¿Pero quién es el errante, la pieza salvaje, el que no tiene sentido? Atisbo sus implicaciones, y el mundo se abre ante mí. Retrocedo. Imposible. ¿Verdad?
Del Diagrama, Salmo de las Maravillas de la Pared Oeste, párrafo 8 (Nota de Adrotagia: ¿Podría referirse a Mraize?).
—¿Ni dijo siquiera si podía abrir la puerta? —preguntó Dalinar mientras echaba a andar hacia la tienda de mando. La lluvia golpeteaba el suelo a su alrededor, tan densa que ya no era posible distinguir las ráfagas separadas a la luz de los focos fabriales de Navani.
—No, brillante señor —respondió Peet, el hombre del puente—. Pero insistió en que no podíamos enfrentarnos a lo que se nos viene encima. Dos altas tormentas.
—¿Cómo pueden haber dos? —preguntó Navani. Llevaba una recia capa pero estaba igualmente empapada, pues su paraguas había volado hacía tiempo. Roion caminaba al otro lado de Dalinar, con la barba y el bigote flácidos por el agua.
—No lo sé, brillante —dijo Peet—. Pero eso es lo que dijo. Una alta tormenta y otra cosa. La llamó Tormenta Eterna. Espera que choquen aquí mismo.
Dalinar reflexionó, frunciendo el ceño. La tienda de mando estaba justo delante. Una vez dentro, hablaría con sus comandantes de campo y…
La tienda se estremeció y luego se soltó con una andanada de viento. Arrastrando cuerdas y postes, pasó ante Dalinar, casi lo bastante cerca para poder tocarla. Dalinar maldijo mientras la luz de una docena de linternas, antes dentro de la tienda, se desparramaba por la meseta. Escribas y soldados corrían intentando recoger mapas y hojas de papel mientras el viento se las llevaba.
—¡Tormentas! —dijo Dalinar, dando la espalda al poderoso viento—. ¡Necesito un informe actualizado!
—¡Señor! —El comandante Cael, jefe de la tienda de mando, se acercó corriendo, seguido de su esposa, Apara. Las ropas de Cael estaban casi secas, aunque ese detalle cambiaba rápidamente—. ¡Aladar ha ganado su meseta! Apara estaba redactándote un mensaje.
—¿De verdad?
El Todopoderoso bendijo a aquel hombre. Lo había conseguido.
—Sí, señor —dijo Cael. Tenía que gritar para hacerse oír contra el viento y la lluvia—. El alto príncipe Aladar dijo que el cántico de los parshendi se silenció, lo que le permitió masacrarlos. Los demás se disolvieron y huyeron. ¡Incluso con la meseta de Roion perdida, hemos vencido!
—No lo parece —replicó Dalinar. Hacía solo unos minutos la lluvia era leve. La situación se degradaba rápidamente—. Envía inmediatamente órdenes a Aladar, a mi hijo y al general Khal. Hay una meseta al sureste, perfectamente redonda. Quiero que nuestros cuatro ejércitos se dirijan allí para protegerse de la tormenta que viene.
—¡Sí, señor! —dijo Cael con un saludo, el puño en el pecho. Con la otra mano, sin embargo, señaló por encima del hombro de Dalinar—. Señor, ¿has visto eso?
Dalinar se dio media vuelta para mirar hacia el oeste, donde destellaban luces rojas, relámpagos que caían con insistencia repetida. El cielo mismo parecía estremecerse mientras algo se acumulaba allí, revolviéndose en un enorme ojo del huracán que se expandía velozmente hacia fuera.
—Todopoderoso en las alturas… —susurró Navani.
Otra tienda cercana se estremeció y sus estacas se soltaron.
—Salid de las tiendas, Cael —dijo Dalinar—. Todo el mundo en marcha. Ahora. Navani, ve con la brillante Shallan. Ayúdala si puedes.
El oficial se puso en movimiento y empezó a gritar órdenes. Navani fue con él, desapareciendo en la noche, y un escuadrón de oficiales corrió tras ella para proporcionarle protección.
