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Del Diagrama, Libro de la segunda rotación del techo, patrón 15

El bloque de piedra se deslizó hacia dentro, confirmando la deducción de Shallan. Habían abierto un edificio en el que nadie había entrado, ni visto siquiera, desde hacía siglos. Renarin se apartó del agujero que había hecho, dando a Shallan la oportunidad de pasar. El aire dentro olía a rancio y mohoso.

Renarin hizo desaparecer su espada, y extrañamente, al hacerlo, dejó escapar un suspiro de alivio y se relajó contra la pared exterior del edificio. Shallan se dispuso a entrar, pero los hombres del puente se le adelantaron para comprobar primero la seguridad del edificio, alzando linternas de zafiro.

La luz reveló majestuosidad.

Shallan contuvo la respiración. La gran sala circular era digna de un palacio o un templo. Un mosaico cubría la pared y el suelo de majestuosas imágenes y deslumbrantes colores. Caballeros con armaduras ante cielos arremolinados de rojo y azul. Gentes de todos los estadios de la vida era descrita en todo tipo de ambientes, cada uno de ellos realizados con vívidos colores de toda clase de piedras: una obra maestra que reunía al mundo entero en una sala.

Preocupada por haber dañado el portal de algún modo, le había indicado a Renarin que golpeara con la espada cerca de una ondulación que esperaba que indicase el marco de una puerta, y parecía que no se había equivocado. Entró por el agujero y recorrió un camino circular a través de la sala redonda, contando en silencio las divisiones en el mosaico del suelo. Había diez principales, igual que hubo diez órdenes de caballeros, diez reinos, diez pueblos. Y entonces, entre los segmentos que representaban los reinos primero y décimo, había una undécima sección más estrecha. Describía una alta torre. Urithiru.

Había encontrado el portal. ¡Y esta obra de arte! Tanta belleza. Era impresionante.

No, no había tiempo para admirarla. El gran mosaico del suelo giraba en torno al centro, pero las espadas de los caballeros apuntaban hacia la misma zona en la pared, así que Shallan se encaminó hacia esa dirección. Allí todo parecía perfectamente conservado, incluso las lámparas de las paredes, que contenían lo que se le antojaron gemas opacas.

Encontró en la pared un disco de metal insertado en la piedra. ¿Era acero? No se había oxidado ni desgastado a pesar de su largo abandono.

—Ya viene —anunció Renarin desde el otro lado de la sala; su suave voz resonaba por la cámara en forma de cúpula. Tormentas, ese muchacho era preocupante, sobre todo cuando lo acompañaban los aullidos de una tormenta y el sonido de la lluvia cayendo sobre la meseta ahí fuera.

Llegaron la brillante Inadara y varias eruditas. Al entrar en la cámara, se quedaron boquiabiertas y empezaron a hablar entre sí mientras corrían a examinar el mural.

Shallan estudió el extraño disco insertado en la pared. Tenía forma de estrella de diez puntas y una fina ranura directamente en el centro. «Los Radiantes podían hacer funcionar este lugar —pensó—. ¿Y qué tenían los Radiantes que no tenía nadie más?». Muchas cosas, pero la forma de aquella ranura en el metal le daba una idea de cómo podían hacer que la Puerta Jurada funcionara.

—Renarin, acércate —dijo Shallan.

El muchacho avanzó ruidosamente en su dirección.

—Shallan —advirtió Patrón—. Queda muy poco tiempo. Han invocado la Tormenta Eterna. Y… y hay algo más, que viene de la otra dirección. ¿Una alta tormenta?

—Es el Llanto —dijo Shallan, mirando a Patrón, que ondulaba en la pared justo al lado del disco de acero—. No hay altas tormentas.

—Viene una de todas formas. Shallan, van a chocar entre sí. Vienen dos tormentas, una de cada dirección. Chocarán aquí mismo.

—¿Y no se cancelarán una a la otra?

—Se alimentarán entre sí —dijo Patrón—. Será como dos olas que se golpean y sus picos coinciden… creará una tormenta como el mundo no ha visto jamás. Las piedras se quebrarán, las mesetas mismas pueden desplomarse. Va a ser malo. Muy, muy malo.

