La siguiente pista fue en las paredes. No hice caso omiso de esta señal, pero tampoco capté todas sus implicaciones.
Del diario de Navani Kholin, Jeseses 1174
—Corro por el agua —dijo Dalinar, volviendo en sí. Se movía, avanzando.
La visión tomó forma a su alrededor. El agua cálida le salpicaba las piernas. A cada lado, una docena de hombres con martillos y lanzas corría por las aguas poco profundas. Elevaban las piernas a cada paso, alzando los muslos en paralelo con la superficie, como si estuvieran en un desfile… solo que ningún desfile había sido jamás una loca desbandada como la que se estaba produciendo en ese momento. Obviamente, correr de esta manera les ayudaba a moverse a través del líquido. Intentó imitar el extraño paso.
—Creo que estoy en el Lagopuro —dijo, entre dientes—. Agua cálida que únicamente llega hasta las rodillas, ningún signo de tierra por ninguna parte. Pero anochece, así que no distingo gran cosa.
»Gente corriendo conmigo. No sé si corremos hacia algo o si huimos. Cuando miro por encima del hombro no veo nada. Salta a la vista que estos hombres son soldados, aunque los uniformes son antiguos. Faldas de cuero, cascos y petos de bronce. Brazos y piernas desnudos. —Se miró—. Yo voy vestido igual.
Algunos altos señores de Alezkar y Jah Keved todavía empleaban uniformes como estos, así que no podía situar la época exacta. Los usos modernos eran todos recuperaciones calculadas por comandantes tradicionalistas que esperaban que un aspecto clásico inspirara a sus hombres. Sin embargo, en esos casos se usaba acero moderno junto a los uniformes antiguos, mientras que en la escena que veía no había nada de eso.
Dalinar no hizo preguntas. Había descubierto que si seguía la corriente a esas visiones aprendía más que si se detenía y exigía respuestas.
Correr por las aguas era arduo. Aunque había empezado casi a la cabeza del grupo, se estaba rezagando. Se dirigían hacia una especie de gran montículo de roca, ensombrecido por el atardecer. Tal vez esto no fuera el Lagopuro. No tenía formaciones rocosas como…
No se trataba de un montículo rocoso. Era una fortaleza. Dalinar se detuvo a mirar la puntiaguda estructura similar a un castillo que se alzaba sobre las tranquilas aguas del lago. Nunca había visto algo así. Piedra completamente negra. ¿Obsidiana, tal vez? Quizás este lugar había sido moldeado.
—Hay una fortaleza ahí delante —dijo, avanzando de nuevo—. Puede que no exista ya… de lo contrario, sería famosa. Parece toda ella de obsidiana. Lados como aletas se alzan hacia los picos superiores, con torres como puntas de flecha… Padre Tormenta, es majestuosa.
»Nos aproximamos a otro grupo de soldados que esperan en el agua, empuñando lanzas para protegerse de cualquier ataque. Son tal vez una docena: yo estoy en una compañía que son otra docena. Y… sí, hay alguien en medio. Un portador de esquirlada. La armadura resplandece.
No era solo un portador. Era un Radiante. Un caballero con una esplendorosa armadura esquirlada que brillaba con un rojo profundo en las juntas y en ciertas marcas. Las armaduras tenían ese comportamiento en la época de las sombras. Por lo tanto, la visión tenía lugar antes de la Traición.
Como todas las armaduras esquirladas, esta era única. Con aquella falda de cota de malla, las juntas lisas, los avambrazos que se extendían hacia atrás para… Tormentas, parecía la armadura de Adolin, aunque con la cintura más estrecha. ¿Una mujer? Dalinar no podía decirlo con seguridad, ya que tenía bajada la visera.
—¡Formad! —ordenó el caballero cuando el grupo de Dalinar llegó, y este asintió para sí. En efecto, una mujer.
Dalinar y los demás soldados formaron en círculo en torno a la dama guerrera, con las armas hacia fuera. No muy lejos, otro grupo de soldados con un caballero en el centro empezó a marchar por el agua.
—¿Por qué nos llamaste? —preguntó uno de los acompañantes de Dalinar.
