Forma de humo para ocultarse y deslizarse entre los hombres.
Una forma de poder… como potencias de spren.
¿Nos atreveremos a volver a llevar esta forma? Espía.
Creada por dioses, esta forma que tememos.
Por contacto con No-creados soportamos su maldición,
formada de la sombra… y la muerte está cerca. Miente.
De La canción de los secretos de los oyentes, estrofa 51
Kaladin condujo a su tropa de hombres doloridos y cansados a los barracones del Puente Cuatro y, como había pedido en secreto, los hombres fueron recibidos con aplausos y vítores. Era temprano, y el olor familiar del guiso de la cena era una de las cosas más apetecibles que Kaladin podía imaginar.
Se hizo a un lado y dejó que los cuarenta hombres lo adelantaran. No eran miembros del Puente Cuatro, pero por esta noche eran considerados como tales. Mantenían las cabezas altas y sonrieron cuando les pasaron cuencos de guiso. Roca preguntó cómo había ido la patrulla, y aunque Kaladin no pudo oír la respuesta de los soldados, pudo oír claramente la carcajada que arrancó en Roca.
Sonrió, apoyado contra la pared del barracón, cruzado de brazos. Entonces se puso a comprobar el cielo. El sol no se había puesto del todo, pero en el cielo cada vez más oscuro habían empezado a asomar las estrellas alrededor de la Cicatriz de Taln. La Lágrima flotaba justo sobre el horizonte, una estrella mucho más brillante que las demás, llamada así por la única lágrima que decían que había derramado Reya. Algunas de las estrellas se movían (estrellaspren, nada de lo que sorprenderse), pero había algo raro en la noche. Kaladin inhaló profundamente. ¿Olía el aire a rancio?
—¿Señor?
Kaladin se volvió. Uno de los hombres del puente, un tipo serio de pelo corto y rasgos fuertes, no se había unido a los demás ante el caldero del guiso. Kaladin intentó recordar su nombre…
—Pitt, ¿verdad?
—Sí, señor —respondió el hombre—. Puente Diecisiete.
—¿Qué querías?
—Yo… —El hombre miró el fuego acogedor, donde los hombres del Puente Cuatro reían y charlaban con el grupo de la patrulla. Cerca, alguien había colgado unas cuantas piezas de armadura en las paredes del barracón. Eran yelmos y petos de caparazón, atados a los cueros que vestían los hombres de los puentes, aunque por entonces los habían sustituido por cascos y petos de acero. Kaladin se preguntó quién habría colgado los antiguos trajes. Ni siquiera sabía que algunos hombres los hubieran conservado: eran los trajes de repuesto que Leyten había fabricado para los hombres y había escondido en los abismos antes de que los liberaran.
—Señor —dijo Pitt—, solo quería decir que lo siento.
—¿El qué?
—Cuando estábamos en los puentes. —Pitt se llevó una mano a la cabeza—. Tormentas, parece otra vida. En aquella época no sabía lo que me hacía. Todo es una bruma. Pero me acuerdo de que me alegraba de que enviaran a vuestra cuadrilla en vez de a la mía. Recuerdo haber esperado que fracasarais, ya que os atrevíais a ir por ahí con aires de grandeza. Y…
—No importa, Pitt —dijo Kaladin—. No fue culpa tuya. Puedes achacárselo a Sadeas.
—Supongo. —Pitt adoptó una expresión distante—. Nos dio una buena, ¿verdad, señor?
—Sí.
—Pero resulta que los hombres pueden volver a ser forjados. No se me habría ocurrido. —Pitt miró por encima del hombro—. Voy a tener que hacer esto para los otros muchachos del Puente Diecisiete, ¿no?
—Con ayuda de Teft, sí, pero esa es la esperanza —contestó Kaladin—. ¿Crees que podrás?
—Tendré que fingir que soy tú, señor —dijo Pitt. Sonrió y siguió su camino, cogió un cuenco de guiso y se reunió con los demás.