—¿Y yo, Dalinar? —preguntó Roion.
—Necesitaremos que tomes el mando de tus hombres y los guíes a lugar seguro. Si es que podemos encontrarlo.
La tienda cercana volvió a sacudirse. Dalinar frunció el ceño. No parecía moverse con el viento. ¿Y qué eran esos… gritos?
Adolin atravesó la lona de la tienda y se deslizó de espaldas sobre las piedras; su armadura filtraba luz tormentosa.
—¡Adolin! —gritó Dalinar, corriendo hacia su hijo.
Al joven le faltaban varios fragmentos de armadura. Alzó la cabeza, los dientes apretados, la nariz chorreando sangre. Dijo algo, pero se perdió en el viento. No tenía yelmo, ni avambrazo izquierdo, el peto quebrado y a punto de soltarse, la pierna derecha expuesta. ¿Quién podía haberle hecho eso a un portador de esquirlada?
Dalinar supo inmediatamente la respuesta. Acunó a Adolin, pero miró más allá de la tienda derrumbada, que se agitó en la tormenta y se desgarró cuando un hombre pasó ante ella, brillando con lazos de luz tormentosa. Aquellos rasgos extranjeros, la ropa toda blanca pegada a su cuerpo por la lluvia, la cabeza gacha y sin pelo, los ojos encapotados que brillaban con luz tormentosa.
El asesino de Gavilar. Szeth, el Asesino de Blanco.
Shallan examinaba las inscripciones de la pared de la sala redonda, buscando frenéticamente un modo de hacer que la Puerta Jurada funcionara.
Esto tenía que funcionar. Tenía que hacerlo.
—Todo está en el canto del alba —dijo Inadara—. No puedo entenderlo.
«Los Caballeros Radiantes son la clave».
¿No debería haber sido suficiente la espada de Renarin?
—¿Cuál es el patrón? —susurró.
—Mmm… —dijo Patrón—. ¿Tal vez no puedas verla porque estás demasiado cerca? ¿Como las Llanuras Quebradas?
Shallan vaciló, luego se levantó y se dirigió al centro de la sala, donde las imágenes de los Caballeros Radiantes y sus reinos se reunían en un punto central.
—¿Brillante señor Renarin? —preguntó Inadara—. ¿Algo va mal?
El joven príncipe había caído de rodillas y se acurrucaba junto a la pared.
—Puedo verlo —respondió Renarin, febril, su voz resonando en la cámara. Los fervorosos que habían estado estudiando parte de los murales se volvieron a mirarlo—. Puedo ver el futuro mismo. ¿Por qué? ¿Por qué, Todopoderoso? ¿Por qué me has maldecido así? —Soltó un grito suplicante, luego se levantó y rompió algo contra la pared. ¿Una roca? ¿De dónde la había sacado? La sujetó con una mano enguantada y empezó a escribir.
Sorprendida, Shallan dio un paso hacia él. ¿Una secuencia de números?
Todos ceros.
—Ha venido —susurró Renarin—. Ha venido, ha venido, ha venido. Estamos muertos. Estamos muertos. Estamos muertos…
Dalinar permaneció arrodillado bajo un cielo roto, abrazando a su hijo. La lluvia limpió la sangre del rostro de Adolin, y el muchacho parpadeó, aturdido por la paliza.
—Padre… —dijo Adolin.
El asesino avanzó tranquilo, sin ninguna urgencia aparente. El hombre parecía deslizarse a través de la lluvia.
—Cuando ocupes el principado, hijo —dijo Dalinar—, no dejes que te corrompan. No les sigas el juego. Dirige. No sigas.
—¡Padre! —dijo Adolin, enfocando la mirada.
Dalinar se levantó. Adolin se dio media vuelta y trató de incorporarse, pero el asesino le había roto una de las grebas, lo que le impedía levantarse. El muchacho volvió a resbalar en los charcos de agua.
