La forma carnal se amansa, por amor a compartir;
dada a la vida, nos trae alegría.
Para encontrar esta forma, hay que preocuparse.
Uno debe emplear auténtica empatía.
De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa 5
—Ha pasado mucho tiempo —dijo Adolin, arrodillándose y contemplando su hoja esquirlada, cuya punta se hundía en el suelo de piedra. Estaba solo. Únicamente la espada y él en una de las nuevas salas preparatorias, construidas junto al coso de los duelos.
»Recuerdo cuando te gané —susurró Adolin, mirando su reflejo en la hoja—. Tampoco entonces me tomaron en serio. A Tinalar se le ocurrió retarme a duelo solo para avergonzar a mi padre. No obstante, conseguí su hoja.
Si hubiera perdido, habría tenido que entregarle a Tinalar su armadura, que había heredado de su familia materna. Adolin nunca le había puesto nombre a su hoja esquirlada. Algunos lo hacían, otros no. Pero a él no le había parecido adecuado; no porque pensara que la hoja no se merecía un nombre, sino porque consideraba que no sabía el adecuado. El arma había pertenecido a uno de los Caballeros Radiantes, hacía muchísimo tiempo. Ese hombre, sin duda, le había puesto nombre. Llamarla de otra manera parecía presuntuoso. Adolin pensaba así incluso antes de empezar a considerar de forma positiva a los Radiantes, como hacía su padre.
La hoja continuaría después de que Adolin muriera. No la poseía. Simplemente la tenía en préstamo durante un tiempo.
Su superficie era austeramente lisa, sinuosa como una anguila, con promontorios en la parte trasera como cristales crecientes. Su forma era como una versión más grande de una espada larga normal, pero guardaba cierto parecido con los enormes mandobles que había visto blandir a los comecuernos.
—Un auténtico duelo —susurró Adolin a su espada—. De verdad. Por fin. Se acabó ir de puntillas, se acabó limitarme.
La hoja esquirlada no respondió, pero Adolin imaginó que lo escuchaba. No se podía utilizar un arma como esa, un arma que parecía una extensión de la misma alma, y no sentir en ocasiones que estaba viva.
—Hablo muy confiado con todo el mundo, desde que sé que confían en mí —prosiguió Adolin—. Pero si pierdo hoy, se acabó. No más duelos, y un grave obstáculo en el gran plan de mi padre.
Oía a la gente en el exterior. El rumor de los pasos, el zumbido de las charlas. Roces en la piedra. Habían acudido. Querían ver cómo vencía Adolin o era humillado.
—Este podría ser nuestro último combate juntos —añadió—. Agradezco lo que has hecho por mí. Sé que lo habrías hecho por cualquiera que te blandiese, pero de todas formas te doy las gracias. Yo… quiero que lo sepas: creo en mi padre. Creo que tiene razón, creo que las cosas que ve son reales. Que el mundo necesita un Alezkar unido. Y precisamente para conseguir que eso suceda, emprendo combates como este.
Adolin y su padre no eran políticos, sino soldados. Dalinar lo era por elección; Adolin, por las circunstancias. No podrían conseguir un reino unificado conversando. Tendrían que hacerlo por medio de la lucha.
Adolin se levantó, se palpó el bolsillo, redujo su espada a bruma y cruzó la pequeña cámara. Las paredes de piedra del estrecho pasadizo en el que entró estaban cubiertas de bajorrelieves que mostraban las diez posiciones básicas de la esgrima. Las habían tallado en otra parte, luego las colocaron allí al construir el edificio: una adición reciente para sustituir las tiendas donde antes habían tenido lugar los preparativos ante los duelos.
Posición de viento, posición de piedra, posición de fuego… Había un bajorrelieve, junto a la pose descrita, de cada una de las Diez Esencias. Adolin las fue contando al pasar. Este pequeño túnel había sido tallado en la piedra del mismo coso y terminaba en una pequeña habitación abierta en la roca. La brillante luz de la zona de duelo asomaba en los bordes del último par de puertas que se encontraban entre su oponente y él.
