distrae un poco. Supongo que quiso encomendarme la tarea mientras aún la tenía fresca en la mente. Además, las hojas esquirladas le interesan mucho.

—¿Y a quién no? —murmuró Amaram, dándose la vuelta y hablando en voz baja—. Son maravillosas, ¿verdad?

¿Estaba hablando con ella, o consigo mismo? Shallan vaciló. Una espada se formó en su mano, la bruma se condensó en gotas de agua que perlaban su superficie. Amaram la alzó, mirándose en el reflejo.

—Qué belleza —dijo—. Qué arte. ¿Por qué debemos matar con nuestras más grandes creaciones? Ah, pero estoy divagando y retrasándote. Pido disculpas. La espada sigue siendo una novedad para mí. Busco excusas para invocarla.

Shallan apenas escuchaba. Una hoja con el filo trasero en forma de fluidas olas. O tal vez eran lenguas de fuego. Grabadas en su superficie. Curvada, sinuosa.

Ella conocía esta hoja.

Pertenecía a su hermano Helaran.

Kaladin corrió a través del abismo y el viento se unió a él, soplando a su espalda. Syl volaba por delante en forma de lazo de luz.

Encontró un peñasco en el camino y saltó al aire, impulsándose hacia arriba. Se elevó más de diez metros antes de lanzarse hacia el lado y abajo al mismo tiempo. El lanzamiento hacia abajo redujo su impulso ascendente; el lanzamiento lateral lo llevó a la pared.

Eliminó el lanzamiento hacia abajo y golpeó la pared con una mano, se retorció y se puso en pie. Siguió corriendo por la pared del abismo. Cuando llegó al final de la meseta, saltó hacia la siguiente y se lanzó hacia la pared.

«¡Más rápido!». Conservaba casi toda la luz tormentosa que le quedaba, cogida de las bolsas que había soltado antes. Contenía tanta que brillaba como una hoguera. Eso le animaba mientras saltaba y se lanzaba hacia delante, hacia el este. Le hacía caer a través del abismo. El suelo del abismo pasaba veloz bajo él, las plantas eran un borrón a los lados.

Tenía que recordar que estaba cayendo. No se trataba de volar, y cada segundo que se movía su velocidad aumentaba. Eso no detenía la sensación de libertad, de libertad total. Solo significaba que podía ser peligroso.

Los vientos arreciaron y Kaladin se lanzó hacia atrás en el último momento, frenando su descenso mientras chocaba contra una pared del abismo ante él.

Esa dirección había pasado a ser abajo para él, así que se incorporó y echó a correr por la pared. Estaba usando luz tormentosa a un ritmo frenético, pero de todas formas no necesitaba escatimar. Le pagaban como a un oficial ojos claros del sexto dahn, y sus esferas contenían no diminutos chips de gemas, sino broams. Para él, una paga de un mes era más de lo que había visto nunca, y la luz tormentosa que contenía era una vasta fortuna comparada con lo que antaño había percibido.

Gritó mientras saltaba por encima de un grupo de florvolantes, cuyas frondas se retrajeron bajo él. Se lanzó a la otra pared del abismo y cruzó el hueco, aterrizando sobre sus manos. Se impulsó de nuevo hacia arriba, y de algún modo se lanzó solo levemente en esa dirección.

Mucho más ligero, pudo retorcerse en el aire y ponerse en pie sobre la pared, contemplando el abismo, con los puños cerrados y la luz brotando de su interior.

Syl vaciló, revoloteando de un lado a otro.

—¿Qué? —preguntó.

—Más —dijo él, y se lanzó de nuevo hacia delante, pasillo abajo.

Se sentía intrépido. Era suyo este océano donde nadar, eran suyos estos vientos que surcar. Cayó de bruces hacia la siguiente meseta. Justo antes de alcanzarla, se lanzó de lado y hacia abajo.

