El Cosmere mismo puede depender de nuestra contención.

Al menos habla con él, Dalinar —dijo Amaram, que caminaba rápidamente para no perder el paso de aquel. La capa de Caballero Radiante ondeaba tras él mientras inspeccionaban las filas de soldados que cargaban carretas con suministros para el viaje a las Llanuras Quebradas—. Llega a un acuerdo con Sadeas antes de partir. Por favor.

Dalinar, Navani y Amaram pasaron ante un grupo de lanceros que corrían a reunirse con su batallón para el recuento de tropas. Más allá, los hombres y las mujeres del campamento parecían igualmente nerviosos. Los cremlinos correteaban de aquí para allá, moviéndose entre los charcos de agua que había dejado la tormenta.

La alta tormenta de la noche anterior era la última de la estación. Al día siguiente, en algún momento, comenzaría el Llanto. Aunque sería húmedo, proporcionaba una oportunidad. A salvo de las tormentas, sería el momento para atacar. Dalinar planeaba partir a mediodía.

—¿Dalinar? —preguntó Amaram—. ¿Hablarás con él?

«Cuidado —pensó Dalinar—. No hagas ningún juicio todavía». Esto había que hacerlo con precisión. A su lado, Navani lo miró. Había compartido con ella sus planes referidos a Amaram.

—Yo… —empezó a decir Dalinar.

Una serie de cuernos tronando sobre el campamento lo interrumpió. Parecían más urgentes que de ordinario. Habían localizado una crisálida. Dalinar contó los ritmos, situando el emplazamiento de la meseta.

—Demasiado lejos —dijo, señalando a una de sus escribas, una mujer alta y delgada que a menudo ayudaba a Navani con sus experimentos—. ¿Quiénes tienen asignadas las incursiones de hoy?

—Los altos príncipes Sebarial y Roion, señor —respondió la escriba tras consultar sus libros.

Dalinar esbozó una mueca. Sebarial nunca enviaba soldados, ni siquiera cuando se le ordenaba. Roion era lento.

—Envía las señales de advertencia para decirles a esos dos que la gema corazón está demasiado lejos para intentar cogerla. Marcharemos hacia el campamento parshendi más tarde, y no puedo permitir que algunos de nuestros soldados se desvíen para capturar una gema corazón.

Dio la orden como si alguno de los dos hombres fuera a enviar soldados a su marcha. Tenía esperanzas con Roion. Ojalá quisiera el Todopoderoso que el hombre no se asustara en el último minuto y se negara a participar en la expedición.

La ayudante corrió a cancelar la incursión. Navani señaló a un grupo de escribas que repasaban las listas de suministros y Dalinar asintió, deteniéndose mientras ella se acercaba a hablar con las mujeres para obtener un cálculo de cuándo estarían listos los preparativos.

—A Sadeas no le gustará que quede sin recolectar una gema corazón —dijo Amaram mientras los dos esperaban—. Cuando se entere de que has cancelado la incursión, enviará a sus soldados a por ella.

—Sadeas hará lo que se le antoje, sea cual sea mi intervención.

—Cada vez que le permites desobedecer abiertamente —dijo Amaram—, se crea una barrera entre el trono y él. —Amaram cogió a Dalinar por el brazo—. Tenemos problemas mayores que Sadeas y tú, amigo mío. Sí, te traicionó. Sí, es probable que vuelva a hacerlo. Pero no podemos permitir una guerra entre vosotros dos. Los Portadores del Vacío vienen de camino.

—¿Cómo puedes estar seguro de eso, Amaram? —preguntó Dalinar.

—Intuición. Me diste este título, este puesto, Dalinar. Puedo sentir algo que procede del mismo Padre Tormenta. Sé que se avecina un desastre. Eso significa que Sadeas y tú tenéis que trabajar juntos.

Dalinar sacudió lentamente la cabeza.

—No. La oportunidad de que Sadeas trabaje conmigo ha pasado ya. El camino para la unión en Alezkar no está en la mesa de negociación, sino ahí fuera.

Al otro lado de las mesetas, en el campamento parshendi, dondequiera que estuviese. Un final para la guerra. Punto final para su hermano y él.

«Únelos».

—Sadeas quiere que intentes esta expedición —dijo Amaram—. Está seguro de que fracasarás.

—Y cuando no lo haga, perderá toda credibilidad.