Con una estancia adecuada para meditar además de esa sala para que los contendientes se pusieran la armadura o se retiraran entre asaltos, la zona de duelos de los campamentos de guerra empezaba a ser tan adecuada como las que había en Alezkar. Algo digno de agradecer.
Adolin entró en la sala, donde esperaban su hermano y su tía. Padre Tormenta, le sudaban las manos. No se sentía tan nervioso cuando cabalgaba a la batalla, cuando su vida corría auténtico peligro.
La tía Navani había terminado una glifoguarda. Se apartó del pedestal, hizo a un lado su pincel y alzó la guarda para que él la viera. Estaba pintada de rojo brillante sobre lienzo blanco.
—¿Victoria? —aventuró.
Navani bajó el lienzo y lo miró levantando una ceja.
—¿Qué? —dijo Adolin mientras sus auxiliares entraban con las piezas de su armadura esquirlada.
—Dice «seguridad y gloria» —respondió Navani—. Tampoco te pasaría nada malo porque aprendieras unos cuantos glifos, Adolin.
Él se encogió de hombros.
—Nunca me ha parecido importante.
—Sí, bueno —dijo Navani, doblando reverentemente la plegaria y colocándola en un brasero para quemarla—. Esperemos que con el tiempo tengas una esposa que haga esto por ti. Tanto leer glifos como crearlos.
Adolin inclinó la cabeza, como era adecuado mientras ardía la plegaria. Pailiah sabía que no era momento de ofender al Todopoderoso. Sin embargo, cuando terminó, miró a Navani.
—¿Alguna noticia del barco?
Esperaban noticias de Jasnah cuando llegara a las Criptas Huecas, pero no se había producido ninguna. Navani había comprobado en la oficina del práctico del puerto de aquella lejana ciudad. Dijeron que el Placer del Viento no había llegado nunca. Hacía ya una semana.
Navani hizo un gesto de calma con la mano.
—Jasnah iba en ese barco.
—Lo sé, tía —dijo Adolin, arrastrando los pies con inquietud. ¿Qué había sucedido? ¿Había sido alcanzada la nave por una alta tormenta? ¿Qué había pasado con aquella mujer con la que Adolin iba a casarse, si Jasnah se salía con la suya?
—Si el barco se retrasa, será porque Jasnah anda metida en algo —dijo Navani—. Tranquilo. Tendremos noticias de ella dentro de unas semanas, exigiendo alguna tarea o alguna información. Tendré que sonsacarle por qué ha desaparecido. Ojalá Battah concediera a esa muchacha algo de sentido que acompañara a su inteligencia.
Adolin no insistió. Navani conocía a Jasnah mejor que nadie. Pero… estaba preocupado por ella, y sintió el súbito temor de no llegar a conocer a la joven Shallan cuando se esperaba. Naturalmente, no era probable que el compromiso por conveniencia funcionara, aunque una parte de él deseaba que así fuera. Dejar que otros eligieran por él tenía un extraño atractivo, considerando cuánto lo había maldecido Danlan cuando rompió su relación.
Danlan seguía siendo una de las escribas de su padre, así que la veía de vez en cuando. Más miradas. Pero, tormentas, no había sido culpa suya. Las cosas que ella había contado a sus amigas…
Un armero le llevó las botas y Adolin se colocó sobre ellas, sintiendo que encajaban en su sitio. Los armeros fijaron rápidamente las grebas y luego fueron ascendiendo, cubriéndolo de ligerísimo metal. Pronto lo único que faltó fueron los guanteletes y el yelmo. Adolin se arrodilló y metió las manos en los guanteletes que había a su lado, con los dedos en la posición adecuada. A su extraño modo, la armadura esquirlada se cerraba sola, como una anguila aérea que se enroscaba sobre su rata, tensándose cómodamente en torno a sus muñecas.
