Sospecho que esto es como si una mofeta se llamara a sí misma por su hedor.
La vida continuó en la celda de Kaladin. Aunque el lugar era cómodo para tratarse de un calabozo, en ocasiones deseaba estar de vuelta en el carro de esclavos. Al menos allí podía ver el paisaje. Aire fresco, viento, un lavado ocasional con las últimas lluvias de la alta tormenta. La vida desde luego no era buena, pero sí mejor que estar allí encerrado y olvidado.
Durante la noche se llevaban las esferas y lo dejaban a merced de las tinieblas. En la oscuridad, imaginaba que estaba en algún lugar profundo, bajo kilómetros de piedra, sin camino de salida ni esperanza alguna de rescate. No podía concebir una muerte peor. Prefería con creces caer en el campo de batalla, contemplando el cielo despejado mientras se escapaba la vida.
Lo despertó la luz. Suspiró, contemplando el techo mientras los guardias (soldados ojos claros a los que no conocía) sustituían las lámparas de esferas. En ese lugar todo era siempre lo mismo, un día tras otro. Se despertaba con la débil luz de las esferas, lo que solo le hacía desear el sol. La criada llegaba para darle el desayuno. Él había colocado ya su orinal al alcance de la abertura bajo los barrotes, y el utensilio rozó la piedra mientras ella lo retiraba y lo cambiaba por uno limpio.
Se marchó. Kaladin le daba miedo. Dolorido de puro entumecimiento, Kaladin se sentó y miró la comida. Pan ácimo relleno de pasta de habichuelas. Se levantó, dispersando algunos extraños spren como cables tensos que se cruzaron ante él, y luego se obligó a hacer una serie de flexiones. Conservar su estado físico sería difícil si su encarcelamiento se prolongaba demasiado. Tal vez podría pedir que le dieran algunas piedras para entrenarse. «¿Fue esto lo que les sucedió a los abuelos de Moash? —se preguntó, recogiendo la comida—. ¿Esperaron ir a juicio hasta que murieron en prisión?».
Kaladin se sentó en el banco y empezó a mordisquear el pan. El día anterior se había producido una alta tormenta, pero apenas la había oído, encerrado en la celda.
Oyó a Syl canturrear cerca, pero no pudo encontrarla.
—¿Syl? —preguntó. Ella seguía ocultándose.
—Había un críptico en el combate —dijo su voz suavemente.
—Los has mencionado antes, ¿verdad? ¿Son un tipo de spren?
—Un tipo repugnante. —Hizo una pausa—. Pero no son malignos, no creo. —Parecía envidiosa—. Iba a seguirlo cuando huyó, pero tú me necesitabas. Cuando fui a buscarlo, se había escondido.
—¿Qué significa eso? —preguntó Kaladin, frunciendo el ceño.
—A los crípticos les gusta hacer planes —explicó Syl lentamente, como si recordara algo perdido hacía mucho tiempo—. Sí… me acuerdo. Debaten y observan y nunca hacen nada. Pero…
—¿Qué? —preguntó Kaladin, poniéndose en pie.
—Están buscando a alguien —dijo Syl—. He visto los signos. Puede que pronto dejes de estar solo, Kaladin.
Buscando a alguien. Para elegirlo, igual que a él, como potenciador. ¿Qué clase de Caballero Radiante se había creado con un grupo de spren a los que Syl detestaba de forma tan evidente? No parecía alguien a quien quisiera llegar a conocer.
«Oh, tormentas —pensó Kaladin, sentándose de nuevo—. Si eligen a Adolin…».
La idea tendría que haberle asqueado. En cambio, la revelación de Syl le resultó extrañamente reconfortante. No estar solo, aunque fuera con Adolin, le haría sentirse mejor y aliviaría parte de su melancolía.
Mientras terminaba la comida, oyó ruido en el pasillo. ¿La puerta que se abría? Solo los ojos claros podían visitarlo, aunque ninguno lo había hecho. Excepto por Sagaz.
«La tormenta alcanza a todo el mundo, tarde o temprano…».
Dalinar Kholin entró en la habitación.
A pesar de sus agrios pensamientos, la reacción inmediata de Kaladin, grabada en él desde hacía años, fue levantarse y saludar. Era su oficial en jefe. Se sintió como un idiota en cuanto lo hizo. ¿Estaba entre rejas y saludaba al hombre que lo había metido allí?
—Descansa —dijo Dalinar, asintiendo. Ancho de hombros, con las manos a la espalda, había en él algo imponente, incluso cuando se mostraba relajado.
«Es como los caudillos de las historias», pensó Kaladin. Rostro ancho y cabello gris, sólido igual que un ladrillo. No llevaba uniforme: el uniforme lo llevaba a él. Dalinar Kholin representaba un ideal que Kaladin había decidido hacía tiempo que no era más que una farsa.