—¡Ni siquiera sabes dónde encontrarás a los parshendi! —insistió Amaram, alzando las manos al cielo—. ¿Qué vas a hacer, dar vueltas y más vueltas hasta que te topes con ellos?

—Sí.

—Es una locura. Dalinar, me nombraste para este cargo (un puesto imposible, te lo recuerdo), con la misión de ser una luz para todas las naciones. Me resulta difícil que incluso tú me escuches. ¿Por qué iban a hacerlo los demás?

Dalinar sacudió la cabeza, mirando hacia el este, contemplando las mesetas rotas.

—Tengo que ir, Amaram. Las respuestas están allí, no aquí. Es como si hubiéramos caminado hasta la orilla del mar y nos hubiéramos quedado allí parados durante años, contemplando las aguas pero temiendo mojarnos.

—Pero…

—Basta.

—Tarde o temprano, vas a tener que ceder autoridad y no recuperarla, Dalinar —dijo Amaram en voz baja—. No puedes abarcarlo todo, pretendiendo que no estás al mando, pero haciendo caso omiso de órdenes y consejos como si lo estuvieras.

Aquellas palabras, problemáticamente ciertas, le golpearon con fuerza. Dalinar no reaccionó, al menos aparentemente.

—¿Qué hay del asunto que te asigné? —preguntó.

—¿Bordin? —dijo Amaram—. Por lo que puedo decir, su historia encaja. Creo que el loco solo delira diciendo que una vez tuvo una hoja esquirlada. Es ridículo. Yo…

—¡Brillante señor! —Una joven sin aliento, con uniforme de mensajera (falda estrecha abierta por los lados, con calzas de seda debajo), corrió hacia él—. ¡La meseta!

—Sí —dijo Dalinar, suspirando—. ¿Ha enviado soldados Sadeas?

—No, señor —dijo la joven, con las mejillas arreboladas por la carrera—. No… quiero decir… Ha salido de los abismos.

Dalinar frunció el ceño y se volvió bruscamente para mirarla.

—¿Quién?

—Bendito por la Tormenta.

Dalinar cruzó el campamento a toda prisa.

Cuando se acercaba al pabellón médico situado en la linde del campamento, reservado habitualmente para atender a los heridos que volvían de las cargas en las mesetas, le costó trabajo ver qué sucedía debido a la multitud de hombres de uniforme azul cobalto que bloqueaban el camino. Un cirujano les gritaba que retrocedieran y le dejaran sitio.

Algunos de los hombres vieron a Dalinar y saludaron, apartándose rápidamente. La marea azul se abrió como aguas empujadas por una tormenta.

Y allí estaba. Harapiento, con el cabello aplastado, la cara arañada y la pierna envuelta en un vendaje improvisado. Se hallaba sentado en la mesa de reconocimiento y se había quitado la guerrera del uniforme, que estaba en la mesa junto a él, convertida en un hatillo redondo sujeto con lo que parecía ser un trozo de enredadera.

Kaladin alzó la cabeza cuando Dalinar se acercó y se dispuso a ponerse en pie.

—Soldado, no… —empezó a decir el alto príncipe, pero Kaladin no le hizo caso. Se irguió, usando una lanza para no apoyar su pierna herida. Luego se llevó una mano al pecho, con lentitud, como si el brazo estuviera cargado con pesas. A Dalinar le pareció el saludo más cansado que había visto en su vida.

—Señor —dijo Kaladin. Los agotaspren revoloteaban a su alrededor como pequeñas columnas de polvo.

—¿Cómo…? —preguntó Dalinar—. ¡Te caíste al abismo!

—Caí de cabeza, señor —respondió Kaladin—, y por fortuna la tengo especialmente dura.

—Pero…

El hombre de los puentes suspiró, apoyándose en su lanza.

—Lo siento, señor. En realidad no sé cómo sobreviví. Creemos que hubo algunos spren implicados. Volví caminando a través de los abismos. Tenía un deber que cumplir. —Indicó a un lado con la cabeza.

Más allá, en la tienda de reconocimiento, Dalinar vio algo que no había advertido al principio. Shallan Davar, una maraña de pelo rojo y ropas desgarradas, estaba sentada entre un grupo de cirujanos.

—Una futura nuera —dijo Kaladin—, entregada sana y salva. Lamento los daños causados al envío.

—¡Pero hubo una alta tormenta! —exclamó Dalinar.