—Caeb cree haber visto algo —dijo la dama guerrera—. Permaneced alerta. Actuemos con cuidado.
El grupo empezó a alejarse de la fortaleza, siguiendo una dirección distinta a aquella por la que habían llegado. Dalinar agarró con fuerza su lanza, con las sienes perladas de sudor. A sus ojos, no parecía distinto a su yo normal. Los otros, sin embargo, lo verían como uno de los suyos.
Seguía sin saber gran cosa de estas visiones. El Todopoderoso se las enviaba de algún modo. Pero el Todopoderoso estaba muerto, según su propia confesión. Entonces, ¿cómo funcionaba?
—Estamos buscando algo —dijo Dalinar en un susurro—. Equipos de caballeros y soldados han sido enviados a la noche para encontrar algo que han visto.
—¿Te encuentras bien, novato? —le preguntó uno de los soldados a su lado.
—Bien —respondió Dalinar—. Solo estoy preocupado. Quiero decir: ni siquiera sé qué estamos buscando.
—Un spren que no actúa como debiera —dijo el hombre—. Mantén los ojos abiertos. Cuando Sja-nat toca un spren, se comporta de manera extraña. Presta atención a todo lo que veas.
Dalinar asintió y luego repitió entre dientes las palabras, esperando que Navani pudiera oírlo. Los soldados y él continuaron su búsqueda, mientras la dama guerrera del centro hablaba con… ¿nadie? Parecía estar manteniendo una conversación, pero Dalinar no veía ni oía a nadie más que ella.
Dedicó su atención a lo que le rodeaba. Siempre había querido ver el centro del Lagopuro, pero nunca había tenido la oportunidad, aparte de visitar la frontera. Durante su última visita a Azir no había encontrado el tiempo necesario para desviarse en esa dirección. Los azishianos siempre se mostraban sorprendidos cuando comentaba que quería ir a ese lugar, ya que decían que allí no había nada.
Dalinar llevaba una especie de zapatos apretados, quizá para impedir cortarse con algo que quedara oculto por el agua. El terreno era irregular en algunos sitios, con agujeros y montículos que notaba más que veía. Advirtió que había pececillos que nadaban de un lado a otro, sombras en el agua, y junto a ellos una cara.
Una cara.
Dalinar gritó, dando un salto atrás, apuntando con la lanza hacia abajo.
—¡Eso era una cara! ¡En el agua!
—¿Ríospren? —preguntó la dama guerrera, acercándose a él.
—Parecía una sombra —dijo Dalinar—. Ojos rojos.
—Está aquí, entonces —dijo la dama—. Espía de Sja-anat. Caeb, corre al puesto de control. Los demás, seguid vigilando. No podrá ir muy lejos sin un transporte. —Tiró de algo de su cinturón, una bolsita.
—¡Allí! —dijo Dalinar, divisando un puntito rojo en el agua. El ser se alejaba, nadando como un pez. Lo persiguió, corriendo como había aprendido a hacer antes. Pero ¿de qué servía perseguir a un spren? Era imposible atraparlos, al menos con ningún método que él conociera.
Los otros corrieron detrás. El pez huyó, asustado por el chapoteo de Dalinar.
—Estoy persiguiendo a un spren —dijo Dalinar entre dientes—. Es lo que hemos estado cazando. Se parece un poco a una cara… una cara oscura, con ojos rojos. Nada en el agua como un pez. ¡Espera! Hay otro. Se une a él. Es más grande, como una figura plena, de unos seis palmos. Una persona nadando, pero como una sombra. Es…
—¡Tormentas! —exclamó de pronto la dama guerrera—. ¡Ha traído escolta!
El spren más grande se retorció antes de zambullirse en el agua, para desaparecer en el fondo rocoso. Dalinar se detuvo, sin saber si seguir persiguiendo al más pequeño o quedarse allí.
Los demás dieron media vuelta y empezaron a correr en dirección contraria.
«Uh-oh…».
Dalinar retrocedió cuando el fondo rocoso del lago empezó a temblar. Tropezó y cayó al agua, tan clara que alcanzó a ver el suelo resquebrajándose bajo él, como si algo grande golpeara desde abajo.
