Y así, a medida que cada orden se igualaba a la naturaleza y el temperamento del Heraldo que era su patrono, no hubo más arquetipos de esto que los Custodios de Piedra, que seguían a Talenelat’Elin, Tendón de Piedra, Heraldo de la Guerra: consideraban un elemento de virtud dar ejemplo de resolución, fuerza y fiabilidad. Por desgracia, tuvieron menos cuidado con la imprudente práctica de su testarudez, incluso ante los errores demostrados.
De Palabras radiantes, capítulo 13, página 1
La reunión por fin celebró un descanso. No habían terminado (Padre Tormenta, parecía que no terminarían jamás), pero la discusión había acabado por el momento. Adolin se levantó, entre las protestas de las heridas de su pierna y su costado, y dejó a su padre y a su tía hablando en voz baja mientras la sala se llenaba de un zumbido de conversación.
¿Cómo lo soportaba su padre? Habían pasado dos horas enteras, según el reloj fabrial que Navani tenía en la pared. Dos horas de altos príncipes y sus esposas quejándose del Asesino de Blanco. Nadie podía ponerse de acuerdo respecto a lo que había que hacer.
Todos ignoraban la verdad que los apuñalaba en la cara. No se podía hacer nada. Nada excepto que Adolin permaneciera alerta y practicara, que se entrenara para enfrentarse al monstruo cuando regresara.
«¿Y crees que podrás derrotarlo, Cuando puede caminar por las paredes y hacer que los mismos spren de la naturaleza le obedezcan?».
Era una pregunta incómoda. A instancia de su padre y no de buen grado, Adolin se había quitado la armadura esquirlada y se había puesto algo más apropiado. «Tenemos que proyectar confianza en esta reunión —había dicho Dalinar—. No miedo».
Era el general Khal quien llevaba puesta la armadura, escondido en una habitación contigua con una fuerza de asalto. Dalinar parecía pensar que era improbable que el asesino atacara durante la reunión. Si quisiera matar a los altos príncipes, podría hacerlo mucho más fácilmente uno a uno, de noche. Atacarlos a todos juntos, en compañía de guardias y docenas de portadores de esquirlada, sería una decisión imprudente. De hecho, en la reunión había abundancia de esquirlas. Tres de los altos príncipes llevaban puestas sus armaduras, y los demás contaban con la asistencia de portadores. Abrobadar, Jakamav, Resi, Relis… Adolin rara vez había visto tantos juntos a la vez.
¿Importaría algo? De todos los rincones del mundo, desde hacía semanas, llegaban las noticias. Reyes asesinados. Gobernantes decapitados por todo Roshar. En Jah Keved, el asesino había matado, según decían, a docenas de soldados que llevaban escudos semiesquirlados que podían bloquear su espada, además de a tres portadores, incluyendo al rey. Era una crisis que abarcaba el mundo entero, y detrás había un solo hombre. Suponiendo que realmente fuera un hombre.
Adolin pidió una copa de vino dulce en la mesa situada en un rincón de la sala y que le sirvió un atento criado vestido de azul y oro. Vino naranja, básicamente solo zumo. Se tomó la copa entera de todas formas y luego fue a buscar a Relis. Tenía que hacer algo que no fuera estar sentado escuchando a la gente quejarse.
Por fortuna, mientras soportaba todo aquello, se le había ocurrido una idea.
Relis, el hijo de Ruthar y portador estrella, era un hombre con una cara que parecía una pala: ancha y plana, con una nariz como si la hubieran aplastado. Llevaba un traje verde y amarillo muy ornamentado. Ni siquiera resultaba interesante. ¿Tenía la posibilidad de vestir cualquier cosa, y elegía esto?
Era portador pleno, uno de los pocos del campamento. También era el campeón vigente de los duelos, lo cual, junto con su parentela, hacía que fuera de particular interés para Adolin. Estaba hablando con su primo Elit y un grupo de ayudantes de Sadeas: mujeres vestidas con el tradicional havah de los vorin. Una de esas mujeres, Melali, dirigió a Adolin una mirada cargada de rencor. Estaba tan bonita como siempre, con el pelo recogido en complejas trenzas y adornada con alfileres. ¿Qué le había hecho para molestarla? Había pasado una eternidad desde que la cortejó.
—Relis —dijo Adolin, alzando su copa—, solo quería que supieras que me ha parecido muy valiente por tu parte ofrecerte a combatir al asesino, como dijiste antes. Es inspirador que estés dispuesto a morir por la corona.
Relis lo miró con el ceño fruncido. ¿Cómo podía tener nadie una cara tan plana? ¿Se había caído de niño?