—Lo cierto es que quisimos volver antes, pero me temo que nos encontramos con algunos problemas en el camino. —Con movimientos letárgicos, Kaladin sacó su cuchillo y cortó las enredaderas que ataban el paquete que tenía al lado—. ¿Recuerdas que todo el mundo decía que había un abismoide acechando en los abismos cercanos?

—Sí…

Kaladin retiró los restos de su guerrera de la mesa, revelando una enorme gema verde. Aunque bulbosa y sin tallar, la gema corazón brillaba con una potente luz interior.

—Bueno —dijo Kaladin, sujetando la piedra con una mano y arrojándola al suelo ante Dalinar—, nos encargamos de eso por ti, señor. —En un abrir y cerrar de ojos, sus agotaspren fueron sustituidos por glorispren.

Dalinar contempló sin decir palabra la gema corazón mientras giraba y chocaba contra la punta de su bota. Su luz era casi cegadora.

—Oh, no seas tan melodramático, hombre del puente —intervino Shallan—. Brillante señor Dalinar, encontramos a la bestia ya muerta y pudriéndose en el abismo. Sobrevivimos a la alta tormenta encaramándonos a su lomo hasta llegar a una grieta en un lado del desfiladero, donde esperamos a que pasaran las lluvias. Solo pudimos sacar la gema corazón porque la criatura estaba ya medio podrida.

Kaladin la miró frunciendo el ceño y se volvió hacia Dalinar casi de inmediato.

—Sí —dijo—. Eso es lo que sucedió.

Era evidente que a Shallan las mentiras le salían mucho mejor que a él.

Amaram y Navani llegaron por fin, pues el primero se había quedado atrás para escoltar a la dama. Navani se quedó boquiabierta al ver a Shallan, luego corrió hacia ella, gritando furiosamente a los cirujanos. Revoloteó alrededor de la joven, que parecía en mucho mejor estado que Kaladin, a pesar de su maltrecho vestido y sus cabellos revueltos. En unos instantes, hizo que la envolvieran en una manta para cubrir su piel expuesta y a continuación envió a una mensajera a preparar un baño caliente y comida en el complejo de Dalinar, para que los tomara en el orden que Shallan prefiriera.

Dalinar sonrió. Navani no hizo el menor caso de las protestas de Shallan de que nada de eso era necesario. La madre sabueso-hacha había surgido por fin. Al parecer Shallan ya no era una desconocida, sino un miembro del grupo de Navani… y que Chana ayudara al hombre o la mujer que se interpusiera entre Navani y uno de los suyos.

—Señor —dijo Kaladin, dejando por fin que los cirujanos volvieran a colocarlo en la mesa—. Los soldados están agrupando suministros. Los batallones están formando. ¿Tu expedición?

—No tienes que preocuparte, soldado —respondió Dalinar—. Difícilmente podría esperar que me protegieras en tu estado.

—Señor —dijo Kaladin, en voz más baja—. La brillante Shallan ha descubierto algo ahí fuera. Algo que tienes que saber. Habla con ella antes de partir.

—Así lo haré —aseguró Dalinar. Esperó un momento y ordenó a los cirujanos que se apartaran. Kaladin no parecía correr ningún peligro inmediato. Dalinar se acercó a él y se inclinó—. Tus hombres te esperaban, Bendito por la Tormenta. Se saltaron las comidas, hicieron turnos triples. Casi creo que se habrían quedado allí ante los abismos durante toda la alta tormenta si yo no hubiera intervenido.

—Son buenos hombres —dijo Kaladin.

—Son más que eso. Sabían que regresarías. ¿Qué comprenden de ti que a mí se me escapa?

Kaladin lo miró a los ojos.

—Te he estado buscando, ¿verdad? —dijo Dalinar—. Todo este tiempo, sin verlo.

Kaladin desvió la mirada.

—No, señor. Tal vez antes, pero… Soy solo lo que ves, y no lo que piensas. Lo siento.

Dalinar gruñó, inspeccionando el rostro de Kaladin. Casi había pensado… Pero tal vez no.

—Dadle todo lo que quiera o necesite —dijo Dalinar dirigiéndose a los cirujanos, a quienes ya permitió acercarse—. Este hombre es un héroe. Una vez más.

Se retiró para que los hombres del puente lo rodearan de nuevo; lo cual, naturalmente, hizo que los cirujanos empezaran a maldecirlos otra vez. ¿Dónde se había metido Amaram? Estaba allí hacía solo unos minutos. Mientras llegaba el palanquín para Shallan, Dalinar decidió seguirlo y averiguar qué era lo que según Kaladin sabía la muchacha.