Adolin se dio la vuelta y extendió la mano para que el último armero le entregara el yelmo. Era Renarin.
—¿Has comido pollo? —preguntó Renarin mientras Adolin cogía el yelmo.
—En el desayuno.
—¿Y has hablado con la espada?
—Toda una conversación.
—¿Llevas la cadena de nuestra madre en el bolsillo?
—Lo he comprobado tres veces.
Navani cruzó los brazos.
—¿Todavía seguís con esas estúpidas supersticiones?
Ambos hermanos la miraron bruscamente.
—No son supersticiones —dijo Adolin.
—Es solo buena suerte —explicó Renarin al mismo tiempo.
Ella puso los ojos en blanco.
—Hace mucho tiempo que no libro un duelo formal —añadió Adolin, poniéndose el yelmo con la visera abierta—. No quiero que nada salga mal.
—Tonterías —insistió Navani—. Confiad en el Todopoderoso y los Heraldos, no en que hayas tomado o no la comida adecuada antes del duelo. Tormentas. Lo próximo será que creas en las Pasiones.
Adolin intercambió una mirada con Renarin. Sus pequeñas tradiciones probablemente no le ayudarían a ganar, pero bueno, ¿por qué arriesgarse? Cada duelista tenía sus manías. Las suyas todavía no le habían fallado.
—A nuestros guardias no les hace gracia esto —dijo Renarin en voz baja—. No paran de hablar de lo difícil que va a ser protegerte cuando todo el mundo te ataque con una hoja esquirlada.
Adolin se cerró la visera. Se nubló por los lados mientras encajaba en su sitio, se volvió translúcida y le ofreció una visión plena de la habitación. Adolin sonrió, plenamente consciente de que Renarin no le veía la cara.
—Lamento mucho negarles la oportunidad de hacerme de niñeras.
—¿Por qué disfrutas atormentándolos?
—No me gustan los escoltas.
—Has tenido guardias antes.
—En el campo de batalla —adujo Adolin. Otra cosa distinta era que lo siguieran a todas partes.
—Hay más. No me mientas, hermano. Te conozco demasiado bien.
Adolin escrutó a su hermano, cuyos ojos eran tan formales tras las gafas. El muchacho era demasiado solemne.
—No me gusta su capitán —admitió Adolin.
—¿Por qué? Le salvó la vida a nuestro padre.
—Me molesta. —Adolin se encogió de hombros—. Hay algo en él que no me encaja, Renarin. No me fío.
—Creo que no te gusta que desobedeciera tus órdenes en el campo de batalla.
—Casi no recuerdo eso —aseguró Adolin, avanzando hacia la puerta.
—Bueno, muy bien. Adelante. Ah, y otra cosa.
—¿Sí?
—Intenta no perder.
Adolin abrió las puertas y salió a la arena. Había estado allí antes, usando la excusa de que, aunque los Códigos de Guerra alezi prohibían los duelos entre oficiales, tenía que practicar sus habilidades.
Para aplacar a su padre, Adolin había evitado los retos importantes: duelos por conseguir campeonatos o esquirlas. No se había atrevido a arriesgar su espada y su armadura. Pero la situación había cambiado.
El aire era invernal, pero el sol brillaba en el cielo. Su respiración sonó contra la placa del yelmo y sus pies crujieron en la arena. Comprobó si su padre estaba entre el público. Así era. Al igual que el rey.
Sadeas no había acudido. Mejor. Su presencia podría haber distraído a Adolin con recuerdos de una de las últimas ocasiones en que Sadeas y Dalinar habían sido amigos y se habían sentado juntos en aquellas gradas de piedra para verlo batirse en duelo. ¿Planeaba Sadeas su traición incluso entonces, mientras se reía y charlaba con su padre como si fueran viejos amigos?