Estos cuarenta estarían preparados pronto, dispuestos a convertirse en sargentos de sus propias cuadrillas. La transformación había sucedido con más rapidez de lo que Kaladin esperaba. «Ah, maravilloso Teft —pensó—. Lo has conseguido».
¿Dónde estaba Teft, por cierto? Había estado con ellos en la patrulla, y había desaparecido. Kaladin miró por encima del hombro pero no lo vio; tal vez había ido a comprobar cómo estaban las otras cuadrillas. Vio a Roca alejando a un hombre larguirucho vestido con una túnica de fervoroso.
—¿Qué era eso? —preguntó Kaladin, alcanzando al comecuernos al pasar.
—Ese tipo —respondió Roca—. Sigue viniendo con su cuaderno. Quiere dibujar a los hombres del puente. ¡Ja! Porque somos famosos, ya ves.
Kaladin frunció el ceño. Extraño gesto para un fervoroso. Pero claro, todos los fervorosos eran extraños, en mayor o menor grado. Dejó que Roca regresara a su guiso y se apartó de la hoguera, disfrutando de la paz.
Todo estaba tranquilo allí en el campamento. Como si estuviera conteniendo la respiración.
—La patrulla parece que ha funcionado —dijo Sigzil, acercándose a él—. Estos hombres han cambiado.
—Es curioso lo que un par de días de marcha como unidad pueden hacerles a los soldados —dijo Kaladin—. ¿Has visto a Teft?
—No, señor —respondió Sigzil. Indicó la hoguera con un gesto—. Más vale que tomes algo de guiso. No tendremos mucho tiempo para charlar esta noche.
—Alta tormenta —advirtió Kaladin. Parecía demasiado pronto después de la última, pero las tormentas no eran siempre regulares, no como pensaba en ellas. Los predicetormentas tenían que hacer complejos cálculos matemáticos para predecirlas. El padre de Kaladin era aficionado a hacerlos.
Tal vez era eso lo que le pasaba. ¿De repente predecía las altas tormentas porque la noche parecía demasiado… algo?
«Estás imaginando cosas», pensó Kaladin. Superando su fatiga tras la larga marcha y la cabalgada, fue a buscar algo de guiso. Tendría que comer rápido: querría estar con los hombres que protegían a Dalinar y el rey durante la tormenta.
Los hombres de la patrulla lo vitorearon cuando llenó su cuenco.
Shallan estaba sentada en el bamboleante carromato y movía la mano sobre la esfera que tenía a su lado en el asiento, la tocó y dejó caer otra.
Tyn alzó una ceja.
—He oído el cambio.
—¡Redesecas! —exclamó Shallan—. Creí que lo tenía.
—¿Redesecas?
—Es una imprecación —explicó Shallan, ruborizándose—. La oí a los marineros.
—Shallan, ¿tienes la menor idea de lo que significa?
—Es algo de… ¿pesca? —aventuró Shallan—. ¿Que las redes están secas, tal vez? Suponía que no habían pescado nada, y que por eso era malo.
Tyn sonrió.
—Querida, me estoy esforzando al máximo para corromperte. Hasta entonces, creo que deberías evitar utilizar maldiciones de marineros. Por favor.
—De acuerdo. —Shallan pasó de nuevo la mano sobre la esfera, intercambiándolas—. ¡No ha sonado nada! ¿Has oído? O, más bien, ¿no has oído? ¡No ha hecho ningún ruido!
—Bien —dijo Tyn, sacando una pizca de una especie de sustancia musgosa. Empezó a frotarla entre sus dedos, y a Shallan le pareció que veía humo alzarse entre el musgo—. Vas progresando. También creo que tendríamos que pensar un modo de usar ese talento tuyo con el dibujo.
Shallan ya había pensado en ello. Cada vez eran más los desertores que le pedían dibujos.
—¿Has estado trabajando en los acentos? —preguntó Tyn con los ojos vidriosos mientras frotaba el musgo.