Una hora más tarde, Shallan estaba acurrucada en un nido de cálidas mantas, con el pelo húmedo a la altura del cuello, oliendo a perfume de flores. Llevaba uno de los vestidos de Navani… que le quedaba demasiado grande. Se sentía como una niña con las ropas de su madre. Quizás era eso exactamente. El súbito afecto de Navani era inesperado, pero desde luego lo aceptaba de buen grado.

El baño había sido glorioso. Shallan sintió la tentación de enroscarse en ese diván y dormir durante diez días seguidos. Sin embargo, por el momento, se permitió saborear la clara sensación de estar limpia, cálida y a salvo por primera vez en lo que parecía una eternidad.

—No puedes llevarla, Dalinar. —La voz de Navani procedía de Patrón, que estaba en la mesa junto al diván. Shallan no sentía el menor resquemor por haberlo enviado a espiarlos mientras se bañaba. Después de todo, habían estado hablando de ella.

—El mapa… —dijo la voz de Dalinar.

—Puede dibujarte un mapa mejor para que te lo lleves.

—No puede dibujar lo que no ha visto, Navani. Tiene que estar allí, con nosotros, para dibujar el centro del patrón de las Llanuras cuando nos internemos en esa dirección.

—Otra persona…

—Nadie más ha podido hacer esto —replicó Dalinar, con tono asombrado—. Cuatro años, y ninguno de nuestros exploradores o cartógrafas vio el patrón. Si vamos a encontrar a los parshendi, la necesitaré. Lo siento.

Shallan dio un respingo. No había conseguido ocultar su habilidad para dibujar.

—Acaba de regresar de ese terrible lugar —dijo la voz de Navani.

—No permitiré que ocurra un accidente similar. Estará a salvo.

—A menos que muráis todos —replicó Navani—. A menos que toda esta expedición sea un desastre. Entonces lo perderé todo. Otra vez.

Patrón se detuvo. Luego habló con su propia voz:

—Entonces él la abrazó y susurró algunas cosas que no oí. A partir de ahí, se acercaron mucho e hicieron algunos ruidos interesantes. Puedo reproducir…

—No —lo interrumpió Shallan, ruborizándose—. Demasiado privado.

—Muy bien.

—Tengo que ir con ellos —declaró Shallan—. Debo completar ese mapa de las Llanuras Quebradas y encontrar un nuevo modo de relacionarlo con los mapas antiguos de Sedetormenta.

Era el único modo de encontrar la Puerta Jurada. «Suponiendo que no fuera destruida con lo que fuera que destruyó las Llanuras —pensó Shallan—. Y, si la encuentro, ¿podré abrirla siquiera?». Se decía que solo uno de los Caballeros Radiantes podría abrir el camino.

—Patrón —dijo en voz baja, cogiendo un cuenco de vino caliente—. No soy una Radiante, ¿verdad?

—No lo creo —contestó él—. Todavía no. Hay más por hacer, supongo, aunque no puedo saberlo con certeza.

—¿Cómo puedes no saberlo?

—Yo no era yo cuando existían los Caballeros Radiantes. Es complejo de explicar. Siempre he existido. Nosotros no «nacemos» como los hombres, y no podemos morir realmente como mueren los hombres. Los patrones son eternos, como lo es el fuego, como lo es el viento. Como lo son todos los spren. Sin embargo, no estaba en este estado. No era… consciente.

—¿Eras un spren sin mente? —inquirió Shallan—. ¿Como los que se congregan a mi alrededor cuando dibujo?

—Menos que eso. Era… todo. Estaba en todo. No puedo explicarlo. El lenguaje es insuficiente. Necesitaría números.

—Pero habrá otros entre vosotros —dijo Shallan—. Tal vez crípticos mayores que estaban vivos entonces.

—No —respondió Patrón en voz baja—. Ninguno que experimentara el vínculo.

—¿Ni uno solo?

—Todos muertos. Para nosotros, significa que no tienen mente… ya que una fuerza nunca puede ser destruida del todo. Los antiguos son ahora patrones de la naturaleza, como crípticos no nacidos. Hemos intentado restaurarlos. Sin éxito. Mmm. Quizá si sus caballeros vivieran todavía, podría hacerse algo…

Padre Tormenta. Shallan se arrebujó en la manta.

—¿Un pueblo entero, todos muertos?

