Ym cortó cuidadosamente la madera de un lado del pequeño bloque. La alzó hacia la luz junto a su banco de trabajo, cogió los anteojos por el borde y se los acercó a los ojos.
Qué delicioso invento, los anteojos. Vivir era ser un fragmento del Cosmere que se experimentaba a sí mismo. ¿Cómo podía experimentar adecuadamente si no podía ver? El azishiano que creó por primera vez estos artilugios había muerto hacía tiempo, e Ym había remitido una propuesta para que se le considerase uno de los Muertos Honrados.
Ym bajó la pieza de madera y continuó tallándola, repasando con cuidado la parte delantera para formar una curva. Algunos de sus colegas compraban sus hormas (las formas de madera alrededor de las cuales los zapateros fabricaban sus zapatos) a los carpinteros, pero Ym había aprendido a hacer las suyas. Esa era la manera antigua, la que se había hecho durante siglos. Si algo se hacía de una manera durante tanto tiempo, pensaba que probablemente era por un buen motivo.
Tras él se extendían los cubículos de un taller de zapatero, las punteras de docenas de zapatos asomando como narices de anguilas en sus agujeros. Eran zapatos de prueba, usados para juzgar el tamaño, elegir los materiales y decidir los estilos para así poder fabricar el zapato perfecto que encajara con el pie y la personalidad del individuo. Ese proceso podía llevar mucho tiempo, y eso suponiendo que todo se llevara a cabo correctamente.
Algo se movió en la penumbra a su derecha. Ym miró en esa dirección, pero no cambió de postura. El spren venía cada vez con más frecuencia, motas de luz, como las que surgen de un trozo de cristal suspendido en un rayo de sol. No conocía su tipo, ya que nunca había visto antes uno igual.
El spren avanzó por la superficie del banco de trabajo, acercándose. Cuando se detuvo, la luz brotó de él, como pequeñas plantas que crecieran o surgieran de sus madrigueras. Cuando volvió a moverse, se retiraron.
Ym continuó esculpiendo.
—Será para hacer un zapato.
El taller, por la tarde, estaba silencioso, a excepción del cuchillo sobre la madera.
—¿Za-zapato? —preguntó alguien con una voz que sonaba como la de una mujer joven, suave, entonando una especie de musicalidad tintineante.
—Sí, amiga mía —dijo él—. Un zapato para niños pequeños. Hoy en día cada vez los necesito más.
—Zapato —dijo el spren—. Para niños. Gente pequeña.
Ym quitó restos de madera esparcidos en el banco para barrerlo todo más tarde, y luego colocó la horma cerca del spren, que se apartó. Parecía un reflejo en un espejo, translúcido, apenas un titilar de luz.
Ym retiró la mano y esperó. El spren avanzó poquito a poco, con cautela, como un cremlino que sale de su grieta después de una tormenta. Se detuvo, y la luz se elevó en forma de brotes diminutos. Qué visión tan extraña.
—Eres una experiencia interesante, amiga mía —dijo Ym mientras el titilar de luz se dirigía hacia la horma—. Una experiencia en la que me siento honrado de participar.
—Yo… —dijo el spren—. Yo… —La forma del spren se estremeció de pronto, y entonces se hizo más intensa, como luz concentrada—. Él viene.
Ym se levantó, súbitamente ansioso. Algo se movía fuera, en la calle. ¿Era ese? ¿Aquel oteador de la casaca militar?
Pero no, era solo un niño que se asomaba por la puerta abierta. Ym sonrió, abrió su cajón de esferas y dejó entrar más luz en la habitación. El niño retrocedió, como había hecho el spren.
El spren se había desvanecido en alguna parte. Lo hacía cuando había otra gente cerca.
—No tienes que temer nada —dijo Ym, sentándose de nuevo en su taburete—. Pasa. Déjame que te eche un vistazo.
El joven pillastre se volvió a asomar. Solo llevaba unos pantalones raídos, sin camisa, aunque eso era común allí en Iri, donde los días y las noches solían ser cálidos.
Los pies del pobre niño estaban sucios y magullados.
—Vaya, eso no está bien. Pasa, jovencito, ponte cómodo. Vamos a ponerte algo en esos pies —dijo Ym. Sacó uno de sus taburetes más pequeños.
—Dicen que no cobras nada —dijo el niño, sin moverse.
—Se equivocan —respondió Ym—. Pero creo que mi precio te parecerá asequible.
—No tengo esferas.
—No hacen falta esferas. Tu pago será tu historia. Tus experiencias. Quisiera oírlas.
—Dijeron que eres extraño —dijo el niño, entrando por fin en el taller.
—Tenían razón —contestó Ym, palmeando el taburete.