—Estás dando por hecho que perderé.
—Pues claro que perderías —replicó Adolin, riendo—. Quiero decir, seamos sinceros, Relis. Llevas viviendo de tu título desde hace casi medio año. No has ganado ningún duelo de importancia desde que derrotaste a Epinar.
—Esto lo dice un hombre que se ha pasado años rechazando casi todos los desafíos —dijo Melali, mirando a Adolin de arriba abajo—. Me sorprende que tu papaíto te dé libertad para venir a hablar. ¿No tiene miedo de que puedas hacerte daño?
—Me alegro de verte a ti también, Melali —replicó Adolin—. ¿Cómo está tu hermana?
—Prohibida.
«Oh, bien». Conque se trataba de eso. Un error sin mala intención.
—Relis —dijo Adolin—, ¿dices que te enfrentarías al asesino y sin embargo tienes miedo de librar un duelo conmigo?
Relis se encogió de hombros, mientras sujetaba en una mano una brillante copa de vino tinto.
—¡Es protocolo, Adolin! Lucharé contigo cuando te hayas sacudido la molicie durante un año o dos. No puedo enfrentarme a cualquier antiguo retador, ¡y mucho menos en un duelo en el que nuestras esquirlas estén en juego!
—¿Cualquier antiguo retador? —dijo Adolin—. Relis, soy uno de los mejores que hay.
—¿Ah, sí? —preguntó Relis, sonriendo—. ¿Después de lo que hiciste con Eranniv?
—Sí, Adolin —dijo Elit, un tipo calvo y bajo, primo de Relis—. Últimamente solo has librado unos pocos duelos importantes: ¡en uno hiciste trampas, y en el segundo ganaste por pura suerte!
Relis asintió.
—Si me salto las reglas y acepto tu desafío, será como abrir la tormenta. Tendré a docenas de espadachines inferiores molestándome.
—Eso no pasará —dijo Adolin—. Porque ya no serás portador de esquirlada. Habrás perdido ante mí.
—Qué seguro de sí mismo —comentó Relis, riendo, mientras se volvía hacia Elit y las mujeres—. Escuchadlo. Se olvida las clasificaciones durante meses, luego cambia de idea y da por hecho que puede derrotarme.
—Apostaré mi espada y mi armadura —declaró Adolin—. Y la espada y la armadura de mi hermano, junto con la esquirla que le gané a Eranniv. Cinco esquirlas contra las dos tuyas.
Elit se sobresaltó. Era un portador que solo tenía una armadura, la que le había dado su primo. Se volvió hacia Relis con expresión de ansiedad.
Este vaciló. Entonces cerró la boca y ladeó perezosamente la cabeza mientras miraba a Adolin a los ojos.
—Eres un necio, Kholin.
—Lo ofrezco aquí, ante testigos —replicó este—. Si ganas este duelo, te quedarás con todas las esquirlas que posee mi familia. ¿Qué podrá más? ¿Tu avaricia o tu miedo?
—Mi orgullo —manifestó Relis—. Nada de duelos, Adolin.
Adolin apretó los dientes. Había creído que el duelo con Eranniv haría que los demás lo subestimaran, que fuera más probable que se enfrentaran a él. No era así. Relis soltó una risotada. Extendió el brazo hacia Melali y se la llevó, seguida por sus ayudantes.
Elit vaciló.
«Bueno, es mejor que nada», pensó Adolin, formando un plan.
—¿Y tú? —le preguntó al primo.
Elit lo miró de arriba abajo. Adolin no lo conocía bien. Se decía que era un duelista pasable, aunque a menudo estaba a la sombra de su primo.
Pero estaba ansioso… Elit quería ser un portador pleno.
—¿Elit? —dijo Relis.
—¿La misma oferta? —preguntó Elit, mirando a Adolin a los ojos—. ¿Tus cinco esquirlas contra la mía?
Qué terrible trato.
—La misma oferta —confirmó Adolin.
—Acepto.
Tras él, el hijo de Ruthar gimió. Agarró a Elit por el hombro y lo apartó a un lado con un gruñido.
—Me dijiste que luchara hasta sacudirme la molicie —le dijo Adolin a Relis—. Es lo que estoy haciendo.
—Con mi primo no.
—Demasiado tarde. Ya lo has oído. Las damas lo han oído. ¿Cuándo nos enfrentamos, Elit?
—Dentro de siete días —respondió él—. En Chachel.
Siete días… una larga espera, considerando las características del desafío. Bueno, quería tiempo para entrenar, ¿no?
—¿Qué tal si es mañana?