—Te han enseñado bien, Adolin —dijo Dalinar con la mirada fija en el asesino—. Eres mejor hombre que yo. Siempre fui un tirano que tuvo que aprender a ser otra cosa. Pero tú, tú has sido un buen hombre desde el principio. Guíalos, Adolin. Únelos.
—¡Padre!
Dalinar se apartó de su hijo. Cerca, los escribas y auxiliares, capitanes y reclutas gritaban y corrían, tratando de encontrar orden en el caos de la tormenta. Seguían la orden de evacuación de Dalinar, y la mayoría no había reparado aún en la figura de blanco.
El asesino se detuvo a diez pasos de Dalinar. Roion, con la cara pálida y titubeando, se apartó de ambos y empezó a gritar:
—¡Asesino! ¡Asesino!
La lluvia remitía un poco. Eso no dio a Dalinar demasiada esperanza: no con aquellos relámpagos rojos en el horizonte. ¿Era una… una muralla de tormenta acumulándose delante de una nueva tormenta? Sus esfuerzos por detener a los parshendi habían fracasado.
El shin no atacó. Se plantó frente a Dalinar, inmóvil, sin expresión, el agua corriéndole por el rostro. Innaturalmente tranquilo.
Dalinar era mucho más alto y más ancho. Este hombrecito de blanco, con su piel pálida, casi parecía un jovencito, un muchachito en comparación.
Tras él, los gritos de Roion se perdieron en la confusión. Sin embargo, el Puente Cuatro sí que rodeó a Dalinar, con las lanzas prestas. Dalinar los contuvo.
—No hay nada que podáis hacer aquí, muchachos —dijo Dalinar—. Dejadme enfrentarme a él.
«Diez latidos».
—¿Por qué? —le preguntó Dalinar al asesino, que seguía quieto bajo la lluvia—. ¿Por qué matar a mi hermano? ¿Te explicaron el motivo tras tus órdenes?
—Soy Szeth-hijo-hijo-Vallano —dijo el hombre. Roncamente—. Sinverdad de Shinovar. Hago lo que ordenan mis amos, y no pido explicaciones.
Dalinar revisó su valoración. El hombre no estaba tranquilo. Lo parecía, pero cuando habló lo hizo entre dientes apretados, los ojos demasiado abiertos.
«Está loco —pensó Dalinar—. Tormentas».
—No tienes que hacer esto —dijo—. Si es por la paga…
—¡Lo que me deben me será resarcido! —gritó el asesino, la lluvia salpicaba en su cara y la luz tormentosa brotaba de sus labios—. Hasta el último detalle. ¡Me ahogaré en él, Custodio de Piedras!
Szeth movió la mano hacia un lado, y la hoja esquirlada apareció. Entonces, con un movimiento breve y despectivo, como si simplemente fuera a cortar un trozo de cartílago de su carne, avanzó y atacó a Dalinar.
Dalinar detuvo la espada con la suya propia, que apareció en su mano cuando la alzó.
El asesino dirigió una mirada al arma de Dalinar, y luego sonrió, con los labios contraídos, mostrando solo un atisbo de dientes. Aquella sonrisa ansiosa, pareja a los ojos enloquecidos, era una de las cosas más malignas que Dalinar había visto jamás.
—Gracias por extender mi agonía al no morir fácilmente —dijo el asesino. Dio un paso atrás y se encendió de luz blanca.
Atacó de nuevo a Dalinar, inhumanamente rápido.
Adolin maldijo, sacudiéndose de su estupor. Tormentas, le dolía la cabeza. Había chocado con algo cuando el asesino lo arrojó al suelo.
Su padre combatía a Szeth. Bendito fuera por atender a razones y vincularse a la espada de aquel loco. Adolin apretó los dientes y se esforzó por ponerse en pie, algo que resultaba difícil con una greba rota. Aunque la lluvia remitía, el cielo continuaba oscuro. Al oeste, los relámpagos caían como cataratas rojas, casi continuos.