—En efecto, mi buena mujer —dijo Shallan con acento thayleño.
—Bien. Ya nos dedicaremos a la ropa cuando tengamos más recursos. Yo, desde luego, me voy a divertir mucho viendo qué cara pones cuando tengas que salir en público con esa mano tuya descubierta.
Inmediatamente, Shallan se llevó la mano segura al pecho.
—¿Qué?
—Ya te avisé de que vendrían cosas difíciles —dijo Tyn, sonriendo con malicia—. Al oeste de Marat, casi todas las mujeres van con ambas manos descubiertas. Si vas a ir a esos sitios y no quieres llamar la atención, tendrás que poder ir como ellas.
—¡Es indecoroso! —dijo Shallan, roja como la grana.
—Es solo una mano, Shallan. Tormentas, sí que sois recatados los vorin. Esa mano es exactamente igual que la otra.
—Muchas mujeres tienen pechos que no son mucho más pronunciados que los de los hombres —replicó Shallan—. ¡Y no por eso salen a la calle sin camisa, como haría un hombre!
—Lo cierto es que en algunas regiones de las islas Reshi y en Iri no es extraño ver a las mujeres desnudas de cintura para arriba. Hace calor allí. A nadie le importa. A mí me gusta.
Shallan se llevó las dos manos a la cara (una cubierta, la otra no), ocultando su rubor.
—Todo esto lo dices solo para provocarme.
—Sí —se mofó Tyn—. Así es. ¿Esta es la muchacha que engañó a toda una tropa de desertores y se hizo con nuestra caravana?
—No tuve que ir desnuda para hacerlo.
—Menos mal. ¿Sigues pensando que eres experimentada y mundana? Te sonrojas ante la mera mención de descubrir tu mano segura. ¿No ves lo difícil que va a ser que ejecutes cualquier tipo de timo productivo?
Shallan inspiró profundamente.
—Lo imagino.
—Enseñar la mano no será lo más duro que tengas que hacer —dijo Tyn, distante—. Ni por una brisa ni por un viento de tormenta. Yo…
—¿Qué? —preguntó Shallan.
Tyn negó con la cabeza.
—Ya hablaremos más adelante. ¿Puedes ver ya los campamentos de guerra?
Shallan se levantó en su asiento, protegiéndose los ojos contra el sol que se ponía por el oeste. Al norte vio una bruma. Cientos de hogueras (no, miles), absorbían la oscuridad del cielo. Contuvo la respiración.
—Hemos llegado.
—Ordena que acampemos para pasar la noche —dijo Tyn, sin cambiar su cómoda postura.
—Parece que solo estamos a unas horas de distancia —observó Shallan—. Podríamos apretar el paso…
—Y llegar después de que anochezca, y vernos obligados a acampar de todas formas —la interrumpió Tyn—. Mejor llegar descansados por la mañana. Confía en mí.
Shallan se sentó, llamó a uno de los trabajadores de la caravana, un joven que caminaba descalzo (sus callos debían ser terroríficos) junto a las carretas. Solo los mayores iban montados.
—Pregúntale al maestro Macob qué opina de pararnos aquí a pasar la noche —le dijo al joven.
Él asintió, luego echó a correr fila abajo, dejando atrás los lentos chulls.
—¿No te fías de mi valoración? —preguntó Tyn, divertida.
—Al maestro Macob no le gusta que le digan lo que tiene que hacer. Si detenernos es buena idea, quizás él lo sugiera. Parece una mejor forma de liderar.
Tyn cerró los ojos, el rostro hacia el cielo. Todavía tenía una mano en alto, frotando ausente el musgo entre sus dedos.
—Puede que tenga información para ti esta noche.
—¿Sobre qué?
—Tu patria. —Tyn entreabrió un ojo. Aunque su postura era perezosa, el ojo mostraba curiosidad.