El estómago le dio un vuelco. Sentía como si alguien lo hubiera atado con una cuerda y lo hubiera arrojado por un precipicio, y luego hubiera tirado de la cuerda, tensándola, cuando llegaba al fondo. Sin embargo, la luz tormentosa en su interior hacía que la incomodidad fuera casi inexistente. Se impulsó de lado, hacia otro abismo.

Los lanzamientos lo enviaron de nuevo hacia el este por otro pasillo, y se abrió paso entre las mesetas, quedándose en los abismos, como una anguila que nada entre las olas, evitando peñascos. Adelante, más rápido, todavía cayendo…

Con los dientes apretados por el asombro y las fuerzas que lo inundaban, hizo a un lado la cautela y se lanzó hacia arriba. Una, dos, tres veces. Se olvidó de todo lo demás, y entre el flujo de luz, se impulsó desde los abismos al aire.

Se lanzó de nuevo hacia el este para poder caer en esa dirección de nuevo, pero ya no había ninguna pared en su camino. Se alzó hacia el horizonte, lejano, perdido en la oscuridad. A medida que ganaba velocidad, el gabán fue ondeando tras él y el pelo se le revolvió. El aire le golpeaba la cara y entornó los ojos sin llegar a cerrarlos del todo.

Debajo, los oscuros abismos iban pasando uno tras otro. Meseta. Pozo. Meseta. Pozo. Esta sensación… de volar sobre la tierra… la había experimentado antes, en sueños. Lo que un hombre de los puentes tardaba horas en cruzar él lo salvó en pocos minutos. Se sentía como si algo lo impulsara, como si el viento mismo lo llevara. Syl volaba a su derecha.

¿Y a su izquierda? No, eran otros vientospren. Había acumulado docenas, y volaban a su alrededor como lazos de luz. Podía identificar a Syl. No sabía cómo: en realidad no parecía distinta, pero la diferenciaba. Igual que se puede detectar a un miembro de la familia en medio de una multitud solo por su manera de andar.

Syl y sus primos revoloteaban a su alrededor en una espiral de luz, libre y suelta, pero con un atisbo de coordinación.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que se sintió así de bien, así de triunfante, así de vivo? Desde antes de la muerte de Tien, sin duda. Incluso después de salvar al Puente Cuatro, la oscuridad lo había envuelto en sombras.

Aquello se evaporó. Vio una torre de roca por delante en las mesetas y se dirigió hacia ella con un cuidadoso movimiento a la derecha. Otros lanzamientos a su espalda redujeron su caída lo suficiente para que, cuando alcanzó la punta de la torre de roca, pudiera agarrarse a ella y girar, apoyando los dedos en la lisa piedra de crem.

Cien vientospren rompieron a su alrededor como el batir de una ola, desplegándose en un abanico de luz.

Kaladin sonrió. Entonces miró hacia arriba, hacia el cielo.

El alto señor Amaram continuaba mirando la hoja esquirlada en la noche. La alzó ante él para contemplarla a la luz que surgía de la mansión.

Shallan recordó el mudo terror de su padre cuando contempló esa arma apuntándole. ¿Sería una coincidencia? ¿Dos armas tan iguales? Quizá le fallaba la memoria.

No. No, ella nunca olvidaría el aspecto de aquella espada. Era la que había empuñado Helaran y no había dos iguales.

—Brillante señor —dijo Shallan, llamando la atención de Amaram. Él pareció sobresaltarse, como si hubiera olvidado que ella está allí.

—¿Sí?

—La brillante Shallan quiere asegurarse de que los registros son correctos y que las historias de las espadas y armaduras del ejército alezi han sido debidamente localizadas. Tu espada no figura entre ellas. Me preguntó si te importaría compartir el origen de tu espada, en nombre de la erudición.

—Ya se lo he explicado a Dalinar —contestó Amaram—. No conozco la historia de mis esquirlas. Ambas estaban en posesión de un asesino que intentó matarme, un hombre joven veden de cabello rojo. No sabemos su nombre, y su cara quedó destrozada en mi contraataque. Tuve que apuñalarlo a través de la visera, ¿sabes?

