El caos en Alezkar es, naturalmente, inevitable. Ten cuidado, y no dejes que el poder en el reino se solidifique. El Espina Negra podría convertirse en un aliado o en nuestro peor enemigo, dependiendo de que siga el camino del caudillo o no. Si parece dispuesto a buscar la paz, asesínalo sin contemplaciones. El riesgo de competencia es demasiado grande.

Del Diagrama, Escritos sobre la lámpara de la mesilla de noche, párrafo 4 (Tercera traducción hecha por Adrotagia de los manuscritos originales).

Las Llanuras Quebradas habían vuelto a quebrarse.

Kaladin las cruzó con la hoja esquirlada de Szeth al hombro. Pasó ante montículos de roca y grietas nuevas en el cielo. Enormes charcos como pequeños lagos titilaban entre grandes pedazos de piedra rota. Justo a su izquierda, una meseta entera se había desplomado en los abismos que la rodeaban. La base desgarrada e irregular de la meseta tenía un aspecto negro y calcinado.

No halló el menor rastro del cadáver de Szeth. Eso podía significar que de alguna manera el hombre había sobrevivido. También podía deberse a que tras la tormenta el cuerpo había quedado enterrado bajo escombros, o que había sido arrastrado a algún abismo ignoto, donde se pudriría hasta que sus huesos fueran descubiertos por alguna desdichada banda de salvajes.

En ese momento, lo único que contaba era que Szeth no había invocado a su espada, ya fuera porque había muerto o —tal como sostenía Syl— porque la extraña arma ya no estaba vinculada a él. Kaladin no lo sabía. Esa espada esquirlada no tenía ninguna gema en el pomo que lo indicara.

Kaladin se detuvo en el punto más alto de la meseta y examinó el destrozo. Luego miró a Syl, que estaba sentada en su hombro.

—¿Esto volverá a suceder? —dijo Kaladin—. ¿Esa otra tormenta sigue allí?

—Sí —respondió Syl—. Una nueva tormenta. No es nuestra, sino de él.

—¿Y será así siempre que pase? —De las mesetas que alcanzaba a ver, solo una había sido destruida por completo. Pero si la tormenta podía hacerle eso a la roca pura, ¿qué le haría a una ciudad? Sobre todo si soplaba en dirección contraria.

Padre Tormenta… Los laits ya no serían laits. Los edificios que habían sido construidos para estar al socaire de las tormentas quedarían de pronto expuestos a ellas.

—No lo sé —dijo Syl en voz baja—. Esto es nuevo, Kaladin. No como antes. No sé cómo ha sucedido ni lo que significa. Con suerte, no será tan malo excepto cuando una alta tormenta y una tormenta eterna choquen.

Kaladin gruñó, caminando con cuidado por el borde de esta meseta. Inspiró un poco de luz tormentosa, luego se lanzó hacia arriba para contrarrestar el tirón natural del suelo. Se volvió ingrávido. Se impulsó suavemente con el pie y vagó por encima del abismo hasta la siguiente meseta.

—¿Cómo desapareció el ejército? —preguntó, retirando el lanzamiento y sentándose en la roca.

—Uh… ¿cómo quieres que lo sepa? Estaba un poco distraída.

Él gruñó. Bueno, esta era la meseta donde estaban todos. Perfectamente redonda. Era extraño, eso. En una meseta cercana, lo que una vez fue una gran colina se había resquebrajado entera, revelando los restos de un edificio dentro. Esta, perfectamente circular, era más llana, aunque parecía que había una colina o algo en el centro. Se encaminó hacia allí.

—Así que todas son spren —dijo él—. Las hojas esquirladas.

Syl guardó silencio, solemne.

—Spren muertos —añadió Kaladin.

—Muertos —reconoció Syl—. Luego viven de nuevo un poco cuando alguien los invoca, sincronizando un latido a su esencia.

—¿Cómo puede algo vivir «un poco»?

—Somos spren —dijo Syl—. Somos fuerzas. No podéis matarnos por completo. Solo… en cierto modo.

—Eso está clarísimo.

—Está clarísimo para nosotros. Los extraños sois vosotros. Rompe una roca, y sigue estando allí. Rompe un spren, y sigue allí. En cierto modo. Rompe a una persona, y algo se pierde. Algo cambia. Lo que queda es solo carne. Sois raros.