—¡Vamos! —gritó uno de los soldados, agarrándolo por el brazo. Dalinar se puso en pie como pudo mientras las grietas del suelo crecían. La superficie del lago, antes tranquila, borboteó y se removió.
El suelo saltó, casi derribando de nuevo a Dalinar. Ante él, varios soldados cayeron.
La dama guerrera permaneció firme, mientras una enorme hoja esquirlada se formaba en sus manos.
Dalinar miró por encima del hombro a tiempo de ver la roca emerger del agua. ¡Un brazo largo! Fino, de unos quince palmos de largo, brotó del agua y luego cayó como para aferrarse con fuerza al lecho del lago. Otro brazo se alzó cerca, con el codo hacia el cielo, y luego los dos se arquearon como si estuvieran unidos a un cuerpo que hiciera flexiones.
Un cuerpo gigantesco se alzó del suelo rocoso. Era como si hubieran enterrado a alguien en la arena y en ese momento estuviera emergiendo. El agua caía de los lados de la espalda irregular y picada de la criatura, que estaba cubierta de trozos de cortezapizarra y hongos submarinos. El spren, de algún modo, había animado la piedra.
Mientras la criatura se alzaba y se sacudía, Dalinar distinguió unos brillantes ojos rojos, como roca derretida, que despuntaban en un maligno rostro de piedra. El cuerpo era esquelético, con finos miembros huesudos y dedos afilados que terminaban en garras rocosas. El pecho era una caja torácica de piedra.
—¡Tronador! —gritaron los soldados—. ¡Martillos! ¡Preparad los martillos!
La mujer caballero permaneció de pie ante la criatura, que tenía unos diez metros de altura y chorreaba agua. Una calmada luz blanca empezó a brotar de ella. A Dalinar le recordó la luz de las esferas. Luz tormentosa. La mujer alzó su hoja esquirlada y atacó, moviéndose por el agua con increíble facilidad, como si no la entorpeciera en absoluto. Tal vez era la fuerza de la armadura esquirlada.
—Fueron creados para observar —dijo una voz junto a Dalinar.
Este miró al soldado que le había ayudado a levantarse antes, un selayo de rostro alargado, cabeza calva y nariz ancha. Extendió la mano para ayudar al hombre a levantarse.
El hombre no había hablado así antes, pero Dalinar reconoció la voz. Era la misma que oía al final de la mayoría de las visiones. El Todopoderoso.
—Los Caballeros Radiantes —dijo el Todopoderoso, de pie junto a Dalinar, observando a la mujer mientras esta atacaba a la criatura de pesadilla—. Fueron una solución, un modo de compensar la destrucción de las Desolaciones. Diez órdenes de caballeros, fundadas con el propósito de ayudar a los hombres a luchar, y luego reconstruir.
Dalinar repitió palabra por palabra, concentrado en captar todas y cada una de ellas sin pensar lo que significaban.
El Todopoderoso se volvió hacia él.
—Me sorprendí cuando llegaron estas órdenes. Yo no enseñé esto a mis Heraldos. Fueron los spren, en un intento de imitar lo que yo había dado a los hombres, quienes lo hicieron posible. Tendrás que reinstaurarlos. Esta es tu tarea. Unirlos. Crear una fortaleza que pueda capear la tormenta. Irrita a Odium, convéncelo de que puede perder, y nombra un campeón. Él aprovechará esa oportunidad en vez de arriesgarse a una nueva derrota, como ha sufrido tantas veces. Es el mejor consejo que puedo darte.
Dalinar repitió las palabras. Más allá, la lucha comenzó de verdad, entre agua y fragmentos de roca pulverizada. Los soldados se acercaron empuñando martillos, e inesperadamente estos hombres también brillaron de luz tormentosa, aunque mucho más débilmente.
—Te sorprendió la llegada de los Caballeros —le dijo Dalinar al Todopoderoso—. Y esta fuerza, este enemigo, consiguió matarte. Nunca fuiste Dios. Dios lo sabe todo. No se le puede matar. ¿Quién eras, entonces?