Shallan miró a Inadara, que se había acercado.

—¿Alguna idea?

—No sé qué pensar, brillante —dijo Inadara—. Tenías razón respecto a este lugar. Yo… ya no confío en mí misma para juzgar qué es correcto y qué es falso.

—Tenemos que trasladar los ejércitos a esta meseta —dijo Shallan—. Aunque derroten a los parshendi, están condenados a menos que podamos hacer funcionar este portal.

—No parece un portal —repuso Inadara—. ¿Qué hará? ¿Abrir una entrada en la pared?

—No lo sé —dijo Shallan, mirando a Renarin—. Invoca tu hoja esquirlada.

Él así lo hizo, dando un respingo cuando apareció la espada. Shallan señaló la ranura en la pared como si fuera el ojo de una cerradura, siguiendo una corazonada.

—Mira a ver si puedes arañar ese metal con tu espada. Ten mucho cuidado. No vayamos a estropear la Puerta Jurada, en caso de que esté equivocada.

Renarin se acercó y cautelosamente, usando la mano para sujetar la espada desde arriba, colocó la punta de la hoja en el metal alrededor de la ranura. Gruñó al ver que la espada no cortaba. Lo intentó con más fuerza, y el metal se resistió a la hoja.

—¡Están hechos del mismo material! —dijo Shallan, entusiasmada—. Y en esa ranura puede caber una hoja. Intenta deslizar la espada, muy despacio.

Él así lo hizo, y cuando la punta entró en el agujero, toda la forma cambió, el metal fluyó para encajar con la espada esquirlada. ¡Funcionaba! Renarin dejó la espada en su sitio, y se dieron media vuelta, contemplando la cámara. Nada parecía haber cambiado.

—¿Ha hecho algo? —preguntó Renarin.

—Tiene que haberlo hecho —dijo Shallan. Tal vez habían abierto una puerta. Pero ¿cómo girar el equivalente a un pomo?

—Necesitamos la ayuda de la alta dama Navani —dijo Shallan—. Más importante aún, tenemos que traer a todo el mundo aquí. ¡Id, soldados, hombres del puente! Corred a decirle a Dalinar que reúna a sus ejércitos en esta meseta. Decidle que si no lo hace están condenados. Los demás intentemos descubrir cómo funciona esto.

Adolin bailaba a través de la tormenta, intercambiando golpes con Eshonai. Ella era buena, aunque no utilizaba poses que él reconociera. Saltaba atrás y adelante, manteniéndolo a raya con su espada, surgiendo de la tormenta como un trueno.

Adolin la perseguía, blandiendo su hoja esquirlada, forzándola a retroceder. Un duelo. Podía vencer en un duelo. Incluso en mitad de una tormenta, incluso contra un monstruo, era algo que podía hacer. La hizo retroceder por el campo de batalla, más cerca del lugar donde sus ejércitos habían cruzado el abismo para unirse a la batalla.

Era difícil enfrentarse a ella. Adolin solo había visto a Eshonai dos veces, pero le parecía conocer la forma en que luchaba. Sentía su ansia de sangre. Su ansia de matar. La Emoción. Él no la sentía esta vez. En ella, sí.

A su alrededor, los parshendi huían o luchaban en pequeños grupos aislados mientras sus hombres los acosaban. Pasó ante un parshendi caído que era abatido bajo la lluvia mientras intentaba escapar arrastrándose. Sangre y agua salpicaban en la meseta. Entre los truenos se oían chillidos frenéticos.

Truenos. Truenos lejanos al oeste. Adolin miró en esa dirección, y casi perdió la concentración. Pudo verla acumulándose, el viento y la lluvia girando en una columna gigantesca, destellando en rojo.

Eshonai lo atacó, y Adolin se volvió, bloqueando el golpe con el antebrazo. Esa sección de su armadura empezaba a debilitarse, y las grietas filtraban luz tormentosa. Avanzó y blandió su espada, con una mano, atacando a Eshonai por el flanco. Fue recompensado con un quejido. Sin embargo, ella no se dobló. Ni siquiera dio un paso atrás. Alzó su hoja esquirlada y golpeó de nuevo su antebrazo.