—Me alegra que hayamos establecido eso —dijo él, deteniéndose. No podía ver ningún indicio de los alezi. ¿Habían escapado de verdad? ¿O un súbito arrebato de la tormenta los había enviado a todos a los abismos? Parecía improbable que un desastre semejante no hubiera dejado nada detrás.

«Por favor, que no sea así». Se quitó del hombro la espada de Szeth y la clavó en el suelo ante él. Se hundió unas pocas pulgadas en la roca.

—¿Y esto? —preguntó, examinando la fina hoja plateada. Una espada sin adornos. Se suponía que eso era raro—. No grita cuando la empuño.

—Porque no es un spren —dijo Syl en voz baja.

—¿Qué es, entonces?

—Peligrosa.

Se puso en pie en su hombro y echó a andar hacia la espada como si bajara unas escaleras. Rara vez volaba cuando tenía forma humana. Volaba como lazo de luz, o como grupo de hojas, o como nubecilla. Él nunca había advertido antes lo extraño, aunque normal, que era que Syl se ciñera a la forma de la naturaleza que usaba.

Se detuvo ante la espada.

—Creo que es una de las hojas de Honor, las espadas de los Heraldos.

Kaladin gruñó. Había oído hablar de ellas.

—Todo hombre que empuñe esta arma se convertirá en un Corredor del Viento —explicó Syl, mirando a Kaladin—. Las hojas de Honor son en lo que nos basamos. Honor las entregó a los hombres, y esos hombres consiguieron poderes de ellas. Los spren descubrimos lo que Él había hecho, y lo imitamos. Somos, después de todo, fragmentos de su poder, como esta espada. Ten cuidado con ella. Es un tesoro.

—Así que el asesino no era un Radiante.

—No. Pero tienes que comprender, Kaladin. Con esta espada, alguien puede hacer lo que tú puedes, pero sin los… comprobantes que requiere un spren.

Tocó la espada y se estremeció visiblemente, su forma se nubló durante un segundo.

—Esta espada le daba al asesino poder para usar lanzamientos, pero también se alimentaba de su luz tormentosa. La persona que la utilice necesitará mucha más luz que tú. Niveles peligrosos de luz.

Kaladin extendió la mano y cogió la espada por la empuñadura. Syl echó a volar, convirtiéndose en un lazo de luz. Él sopesó el arma y volvió a echársela al hombro antes de continuar su camino. Sí, había una colina ahí delante, probablemente un edificio cubierto de crem. Mientras se acercaba, afortunadamente, vio movimiento alrededor.

—¿Hola? —llamó.

Las figuras se detuvieron y se dieron media vuelta.

—¿Kaladin? —exclamó una voz familiar—. Tormentas, ¿eres tú?

Él sonrió al ver que las figuras se convertían en hombres con uniforme azul. Teft cruzó las rocas como loco para recibirlo. Otros lo siguieron, gritando y riendo. Drehy, Peet, Bisig y Sigzil, con Roca destacando por encima de todos ellos.

—¿Otra? —preguntó Roca, mirando la hoja esquirlada de Kaladin—. ¿O es tuya?

—No —respondió Kaladin—. Se la cogí al asesino.

—¿Está muerto? —preguntó Teft.

—Casi.

—Has vencido al Asesino de Blanco —jadeó Bisig—. Entonces, se ha acabado.

—Sospecho que solo está empezando —dijo Kaladin, señalando el edificio con la cabeza—. ¿Qué es este sitio?

—¡Oh! —respondió Bisig—. ¡Ven! Tenemos que enseñarte la torre… esa muchacha Radiante nos enseñó a invocar de vuelta la meseta, para que te encontráramos.

—¿Muchacha Radiante? —preguntó Kaladin—. ¿Shallan?

—No pareces sorprendido —dijo Teft con un gruñido.

—Tiene una hoja esquirlada —dijo Kaladin. Una espada que no gritaba en su mente. O bien era una Radiante o tenía otra de esas hojas de Honor. Mientras se dirigía al edificio, advirtió el puente en sombras allí cerca.

—No es nuestro —dijo.

—No —contestó Leyten—. Pertenece al Puente Diecisiete. Tuvimos que dejar al nuestro en medio de la tormenta.

Roca asintió.

