P: ¿Para qué esencia debemos esforzarnos? R: La esencia de la conservación, para proteger a una semilla de la humanidad a través de la tormenta inminente.

P: ¿Qué precio debemos pagar? R: El precio es irrelevante. La humanidad debe sobrevivir. Nuestra carga es la de la especie, y todas las demás consideraciones no son más que polvo en comparación.

Del Diagrama, Catecismo en el dorso de la Pintura de Flores, párrafo 1

Dalinar permanecía de pie, con las manos a la espalda, esperando en su tienda de mando y escuchando el golpeteo de la lluvia sobre la lona. El suelo de la tienda estaba mojado. Era algo que no se podía evitar durante el Llanto. Lo sabía por propia experiencia: había participado en más de una excursión militar durante esta época del año.

Había pasado un día desde que descubrieron a los parshendi en las Llanuras, tanto al muerto como al que los hombres del puente llamaban Shen, o Rlain, como decía que era su nombre. El propio Dalinar había permitido que se le armara.

Shallan sostenía que todos los parshmenios eran Portadores del Vacío en potencia. Él tenía motivos de sobra para creer su palabra, considerando lo que le había mostrado. Pero ¿qué hacer? Los Radiantes habían regresado, los parshendi habían manifestado ojos rojos. Dalinar sentía como si intentara impedir que una presa reventara, sin saber en ningún momento de dónde venían las grietas.

La puerta de lona de la tienda se abrió y Adolin entró, escoltando a Navani. Ella colgó su tabardo en la percha, y Adolin cogió una toalla y empezó a secarse el pelo y la cara.

Adolin estaba prometido a una miembro de los Caballeros Radiantes. «Ella dice que todavía no es uno de ellos», se recordó Dalinar. Eso tenía sentido. Se podía ser un lancero entrenado sin ser soldado. Una cosa implicaba habilidad, la otra posición.

—¿Traen al parshendi? —dijo Dalinar.

—Sí —respondió Navani, sentándose en una de las sillas. Adolin no tomó asiento, pero encontró una jarra con agua de lluvia filtrada y se sirvió una copa. Dio un golpecito en el lado de la copa de estaño mientras bebía.

Todos estaban inquietos tras el descubrimiento del parshendi de los ojos rojos. Después de que no se produjera ningún ataque esa noche, Dalinar había presionado a los cuatro ejércitos a otro día de marcha.

Lentamente, se acercaban al centro de las Llanuras, al menos según indicaban las proyecciones de Shallan. Ya habían dejado muy atrás las regiones exploradas. Ahora tenían que fiarse de los mapas de la joven.

La puerta volvió a abrirse, y Teleb entró con el prisionero. Dalinar había puesto al alto señor y a su guardia personal a cargo de este «Rlain», ya que no le gustaba cómo los hombres del puente se habían puesto a la defensiva respecto a él. Invitó a sus tenientes (Cikatriz y el cocinero comecuernos al que llamaban Roca) al interrogatorio, y los dos entraron después de Teleb y sus hombres. El general Khal y Renarin estaban en otra tienda con Aladar y Roion, repasando las tácticas para cuando se acercaran al campamento parshendi.

Navani se levantó, se inclinó hacia delante y entornó los ojos para mirar al prisionero. Shallan había querido asistir, pero Dalinar le había prometido que haría que lo escribieran todo para que pudiera leerlo. El Padre Tormenta le había dado algo de sentido común, afortunadamente, y no insistió. Tener a tanta gente cerca de este espía le parecía peligroso.

Dalinar tenía un vago recuerdo del guardia parshmenio que de vez en cuando se unía a los hombres del Puente Cuatro. Los parshmenios eran prácticamente invisibles, pero cuando este empezó a llevar lanza, fue claramente apreciable. No es que hubiera ninguna otra cosa destacada en él: el mismo cuerpo achaparrado, la piel moteada, los ojos sin brillo.

Esta criatura que tenía delante no se parecía en nada. Era un guerrero parshendi pleno, completo con la placa craneana rojo-anaranjada y la armadura de caparazón en el pecho, los muslos y los brazos. Era tan alto como un alezi, y más musculoso.

Aunque no llevaba armas, los guardias seguían tratándolo como si fuera el ser más peligroso de esta meseta… y quizá lo era. Cuando dio un paso adelante, saludó a Dalinar, con la mano en el pecho. Como los otros hombres del puente. Llevaba su tatuaje en la frente, extendido y fundido con la placa del cráneo.

—Siéntate —ordenó Dalinar, indicando un taburete en el centro de la tienda.

Rlain obedeció.

—Me han dicho que te niegas a decirnos nada de los planes de los parshendi —dijo Dalinar.

—No los conozco —respondió Rlain. Tenía las entonaciones rítmicas comunes a los parshendi, pero hablaba muy bien alezi. Mejor que ningún parshmenio que Dalinar hubiera oído.

—Eras un espía —dijo Dalinar, con las manos a la espalda, tratando de alzarse sobre el parshendi, pero manteniéndose lo suficientemente apartado para que el hombre no pudiera agarrarlo sin que Adolin se interpusiera primero.

—Sí, señor.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Unos tres años —dijo Rlain—. En varios campamentos de guerra.