La armadura estalló con un destello de luz y metal derretido. Tormentas. Adolin se vio obligado a retirar el brazo y soltar el guantelete, demasiado pesado sin conectar con la armadura, dejándolo caer de su mano. El viento que sopló contra su piel al descubierto era sorprendentemente potente.

«Un poco más», pensó Adolin, sin retroceder a pesar de la sección de armadura perdida. Agarró la hoja esquirlada con las dos manos (una de metal, la otra de carne) y avanzó dando una serie de golpes. Salió de la pose del viento. No era momento de descargar golpes majestuosos. Necesitaba la frenética furia de la pose de fuego. No solo por la potencia, sino por lo que tenía que transmitirle a Eshonai.

La portadora parshendi gruñó, obligada a retroceder.

—Vuestro día ha terminado, destructor —dijo—. Hoy, vuestra brutalidad se vuelve contra vosotros. Hoy, la extinción se vuelve de nosotros hacia vosotros.

«Un poco más».

Adolin la presionó con una exhibición de esgrima, luego bajó la guardia, ofreciéndole una abertura. Ella la aceptó inmediatamente y apuntó a su casco, que filtraba luz por un golpe anterior. Sí, estaba plenamente arrebatada por la Emoción, que le daba energía y fuerza, pero la empujaba a la intrepidez. A ignorar lo que la rodeaba.

Adolin recibió el golpe en la cabeza y se tambaleó. Eshonai se rio alegremente y se dispuso a golpear de nuevo.

Adolin se abalanzó hacia delante y la golpeó en el pecho con el hombro y la cabeza. Su yelmo explotó por la fuerza del impacto, pero su maniobra tuvo éxito.

Eshonai no había advertido lo cerca que estaban del abismo.

El empujón la lanzó por el borde de la meseta. Adolin sintió el pánico de la mujer, la oyó gritar mientras caía a la abierta negrura.

Por desgracia, la explosión del yelmo lo dejó momentáneamente cegado. Se tambaleó, y cuando intentó pisar solo encontró aire vacío. Se precipitó hacia el abismo.

Durante un momento infinito, todo lo que sintió fue pánico y temor, una eternidad congelada antes de advertir que no caía. Su visión se despejó, y miró las fauces abiertas ante él, la lluvia cayendo alrededor. Entonces miró por encima del hombro.

A los dos hombres del puente que lo habían agarrado por el faldón de cota de malla de su armadura y se esforzaban por apartarlo del borde del precipicio. Gruñendo, se aferraron al resbaladizo metal, mientras apoyaban los pies en las rocas para impedir ser arrastrados con él.

Otros soldados corrieron a ayudar. Unas manos agarraron a Adolin por la cintura y los hombros, y juntos lo apartaron del borde del vacío, hasta el punto que pudo recuperar de nuevo el equilibrio y apartarse del abismo.

Los soldados vitorearon, y Adolin dejó escapar una risa exhausta. Se volvió hacia los hombres del puente, Cikatriz y Drehy.

—Supongo que no necesito preguntarme si vosotros dos podéis seguirme el ritmo o no —dijo.

—No ha sido nada —dijo Cikatriz.

—Sí —añadió Drehy—. Levantar ojos claros gordos es fácil. Tendrías que intentarlo alguna vez con un puente.

Adolin sonrió, luego se secó el agua de la cara con la mano descubierta.

—Mirad a ver si podéis encontrar un trozo de mi yelmo o del antebrazo. Hacer crecer de nuevo la armadura será más fácil si tenemos una semilla. Recoged también mi guantelete, por favor.

Los dos asintieron. Aquel relámpago rojo en el cielo se acumulaba, y la columna de oscura lluvia se expandía, creciendo hacia fuera. ¿Dónde estaba su padre? ¿Qué sucedía en los frentes de Aladar y Roion? ¿Había regresado Shallan de su expedición?

La meseta central era un verdadero caos. Los vientos en aumento rasgaban las tiendas, y algunas se habían desplomado. La gente corría de un lado a otro. Adolin divisó a una figura con una gruesa capa que caminaba resueltamente a través de la lluvia. Esa persona parecía saber lo que estaba haciendo. Adolin la cogió por el brazo al pasar.