«Joven. Cabello rojo».

Shallan se encontraba ante el asesino de su hermano.

—Yo… —tartamudeó, sintiéndose asqueada—. Gracias. Transmitiré la información.

Se dio media vuelta, tratando de no tropezar mientras se marchaba. Por fin sabía lo que le había sucedido a Helaran.

«Estuviste implicado en todo esto, ¿verdad, Helaran? —pensó—. Igual que nuestro padre. Pero ¿cómo, por qué?».

Parecía que Amaram estaba intentando hacer regresar a los Portadores del Vacío. Helaran había intentado matarlo.

Pero ¿de verdad querría alguien traer de vuelta a los Portadores del Vacío? Quizás estaba confundida. Tenía que llegar a sus aposentos, dibujar aquellos mapas a partir de los recuerdos que había tomado, y tratar de comprender todo esto.

Los guardias, por suerte, no le causaron más problemas cuando salió del campamento de Amaram y se perdió en el anonimato de la oscuridad. Menos mal, porque si hubieran mirado con atención, habrían visto las lágrimas en los ojos del mensajero. Llorando por un hermano que ya, por fin, Shallan sabía que estaba muerto.

Hacia arriba.

Un lanzamiento, luego otro, después un tercero. Kaladin ascendió hacia el cielo. Nada más que una extensión despejada, un mar infinito para su deleite.

El aire se enfrió. Continuó ascendiendo, buscando las nubes. Finalmente, preocupado por quedarse sin luz tormentosa antes de regresar a tierra (solo le quedaba una esfera infusa, la que llevaba en el bolsillo para casos de emergencia), muy a su pesar Kaladin decidió lanzarse hacia abajo.

No cayó inmediatamente: su impulso hacia arriba tan solo se redujo. Aún se precipitaba hacia el cielo: no había eliminado el lanzamiento hacia arriba.

Curioso, se lanzó hacia abajo para frenar más y luego eliminó todos sus lanzamientos excepto uno arriba y otro abajo. Al final quedó detenido en el aire. La segunda luna había salido ya, bañando las Llanuras de luz. Desde allí, parecían una armadura rota. «No… —pensó, entornando los ojos—. Es un patrón». Ya lo había visto antes. En un sueño.

El viento soplaba contra él, haciendo que flotara como una cometa. Al dejar de cabalgar los vientos, los vientospren que había atraído se dispersaron. Curioso. Nunca había advertido que se podían atraer a los vientospren como se atraían a los spren de las emociones.

Todo lo que había que hacer era caer al cielo.

Syl se quedó girando a su alrededor hasta que por fin se posó en su hombro. Se sentó y miró hacia abajo.

—No muchos hombres llegan a ver este panorama —comentó. Desde allí arriba, los campamentos de guerra (círculos de fuego a la derecha) parecían insignificantes. Hacía suficiente frío para sentir incomodidad. Roca decía que el aire era más fino en las alturas, aunque Kaladin no notaba la diferencia—. Ya llevaba tiempo intentando que hicieras esto.

—Es como la primera vez que empuñé una lanza —susurró Kaladin—. Solo era un niño. ¿Estabas conmigo entonces? ¿Hace tanto tiempo?

—No —dijo Syl—, y sí.

—No puede ser las dos cosas.

—Puede. Sabía que tenía que encontrarte. Y los vientos te conocían. Me condujeron hasta ti.

—Así que todo lo que he hecho, mi habilidad con la lanza, la forma en que lucho… No soy yo. Eres tú.

—Somos nosotros.

—Es hacer trampas. No me lo merezco.

—Tonterías —replicó Syl—. Practicas todos los días.

—Tengo ventaja.

—La ventaja del talento —declaró ella—. Cuando la maestra música coge por primera vez un instrumento y encuentra en él música que nadie más es capaz de hallar, ¿es eso hacer trampas? ¿Es inmerecido ese arte, solo porque ella tiene más habilidad natural? ¿O es genio?