«Concéntrate». Ese día su contrincante no era Sadeas, aunque en un futuro… En un futuro no muy lejano se enfrentaría a ese hombre precisamente allí. Era el propósito de todos sus actos.
De momento tendría que contentarse con Salinor, uno de los portadores de esquirlada de Thanadal. El hombre solo tenía la espada, aunque había podido conseguir prestada la armadura del rey para poder enfrentarse a un portador completo.
Salinor se hallaba al otro lado del ruedo, ataviado con la armadura gris pizarra, sin adornos, esperando a que la alta jueza (la brillante Istow) indicara el comienzo del duelo. Ese enfrentamiento era, en cierto modo, un insulto para Adolin. Para que Salinor accediera a batirse, aquel se había visto obligado a apostar su armadura y su espada contra la espada de este. Como si Adolin no fuera digno y tuviera que ofrecer más posibles botines para que su contrincante se dignara aceptar el enfrentamiento.
Como era de esperar, el coso estaba repleto de ojos claros. Aunque se especulaba que Adolin había perdido su antiguo mordiente, los duelos por esquirlas eran extremadamente poco frecuentes. Este sería el primero en más de un año.
—¡Invocad las hojas! —ordenó Istow.
Adolin extendió la mano a un lado. La hoja apareció en su puño diez latidos más tarde, un momento antes que la de su oponente. El corazón de Adolin latía más rápido que el de Salinor. Tal vez esto significaba que su contrincante no estaba asustado, y lo subestimaba.
Adolin adoptó la posición de viento, con los hombros encogidos, vuelto hacia un lado, y la punta de la espada hacia atrás. Su oponente eligió la posición de fuego, con la espada en una mano, la otra tocando la hoja y los pies separados. Las posiciones eran más una filosofía que un conjunto de movimientos preestablecidos. La de viento era fluida, extensa y majestuosa. La de fuego resultaba rápida y flexible, más adecuada para hojas esquirladas más cortas.
Adolin estaba familiarizado con la posición de viento. Le había servido bien a lo largo de su carrera. Pero ese día no le pareció bien.
«Estamos en guerra —pensó mientras Salinor avanzaba poco a poco, con intención de ponerlo a prueba—. Y todos los ojos claros de este ejército son reclutas novatos».
No era momento de ofrecer un espectáculo. Era el momento de dar una paliza.
Mientras Salinor se acercaba para descargar un golpe cauteloso con el propósito de medir a su oponente, Adolin se volvió y adoptó la posición de hierro, con la espada sujeta con las dos manos por encima de la cabeza. Paró el primer golpe de su contrincante, luego avanzó y descargó su espada contra el yelmo del otro hombre. Una, dos, tres veces. Salinor trató de parar los golpes, pero obviamente el ataque de Adolin lo había sorprendido, y dos de los golpes encontraron su objetivo.
Salinor soltó su espada (una debilidad de la posición de fuego, que obligaba a una postura con una sola mano) y esta se desvaneció en la bruma. Adolin avanzó hacia el hombre y descartó su propia espada, luego descargó una patada en el yelmo de Salinor. La pieza de la armadura explotó en trocitos derretidos, revelando un rostro aturdido y lleno de pánico.
Acto seguido Adolin golpeó el peto con el talón. Aunque Salinor trató de sujetarle el pie, Adolin golpeó sin piedad hasta que también el peto se quebró.
—¡Alto! ¡Alto!
Adolin se detuvo, pisó junto a la cabeza de Salinor, y alzó la cabeza para mirar a la jueza. La mujer estaba de pie en su palco, con el semblante airado.
—¡Adolin Kholin! —gritó con furia—. ¡Esto es un duelo, no un combate!
—¿He quebrantado alguna regla? —replicó Adolin.
Silencio. Entonces, a través del latido que atronaba en sus oídos, advirtió que toda la multitud se había quedado callada. Podía oír su respiración.