—¿Qué tal tu alojamiento? —preguntó Dalinar.
—¿Señor? Estoy en una maldita prisión.
Una sonrisa agrietó el rostro del general.
—Eso veo. Cálmate, soldado. Si te hubiera ordenado que montaras guardia en una habitación durante una semana, ¿lo habrías hecho?
—Sí.
—Entonces considera que este es tu deber. Montar guardia en esta habitación.
—Me aseguraré de que nadie sin autorización se escape con el orinal, señor.
—Elhokar ha cambiado de opinión. Ha terminado de calmarse y ahora solo le preocupa no liberarte demasiado pronto para evitar parecer débil. Tendrás que quedarte aquí unos cuantos días más, luego cursaremos un perdón formal por tu delito y te devolveremos a tu puesto.
—No veo que tenga otra opción, señor.
Dalinar se acercó a los barrotes.
—Me doy cuenta de que esto te resulta duro.
Kaladin asintió.
—Estás bien atendido, igual que tu gente. Dos de tus hombres de los puentes guardan la entrada a este edificio en todo momento. No hay nada de qué preocuparse, soldado. Si es tu reputación conmigo…
—Señor —dijo Kaladin—. Supongo que no me creo del todo que el rey vaya a soltarme. Tiene fama de dejar que las personas inconvenientes se pudran en los calabozos hasta que mueren.
En cuanto hubo pronunciado aquellas palabras, Kaladin no pudo creer que hubieran salido de sus labios. Parecían insubordinadas, incluso traidoras. Pero estaban allí, en su boca, exigiendo ser pronunciadas.
Dalinar conservó la postura, las manos a la espalda.
—¿Hablas de los plateros de Kholinar?
Así que lo sabía. Padre Tormenta… ¿había estado implicado? Kaladin asintió.
—¿Cómo te enteraste de ese incidente? —preguntó el general.
—Por uno de mis hombres —contestó Kaladin—. Los conocía.
—Esperaba que pudiéramos escapar de esos rumores —dijo Dalinar—. Pero, naturalmente, los rumores crecen como líquenes, se aferran y es imposible eliminarlos por completo. Lo que pasó con esa gente fue un error, soldado. Lo admito. Contigo no sucederá lo mismo.
—Entonces ¿los rumores son ciertos?
—Preferiría no hablar del asunto Roshone.
Roshone.
Kaladin recordó gritos. Sangre en el suelo de la sala donde su padre operaba. Un niño moribundo.
Un día bajo la lluvia. Un día en que un hombre trató de robarle la luz a Kaladin. Acabó por conseguirlo.
—¿Roshone? —susurró Kaladin.
—Sí, un ojos claros menor —dijo Dalinar, suspirando.
—Señor, es importante que sepa esto. Por mi propia paz mental.
Dalinar lo miró de arriba abajo. Kaladin siguió mirando al frente, aturdido. Roshone. Todo había empezado a ir mal cuando Roshone llegó a Piedralar para ser el nuevo señor de la ciudad. Antes de eso, el padre de Kaladin era respetado.
Cuando aquel hombre horrible llegó, arrastrando la envidia tras de sí como una capa, el mundo cambió. Roshone infectó Piedralar como putrispren en una herida sin lavar. Era el motivo por el que Tien fue a la guerra. El motivo por el que Kaladin lo había seguido.
—Supongo que te lo debo —dijo Dalinar—. Pero no debe difundirse. Roshone era un hombre insignificante que se ganó el favor de Elhokar. Por entonces este era príncipe heredero; como tal debía gobernar Kholinar y cuidar del reino mientras su padre organizaba nuestros primeros campamentos aquí en las Llanuras Quebradas. Yo estaba… fuera en esa época.
»Pero no le eches la culpa a Elhokar. Seguía el consejo de alguien en quien confiaba. Roshone, sin embargo, perseguía sus propios intereses en vez de los del trono. Era dueño de varias platerías… bueno, los detalles carecen de importancia. Basta decir que Roshone llevó al príncipe a cometer varios errores. Se resolvió cuando regresé.
—¿Te encargaste de que ese Roshone fuera castigado? —preguntó Kaladin en voz baja, sintiéndose aturdido.
—Fue exiliado —asintió Dalinar—. Elhokar lo destinó a un lugar donde no pudiera hacer más daño.
Un lugar donde no pudiera hacer más daño. Kaladin casi soltó una carcajada.
—¿Tienes algo que decir?
—No quiera saber lo que pienso, señor.
—Tal vez tengas razón. Pero probablemente necesito oírlo de todas formas.
Dalinar era un buen hombre. Ciego en algunos aspectos, pero un buen hombre.
—Bueno, señor —dijo Kaladin, controlando sus emociones con dificultad—. Me resulta… preocupante que alguien como ese Roshone pudiera ser responsable de las muertes de gente inocente y, sin embargo, escapara de la cárcel.