—Estábamos demasiado ocupados impidiendo que las cabezas de los ojos claros se volvieran demasiado amigas de las espadas de los enemigos. ¡Ja! Pero necesitábamos un puente aquí. Como funciona la plataforma, tuvimos que traerlo aquí para que Shallan Davar se transporte de vuelta.

Kaladin asomó la cabeza en la cámara dentro de la colina, y se sorprendió ante la belleza de lo que encontró dentro. Otros miembros del Puente Cuatro esperaban allí, incluyendo a un hombre alto a quien no reconoció de inmediato. ¿Era uno de los primos de Lopen? El hombre se dio media vuelta, y Kaladin advirtió que lo que había confundido con un casco era una placa craneana rojiza.

Parshendi. Kaladin se tensó cuando el hombre lo saludó. Llevaba un uniforme del Puente Cuatro.

Y tenía el tatuaje.

—¿Rlain?

—Señor —dijo Rlain. Sus rasgos ya no eran redondeados y gordezuelos, sino afilados, musculosos, con un cuello grueso y una mandíbula más fuerte, adornada por una barba negra y roja.

—Parece que eres más de lo que parecías —dijo Kaladin.

—Perdona, señor. Pero yo diría que eso se aplica a ambos —respondió el parshendi. Cuando habló, su voz tuvo cierta musicalidad: un extraño ritmo en las palabras.

—El brillante señor Dalinar ha perdonado a Rlain —explicó Sigzil, rodeando a Kaladin y entrando en la cámara.

—¿Por ser parshendi? —preguntó Kaladin.

—Por ser espía —dijo Rlain—. Un espía de un pueblo que, según parece, ya no existe.

Lo dijo con un ritmo diferente, y a Kaladin le pareció que podía sentir dolor en aquella voz. Roca se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Podemos contarte la historia cuando regresemos a la ciudad —dijo Teft.

—Pensamos que regresarías —añadió Sigzil—. A esta meseta, y por eso necesitábamos estar aquí para recibirte, pese a las protestas de la brillante Davar. De todas formas, hay mucho que contar: están pasando muchas cosas. Creo que tú estás más o menos en el centro de ellas.

Kaladin inspiró profundamente, pero asintió. ¿Qué otra cosa podía esperar? Se acabó estar oculto. Había tomado su decisión.

«¿Qué les digo de Moash?»., se preguntó mientras los miembros del Puente Cuatro entraban en la sala, comentando cómo tenía que infundir las esferas de las linternas. Un par de hombres mostraban heridas de la batalla, incluyendo a Bisig, que mantenía la mano derecha dentro del bolsillo de la guerrera. La piel verde asomaba en la manga. Había perdido la mano luchando contra el Asesino de Blanco.

Kaladin llevó aparte a Teft.

—¿Perdimos a alguno más? —preguntó—. Vi a Mart y Pedin.

—Rod —respondió Teft con un gruñido—. Cayó ante los parshendi.

Kaladin cerró los ojos, dejando escapar un siseo. Rod era uno de los primos de Lopen, un herdaziano jovial que casi no hablaba alezi. Kaladin apenas lo conocía, pero el hombre seguía siendo del Puente Cuatro. Su responsabilidad.

—No puedes protegernos a todos, hijo —dijo Teft—. No puedes impedir que la gente sienta dolor, no puedes impedir que los hombres mueran.

Kaladin abrió los ojos, pero no se enfrentó a aquella declaración. No verbalmente, al menos.

—Kal —dijo Teft, hablando en voz más baja—. Al final, justo antes de que llegaras… Tormentas, hijo, juro que vi a un par de muchachos brillando. Levemente, con luz tormentosa.

—¿Qué?

—He estado escuchando lecturas de esas visiones del brillante señor Dalinar —continuó Teft—. Creo que tú deberías hacer lo mismo. Por lo que puedo deducir, parece que las órdenes de los Caballeros Radiantes estaban compuestas por algo más que los caballeros en sí.

Kaladin miró a los hombres del Puente Cuatro, sonrió. Olvidó el dolor por sus muertes, al menos por el momento.

—Me pregunto —murmuró— qué pasará con la estructura social alezi cuando un grupo entero de antiguos esclavos empiece a ir por ahí con la piel brillando.

—Por no mencionar esos ojos tuyos —gruñó Teft.

—¿Mis ojos?

—¿No los has visto? ¿Qué estoy diciendo? No hay espejos en las Llanuras. Tus ojos, hijo. Azul claro, como agua. Más claros que los de ningún rey.