El pillastre se acercó tímidamente en el taburete, caminando con una cojera que trataba de disimular. Era iriali, aunque la suciedad oscurecía su piel y su pelo, que eran dorados. La piel un tanto menos (hacía falta luz para verla bien), pero el pelo sin duda. Era la marca de su pueblo.
Ym le indicó al niño que levantara el pie bueno, luego sacó una bayeta, la humedeció y procuró limpiar la suciedad. No iba a hacer una medición con unos pies tan sucios. El niño retiró el pie del que cojeaba, como intentando ocultar que lo tenía envuelto en un harapo.
—Bien —dijo Ym—. ¿Tu historia?
—Eres viejo —replicó el niño—. Más viejo que nadie que yo conozca. Viejo como un abuelo. Ya tienes que saberlo todo. ¿Por qué quieres oír cosas mías?
—Es una de mis manías —dijo Ym—. Vamos. Oigámoslas.
El niño rezongó, pero empezó a hablar. Brevemente. Eso no era desacostumbrado. Quería guardar su historia para sí. Lentamente, con preguntas cuidadosas, Ym le sonsacó la historia. El niño era hijo de una puta, y se habían desentendido de él en cuanto pudo cuidar de sí mismo. Eso fue tres años atrás, creía el niño. Probablemente ya tenía ocho.
Mientras escuchaba, Ym limpió el primer pie, luego le cortó y le limó las uñas. Una vez hecho eso, se dirigió al otro pie.
Reacio, el niño lo alzó. Ym desenrolló el harapo, y encontró un feo corte en la planta del pie. Ya estaba infectado, repleto de putrispren, diminutas motas de rojo.
Ym vaciló.
—Necesitaba zapatos —dijo el pillastre, apartando la mirada—. No puedo seguir sin ellos.
El tajo en la planta era irregular. «¿Se lo ha hecho tal vez saltando una verja?»., pensó Ym.
El niño lo miró, fingiendo que no le importaba. Una herida como aquella debía frenar terriblemente a un pillastre, y en las calles eso podía significar fácilmente la muerte. Ym lo sabía bien.
Miró al niño, advirtiendo la sombra de preocupación que expresaban aquellos ojitos. La infección ya se había extendido por la pierna.
—Amiga mía —susurró Ym—, creo que voy a necesitar tu ayuda.
—¿Qué? —dijo el pillastre.
—Nada —respondió Ym, rebuscando en el cajón de su mesa. La luz que brotó eran solo cinco chips de diamante. Todos los pillastres que habían acudido a él lo habían visto. De momento, solo le habían robado dos veces.
Siguió rebuscando, hasta desplegar un compartimento oculto en el cajón, de donde sacó una esfera más poderosa, un broam. Cubrió rápidamente su luz con una mano mientras buscaba un antiséptico con la otra.
La medicina no iba a ser suficiente, no con el niño incapaz de no andar. ¿Permanecer en cama durante semanas para curarse, aplicando constantemente medicinas caras? Imposible para un pillastre callejero que luchaba por conseguir comida cada día.
Ym retiró las manos, la esfera oculta en el interior de una de ellas. Pobre chiquillo. Debía dolerle terriblemente. El niño probablemente debería guardar cama, febril, pero todos los pillastres sabían masticar cortezapizarra para permanecer alerta y estar despiertos más tiempo del que debían.
El spren de luz chispeante asomó bajo un puñado de recortes de cuero. Ym aplicó la medicación, luego la hizo a un lado y alzó el pie del niño, murmurando en voz baja.
El brillo en la otra mano de Ym se desvaneció.
Los putrispren huyeron de la herida.
Cuando Ym retiró la mano, el corte había cicatrizado, el color había vuelto a la normalidad y los signos de infección habían desaparecido. Hasta ahora, Ym había usado esta habilidad solo unas cuantas veces, y siempre la había disfrazado de medicina. No se parecía a nada de lo que hubiera oído hablar. Tal vez por eso se le había concedido: para que el Cosmere pudiera experimentarla.
—Eh —dijo el niño—, me siento mucho mejor.
—Me alegro —respondió Ym, devolviendo la esfera y la medicina a su cajón. El spren se había retirado—. Vamos a ver si tengo algo que te esté bien.
Empezó a probar zapatos. Normalmente, después de probarlos, usaba el patrón y fabricaba un par de zapatos perfectos a medida. Para este niño, desgraciadamente, tendría que usar zapatos ya hechos. Demasiados pillastres callejeros no habían vuelto nunca por sus pares de zapatos, dejándolo inquieto y preocupado. ¿Les había sucedido algo? ¿Se les había olvidado sin más? ¿O su natural recelo había sido más fuerte?