Relis rugió a Adolin, una expresión muy poco digna de un alezi, y empujó a su primo para llevárselo.
—No comprendo a qué viene tanta impaciencia, Adolin. ¿No deberías concentrarte en proteger a tu padre? Siempre es triste ver a un soldado que vive lo suficiente como para perder el seso. ¿Ya ha empezado a mearse en público?
«Tranquilo», se dijo Adolin. Relis estaba intentando provocarlo, tal vez hacer que lo golpease. Eso le permitiría solicitar que el rey interviniera y retirara todos los contactos con su casa… Incluyendo el duelo acordado con Elit. Pero el insulto había ido demasiado lejos. Sus acompañantes se quedaron boquiabiertos, retrocediendo ante aquella brusquedad tan poco alezi.
Adolin no cedió a la provocación. Tenía lo que quería. No estaba seguro de lo que podía hacer respecto al asesino, pero esto era una forma de progresar en sus propósitos. Elit no estaba muy alto en las clasificaciones de duelistas, pero servía a Ruthar, que actuaba cada vez más como la mano derecha de Sadeas. Derrotarlo lo acercaría un paso más al objetivo real. Un duelo con el mismísimo Sadeas.
Se dio media vuelta para marcharse y se detuvo en seco. Había alguien tras él, un hombre recio de rostro bulboso y pelo negro y rizado. Su tez era rubicunda, la nariz demasiado colorada, las finas venillas visibles en sus mejillas. El hombre tenía brazos de soldado, a pesar de su frívolo atuendo… que era, admitió Adolin a regañadientes, bastante elegante. Pantalones oscuros con reborde de seda verde bosque, un chaleco abierto con una camisa almidonada a juego y pañuelo al cuello.
Torol Sadeas, alto príncipe, portador de esquirlada y el mismo hombre en el que Adolin estaba pensando… La persona que más odiaba en el mundo.
—Otro duelo, joven Adolin —dijo Sadeas, dando un sorbo de vino—. Estás decidido a ponerte en ridículo. Sigue pareciéndome raro que tu padre retirara su prohibición de que te enfrentaras en duelo… De hecho, creí que para él era una cuestión de honor.
Adolin pasó de largo, sin dignarse decirle ni una sola palabra a esa anguila humana. Su presencia le traía recuerdos de pánico absoluto cuando vio a Sadeas retirarse del campo de batalla y dejarlos a él y a su padre solos y rodeados.
Havar, Perethon, e Ilamar (buenos soldados, buenos amigos) habían muerto ese día. Ellos y seiscientos hombres más.
Sadeas agarró a Adolin por el hombro al pasar.
—Piensa lo que quieras, hijo —susurró el hombre—, pero lo que hice fue un gesto de amabilidad hacia tu padre. Un reconocimiento a un viejo aliado.
—Déjame pasar.
—Si pierdes la cabeza al hacerte mayor, reza al Todopoderoso para que haya gente como yo dispuesta a concederte una muerte digna. Gente que se preocupe lo suficiente para no burlarse, sino que te sujete la espada mientras caes sobre ella.
—Tendré tu garganta en mis manos, Sadeas —susurró Adolin—. Apretaré y apretaré, y luego te clavaré mi daga en el vientre y la retorceré. Una muerte rápida será demasiado buena para ti.
—Chist —dijo Sadeas, sonriente—. Cuidado. La sala está llena. ¿Y si alguien te oyera amenazando a un alto príncipe?
La costumbre alezi. Él podía abandonar a un aliado en el campo de batalla, y todos podían saberlo sin que pasara nada… Pero una ofensa en persona, ni hablar, eso no podía consentirse. La sociedad frunciría el ceño ante eso. ¡Por la mano de Nalan! Su padre tenía razón respecto a todos ellos.
Adolin se volvió con un rápido movimiento, invirtiendo la tenaza de Sadeas. Su reacción fue instintiva cuando cerró las manos y se dispuso a plantar un puñetazo en aquel rostro satisfecho de sí mismo y sonriente.
Una mano cayó sobre el hombro de Adolin, haciendo que el joven vacilara.
—No me parece aconsejable, brillante señor Adolin —dijo una voz suave pero firme. A Adolin le recordó a su padre, aunque el timbre era distinto. Miró a Amaram, que había aparecido a su lado.
Alto, con el rostro como piedra cincelada, el brillante señor Meridas Amaram era uno de los únicos ojos claros de la sala que llevaba un uniforme adecuado. Por mucho que Adolin quisiera vestir algo más a la moda, había llegado a comprender la importancia del uniforme como símbolo.