Kaladin se dio media vuelta. Esperaba que sus ojos no cambiaran. La verdad, que lo hubieran hecho, le hacía sentirse incómodo. Resultaba preocupante. No quería creer que los ojos claros tuvieran ninguna base para justificar su opresión.

«Siguen sin tenerla —pensó, infundiendo las gemas de las linternas tal como Sigzil le había indicado—. Quizá los ojos claros gobiernan por el recuerdo de los Radiantes, profundamente enterrado. Pero que se parezcan un poco a los Radiantes no significa que tuvieran derecho a oprimir a todo el mundo».

Ojos claros de las tormentas. Él…

Se había convertido en uno de ellos.

¡Tormentas!

Invocó a Syl como espada, siguiendo las instrucciones de Sigzil, y la usó como llave para accionar el fabrial.

Shallan se encontraba ante las puertas de Urithiru, mirándolas, intentando comprender.

En el gran salón interior sonaban voces y las luces se movían de un lado a otro mientras la gente exploraba. Adolin se había hecho cargo de esa empresa, mientras que Navani emplazaba un campamento para atender a los heridos y distribuir suministros. Por desgracia, habían dejado casi todos sus alimentos y arreos en las Llanuras Quebradas. Además, el viaje a través de la Puerta Jurada no había sido tan fácil como Shallan creía. De algún modo, había agotado la mayor parte de las gemas que tenían los hombres y mujeres en la meseta… incluyendo los fabriales de Navani, que empuñaban las eruditas e ingenieras.

Habían hecho unas cuantas pruebas. Cuanta más gente trasladabas, más luz hacía falta. Parecía que la luz tormentosa, y no solo las gemas que la contenían, se convertirían en un valioso recurso. Ya habían tenido que racionar las gemas y linternas para explorar el edificio.

Varias escribas pasaron llevando papeles para dibujar mapas de la exploración de Adolin. Dirigieron rápidos e incómodos saludos con la cabeza a Shallan, llamándola «brillante Radiante». Ella todavía no había hablado largo y tendido con Adolin sobre lo que le había sucedido.

—¿Es verdad? —preguntó Shallan, echando la cabeza hacia atrás y contemplando el lado de la enorme torre que se alzaba hacia el cielo azul—. ¿Soy una de ellos?

—Mmm… —dijo Patrón desde su falda—. Casi. Todavía tienes que decir unas cuantas Palabras.

—¿Qué clase de palabras? ¿Un juramento?

—Los Tejedores de Luz no hacen más juramentos después del primero —dijo Patrón—. Debes decir verdades.

Shallan siguió contemplando las alturas un poco más, luego se volvió y regresó a su improvisado campamento. Allí no era el Llanto. No estaba segura de que fuese porque se hallaban por encima de la capa de nubes, o porque los patrones climatológicos hubieran cambiado debido a la llegada de las extrañas altas tormentas.

En el campamento, los hombres estaban sentados en el suelo, divididos por rangos, temblando con la ropa mojada. El aliento de Shallan se condensaba ante ella, aunque había inspirado luz tormentosa (solo una pizquita) para no advertir el frío. Por desgracia, no había mucho que pudieran usar para encender hogueras. El gran llano de piedra que se extendía ante la ciudad torre tenía muy pocos rocabrotes, y los que crecían eran diminutos, más pequeños que puños. Proporcionarían poca leña.

El terreno estaba rodeado por diez columnas, con escalones alrededor de sus bases. Las Puertas Juradas. Más allá se extendía la cordillera.

El crem cubría algunos escalones, y rebosaba por los lados del campo despejado. No había tanto como en las Llanuras Quebradas. Allí debía de llover menos.

Shallan se acercó al borde del campo de piedra. Una buena caída a pico. Si Nohadon había llegado en efecto caminando hasta esta ciudad, como decía El camino de los reyes, entonces debió escalar por los acantilados. De momento no habían encontrado otra forma de bajar que a través de las Puertas Juradas, y aunque la hubiera, seguirían estando en mitad de las montañas, a semanas de la civilización. Juzgando por la altura del sol, las eruditas los situaban cerca del centro de Roshar, en algún lugar en las montañas cerca de Tu Bayla o tal vez Emul.