El Todopoderoso no contestó. No podía. Dalinar se había dado cuenta de que las visiones eran una especie de experiencia predeterminada, como una obra de teatro. La gente que había en ellas podía reaccionar ante él, como actores que pudieran improvisar hasta cierto punto. Pero el Todopoderoso no lo hacía nunca.
—Haré lo que pueda —dijo Dalinar—. Los reinstauraré. Me prepararé. Me has dicho muchas cosas, pero hay algo que he descubierto yo solo. Si era posible acabar contigo, entonces al que es como tú, a tu enemigo, se le podrá matar también, probablemente.
La oscuridad se cerró sobre Dalinar. Los gritos y salpicaduras se fueron apagando. ¿Había ocurrido esta visión durante una Desolación, o entre dos de ellas? Nunca le decían lo suficiente. Mientras la oscuridad se evaporaba, se encontró tendido en una pequeña sala de piedra en su campamento.
Navani estaba arrodillada a su lado, apoyándose en la carpeta mientras movía la pluma al escribir. Tormentas, sí que era hermosa. Era madura, con los labios pintados de rojo y el cabello rodeándole la cabeza en una compleja trenza que chispeaba con rubíes. Llevaba un vestido rojo sangre. Ella lo miró, advirtió que parpadeaba de regreso a la conciencia, y sonrió.
—Era… —empezó a decir él.
—Calla —respondió ella, sin dejar de escribir—. Esa última parte parecía importante. —Escribió durante un momento y finalmente retiró la pluma de la libreta que sostenía a través de la tela de su manga—. Creo que lo tengo todo. Es difícil cuando cambias de idioma.
—¿Cambié de idioma?
—Al final. Antes, hablabas en selay. Una forma antigua, desde luego, pero tenemos archivos de eso. Espero que mis traductoras puedan encontrar sentido a mi transcripción: tengo algo oxidado mi dominio del idioma. Deberías hablar más despacio cuando hagas esto, querido.
—No creo que sea fácil eso que me pides —dijo Dalinar, poniéndose en pie. Comparado con lo que había sentido en la visión, el aire era frío. La lluvia golpeaba los postigos cerrados de la habitación, aunque sabía por experiencia que el final de sus visiones significaba que la tormenta ya casi había pasado.
Sintiéndose exhausto, se dispuso a sentarse en un sillón junto a la pared. Solo Navani y él estaban en la habitación: lo prefería así. Renarin y Adolin capeaban la tormenta cerca, en otra habitación del cuartel general de Dalinar y bajo la atenta vigilancia del capitán Kaladin y sus hombres del puente convertidos en guardaespaldas.
Tal vez debería invitar a más eruditas a observar sus visiones; ellas podrían anotar sus palabras, y luego debatir entre ellas para producir la versión más precisa. Pero, tormentas, ya le resultaba bastante vergonzoso que una sola persona lo observara en ese estado, mientras deliraba y pataleaba. Creía en las visiones, incluso confiaba en ellas, pero eso no significaba que no fuera embarazoso.
Navani se sentó a su lado y lo rodeó con sus brazos.
—¿Fue mala?
—¿Esta visión? No. Mala, no. Correr un poco y después luchar. No participé. La visión terminó mucho antes de que tuviera que ayudar.
—Entonces, ¿a qué viene esa cara?
—Tengo que reinstaurar los Caballeros Radiantes.
—Reinstaurar… Pero ¿cómo? ¿Qué significa eso?
—No lo sé. No sé nada. Solo tengo atisbos y oscuras amenazas. Se avecina algo peligroso, eso es seguro. Tengo que detenerlo.
Ella apoyó la cabeza en su hombro. Dalinar contempló la chimenea, que crujía suavemente, confiriendo a la pequeña habitación un brillo cálido. Era una de las pocas chimeneas que no se habían convertido a los nuevos artilugios calefactores fabriales.
Prefería el fuego de verdad, aunque no podía decírselo a Navani. Ella se esforzaba por procurar nuevos fabriales a todos.
—¿Por qué tú? —preguntó Navani—. ¿Por qué tienes que hacer esto?
—¿Por qué un hombre nace rey y otro mendigo? Así es el mundo.
—¿Te resulta fácil?
—Ni mucho menos —dijo Dalinar—, pero no tiene sentido exigir respuestas.