—¿He quebrantado alguna regla? —preguntó de nuevo.
—Un duelo no se…
—Entonces he ganado —dijo Adolin.
La mujer estaba irritada.
—Este duelo era a tres piezas rotas de armadura. Solo has roto dos.
Adolin miró al sorprendido Salinor. Entonces extendió la mano, le arrancó la hombrera y la aplastó entre sus puños.
—Hecho.
Se produjo un silencio aturdido. Adolin se arrodilló junto a su oponente.
—Tu hoja.
Salinor trató de incorporarse, pero sin el peto, hacerlo era muy difícil. Su armadura no funcionaba bien, y tendría que rodar de lado para ponerse en pie. Podría hacerlo, pero obviamente no tenía suficiente experiencia con la armadura para ejecutar semejante maniobra. Adolin lo agarró por el hombro y lo empujó contra el suelo.
—Has perdido —gruñó Adolin.
—¡Has hecho trampa! —farfulló Salinor.
—¿Cómo?
—¡No sé cómo! Es que… Se supone que no…
Se calló mientras Adolin colocaba cuidadosamente una mano enguantada contra su cuello. Salinor abrió los ojos como platos.
—No lo harás.
Los miedospren brotaron de la arena a su alrededor.
—Mi premio —dijo Adolin, sintiéndose repentinamente exhausto. La Emoción se desvaneció. Tormentas, nunca se había sentido antes así en un duelo.
La hoja de Salinor apareció en su mano.
—El veredicto —dijo la alta jueza, reacia— es a favor de Adolin Kholin, el vencedor. Salinor Eved pierde su esquirlada.
El vencido dejó que la hoja le resbalara entre los dedos. Adolin la cogió y se arrodilló ante su oponente, sujetando el arma con la empuñadura hacia el hombre.
—Rompe el vínculo.
Salinor vaciló antes de tocar el rubí engarzado en la empuñadura del arma. La gema destelló. El vínculo se había roto.
Adolin se levantó, extrajo el rubí y lo aplastó en su mano enguantada. No era un gesto necesario, pero resultaba un símbolo agradable. Por fin la multitud rompió el silencio en una exclamación frenética. Habían acudido a por el espectáculo y en cambio les habían ofrecido brutalidad. Bueno, así eran a menudo las cosas en la guerra. Era bueno que lo vieran, supuso, aunque mientras volvía a la sala de espera se sintió inseguro. Lo que había hecho era una temeridad. ¿Descartar su hoja? ¿Ponerse en una situación en la que el enemigo podría haberle sujetado los pies?
Adolin entró en la sala y Renarin lo miró con los ojos abiertos de par en par.
—Ha sido increíble —dijo su hermano menor—. ¡Debe de haber sido el duelo por esquirladas más breve de la historia! ¡Estuviste sorprendente, Adolin!
—Yo… Gracias. —Tendió hacia Renarin la hoja esquirlada de Salinor—. Un regalo.
—Adolin, ¿estás seguro? Quiero decir, no soy precisamente el mejor con la armadura que ya tengo.
—Podrías serlo con el equipo completo. Acéptala.
Renarin pareció vacilar.
—Acéptala —repitió Adolin.
Renarin accedió a regañadientes. Hizo una mueca. Adolin sacudió la cabeza y se sentó en uno de los bancos reforzados para poder sostener a un portador de esquirlada. Navani entró en la habitación, tras bajar de las gradas.
—Lo que hiciste no habría salido bien con un oponente más experimentado —señaló.
—Lo sé —contestó Adolin.
—Entonces, fue una estrategia sabia —dijo Navani—. Ocultaste tu verdadera habilidad. La gente puede pensar que ganaste con un truco, una lucha callejera en vez de un duelo adecuado. Tal vez sigan subestimándote. Puedo aprovecharlo para conseguirte más duelos.
Adolin asintió, fingiendo que lo había hecho por eso.