Por fortuna, tenía varios pares de zapatos buenos y recios que podían venirle bien a este niño. «Necesito más piel de cerdo», pensó, tomando nota. Los niños no cuidaban bien el calzado. Necesitaba cuero que envejeciera bien aunque no lo atendieran.
—¿Va a darme de verdad un par de zapatos? —dijo el pillastre—. ¿Por nada?
—Por nada más que tu historia —respondió Ym, colocando otro zapato de prueba en el pie del niño. Había renunciado a intentar convencer a los pillastres para que usaran calcetines.
—¿Por qué?
—Porque tú y yo somos Uno.
—¿Un qué?
—Un ser —dijo Ym. Apartó a un lado ese zapato y sacó otro—. Hace mucho tiempo, solo había Uno. Uno lo sabía todo, pero no había experimentado nada. Y así, Uno se convirtió en muchos: en nosotros, las personas. El Uno, que es a la vez masculino y femenino, lo hizo para experimentar todas las cosas.
—Uno. ¿Te refieres a Dios?
—Si deseas llamarlo así… Pero no es completamente cierto. No acepto a ningún dios. No deberías aceptar a ninguno. Somos iriali, y parte del Largo Sendero, del cual esta es la Cuarta Tierra.
—Hablas como un sacerdote.
—Tampoco aceptes a los sacerdotes —dijo Ym—. Son de otras tierras, vienen a predicarnos. Uniriali no necesita prédicas, solo experiencia. Como cada experiencia es única, eso trae plenitud. Con el tiempo, todo volverá a unirse, cuando se consiga la Séptima Tierra, y una vez más nos convertiremos en Uno.
—Entonces tú y yo… —dijo el pillastre callejero—. ¿Somos lo mismo?
—Sí. Dos mentes de un solo ser experimentando vidas diferentes.
—Eso es una estupidez.
—Es simplemente una cuestión de perspectiva —dijo Ym, rociando con polvo los pies del niño y colocándole un par de zapatos de prueba—. Por favor, camina con estos un momento.
El niño le dirigió una mirada de extrañeza, pero obedeció y dio unos cuantos pasos. Ya no cojeaba.
—Perspectiva —dijo Ym, alzando la mano y agitando los dedos—. Desde muy cerca, los dedos de una mano pueden parecer individuales y aislados. De hecho, el pulgar puede pensar que tiene muy poco en común con el meñique. Pero con la perspectiva adecuada, se advierte que los dedos forman parte de algo mucho mayor. Que son, en efecto, Uno.
El pillastre frunció el ceño. Probablemente parte de todo aquello le quedaba muy lejos. «Me parece que tengo que hablar con más sencillez, y…».
—¿Por qué tú tienes que ser el dedo del anillo caro —dijo el niño, caminando de vuelta— mientras que yo me quedo con el meñique que tiene la uña rota?
Ym sonrió.
—Sé que parece injusto, pero no puede haber ninguna injusticia, ya que al final todos somos lo mismo. Además, no siempre tuve esta zapatería.
—¿No?
—No. Creo que te sorprendería saber de dónde procedo. Por favor, vuelve a sentarte.
El niño obedeció.
—Esa medicina funciona muy bien. Muy, muy bien.
Ym le quitó los zapatos, usando el polvillo, que se había desprendido en algunos lugares, para juzgar cómo encajaban. Sacó un par de zapatos ya fabricados, trabajó en ellos un momento, flexionándolos entre sus manos. Le habría gustado acolchar la planta del pie herido, pero con algo que se soltara después de unas cuantas semanas, cuando la herida sanara…
—Todo eso que dices me parecen tonterías —soltó el niño—. Porque, a ver, si todos somos la misma persona, ¿no debería saberlo ya todo el mundo?
—Como Uno, conocimos la verdad —respondió Ym—, pero como muchos, necesitamos la ignorancia. Existimos en diversidad para experimentar todo tipo de pensamientos. Eso significa que algunos de nosotros tenemos que saber y otros no. Igual que unos tienen que ser ricos y otros pobres. —Trabajó un poco más en el zapato—. Más gente lo supo, en el pasado. No se habla de ello tanto como se debería. Toma, mira a ver si estos te vienen bien.
Le tendió los zapatos al niño, que se los puso y probó los cordones.
—Puede que tu vida sea desagradable… —empezó a decir Ym.
—¿Desagradable?
—Sí, bueno. Un absoluto desastre. Pero mejorará, jovencito. Lo prometo.
—Creía —dijo el niño, golpeando el suelo con el pie bueno para probar los zapatos— que ibas a decirme que la vida es horrible, pero que al final no importa, porque todos vamos al mismo lugar.
—Eso es cierto, pero no resulta muy reconfortante ahora mismo, ¿no?
—No.