—Sobre todo si el Todopoderoso está muerto…
Tal vez no tendría que haber compartido ese hecho con ella. Expresar en voz alta esa idea podía convertirlo en hereje, hacerle perder sus propios fervorosos, darle a Sadeas un arma contra el trono.
Si el Todopoderoso estaba muerto, ¿qué adoraba Dalinar? ¿En qué creía?
—Deberíamos registrar tus recuerdos de esta visión —dijo Navani con un suspiro, apartándose de él—. Mientras están frescos.
Dalinar asintió. Era importante tener una descripción que encajara con las transcripciones. Empezó a contar lo que había visto, hablando a un ritmo que ella pudiera seguir mientras lo anotaba todo. Describió el lago, las ropas de los hombres, la extraña fortaleza en la distancia. Ella comentó que la gente que vivía allí contaba historias de grandes estructuras en el Lagopuro. Los eruditos las consideraban mitología.
Dalinar se levantó y se puso a caminar mientras pasaba a describir aquella criatura impía que había surgido del lago.
—Dejó detrás un agujero en el lecho del lago —explicó—. Imagina que esbozas el contorno de un cuerpo en el suelo y luego ves que ese cuerpo se levanta.
»Imagina la ventaja táctica que tendría una criatura semejante. Los spren se mueven con rapidez y facilidad. Uno podría deslizarse detrás de las líneas del frente, y luego levantarse y empezar a atacar al personal de apoyo. El cuerpo de piedra de la bestia debe de haber sido difícil de romper. Tormentas… Hojas esquirladas. Me pregunto si las espadas fueron diseñadas para combatir a esos seres.
Navani sonrió mientras escribía.
—¿Qué? —preguntó Dalinar, deteniéndose.
—Eres todo un soldado.
—Sí. ¿Y qué?
—Que resulta enternecedor —dijo ella, terminando de escribir—. ¿Qué ocurrió a continuación?
—El Todopoderoso me habló.
Le relató el monólogo lo mejor que pudo recordar mientras caminaba lenta, pausadamente. «Tengo que dormir más», pensó. No era el joven de hacía veinte años, capaz de permanecer despierto toda la noche con Gavilar, escuchándolo con una copa de vino mientras su hermano hacía planes y luego cargaba en la batalla al día siguiente lleno de vigor y ansia de lucha.
Cuando terminó su narración, Navani se puso en pie y retiró sus utensilios de escritura. Tomaría lo que le había contado y haría que sus eruditas (bueno, las eruditas de él, de las que se había apropiado) cotejaran sus palabras alezi con las transcripciones que había registrado. Aunque, naturalmente, ella eliminaría primero las líneas donde mencionaba temas delicados, como la muerte del Todopoderoso.
Navani buscaría también referencias históricas que encajaran con sus descripciones. Le gustaban las cosas claras y cuantificadas. Había preparado una línea temporal de todas sus visiones, tratando de convertirlas en una trama narrativa única.
—¿Vas a hacer público el bando esta semana? —preguntó ella.
Dalinar asintió. Se lo había comunicado a los altos príncipes hacía una semana, en privado. Pretendía hacerlo público en los campamentos el mismo día, pero Navani lo había convencido de que esto era más aconsejable. Aunque la noticia se estaba filtrando, al menos eso permitiría prepararse a los altos príncipes.
—El bando se divulgará dentro de unos días —dijo—. Antes de que los altos príncipes puedan presionar más a Elhokar para que lo retire.
Navani frunció los labios.
—Hay que hacerlo —dijo Dalinar.
—Se supone que tienes que unirlos.
—Los altos príncipes son niños malcriados —repuso Dalinar—. Para hacer que cambien de actitud harán falta medidas extremas.
—Si rompes el reino, nunca lo unificaremos.
—Entonces procuraremos que no se rompa.
Navani lo miró de arriba abajo, luego sonrió.
—He de admitir que prefiero esta versión más segura de ti. Si pudiera tomar prestada un poco de esa confianza en lo referido a nosotros…
—Me siento bastante confiado respecto a nosotros —dijo él, atrayéndola.