El remoto emplazamiento hacía que la ciudad fuera increíblemente fácil de defender, o eso decía Dalinar. También los dejaba aislados. Y eso, a su vez, explicaba por qué todo el mundo miraba a Shallan como lo hacía. Habían probado con otras hojas esquirladas: ninguna era efectiva a la hora de hacer funcionar el antiguo fabrial. Shallan era literalmente su única salida de estas montañas.

Uno de los soldados cercanos se aclaró la garganta.

—¿Estás segura de que quieres estar tan cerca del borde del precipicio, brillante Radiante?

Dirigió al hombre una mirada furiosa.

—Podría sobrevivir a esa caída y seguir andando, soldado.

—Hum, sí, brillante —dijo él, ruborizándose.

Shallan se apartó del borde y se dispuso a buscar a Dalinar. Las miradas la siguieron mientras caminaba: soldados, escribas, ojos claros y altos señores por igual. Bueno, que vieran a Shallan la Radiante. Siempre podría encontrar la libertad más tarde, llevando otro rostro.

Dalinar y Navani supervisaban a un grupo de mujeres cerca del centro del ejército.

—¿Ha habido suerte? —preguntó Shallan, acercándose.

Dalinar la miró. Las escribas redactaban cartas usando todas las vinculacañas que tenían, enviando mensajes de advertencia a los campamentos de guerra y a la sala de retransmisión en Tashikk. «Puede llegar una nueva tormenta, soplando desde el oeste, no el este. Preparaos».

Nueva Natanan, en la costa oriental de Roshar, sería alcanzada hoy después de que la tormenta eterna dejara las Llanuras Quebradas. Luego entraría en el océano oriental y se dirigiría al Origen.

Ninguno de ellos sabía qué podría suceder a continuación. ¿Rodearía el mundo y alcanzaría la costa occidental? ¿Eran las altas tormentas una sola tormenta que rodeaba el planeta, o empezaba una nueva en el Origen cada vez, como decía la mitología?

Hoy en día, las eruditas y predicetormentas pensaban lo primero. Sus cálculos decían que, suponiendo que la tormenta eterna se moviera a la misma velocidad que una alta tormenta en esa época del año, tendrían unos cuantos días antes de que regresara y golpeara Shinovar e Iri, y luego soplara sobre el continente, destruyendo ciudades que se creían protegidas.

—No hay noticias —dijo Dalinar con voz tensa—. El rey parece haberse desvanecido. Es más, en Kholinar parece que hay revueltas. No he podido conseguir respuestas firmes a ninguna de las dos preguntas.

—Estoy segura de que el rey se encuentra en lugar seguro —dijo Shallan, mirando a Navani. La mujer mantenía una expresión serena, pero cuando le dio instrucciones a una escriba su voz sonó brusca y tensa.

Una de las mesetas cercanas en forma de columna destelló. Una muralla de luz giró en su perímetro, dejando vetas de imágenes residuales borrosas que se fueron difuminando. Alguien había activado la Puerta Jurada.

Dalinar se detuvo junto a ella y los dos esperaron tensos, hasta que un grupo de figuras vestidas de azul aparecieron en el borde de la meseta y empezaron a bajar los escalones. El Puente Cuatro.

—Oh, gracias al Todopoderoso —susurró Shallan. Era él, no el asesino.

Una de las figuras señaló hacia donde se hallaban Dalinar y los demás. Kaladin se separó de sus hombres, saltando de los escalones para flotar por encima del ejército. Se posó sobre las piedras sin detenerse, llevando una hoja esquirlada al hombro, su larga casaca de oficial desabrochada.

«Todavía tiene las marcas de esclavo», pensó Shallan, aunque su largo cabello las oscurecía. Sus ojos se habían vuelto azul claro. Brillaban suavemente.

—Bendito por la Tormenta —saludó Dalinar.

—Alto príncipe —respondió Kaladin.

—¿El asesino?

—Muerto —dijo Kaladin, sopesando la espada y clavándola en la roca ante Dalinar—. Tenemos que hablar. Esto…

—Mi hijo, hombre del puente —pidió Navani desde atrás. Se acercó y cogió a Kaladin del brazo, como si no le preocupara en absoluto la luz tormentosa que brotaba como humo de su piel—. ¿Qué ha pasado con mi hijo?

—Hubo un intento de asesinato —dijo Kaladin—. Lo impedí, pero el rey resultó herido. Lo llevé a un lugar seguro antes de venir a ayudar a Dalinar.