Al mismo tiempo, el viento soplaba con fuerza desde el este. Algo se acumulaba allí también, desde el Origen. Esto era muy grave.
«Las cosas que me ha dicho mi padre…».
Adolin se tambaleó y estuvo a punto de caer al suelo, pero unas manos parecieron ayudarlo. Miró hacia un lado y encontró a aquellos dos hombres del puente de antes, Cikatriz y Drehy, que lo ayudaban a ponerse en pie.
—Vosotros dos vais a recibir un aumento de sueldo importante, tormentas —dijo Adolin—. Ayudadme a quitarme esta armadura.
Frenético, empezó a quitarse piezas. Todo el equipo estaba tan maltrecho que era casi inútil.
Se oía estrépito de metal mientras Dalinar combatía. Si pudiera aguantar un poco más, Adolin podría ayudarle. No dejaría que esa criatura pudiera de nuevo con él. ¡Otra vez no!
Dirigió una mirada a lo que estaba haciendo Dalinar, y se detuvo, con las manos en las correas de su peto.
Su padre… su padre se movía maravillosamente.
Dalinar no luchaba por su vida. Su vida no era suya desde hacía años.
Luchaba por Gavilar. Luchaba como deseaba haber hecho hacía todos esos años, por la oportunidad que había perdido. En ese momento entre tormentas, cuando la lluvia se apaciguó y los vientos tomaron aliento para soplar, danzaba con el matador de reyes, y de algún modo aguantaba.
El asesino se movía como una sombra. Su paso parecía demasiado rápido para ser humano. Cuando saltaba, volaba por los aires. Blandía su espada esquirlada como si fueran restallidos de relámpagos, y de vez en cuando extendía la otra mano, como para agarrar a Dalinar.
Recordando su encuentro anterior, Dalinar reconoció que esa era la más peligrosa de las armas de Szeth. Dalinar conseguía cada vez interponer su espada y forzar al asesino a retroceder. El hombre atacaba desde distintas direcciones, pero Dalinar no pensaba. Los pensamientos podían confundirse, la mente se desorientaba.
Sus instintos sabían qué hacer.
Se agachaba cuando Szeth saltaba por encima de su cabeza. Un paso atrás, para evitar un golpe que le habría cortado la espina dorsal. Atacaba, obligando al asesino a retroceder. Tres rápidos pasos hacia atrás, la espada en alto, golpeando la palma del asesino cuando intentaba tocarlo.
Funcionó. Durante un breve momento, combatió a esta criatura. El Puente Cuatro permaneció atrás, como había ordenado. Solo habrían interferido.
Sobrevivía.
Pero no venció.
Finalmente, Dalinar esquivó un ataque pero no consiguió moverse lo bastante rápido. El asesino lo rodeó y le lanzó un puñetazo al costado.
Las costillas de Dalinar se rompieron. Gruñó, tambaleándose, casi cayendo. Blandió la espada contra Szeth, manteniéndolo a raya, pero no importaba. El daño ya estaba hecho. Se hundió de rodillas, apenas capaz de mantenerse erguido por el dolor.
En ese instante supo una verdad que siempre debería haber sabido.
«Si hubiera estado allí, aquella noche, despierto en vez de dormido y borracho… Gavilar habría muerto de todas formas.
»No habría podido derrotar a esta criatura. No puedo hacerlo ahora, y no podría haberlo hecho entonces.
»No podría haberlo salvado».
Esa comprensión lo llenó de paz, y Dalinar finalmente soltó esa carga, la que llevaba desde hacía seis años.
El asesino avanzó hacia él, brillando con la terrible luz tormentosa, pero una figura se abalanzó contra él desde atrás.
Dalinar pensó que sería Adolin, o quizás uno de los hombres del puente.
Pero no: era Roion.
Adolin arrojó a un lado el último fragmento de armadura y corrió hacia su padre. No llegaba demasiado tarde. Dalinar estaba arrodillado ante el asesino, derrotado, pero no muerto.