—¿Ah, sí? Porque tanto viajar entre el palacio del rey y tu complejo me hace perder un montón de tiempo cada día. Si pudiera trasladar mis cosas aquí… digamos, a tu complejo, todo sería mucho más fácil, seguro.
—No.
—Estás convencido de que no nos dejarán casarnos, Dalinar. ¿Qué más podemos hacer? ¿Es por una cuestión de moral? Tú mismo has dicho que el Todopoderoso estaba muerto.
—Las cosas están bien o están mal —dijo Dalinar, testarudo—. El Todopoderoso no interviene en eso.
—Dios no se pronuncia sobre si sus órdenes están bien o mal —repuso ella llanamente.
—Ejem. Sí lo hace.
—Cuidado. Empiezas a hablar como Jasnah. De todas formas, si Dios está muerto…
—Dios no está muerto. Si el Todopoderoso murió, entonces es que nunca fue Dios, y punto.
Ella suspiró, todavía cerca de él. Se puso de puntillas y lo besó, y no con recato. Navani consideraba que el recato era para los tímidos y los frívolos. Fue un beso apasionado, apretada contra su boca, empujando la cabeza de él hacia atrás, anhelando más. Cuando ella se retiró, Dalinar se quedó sin respiración.
Ella le sonrió, dio media vuelta y recogió sus cosas (él no había advertido que las soltaba durante el beso), para encaminarse luego hacia la puerta.
—Te advierto que no soy una mujer paciente. Soy tan malcriada como esos altos príncipes, acostumbrada a conseguir lo que quiero.
Él bufó. Ninguna de las dos cosas era cierta. Ella podía ser paciente, pero solo cuando le convenía. Lo que quería decir era que en este momento no le convenía.
Abrió la puerta y el capitán Kaladin en persona se asomó a inspeccionar la habitación. El hombre del puente, desde luego, era serio en su trabajo.
—Acompáñala a casa, soldado —le dijo Dalinar.
Kaladin saludó. Navani pasó de largo y se marchó sin decir adiós, cerrando la puerta y dejando a Dalinar de nuevo a solas. Este dejó escapar un profundo suspiro, se acercó al sillón y se sentó a pensar junto a la chimenea.
Cuando poco después despertó sobresaltado, el fuego se había apagado. Tormentas. ¿Se quedaba dormido en pleno día? Si no pasara tanto tiempo de noche agitado y dando vueltas en la cama, con la cabeza llena de preocupaciones y cargas que nunca tendrían que haber sido suyas… ¿Qué había sido de los días sencillos? Recordaba cuando solo tenía que llevar la mano a la espada, con la seguridad de que Gavilar se encargaría de lo difícil.
Se desperezó, incorporándose. Tenía que revisar los preparativos para el bando del rey, y luego ver a los nuevos guardias…
Se detuvo. La pared de su habitación tenía una serie de nítidos arañazos blancos que formaban glifos. No estaban allí antes.
«Sesenta y dos días —decían los glifos—. La muerte sigue».
Poco después, Dalinar permanecía en pie, erguido, con las manos unidas a la espalda mientras escuchaba a Navani consultar con Rushu, una de las eruditas de Kholin. Adolin esperaba cerca, inspeccionando una piedra blanca que habían encontrado en el suelo. Aparentemente la habían arrancado del friso ornamental que enmarcaba la ventana de la habitación y luego la habían usado para escribir los glifos.
«La espalda recta, la cabeza alta —se dijo Dalinar—, aunque en realidad estés deseando desplomarte en ese sillón». Un líder no se desplomaba. Un líder conservaba la calma. Incluso cuando menos calmado se sentía.
Sobre todo entonces.
—Ah —dijo Rushu, una joven fervorosa de largas pestañas y labios gordezuelos—. ¡Mira qué líneas tan torpes! Qué simetría tan impropia. Quien hizo esto no está habituado a dibujar glifos. Casi han escrito «muerte» mal… casi parece que pone «roto». Y el significado es vago. ¿La muerte sigue? ¿O es «sigue a la muerte»? ¿O sesenta y dos días de muerte y seguimiento? Los glifos son imprecisos.
—Tú haz la copia, Rushu —dijo Navani—. Y no hables de esto con nadie.