Ym se volvió hacia su banco de trabajo.
—Intenta no andar mucho con ese pie herido, si puedes evitarlo.
El pillastre se dirigió a la puerta con súbita urgencia, como ansioso por marcharse antes de que Ym cambiara de opinión y le quitara los zapatos. No obstante, se detuvo en la puerta.
—Si todos somos la misma persona probando vidas diferentes, no necesitas regalar zapatos —dijo el niño—. Porque no importa.
—No te golpearías a ti mismo en la cara, ¿verdad? Si mejoro tu vida, mejoro mi vida.
—Eso son locuras —dijo el niño—. Pero creo que eres una buena persona. —Se marchó, sin decir otra palabra.
Ym sonrió, sacudiendo la cabeza. Al cabo de un rato, continuó trabajando en su horma. El spren volvió a asomarse.
—Gracias por tu ayuda —dijo Ym. No sabía por qué podía hacer lo que hacía, pero sabía que el spren estaba relacionado.
—Todavía está aquí —susurró el spren.
Ym miró a través de la puerta hacia la calle, en plena noche. ¿Tal vez el pillastre estaba allí?
Algo crujió tras él.
Se puso en pie de un salto, girando. El taller era un lugar de rincones oscuros y cubículos. ¿Había oído tal vez a una rata?
¿Por qué estaba abierta la puerta de la habitación del fondo, donde dormía Ym? Normalmente la dejaba cerrada.
Una sombra se movió en la negrura del fondo.
—Si vienes por las esferas —dijo Ym, temblando—, solo tengo estos cinco chips.
Más crujidos. La sombra se separó de la oscuridad, convirtiéndose en un hombre de piel makabaki, toda oscura menos una pálida media luna en la mejilla. Vestía de negro y plata, un uniforme, pero no pertenecía a ningún ejército que Ym reconociera. Gruesos guantes, con puños recios vueltos hacia atrás.
—Tuve que mirar con mucha atención —dijo el hombre— para descubrir tu indiscreción.
—Y-yo… —tartamudeó Ym—. Solo… cinco chips…
—Has vivido una vida limpia, desde tu juventud como juerguista —dijo el hombre, con voz tranquila—. Un joven de posibles que se bebió y malgastó en fiestas lo que le dejaron sus padres. Eso no es ilegal. El asesinato, sin embargo, sí lo es.
Ym se desplomó en su taburete.
—No lo sabía. No sabía que la iba a matar.
—Veneno —dijo el hombre, entrando en la habitación—, en forma de una botella de vino.
—¡Me dijeron que la cosecha era la señal! ¡Que ella sabría que el mensaje era de ellos, y que significaba que tendría que pagar! Yo estaba desesperado por el dinero. Para comer, ¿sabes? Los que viven en las calles no son amables…
—Fuiste cómplice de asesinato —dijo el hombre, ajustándose más los guantes, primero una mano, luego la otra. Hablaba con tal falta de emoción que podría haber estado hablando del tiempo.
—No sabía… —suplicó Ym.
—Eres culpable, de todas formas.
El hombre extendió la mano hacia un lado, y un arma se formó allí de la bruma, hasta caer en su mano.
¿Una hoja esquirlada? ¿Qué clase de alguacil de la ley era ese? Ym se quedó mirando la maravillosa espada plateada.
Entonces echó a correr.
Parecía que aún tenía instintos útiles del tiempo transcurrido en las calles. Consiguió lanzar un fardo de cuero hacia el hombre y esquivar la hoja que blandía hacia él. Salió a la calle oscura y siguió corriendo, gritando. Tal vez alguien lo oiría. Tal vez alguien vendría en su ayuda.
Nadie lo oyó.
Nadie lo ayudó.
Ym era un anciano. Cuando llegó a la primera esquina en la calle, jadeaba en busca de aire. Se detuvo junto a la vieja barbería, oscura, la puerta cerrada. El pequeño spren se movía a su lado, una luz titilante que se extendía en círculo hacia fuera. Precioso.
—Supongo —dijo Ym, jadeando—, que ha llegado… mi hora. Que el Uno… encuentre este recuerdo… agradable.
Pisadas en la calle tras él, acercándose.
—No —susurró el pequeño spren—. ¡Luz!
Ym rebuscó en su bolsillo y sacó una esfera. ¿Podría usarla de algún modo para…?
El hombro del alguacil empujó a Ym contra la pared de la barbería. El anciano gimió, dejando caer la esfera.
El hombre de plata giró a su alrededor. Parecía una sombra en la noche, una silueta contra el cielo negro.
—Fue hace cuarenta años —susurró Ym.
—La justicia no expira.
El hombre clavó la hoja esquirlada en el pecho de Ym.
La experiencia terminó.