Kaladin se lanzó hacia el oeste, de vuelta a los campamentos de guerra. No quería quedarse aislado en mitad de las Llanuras Quebradas sin luz tormentosa. La tempestad de su interior se había calmado en gran medida desde que comenzó. Cayó en esa dirección durante un rato, acercándose tanto como se atrevía antes de frenar, y luego eliminó parte del lanzamiento hacia arriba y empezó a flotar hacia abajo.

—Lo aceptaré —accedió Kaladin—. Sea lo que sea lo que me da esa ventaja, la usaré. Lo necesitaré para derrotarlo.

Syl asintió, todavía sentada en su hombro.

—Crees que no tiene ningún spren —dijo Kaladin—. Pero ¿cómo hace lo que hace?

—El arma —respondió Syl, con más seguridad que nunca antes—. Es algo especial. Fue creada para dar habilidades a los hombres, igual que nuestro vínculo.

Kaladin asintió, un leve viento agitaba su casaca mientras caía a través de la noche.

—Syl… —¿Cómo abordar la cuestión?—. No puedo luchar contra él sin una hoja esquirlada.

Ella miró hacia el otro lado, abrazándose a sí misma. Los gestos eran tan humanos…

—He evitado el entrenamiento con las espadas que ofrece Zahel —continuó Kaladin—. Es difícil de justificar. Necesito aprender a usar una de esas armas.

—Son malignas —objetó ella con voz tímida.

—Porque son los símbolos de los juramentos rotos de los caballeros —dijo Kaladin—. Pero ¿de dónde surgieron? ¿Cómo fueron forjadas?

Syl no respondió.

—¿Puede forjarse una nueva? ¿Una que no lleve la mancha de las promesas rotas?

—Sí.

—¿Cómo?

Ella no respondió. Flotaron hacia abajo en silencio durante un rato, hasta que se posaron suavemente en una meseta oscura. Kaladin se orientó, echó a andar y se acercó al borde para bajar al abismo. No quería regresar usando los puentes. A los vigías les resultaría raro que volviera sin haberse ido.

Tormentas. Lo habrían visto echar a volar, ¿no? ¿Qué pensarían? ¿Estaban lo bastante cerca para verlo aterrizar?

Bueno, en ese momento no podía hacer nada al respecto. Llegó al fondo del abismo y empezó a andar hacia los campamentos de guerra, mientras la luz tormentosa se apagaba lentamente y lo dejaba sumido en la oscuridad. Sin ella se sentía desmoralizado, vacío, cansado.

Se sacó del bolsillo la última esfera infusa y la utilizó para iluminar su camino.

—Hay una pregunta que estás evitando —dijo Syl, posándose en su hombro—. Han pasado dos días. ¿Qué vas a decirle a Dalinar de esos hombres que te llevó a conocer Moash?

—No me escuchó cuando le hablé de Amaram.

—Obviamente, esto es distinto.

Lo era, y ella tenía razón. Pero ¿por qué no se lo había dicho a Dalinar?

—Esos hombres no parecían de los que esperan mucho tiempo —añadió Syl.

—Haré algo al respecto —respondió Kaladin—. Pero prefiero pensármelo un poco más. No quiero que Moash quede atrapado en la tormenta cuando vayamos a por ellos.

Syl guardó silencio mientras él recorría andando el resto del camino, recuperaba su lanza y luego subía por la escala hasta la meseta. El cielo estaba cubierto de nubes, pero el clima anunciaba la llegada de la primavera.

«Disfruta mientras puedas —pensó Kaladin—. El Llanto llegará pronto». Semanas de lluvia incesante. Sin Tien para animarlo. Su hermano siempre conseguía elevarle el ánimo.

Amaram se lo había arrebatado. Kaladin bajó la cabeza y echó a andar. En la linde de los campamentos, giró a la derecha y se encaminó hacia el norte.