Adolin gritó, acercándose, y una figura inesperada saltó de entre los restos de una tienda. El alto príncipe Roion, empuñando incongruentemente una espada normal y guiando a un grupito de soldados, se abalanzó contra el asesino.
Las ratas habrían tenido más posibilidades enfrentándose a un abismoide.
Adolin apenas tuvo tiempo de gritar mientras el asesino, moviéndose a velocidad cegadora, giró y cortó desde la empuñadura la espada de Roion. La mano de Szeth salió disparada y golpeó a Roion en el pecho.
Roion salió disparado por los aires, dejando el rastro de un hilillo de luz tormentosa. Gritó cuando el cielo lo engulló.
Duró más que sus hombres. El asesino se internó entre ellos, evitando hábilmente las lanzas, moviéndose con gracia increíble. Una docena de soldados cayó en un instante, con los ojos ardiendo.
Adolin saltó sobre uno de los cuerpos cuando se desplomaba. Tormentas. Todavía podía oír a Roion gritando en las alturas.
Lanzó una estocada contra el asesino, pero la criatura se retorció y apartó la hoja esquirlada. El asesino sonreía. No habló, aunque la luz tormentosa escapaba entre sus dientes.
Adolin probó la pose de humo, atacando con una rápida secuencia de golpes. El asesino los esquivó en silencio, impertérrito. Adolin se concentró, luchando lo mejor que podía, pero era un niño comparado con esta criatura.
Roion, todavía gritando, cayó del cielo y golpeó el suelo cercano con un repugnante sonido húmedo. Una rápida mirada a su cadáver le dijo a Adolin que el alto príncipe no volvería a levantarse.
Maldijo y se abalanzó contra el asesino, pero un toldo que revoloteaba, empujado por el asesino al pasar, saltó hacia Adolin. ¡El monstruo podía dominar objetos inanimados! Adolin cortó la tela y luego saltó hacia delante para atacar al asesino.
No encontró nada contra lo que luchar.
«Agáchate».
Se arrojó al suelo mientras algo pasaba por encima de su cabeza: el asesino revoloteando por el aire. La sibilante espada esquirlada de Szeth no alcanzó por muy poco la cabeza de Adolin.
El joven príncipe rodó y se puso de rodillas, jadeando.
¿Cómo…? ¿Qué podía hacer…?
«No puedes derrotarlo —pensó Adolin—. Nada puede hacerlo».
El asesino se posó suavemente en el suelo. Adolin volvió a incorporarse, y se encontró rodeado por una docena de hombres del puente. Cikatriz, a la cabeza, lo miró y asintió. Buenos hombres. Habían visto caer a Roion, y lo arropaban de todas formas. Adolin sopesó su espada esquirlada y advirtió que su padre, no muy lejos, había conseguido ponerse en pie. Otro grupito de hombres del puente lo rodearon, y él lo permitió. Adolin y su padre habían combatido y perdido. Su única oportunidad ahora era un ataque desesperado.
Oyeron gritos cercanos. El general Khal y un gran contingente de soldados, a juzgar por el estandarte que se acercaba. No había tiempo. El asesino se hallaba en la meseta entre la pequeña tropa de Dalinar y la de Adolin, con la cabeza gacha. Las linternas azules caídas lo iluminaban. El cielo se había vuelto negro como la noche, excepto cuando aquellos relámpagos rojos lo rompían.
Atacar y acosar a un portador de esquirlada. Esperar un golpe de suerte. Era el único modo. Adolin le asintió a su padre. Dalinar asintió a su vez, sombrío. Lo sabía. Sabía que no se podía derrotar a esta criatura.
«Guíalos, Adolin.
»Únelos».
Adolin gritó y cargó, la espada en la mano, los hombres tras él. Dalinar avanzó también, más despacio, con un brazo en el pecho. Tormentas, apenas podía andar.
Szeth alzó la cabeza, el rostro carente de toda emoción. Cuando sus enemigos llegaron, saltó al aire.