—Muy bien —dijo Shallan, evasiva. Trataba de no hablar mucho de su tierra ni de su vida allí; tampoco le había hablado a Tyn de su viaje, ni del hundimiento del barco. Cuanto menos hablara de su pasado, menos probable era que Tyn advirtiera la verdad de su nueva estudiante.
«Es culpa suya por sacar conclusiones apresuradas sobre mí —pensó Shallan—. Además, ella es la que me está enseñando a fingir. No debería sentirme mal mintiéndole. Ella le miente a todo el mundo».
Pensarlo le hizo dar un respingo. Tyn tenía razón: Shallan era una ingenua. ¡No podía dejar de sentirse culpable por mentir, ni siquiera ante una timadora confesa!
—Esperaba más de ti —dijo Tyn, cerrando el ojo—. Visto lo visto.
Eso provocó a Shallan, que se agitó en su asiento.
—¿Visto lo visto qué? —preguntó por fin.
—Así que no lo sabes. Eso pensaba.
—Hay muchas cosas que no sé, Tyn —dijo Shallan, exasperada—. No sé construir una carreta, no sé hablar iriali, y desde luego no sé cómo impedir que seas una lata. Y no es que no haya intentado descubrir las tres cosas.
Tyn sonrió, con los ojos cerrados.
—Tu rey veden está muerto.
—¿Hanavanar? ¿Muerto? —Nunca había conocido al alto príncipe, mucho menos al rey. La monarquía era algo muy lejano. Descubrió que no le importaba especialmente—. Su hijo será el heredero, ¿entonces?
—Lo sería. Si no estuviera muerto también. Junto con seis de los altos príncipes de Jah Keved.
Shallan se quedó boquiabierta.
—Dicen que fue el Asesino de Blanco —dijo Tyn en voz baja, con los ojos todavía cerrados—. El shin que mató al rey alezi hace seis años.
Shallan se debatió con su confusión. Sus hermanos. ¿Estaban todos bien?
—Seis altos príncipes. ¿Cuáles? —Si supiera eso, podría tener noticias de cómo le iba a su principado.
—No lo sé con certeza —dijo Tyn—. Jal Mala y Evinor con toda seguridad, y probablemente Abrial. Algunos murieron en el ataque, otros antes, aunque la información es vaga. Conseguir cualquier tipo de información fiable en Vedenar hoy en día es difícil.
—Valam. ¿Vive aún? —Su propio alto príncipe.
—Los informes dicen que luchaba por la sucesión. Mis informadores me enviarán noticias esta noche a través de vinculacañas. Puede que entonces tenga algo para ti.
Shallan se sentó. ¿El rey muerto? ¿Una guerra de sucesión? ¡Padre Tormenta! ¿Cómo podría averiguar cómo estaba su familia y sus posesiones? No se encontraban cerca de la capital, pero si la guerra consumía al país entero, podía llegar incluso a las zonas más remotas. No era fácil contactar con sus hermanos. Había perdido su propia vinculacañas con el hundimiento del Placer del Viento.
—Cualquier información será agradecida —dijo Shallan—. Cualquiera.
—Ya veremos. Te avisaré.
Shallan se acomodó para asimilar esta información. «Ella sospechaba que no lo sabía, pero no me lo ha dicho hasta ahora». A Shallan le agradaba Tyn, pero tenía que recordar que la mujer tenía por oficio ocultar información. ¿Qué más sabía que no estaba compartiendo?
Por delante, el joven de la caravana rehízo la fila de carretas en movimiento. Cuando llegó a Shallan, se volvió y caminó junto a su vehículo.
—Macob dice que eres sabia al preguntar, y dice que probablemente deberíamos acampar aquí. Los campamentos tienen fronteras férreas, y no cree que nos dejen entrar durante la noche. Además, no está seguro de que podamos llegar a los campamentos antes de la tormenta.
A un lado, con los ojos todavía cerrados, Tyn sonrió.
—Acampamos, entonces —dijo Shallan.