El joven inspiró profundamente y bajó el puño. Amaram dirigió a Sadeas un gesto de asentimiento, luego hizo que Adolin se diera media vuelta y lo apartó del alto príncipe.
—No caigas en su provocación, excelencia —dijo Amaram en voz baja—. Te utilizará para dejar en ridículo a tu padre, si puede.
Atravesaron la sala llena de ayudantes que charlaban unos con otros. Habían repartido bebida y aperitivos. La breve pausa en la reunión se había convertido en una fiesta en todo su apogeo. No era sorprendente. Con todos los ojos claros importantes allí, la gente querría relacionarse y conspirar.
—¿Por qué sigues con él, Amaram? —preguntó Adolin.
—Es mi señor. Le debo fidelidad.
—¡Con tu rango, podrías elegir a un nuevo señor, Padre Tormenta! Ahora eres portador de esquirlada. Nadie te cuestionaría siquiera. Ven a nuestro campamento. Únete a mi padre.
—Si lo hiciera, crearía una división —objetó Amaram en voz baja—. Mientras siga con Sadeas, puedo ayudar a restañar heridas. Él confía en mí. Tu padre también. Mi amistad con ambos es un paso para mantener la unidad de este reino.
—Sadeas te traicionará.
—No. El alto príncipe Sadeas y yo tenemos un acuerdo.
—Eso pensábamos nosotros también. Luego nos traicionó.
Amaram adoptó una expresión distante. Incluso su forma de andar mostraba decoro, con la cabeza recta, saludando respetuosamente a cuantos encontraba al paso. El perfecto general ojos claros: inteligente y capaz, pero no altanero. Una espada al servicio de su alto príncipe. Se había pasado la mayor parte de la guerra entrenando diligentemente a nuevos soldados mientras protegía secciones de Alezkar. Amaram era responsable de la mitad del éxito que había tenido Sadeas en las Llanuras Quebradas.
—Tu padre es un hombre rígido —dijo Amaram—. Yo no quisiera que fuese de otra forma, Adolin, pero eso significa que se ha convertido en alguien que difícilmente podría trabajar con el alto príncipe Sadeas.
—¿Y tú eres diferente?
—Sí.
Adolin hizo una mueca. Amaram era uno de los mejores hombres del reino, con una reputación intachable.
—Lo dudo.
—Sadeas y yo estamos de acuerdo en que el medio que elegimos para conseguir un objetivo honorable puede ser desagradable. Tu padre y yo estamos de acuerdo en lo que debería ser ese objetivo: un Alezkar mejor, un lugar sin todas estas rencillas. Es una cuestión de punto de vista…
Continuó hablando, pero Adolin dejó de prestarle atención. Había oído muchas veces este mismo discurso en boca de su padre. Si Amaram empezaba a citarle El camino de los reyes, probablemente gritaría. Al menos…
¿Quién era esa?
Hermoso cabello rojo. No había ni un solo mechón negro en él. Esbelta, muy distinta de las curvilíneas alezi. Un vestido de seda azul, sencillo pero elegante. Un leve toque de pecas en los pómulos, que le confería un aire exótico.
La joven parecía deslizarse por la habitación. Adolin se dio media vuelta para mirarla mientras ella pasaba. Era tan diferente…
—¡Por los ojos de Ceniza! —exclamó Amaram, riendo—. Sigues haciéndolo, ¿verdad?
Adolin apartó los ojos de la chica.
—¿A qué te refieres?
—A que se te van los ojos detrás de todas las mujeres guapas que pasan. Tienes que sentar la cabeza, hijo. Elige a una. Tu madre se sentiría decepcionada si pudiera ver que sigues soltero.
—Jasnah sigue soltera también. Y tiene diez años más que yo. —Suponiendo que aún estuviera viva, como sostenía la tía Navani.
—Tu prima no puede considerarse un modelo a seguir en ese tema. —Su tono implicaba más: en ningún tema.
—Mírala, Amaram —dijo Adolin, volviéndose a mirar a la joven, que en ese momento se acercaba a su padre—. Ese pelo. ¿Alguna vez habías visto a alguien con un tono rojo tan intenso?
—Veden, diría yo —respondió Amaram—. Sangre comecuernos. Hay linajes que se enorgullecen de eso.
Veden. No podía ser… ¿O sí?
—Discúlpame —dijo Adolin, apartándose de Amaram y abriéndose amablemente paso hacia donde la joven hablaba con su padre y su tía.
—Me temo que la brillante dama Jasnah se hundió con el barco —estaba diciendo la mujer—. Les acompaño en el sentimiento…