—¿Dónde está mi padre? —preguntó—. ¿Qué órdenes llevas?

La capucha de la capa cayó y el hombre se volvió a mirar a Adolin con ojos que eran levemente demasiado grandes, demasiado redondos. Cabeza calva. Ropas delgadas y sueltas bajo la capa.

El Asesino de Blanco.

Moash dio un paso al frente, aunque no invocó su hoja esquirlada.

Kaladin atacó con la lanza, pero fue inútil. Había usado las fuerzas que le quedaban solo para mantenerse erguido. Su lanza rebotó en el yelmo de Moash, y el antiguo hombre del puente le dio un puñetazo, rompiendo la madera.

Kaladin se detuvo, pero Moash no había terminado. Avanzó y descargó un puñetazo contra su estómago.

Kaladin jadeó, doblándose mientras algo se rompía en su interior. Las costillas se partieron como ramas ante aquel puño imposiblemente fuerte. Kaladin tosió, manchando de sangre la armadura de Moash, y gimió cuando su amigo dio un paso atrás y retiró el puño.

Se desplomó en el frío suelo de piedra. Todo se estremecía. Sentía como si los ojos fueran a salirse de sus órbitas, y se enroscó sujetándose el pecho roto, temblando.

—Tormentas. —La voz de Moash sonaba lejana—. Ha sido un golpe más fuerte de lo que pretendía.

—Has hecho lo que tenías que hacer.

Era Graves.

«Oh… Padre Tormenta… el dolor…».

—¿Y ahora qué? —Moash.

—Acabamos con esto. Mataremos al rey con una hoja esquirlada. Seguirá pareciendo obra del asesino. Estos rastros de sangre son una inconveniencia. Podrían provocar preguntas. Espera, déjame que rompa esos tablones, para que parezca que entró por la pared, como la última vez.

Aire frío. Lluvia.

¿Gritos? ¿Muy lejanos? Conocía aquella voz…

—¿Syl? —susurró Kaladin con sangre en los labios—. ¿Syl?

Nada.

—Corrí hasta… hasta que ya no pude más —susurró Kaladin—. Fin de… la incursión.

Vida antes que muerte.

—Yo lo haré. —Graves—. Yo soportaré esta carga.

—¡Es mi derecho! —dijo Moash.

Kaladin parpadeó. Sus ojos se posaron en el cuerpo inconsciente del rey a su lado. Respiraba todavía.

«Protegeré a aquellos que no puedan protegerse a sí mismos».

Con ello cobró sentido la decisión que había tomado. Kaladin rodó hasta ponerse de rodillas. Graves y Moash discutían.

—Tengo que protegerlo —susurró Kaladin.

¿Por qué?

—Si yo protejo… —Tosió—. Si yo protejo… solo a la gente que me gusta, entonces significa que no me importa hacer lo correcto.

Si hacía eso, solo le preocuparía lo que fuera conveniente para sí mismo.

Eso no era proteger. Era egoísmo.

Esforzándose, dominado por la agonía, Kaladin alzó un pie. El pie bueno. Tosiendo sangre, se impulsó hacia arriba y se puso en pie, interponiéndose entre Elhokar y los asesinos. Con dedos temblorosos, se palpó el cinturón y, después de dos intentos, extrajo el puñal. Contuvo las lágrimas de dolor, y con los ojos nublados vio a los dos portadores de esquirlada mirándolo.

Moash alzó lentamente su visera, revelando su aturdimiento.

—Padre Tormenta… Kal, ¿cómo estás en pie?

Todo cobraba sentido.

Por eso había vuelto. Era por Tien, era por Dalinar, y era por hacer lo correcto… pero sobre todo era por proteger a la gente.

Este era el hombre que quería ser.

Kaladin echó un pie hacia atrás, tocando al rey con el talón, formando una pose de batalla. Entonces alzó la mano ante él, con el puñal hacia fuera. Su mano temblaba como un tejado tras un trueno. Miró a Moash a los ojos.

Fuerza antes que debilidad.

—No. Lo. Tendréis.

—Acaba con esto, Moash —dijo Graves.

—Tormentas. No hace falta. Míralo. No puede luchar.

Kaladin se sentía exhausto. Al menos se había resistido.