—¿Ni siquiera contigo? —preguntó ella con voz distraída mientras escribía.
Navani suspiró. Se acercó a Dalinar y Adolin.
—Es competente en su trabajo —dijo en voz baja—, pero a veces se distrae un poco. De cualquier forma, sabe de escritura más que nadie. Es uno de sus muchos temas de interés.
Dalinar asintió, sofocando sus temores.
—¿Por qué harían esto? —preguntó Adolin, soltando la roca—. ¿Es algún tipo de oscura amenaza?
—No —respondió Dalinar.
Navani lo miró a los ojos.
—Rushu —dijo—. Déjanos un momento.
La mujer no respondió al principio, pero se marchó cuando volvieron a insistirle. Al otro lado de la puerta aguardaban los miembros del Puente Cuatro en el exterior, guiados por el capitán Kaladin, que tenía el rostro ensombrecido: había escoltado a Navani y a su regreso se había encontrado con esto. Luego, inmediatamente, envió a sus hombres para que comprobaran que Navani se encontraba bien y la llevaran de vuelta.
Obviamente consideraba que lo ocurrido era culpa suya, y pensaba que alguien se había colado en la habitación de Dalinar mientras este dormía. Dalinar le indicó que pasara.
Kaladin se apresuró a obedecer y por fortuna no vio que Adolin tensaba la mandíbula al verlo. Dalinar estaba luchando contra el portador de esquirlaba parshendi cuando Kaladin y Adolin se enfrentaron en el campo de batalla, pero había oído comentarios sobre su encontronazo. A su hijo, desde luego, no le gustó saber que ese hombre de ojos oscuros perteneciente al puente estaba al mando de la Guardia de Cobalto.
—Señor —dijo el capitán Kaladin—. Me siento avergonzado. Una semana en el puesto y le he fallado.
—Cumpliste las órdenes, capitán —respondió Dalinar.
—Mis órdenes eran mantenerle a salvo, señor —dijo Kaladin, sin poder disimular la furia que lo embargaba—. Tendría que haber apostado guardias en las puertas interiores de sus aposentos, no solo fuera del complejo de habitaciones.
—Seremos más cautelosos en el futuro, capitán —replicó Dalinar—. Tu predecesor siempre apostaba los guardias como tú has hecho, y nunca hubo problemas.
—Eran otros tiempos, señor —respondió Kaladin, escrutando la habitación y entornando los ojos. Se concentró en la ventana, demasiado pequeña para que pudiera entrar nadie—. Sigo preguntándome cómo han entrado. Los guardias no oyeron nada.
Dalinar inspeccionó al joven soldado cubierto de cicatrices y de expresión sombría. «¿Por qué confío tanto en este hombre?»., pensó. No podía explicarlo, pero a lo largo de los años había aprendido a fiarse de su intuición como soldado y como general. Algo en su interior le instaba a confiar en Kaladin, y aceptaba ese presentimiento.
—Eso carece de importancia —dijo Dalinar. Kaladin lo miró fijamente—. No te preocupes demasiado por cómo entraron para escribir en mi pared. Solo refuerza la vigilancia a partir de ahora. Puedes retirarte. —Le hizo un gesto de asentimiento a Kaladin, que se retiró de mala gana y cerró la puerta.
Adolin se acercó. El joven de hirsutos cabellos era tan alto como Dalinar. A veces era difícil recordarlo. Parecía que no había pasado mucho tiempo desde que Adolin era un niño ansioso con una espada de madera.
—Dijiste que despertaste con esto aquí —dijo Navani—. Dijiste que no viste entrar a nadie ni oíste a nadie hacer el dibujo.
Dalinar asintió.
—Entonces, ¿por qué de pronto tengo la impresión de que sabes por qué está aquí?
—No sé con seguridad quién lo hizo, pero sí lo que significa.
—¿Y qué es? —preguntó Navani.
—Significa que nos queda poco tiempo. Promulga el bando, luego acude a los altos príncipes y concierta una reunión. Querrán hablar conmigo.
«La tormenta eterna viene…».
Sesenta y dos días. No era suficiente tiempo.
Sin embargo, al parecer no disponía de más.