Los ojos de Adolin lo siguieron. Sin duda no lo habían espantado…
El asesino giró en el aire y volvió al suelo, brillando como un cometa. Adolin apenas detuvo un golpe de la espada esquirlada: su fuerza era increíble. Lo arrojó hacia atrás. El asesino se volvió, y un par de hombres del puente cayeron con los ojos ardiendo. Otros perdieron las puntas de sus lanzas cuando trataron de atravesarlo.
El asesino se libró de la masa de cuerpos, perdiendo sangre por un par de heridas. Pero aquellas heridas se cerraron mientras Adolin miraba; la hemorragia se había detenido. Era como había dicho Kaladin. Con una horrible sensación de pérdida, Adolin comprendió las pocas posibilidades que habían tenido jamás.
El asesino se abalanzó contra Dalinar, que configuraba la retaguardia del ataque. El viejo soldado alzó su espada, como en gesto de respeto, y lanzó una estocada.
Un ataque. Esa era la forma de despedirse.
—Padre… —susurró Adolin.
El asesino detuvo la estocada, luego colocó la mano contra el pecho de Dalinar.
El alto príncipe, brillando de pronto, se alzó al cielo oscuro. No gritó.
La meseta quedó en silencio. Algunos hombres del puente ayudaron a sus amigos caídos. Otros se volvieron hacia el asesino, colocándose en formación de ataque con las lanzas, frenéticos.
El asesino bajó la espada y luego se dispuso a marcharse.
—¡Hijo de puta! —escupió Adolin, corriendo tras él—. ¡Hijo de puta! —Las lágrimas apenas le permitían ver.
—Se acabó —susurró el asesino—. He terminado.
Se dio media vuelta y continuó su camino.
«¡Por Condenación que no!». Adolin alzó su hoja esquirlada.
El asesino giró sobre sus talones y golpeó el arma con tanta fuerza con su propia espada que Adolin oyó claramente cómo algo se rompía en su muñeca. La espada cayó de sus dedos, desvaneciéndose. La mano del asesino se movió como un relámpago, los nudillos golpearon a Adolin en el pecho, y el príncipe jadeó, súbitamente sin aire en la garganta.
Aturdido, cayó de rodillas.
—Supongo —masculló el asesino— que puedo matar a uno más, en mi tiempo libre.
Sonrió: una mueca terrible de dientes apretados y ojos muy abiertos. Como si sufriera un dolor enorme.
Jadeando, Adolin esperó el golpe. Miró al cielo. «Padre, lo siento. Yo…
»Yo…».
¿Qué era eso?
Parpadeó al distinguir que algo brillaba en el aire y caía, como una hoja. Una figura. Un hombre.
Dalinar.
El alto príncipe caía lentamente, como si no pesara más que una nube. Luz blanca brotaba de su cuerpo con hilillos brillantes. Los hombres del puente cercano murmuraban, los soldados gritaban, señalando.
Adolin parpadeó, seguro de que se trataba de una ilusión. Pero no, era Dalinar, en efecto. Como… como uno de los mismísimos Heraldos que bajara de los Salones Tranquilos.
El asesino miró también y entonces retrocedió, con la boca abierta de horror.
—No… ¡No!
Y entonces, como una estrella caída, una ardiente bola de luz y movimiento surgió ante Dalinar. Se estrelló contra el suelo, levantando un anillo de luz tormentosa como humo blanco. En el centro apareció una figura de azul, agazapada; una mano sobre las piedras, la otra empuñando una brillante hoja esquirlada.
Tenía los ojos encendidos con una luz que hacía que la del asesino pareciera opaca en comparación, y vestía el uniforme de los hombres de los puentes, y tenía marcados los glifos de la esclavitud en la frente.
El anillo de luz humeante se disolvió, a excepción de un gran glifo, en forma de espada, que permaneció durante un breve momento antes de disolverse.
—Lo enviaste a morir al cielo, asesino —dijo Kaladin, la luz tormentosa brotando de sus labios—, pero el cielo y los vientos son míos. Los reclamo, como reclamo ahora tu vida.