Teleb, con la visera alzada, se volvió y miró a Dalinar alzando una ceja.

—Me contestas a mí cuando te pregunto —dijo Dalinar—. Pero no a los demás. ¿Por qué?

—Eres mi oficial en jefe.

—Eres parshendi.

—Yo… —El hombre miró al suelo, encorvando los hombros. Se llevó una mano a la cabeza, sintiendo el reborde de piel justo donde terminaba su placa craneana—. Algo está muy mal, señor. La voz de Eshonai… en la meseta, aquel día, cuando fue a reunirse con el príncipe Adolin…

—Eshonai —instó Dalinar—. ¿La portadora de esquirlada parshendi?

Navani escribía en una libreta, anotando todo lo que se decía.

—Sí. Era mi comandante. Pero ahora… —Alzó la cabeza, y a pesar de la piel diferente y la extraña forma de hablar, Dalinar reconoció la pena en la cara de este hombre. Una pena terrible—. Señor, tengo motivos para creer que todos los que conozco… todos los que amé… han sido destruidos, y en su lugar hay monstruos. Los oyentes, los parshendi, puede que ya no existan. No me queda nada…

—Sí, sí te queda —dijo Cikatriz desde fuera del círculo de guardias—. Eres del Puente Cuatro.

Rlain lo miró.

—Soy un traidor.

—¡Ja! —dijo Roca—. Es un problema pequeño. Puede arreglarse.

Dalinar indicó a los hombres del puente que se callaran. Miró a Navani, que le instó a continuar.

—Dime cómo te escondiste entre los parshmenios.

—Yo…

—Soldado —ladró Dalinar—. Es una orden.

Rlain se irguió en su asiento. Sorprendentemente, parecía querer obedecer, como si necesitara algo que le diera fuerzas.

—Señor, es algo que mi pueblo puede hacer. Elegimos una forma basada en lo que necesitamos, lo que nos requiere el trabajo. La forma gris, una de esas formas, se parece mucho a los parshmenios. Ocultarse entre ellos es fácil.

—Contamos nuestros parshmenios con precisión —dijo Navani.

—Sí —respondió Rlain—, y se nos ve… pero rara vez se nos cuestiona. ¿Quién te cuestiona cuando encuentras una esfera tirada en el suelo? No es algo sospechoso. Es simplemente suerte.

«Territorio peligroso», pensó Dalinar, advirtiendo el cambio en el tono de voz de Rlain: al ritmo de lo que decía. Al hombre no le gustaba cómo eran tratados los parshmenios.

—Hablabas de los parshendi —dijo Dalinar—. ¿Esto tiene que ver con los ojos rojos?

Rlain asintió.

—¿Qué significa, soldado?

—Significa que nuestros dioses han regresado —susurró Rlain.

—¿Quiénes son vuestros dioses?

—Son las almas de los antiguos. Los que se dedicaron a destruir. —Un ritmo distinto en sus palabras esta vez, lento y reverente. Miró a Dalinar—. Te odian a ti y a tu especie, señor. Esta nueva forma que le han dado a mi pueblo… es algo terrible. Traerá algo terrible.

—¿Puedes conducirnos a la ciudad parshendi?

La voz de Rlain cambió de nuevo. Un ritmo diferente.

—Mi pueblo…

—Dijiste que ya no existen.

—Es posible —dijo Rlain—. Me acerqué lo suficiente para ver un ejército, decenas de miles. Pero sin duda dejaron a algunos en otras formas. ¿Los ancianos? ¿Los jóvenes? ¿Quién cuida de nuestros niños?

Dalinar dio un paso hacia Rlain, deteniendo con un gesto a Adolin, que alzó nervioso una mano. Se inclinó y posó un brazo sobre el hombro del parshendi.

—Soldado —dijo—, si lo que me estás diciendo es correcto, entonces lo más importante que puedes hacer es conducirnos hasta tu pueblo. Me encargaré de que los no combatientes sean protegidos, tienes mi palabra de honor. Si algo terrible le está sucediendo a tu pueblo, tienes que ayudarme a detenerlo.

—Yo… —Rlain inspiró profundamente—. Sí, señor —dijo a un ritmo diferente.

—Reúnete con Shallan Davar —dijo Dalinar—. Descríbele la ruta, y consíguenos un mapa. Teleb, puedes dejar al prisionero bajo la custodia del Puente Cuatro.

El Antigua Sangre portador de esquirlada asintió. Mientras el grupo se marchaba, dejando entrar una vaharada de viento húmedo, Dalinar suspiró y se sentó junto a Navani.

—¿Te fías de su palabra?

—No lo sé —respondió Dalinar—. Pero algo ha afectado a ese hombre, Navani. Profundamente.

—Es parshendi —dijo ella—. Puede que estés interpretando mal su lenguaje corporal.

Dalinar se inclinó hacia delante, uniendo las manos.

—¿La cuenta atrás? —preguntó.

—Tres días —dijo Navani—. Tres días antes de Día Claro.

Tan poco tiempo.

—Avivaremos el paso —dijo él.

Hacia dentro. Hacia el centro.

Y el destino.

Palabras radiantes
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