—No un pueblo solo —manifestó Patrón con aire solemne—. Muchos. Los spren con mente eran menos abundantes entonces, y la mayoría de pueblos spren estaban vinculados. Hubo muy pocos supervivientes. El que llamas Padre Tormenta vivió. Otros más. El resto, miles de nosotros, murieron cuando sucedió el evento. Vosotros lo llamáis la Traición.

—No me extraña que estés seguro de que te mataré.

—Es inevitable. Acabarás por traicionar tus juramentos, romperás mi mente, me dejarás muerto… pero la oportunidad merece el precio. Mi especie es demasiado estática. Cambiamos siempre, sí, pero cambiamos del mismo modo. Una y otra vez. Es difícil de explicar. Vosotros, sin embargo, sois vibrantes. Para venir a este lugar, a este mundo vuestro, tuve que renunciar a muchas cosas. La transición fue… traumática. Mi memoria regresa lentamente, pero me alegro de tener la oportunidad. Sí. Mmm.

—Solo un Radiante puede abrir el camino —dijo Shallan, y tomó un sorbo de vino. Le gustó el calor que provocó en su interior—. Pero no sabemos por qué, ni cómo. Tal vez yo cuente lo suficiente como Radiante para hacer que funcione.

—Tal vez —admitió Patrón—. O podrías progresar. Convertirte en más. Hay algo más que tienes que hacer.

—¿Palabras? —dijo Shallan.

—Has dicho las Palabras. Las dijiste hace mucho. No… no son palabras lo que te falta. Es la verdad.

—Prefieres las mentiras.

—Mmm. Sí, y tú eres una mentira. Una mentira poderosa. Sin embargo, lo que haces no es solo mentir. Es una mezcla de verdad y mentira. Debes comprender ambas cosas.

Shallan permaneció pensativa, terminándose el vino, hasta que la puerta de la salita se abrió y dio paso a Adolin. El príncipe se detuvo con los ojos muy abiertos, mirándola.

Shallan se levantó, sonriente.

—Parece que no he conseguido…

Se interrumpió cuando él la envolvió en un abrazo. Rayos. Tenía un chiste perfectamente preparado para la ocasión. Había trabajado en él durante todo el baño.

Con todo, era agradable ser abrazada. Era la primera vez que él se mostraba tan osado físicamente. Sobrevivir a un viaje imposible tenía sus ventajas. Ella se dejó envolver por sus brazos, sintió los músculos de su espalda a través del uniforme, inspiró su colonia. Adolin la abrazó durante varios segundos. No los suficientes. Ella dobló la cabeza y forzó un beso, su boca se cerró sobre la suya, firme en su abrazo.

Adolin se fundió en el beso y no se retiró. Sin embargo, poco después, el momento perfecto terminó. Adolin le tomó la cara con las manos, la miró a los ojos y sonrió. Entonces la envolvió en otro abrazo y soltó esa risa salvaje y exuberante suya. Una risa de verdad, la que a ella le gustaba tanto.

—¿Dónde estabas? —preguntó ella.

—Visitando a los otros altos príncipes —respondió Adolin—, uno a uno, para entregarles el ultimátum de mi padre: o se unen a nosotros en este ataque, o serán conocidos para siempre como los que se negaron a ver cumplido el Pacto de la Venganza. A mi padre se le ocurrió darme algo que hacer para distraerme de… bueno, de ti.

Se echó hacia atrás, sujetándola por los brazos, y le dirigió una sonrisa tonta.

—Tengo que hacerte unos dibujos —dijo Shallan, devolviéndole la sonrisa—. Vi a un abismoide.

—Muerto, ¿verdad?

—Pobrecillo.

—¿Pobrecillo? —replicó Adolin, riendo—. ¡Shallan, si hubieras visto a uno vivo, sin duda te habría matado!

—Seguramente.

—Sigo sin poder creer… Quiero decir, caíste. Yo debería haberte salvado. Shallan, lo siento. Corrí primero hacia mi padre…

—Hiciste lo que tenías que hacer. Ninguna persona de ese puente tenía por qué haber intentado rescatar a uno de nosotros en vez de a tu padre.

Él la abrazó una vez más.

—Bueno, no dejaré que vuelva a suceder. Nunca más. Te protegeré, Shallan.

Ella se envaró.

—Me aseguraré de que no resultes herida —añadió Adolin ferozmente—. Tendría que haberme dado cuenta de que podías quedar atrapada en un intento de asesinato en vez de mi padre. Tendremos que asegurarnos de que nunca vuelvas a encontrarte en esa situación.