—¿Kaladin? —preguntó Syl, revoloteando a su lado—. ¿Por qué vas por aquí?

Él alzó la cabeza. Por allí se iba al campamento de Sadeas. El campamento de Dalinar estaba en la otra dirección.

Siguió andando.

—¿Kaladin? ¿Qué estás haciendo?

Finalmente se detuvo. Amaram estaría allí delante, dentro del campamento de Sadeas, en alguna parte. Era tarde: Nomon se dirigía lentamente hacia su cenit.

—Podría acabar con él —murmuró Kaladin—. Entrar por su ventana con un destello de luz tormentosa, matarlo, y marcharme antes de que nadie tenga tiempo de reaccionar. Tan fácil… Todo el mundo le echaría la culpa al Asesino de Blanco.

—Kaladin…

—Es justicia, Syl —dijo él, furioso de pronto, volviéndose hacia ella—. Me dices que tengo que proteger. ¡Si lo mato, es lo que haré! Proteger a la gente, impedir que los destruya. Como me destruyó a mí.

—No me gusta cómo te pones cuando lo recuerdas —dijo ella, y de repente le pareció más pequeña—. Dejas de ser tú. Dejas de pensar. Por favor.

—Mató a Tien —dijo Kaladin—. Acabaré con él, Syl.

—¿Esta noche? —preguntó ella—. ¿Después de lo que acabas de descubrir, después de lo que acabas de hacer?

Él inspiró profundamente, recordando la emoción de los abismos y la libertad de volar. Por primera vez en lo que parecían siglos había experimentado verdadera alegría.

¿Quería mancillar ese recuerdo con Amaram? No. Ni siquiera con la muerte del hombre, que sin duda conformaría un día maravilloso.

—De acuerdo —accedió, volviéndose hacia el campamento de Dalinar—. Esta noche no.

Cuando llegó a los barracones se había acabado el guiso. Dejó atrás la hoguera, donde aún brillaban las ascuas, y se dirigió a su habitación. Syl ascendió en el aire. Cabalgaría los vientos esta noche, jugando con sus primos. Por lo que Kaladin sabía, no necesitaba dormir.

Entró en su habitación privada, sintiéndose cansado y vacío, pero de un modo agradable. Era…

Alguien se movió en la estancia.

Kaladin se dio media vuelta, alzando la lanza, y absorbió la última luz que quedaba en la esfera que había estado utilizando para guiarse. La luz que brotó de él reveló un rostro rojo y negro. Shen parecía perturbadoramente siniestro en aquellas sombras, como un spren maligno de las leyendas.

—Shen —dijo Kaladin, bajando la lanza—. ¿Qué de…?

—Señor —respondió él—. Tengo que marcharme.

Kaladin frunció el ceño.

—Lo siento —añadió Shen, hablando a su modo lento y deliberado—. No puedo decirte por qué. —Parecía estar esperando algo, las manos tensas en la lanza. La lanza que Kaladin le había dado.

—Eres un hombre libre, Shen —declaró Kaladin—. No te obligaré a quedarte si consideras que debes irte, pero no creo que haya otro sitio donde puedas disfrutar mejor de tu libertad.

Shen asintió y se dispuso a marcharse.

—¿Te vas esta noche?

—Inmediatamente.

—Los guardias de las lindes de las Llanuras puede que intenten detenerte.

Shen sacudió la cabeza.

—Los parshmenios no huyen del cautiverio. Solo verán a un esclavo haciendo una tarea asignada. Dejaré tu lanza al lado de la hoguera. —Se encaminó hacia la puerta, pero vaciló al pasar junto a Kaladin y le puso una mano en el hombro—. Eres un buen hombre, capitán. He aprendido mucho. Mi nombre no es Shen. Es Rlain.

—Que los vientos te traten bien, Rlain.

—Los vientos no son lo que temo —dijo Rlain. Palmeó a Kaladin en el hombro, inspiró profundamente, como si esperara algo difícil, y salió de la habitación.

Palabras radiantes
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