—¿Dónde? —exigió Navani—. Hemos hecho que nuestra gente en los campamentos de guerra busque en monasterios, mansiones, los barracones…

—Esos lugares eran demasiado obvios. Si a ti se te ocurre buscar allí, a los asesinos también. Necesitaba un lugar en el que no pensara nadie.

—¿Dónde, entonces? —preguntó Dalinar.

Kaladin sonrió.

Lopen agarró con fuerza la esfera que tenía en la mano. En la habitación de al lado, su madre reprendía a un rey.

—No, no, majestad —decía, con palabras cargadas de acento, usando el mismo tono que usaba con los sabuesos-hacha—. Te lo metes todo en la boca y te lo comes. No puedes analizarlo así.

—No tengo tanta hambre, nanha —dijo Elhokar. Su voz era débil, pero había salido de su estupor ebrio, lo cual era buena señal.

—¡Te lo comerás de todas formas! —dijo la madre—. Sé lo que hay que hacer cuando veo a un hombre con la cara tan pálida, y perdóname, majestad, pero estás tan pálido como una sábana tendida al sol. Y no hay más que hablar. Te lo vas a comer. Nada de quejas.

—Soy el rey. No recibo órdenes de…

—¡Ahora estás en mi casa! —dijo ella, y Lopen silabeó al mismo tiempo—. En la casa de una mujer herdaziana, ningún cargo de nadie puede más que el suyo. ¡No voy a dejar que vengan y descubran que no estás adecuadamente alimentado! ¡No voy a permitir que la gente diga eso, alteza, vaya que no! Come. Estoy cocinando sopa.

Lopen sonrió, y aunque oyó gruñir al rey, también oyó el sonido de la cuchara contra el plato. Dos de los primos más fuertes de Lopen estaban sentados delante de la casucha en Pequeña Herdaz, que estaba técnicamente en el campamento del alto príncipe Sebarial, aunque los herdazianos no le prestaban mucha atención a eso. Otros cuatro primos estaban al fondo de la calle, cosiendo unas botas y vigilantes ante cualquier cosa sospechosa.

—Muy bien —susurró Lopen—. Esta vez tienes que funcionar.

Se concentró en la esfera que tenía en la mano. Como hacía todos los días desde que el capitán Kaladin empezó a brillar. Lo lograría tarde o temprano. Estaba tan seguro de ello como lo estaba de su nombre.

—Lopen. —Un ancho rostro se asomó a una de las ventanas, distrayéndolo. Chilinko, su tío—. Que el rey se vista de nuevo como un herdaziano. Puede que tengamos que mudarnos.

—¿Mudarnos? —dijo Lopen, poniéndose en pie.

—Han llegado noticias del príncipe Sebarial a todos los campamentos —dijo Chilinko en herdaziano—. Han encontrado algo allí, en las Llanuras. Estaos preparados. Por si acaso. Todo el mundo habla. No entiendo lo que dicen. —Sacudió la cabeza—. Primero esa alta tormenta de la que nadie sabía nada, luego deja de llover antes de tiempo, luego el mismísimo rey de Alezkar en mi puerta. Y por fin esto. Creo que vamos a tener que abandonar el campamento, aunque la noche está al caer. No tiene sentido para mí, pero que el rey esté preparado.

Lopen asintió.

—Me encargo de ello. Un momento.

Chilinko se marchó. Lopen abrió la mano y miró la esfera. No quería perder ni un día practicando con su esfera, por si acaso. Después de todo, iba a mirar a una de estas y…

Lopen absorbió luz.

Sucedió en un abrir y cerrar de ojos, y entonces se quedó allí sentado, la luz tormentosa brotando de su piel.

—¡Ja! —gritó, poniéndose en pie de un salto—. ¡Ja! Eh, Chilinko, vuelve aquí. ¡Tengo que pegarte a la pared!

La luz se apagó. Lopen se detuvo, frunciendo el ceño, y se miró la mano. ¿Tan rápido se había agotado? ¿Qué había ocurrido? Vaciló. Aquel tintineo…

Se palpó el hombro, el del brazo que había perdido hacía tanto tiempo. Allí sus dedos tocaron un nuevo muñón de carne que había empezado a brotar de la cicatriz.