Era el fin. El viaje había llegado y se había terminado.

Gritos. Kaladin los oyó, como si estuvieran más cerca.

«¡Es mío! —dijo una voz femenina—. Lo reclamo».

TRAICIONÓ SU JURAMENTO.

—Ha visto demasiado —le dijo Graves a Moash—. Si sobrevive, nos traicionará. Sabes que es la verdad, Moash. Mátalo.

El puñal resbaló de los dedos de Kaladin, resonando en el suelo. Estaba demasiado débil para empuñarlo. El brazo volvió a caer al costado, y se quedó mirando el puñal, aturdido.

«No me importa».

TE MATARÁ.

—Lo siento, Kal —dijo Moash, dando un paso adelante—. Tendría que haberlo hecho con rapidez desde el principio.

«Las Palabras, Kaladin. —Era la voz de Syl—. ¡Tienes que pronunciar las Palabras!».

LO PROHÍBO.

¡TU VOLUNTAD NO IMPORTA!, gritó Syl. ¡NO PODRÁS RETENERME SI PRONUNCIA LAS PALABRAS! ¡LAS PALABRAS, KALADIN! ¡DILAS!

—Protegeré incluso a quienes odie —susurró Kaladin entre labios ensangrentados—. Mientras sea lo justo.

Una hoja esquirlada apareció en las manos de Moash.

Un rugido distante. Truenos.

LAS PALABRAS SON ACEPTADAS, dijo el Padre Tormenta, reacio.

—¡Kaladin! —era la voz de Syl—. ¡Extiende la mano! —Revoloteó a su alrededor, súbitamente visible como un lazo de luz.

—No puedo… —dijo Kaladin, agotado.

—¡Extiende la mano!

Él extendió una mano temblorosa. Moash vaciló.

El viento entró por la abertura en la pared, y el lazo de luz de Syl se convirtió en bruma, una forma que adoptaba a menudo. Bruma plateada, que se hizo más grande y se solidificó ante Kaladin, extendiéndose hacia su mano.

Resplandeciente, brillante, una espada esquirlada emergió de la bruma, una vívida luz azul que brillaba siguiendo los retorcidos patrones marcados en su hoja.

Kaladin inspiró profundamente como si despertara del todo por primera vez. El pasillo entero quedó a oscuras cuando la luz tormentosa de todas las lámparas se apagó.

Durante un momento, permanecieron rodeados por la oscuridad.

Entonces Kaladin explotó de luz.

Brotó de su cuerpo, haciéndolo brillar como un ardiente sol blanco. Moash retrocedió, con el rostro pálido ante el blanco fulgor, y alzó una mano para protegerse los ojos.

El dolor se evaporó como la bruma un día de calor. Kaladin reafirmó su tenaza sobre la brillante hoja esquirlada, un arma que hacía que las de Graves y Moash parecieran opacas. Uno tras otro, los postigos de todo el pasillo se abrieron, y el viento ululó. Detrás de Kaladin, la escarcha cristalizó en el suelo, creciendo hacia atrás. Un glifo se dibujó en la escarcha, casi con forma de alas.

Graves gritó y cayó en su prisa por escapar. Moash retrocedió, sin dejar de mirar a Kaladin.

—Los Caballeros Radiantes —dijo Kaladin en voz baja— han regresado.

—¡Demasiado tarde! —gritó Graves.

Kaladin frunció el ceño y miró al cielo.

—El Diagrama hablaba de esto —dijo Graves, escabulléndose por el pasillo—. No lo entendimos. ¡No entendimos nada! ¡Nos concentramos en asegurarnos de que estuvieras separado de Dalinar, y no en lo que nuestras acciones podrían forzarte a convertirte!

Moash miró primero a Graves y luego a Kaladin. Entonces echó a correr, la armadura tintineando pesadamente mientras se daba media vuelta y desaparecía pasillo abajo.

«Kaladin —habló en su cabeza la voz de Syl—. Algo sigue estando muy mal. Lo siento en los vientos».

Graves se reía como loco.

—¿Separarme de Dalinar? —susurró Kaladin—. ¿Por qué iban a querer…?

Se volvió a mirar hacia el este.

«Oh, no…».

Palabras radiantes
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