—Fue complicado, soldado. Roshone era uno de los vasallos jurados del alto príncipe Sadeas, primo de hombres importantes cuyo apoyo necesitábamos. Al principio propuse que Roshone fuera despojado de su rango y convertido en un diez, obligado a vivir en la miseria. Pero esto habría molestado a los aliados y podría haber socavado al reino. Elhokar pidió clemencia, y su padre accedió a través de vinculacañas. Yo cedí, pensando que la piedad no era un atributo que debiera desanimar en Elhokar.
—Naturalmente que no —dijo Kaladin, apretando los dientes—. Aunque parece que esa piedad a menudo acaba sirviendo a los parientes de ojos claros poderosos, y raramente a alguien de bajo rango. —Miró a través de los barrotes que lo separaban de Dalinar.
—Soldado —preguntó Dalinar con frialdad—. ¿Piensas que he sido injusto contigo o con tus hombres?
—No, señor. Pero esto no tiene nada que ver con usted.
Dalinar resopló suavemente, como frustrado.
—Capitán —dijo—, tus hombres y tú estáis en una posición única. Os pasáis la vida alrededor del rey. No veis la cara que da al mundo, veis al hombre. Siempre ha sido así para los guardaespaldas cercanos.
»Por tanto vuestra lealtad tiene que ser mucho más firme y generosa. Sí, el hombre que protegéis tiene sus defectos. Todo hombre los tiene. Sigue siendo vuestro rey, y lo respetaréis.
—Puedo respetar y respeto al trono, señor —dijo Kaladin. No al hombre que estaba sentado en él, tal vez. Pero sí respetaba el cargo. Alguien tenía que gobernar.
—Hijo —dijo Dalinar tras pensárselo un momento—, ¿sabes por qué te puse en el puesto que te ofrecí?
—Dijiste que era porque necesitabas a alguien en quien confiar que no fuera un espía de Sadeas.
—Ese es el argumento racional —admitió Dalinar, acercándose a los barrotes, a solo unas pulgadas de Kaladin—. Pero no es el auténtico motivo. Lo hice porque me pareció bien.
Kaladin frunció el ceño.
—Confío en mis corazonadas. Las tripas me dijeron que eras un hombre que podría ayudar a cambiar este reino. Un hombre que podía sobrevivir hasta la misma Condenación en el campamento de Sadeas y de algún modo seguir inspirando a otros era alguien que quería tener a mis órdenes. —Su expresión se endureció—. Te di un puesto que ningún ojos oscuros ha tenido jamás en este ejército. Te permití participar en conferencias con el rey, y te escuché cuando hablaste. No me hagas lamentar esas decisiones, soldado.
—¿No lo lamenta ya? —preguntó Kaladin.
—He estado a punto —contestó Dalinar—. Pero comprendo. Si de verdad crees que lo que me has contado de Amaram… Bueno, si estuviera en tu lugar, me habría resultado difícil no hacer lo mismo que tú has hecho. Pero, tormentas, hombre, sigues siendo un ojos oscuros.
—Eso no debería importar.
—Tal vez, pero importa. ¿Quieres cambiar eso? Bueno, no vas a hacerlo gritando como un lunático y desafiando a duelo a hombres como Amaram. Lo harás distinguiéndote en el puesto que te di. Sé el tipo de hombre que otros admiren, sean ojos claros u oscuros. Convence a Elhokar de que un ojos oscuros puede liderar. Eso cambiará el mundo.
Dalinar se dio media vuelta y se marchó. Kaladin no pudo dejar de pensar que sus hombros parecían más encorvados que cuando entró.
Después de que se marchara, Kaladin se sentó en su banco y dejó escapar un largo suspiro de malestar.
—Guarda la calma —susurró—. Haz lo que te dicen, Kaladin. Quédate en tu jaula.
—Intenta ayudarte —dijo Syl.
Kaladin miró hacia un lado. ¿Dónde se ocultaba?
—Ya has oído lo de Roshone.
Silencio.
—Sí —dijo Syl por fin, con voz débil.
—La pobreza de mi familia, la forma en que la ciudad nos dio la espalda, Tien obligado a unirse al ejército, todas esas cosas fueron culpa de Roshone. Elhokar lo envió con nosotros.
Syl no respondió. Kaladin cogió un trozo de pan ácimo de su cuenco y lo mordió. Padre Tormenta, Moash tenía razón. Este reino estaría mejor sin Elhokar. Dalinar lo intentaba lo mejor que podía, pero tenía un enorme punto ciego en lo referido a su sobrino.
Era hora de que alguien interviniera y cortara las cuerdas que ataban las manos de Dalinar. Por el bien del reino, por el bien del propio Dalinar Kholin, el rey tenía que morir.
Algunas personas, como un dedo infectado o una pierna aplastada sin remedio, tenían que ser eliminadas.