—¡Oh, tormentas, sí! ¡Todos, dadme vuestras esferas! Tengo algo brillante por hacer.

Moash estaba sentado en la parte trasera de la carreta y se alejaba de los campamentos de guerra. Podría haber ido delante, pero no quería estar lejos de su armadura, que había envuelto por separado y guardado allí atrás. Escondida. La espada y la armadura podrían ser suyas de nombre, pero no albergaba ninguna ilusión de lo que sucedería si los alezi advertían que intentaba huir con ellas.

La carreta remontó el promontorio ante los campamentos de guerra. Tras ellos, enormes filas de gente se dirigían a las Llanuras Quebradas. Las órdenes del alto príncipe Dalinar habían sido claras, aunque desconcertantes. Había que abandonar los campamentos. Todos los parshmenios quedarían atrás, y los demás tenían que dirigirse al centro de las Llanuras Quebradas.

Algunos de los altos príncipes obedecieron. Otros no. Curiosamente, Sadeas fue uno de los que obedecieron, y su campamento se vació casi tan rápidamente como los de Sebarial, Roion y Aladar. Parecía que iba todo el mundo, incluso los niños.

La carreta de Moash se detuvo. Graves se acercó a la parte trasera unos minutos más tarde.

—No tendríamos que habernos molestado en ocultarnos —murmuró, contemplando el éxodo—. Están demasiado ocupados para prestar atención. Mira allí.

Algunos grupos de mercaderes se concentraban ante los campamentos de Dalinar. Fingían prepararse para la marcha, pero no hacían ningún progreso obvio.

—Carroñeros —dijo Graves—. Se dirigirán a los campamentos de guerra para saquear. Locos de las tormentas… Se merecen lo que viene.

—¿Qué viene? —dijo Moash. Se sentía como si lo hubieran arrojado a un río revuelto, un río que hubiera desbordado sus orillas después de una alta tormenta. Nadaba con la corriente, pero apenas podía mantener la cabeza fuera del agua.

Había intentado matar a Kaladin. A Kaladin. Todo se había venido abajo. El rey había sobrevivido, los poderes de Kaladin habían regresado, y Moash… Moash era un traidor. Dos veces.

—La tormenta eterna —dijo Graves. Con la ropa remendada y la camisa de un pobre ojos oscuros no parecía tan refinado. Había usado unas extrañas gotas para los ojos para cambiar su color, y luego le había indicado a Moash que hiciera lo mismo.

—¿Y eso es?

—El Diagrama es vago —dijo Graves—. Solo conocíamos el término por una de las visiones del viejo Gavilar. El Diagrama dice que esto probablemente hará regresar a los Portadores de Vacío. Y parece que han resultado ser los parshmenios. —Sacudió la cabeza—. Condenación. La mujer tenía razón.

—¿La mujer?

—Jasnah Kholin.

Moash sacudió la cabeza. No comprendía nada de lo que estaba sucediendo. Las frases de Graves eran como cadenas de palabras que no encajaban entre sí. ¿Parshmenios, Portadores de Vacío? ¿Jasnah Kholin? Esa era la hermana del rey. ¿No había muerto en el mar? ¿Qué sabía Graves de ella?

—¿Quién eres en realidad? —preguntó Moash.

—Un patriota —respondió Graves—. Como te dije. Se nos permite perseguir nuestros propios intereses y objetivos hasta que se nos llama. —Sacudió la cabeza—. Estaba seguro de que mi interpretación era correcta, que si eliminábamos a Elhokar, Dalinar se convertiría en nuestro aliado en lo que ha de venir… Bueno, parece que me equivoqué. O eso, o fui demasiado lento.

Moash se sintió asqueado.

Graves lo agarró por el brazo.

—La cabeza alta, Moash. Llevar conmigo de vuelta a un portador de esquirlada significará que mi misión no ha sido un completo fracaso. Además, puedes hablarnos de este nuevo Radiante. Te presentaré al Diagrama. Tenemos un trabajo importante.

—¿Y es…?

—La salvación del mundo entero, amigo mío. —Graves le dio una palmadita y se dirigió a la parte delantera de la carreta, donde viajaban los otros.

La salvación del mundo entero.

«Me han engañado como a uno de los diez locos —pensó Moash, la barbilla contra el pecho—. Y ni siquiera sé cómo».

La carreta empezó a rodar de nuevo.

Palabras radiantes
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