Ella se apartó.

—¿Shallan? —dijo Adolin—. No te preocupes, no te alcanzarán. Yo te protegeré. Yo…

—No digas esas cosas —susurró ella.

—¿Qué? —Él se pasó la mano por el pelo.

—No las digas —insistió Shallan, temblando.

—El hombre que hizo esto, el que tiró de la palanca, está muerto —dijo Adolin—. ¿Es eso lo que te preocupa? Lo envenenaron antes de que pudiéramos encontrar respuestas, aunque seguro que actuaba a las órdenes de Sadeas. Pero no tienes que preocuparte por él.

—Me preocuparé por lo que yo desee preocuparme —replicó Shallan—. No necesito que me protejan.

—Pero…

—¡No! —exclamó Shallan. Tomó aire y lo expulsó, calmándose. Le cogió la mano—. No me encerrarán otra vez, Adolin.

—¿Otra vez?

—No es importante. —Shallan le alzó la mano y entrelazó sus dedos con los suyos—. Agradezco la preocupación. Eso es todo lo que importa.

«Pero no permitiré que tú, ni nadie, me trate como a una criatura a la que hay que esconder. Nunca, nunca más».

Dalinar abrió la puerta de su estudio, dejando pasar primero a Navani, y luego entró con ella en la habitación. La dama parecía serena, su rostro una máscara.

—Muchacha, tengo que hacerte una petición algo difícil —anunció Dalinar.

—Lo que desees, brillante señor —respondió Shallan, inclinando la cabeza—. Pero deseo hacer una petición a cambio.

—¿Cuál es?

—Necesito acompañaros en vuestra expedición.

Dalinar sonrió, dirigiendo una mirada a Navani. La mujer no reaccionó. «Qué bien controla las emociones —pensó Shallan—. Ni siquiera puedo interpretar lo que está pensando». Sería una habilidad útil que tendría que aprender.

—Creo que en las Llanuras Quebradas están ocultas las ruinas de una antigua ciudad —dijo Shallan, mirando a Dalinar—. Jasnah las estaba buscando. Así que yo debo hacerlo también.

—La expedición será peligrosa —intervino Navani—. ¿Comprendes los riesgos, niña?

—Sí.

—Cabría pensar que, considerando tu reciente aventura, desearías un tiempo de descanso.

—Uh, yo no le diría esas cosas, tía —dijo Adolin, rascándose la cabeza—. No le hacen mucha gracia.

—No es cuestión de humor —replicó Shallan, alzando la cabeza—. Tengo un deber que cumplir.

—Entonces lo permitiré —dijo Dalinar. Le gustaba todo lo que tuviera que ver con el deber.

—¿Y tu petición? —le preguntó Shallan.

—Este mapa —dijo Dalinar, cruzando la habitación y mostrando el mapa arrugado con su detallado camino de regreso a través de los abismos—. Las eruditas de Navani dicen que es el más preciso que han visto jamás. ¿Puedes ampliarlo? ¿Dibujar un mapa de las Llanuras enteras?

—Sí. —Sobre todo si usaba lo que recordaba del mapa de Amaram para cubrir algunos detalles—. Pero, brillante señor, ¿puedo hacer una sugerencia?

—Habla.

—Deja a tus parshmenios en el campamento.

Él frunció el ceño.

—No puedo explicar exactamente por qué —prosiguió Shallan—, pero Jasnah consideraba que eran peligrosos. Sobre todo llevarlos a las Llanuras. Si quieres mi ayuda, si confías en mí para que te dibuje este mapa, hazlo también en este punto. Deja a los parshmenios. Lleva a cabo esta expedición sin ellos.

Dalinar miró a Navani, que se encogió de hombros.

—En realidad, cuando hayamos empaquetado las cosas, no serán necesarios. Los únicos afectados serán los oficiales, que tendrán que montar sus propias tiendas.

Dalinar reflexionó, sopesando su petición.

—¿Esto viene en las notas de Jasnah? —preguntó.

Shallan asintió. A su lado, por suerte, intervino Adolin.

—Me ha contado algo al respecto, padre. Deberías hacerle caso.

Shallan le dirigió una mirada de gratitud.

—Entonces así se hará —resolvió Dalinar—. Recoge tus cosas y envía un mensaje a tu tío Sebarial, brillante. Nos marchamos dentro de una hora. Sin parshmenios.

Fin de la Cuarta parte

Palabras radiantes
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