También ellos, cuando dispusieron sus gobiernos según la naturaleza de cada vínculo, lo llamaron el vínculo Nahel, refiriéndose a su efecto sobre las almas de los que fueron capturados en su tenaza; en esta descripción, cada uno estaba relacionado con los vínculos que dirigen al propio Roshar, diez potencias, nombradas por turno y dos por cada orden: a esta luz, se observa que cada orden compartiría por necesidad una potencia con cada una de sus vecinas.

De Palabras radiantes, capítulo 8, página 6

Adolin soltó su hoja esquirlada.

Empuñar las armas era mucho más que practicar las posiciones y acostumbrarse al manejo de la espada, siempre demasiado ligera. Un maestro de la espada aprendía a sacar el máximo partido del vínculo que lo unía a ella. Aprendía a ordenarle a permanecer en un sitio después de haberla soltado, y a invocarla de nuevo para recuperarla de las manos de quien se la hubiera apropiado. Aprendía que hombre y espada eran, en cierto modo, uno. El arma se convertía en una pieza del alma de su portador.

Adolin había aprendido a controlar su hoja de esta forma. Casi siempre. Ese día, el arma se desintegró casi inmediatamente después de dejar sus dedos.

La larga hoja plateada se convirtió en vapor blanco, manteniendo su forma solo durante un breve instante, como un anillo de humo, antes de explotar en una vaharada de retorcidas vetas blancas. Adolin gruñó de frustración, caminó de un lado a otro por la meseta, y extendió la mano a un lado mientras volvía a invocar el arma. Diez latidos. En ocasiones, parecía una eternidad.

Llevaba la armadura esquirlada sin el yelmo, que había dejado en una roca cercana, de modo que su pelo se agitaba con la brisa de la mañana. Necesitaba la armadura: su hombro y su costado izquierdos eran una masa de cardenales. Todavía le dolía la cabeza después de habérsela golpeado contra el suelo durante el ataque del asesino de la noche pasada. Sin la armadura esquirlada, hoy no estaría tan ágil.

Además, necesitaba su fuerza. No dejaba de mirar por encima del hombro, esperando que el asesino estuviera allí. Había permanecido despierto toda la noche, sentado en el suelo ante la habitación de su padre, con la armadura esquirlada puesta, con los brazos cruzados sobre las rodillas, masticando corteza rugosa para permanecer despierto.

En una ocasión lo habían pillado sin la armadura. Nunca más.

«¿Y qué harás? —pensó mientras su hoja esquirlada volvía a aparecer—. ¿Llevarla puesta todo el tiempo?».

La parte de Adolin que hacía esas preguntas era racional. Sin embargo, en ese momento no quería ser racional.

Sacudió la condensación de la hoja, luego la giró y la lanzó, transmitiendo las órdenes mentales que le dirían que aguantara. Una vez más, el arma se convirtió en bruma momentos después de abandonar sus dedos. Ni siquiera cruzó la mitad de la distancia hasta la formación rocosa a la que había apuntado.

¿Qué le sucedía? Hacía ya años que dominaba la hoja. Cierto, no practicaba desde hacía tiempo el lanzamiento, pues esas técnicas estaban prohibidas en los duelos y ni siquiera se le había ocurrido que necesitara utilizar la maniobra. Pero claro, eso fue antes de quedar atrapado en el techo de un pasillo, incapaz de enfrentarse adecuadamente a un asesino.

Adolin se acercó al borde de la meseta, contemplando la irregular extensión de las Llanuras Quebradas. Tres guardias lo vigilaban de cerca. Ridículo. ¿Qué harían tres hombres del puente si regresaba el Asesino de Blanco?

«Kaladin valió de algo en el ataque —pensó Adolin—. Más que tú». Aquel hombre había sido sospechosamente efectivo.

Renarin decía que Adolin se mostraba injusto con el capitán de los hombres del puente, pero había algo extraño en él. Más que su actitud, era su forma de hablar, como si estuviera haciéndole un favor a su interlocutor. Y la forma en que parecía tan decididamente melancólico respecto a todo, furioso con el mundo mismo. Era desagradable, sin duda, pero Adolin había conocido a un montón de gente desagradable.

Kaladin era extraño. Por algún motivo que Adolin no acertaba a explicar.

Bueno, pese a todo, los hombres de Kaladin cumplían con su deber. No tenía sentido tratarlos mal, así que les dirigió una sonrisa.

La hoja esquirlada cayó de nuevo en sus dedos, demasiado liviana para su tamaño. Siempre había sentido cierta fuerza cuando la empuñaba; jamás se había visto indefenso. Incluso rodeado por los parshendi, incluso cuando estaba seguro de que iba a morir, había sentido ese poder.

¿Dónde había quedado esa sensación?

Se dio media vuelta y lanzó el arma, concentrándose como le había enseñado Zahel hacía años, enviando una instrucción directa a la hoja, imaginando lo que necesitaba que hiciera. Aguantó, girando sobre sí, destellando en el aire. Se hundió hasta la empuñadura en la piedra de la formación rocosa. Adolin soltó el aliento que había estado conteniendo. Por fin. Liberó la espada, que se convirtió en bruma que brotaba como un río diminuto del agujero abierto en la piedra.

—Venid —le dijo a sus guardaespaldas. Recogió el yelmo de la roca y se encaminó hacia el cercano campamento. Como cabría esperar, el borde del cráter que formaba la muralla del campamento estaba más erosionado allí, en el este. El campamento se había extendido como el contenido de un huevo de tortuga roto y, a lo largo de los años, incluso había empezado a ocupar las mesetas contiguas.

De aquella zona de la civilización emergió una procesión extrañísima. La congregación de fervorosos cantaba al unísono, rodeando a los parshmenios que llevaban grandes varas en alto, erguidas como lanzas. Entre aquellas varas titilaban mantos de seda, de unos cuarenta palmos de ancho, que ondulaban con la brisa e impedían ver lo que había en el centro.

¿Moldeadores de almas? Por lo general no salían durante el día.

—Esperad aquí —les dijo a sus guardaespaldas, y echó a correr hacia los fervorosos.

Los tres hombres del puente obedecieron. Si Kaladin hubiera estado con ellos, habría insistido en seguirlo. Tal vez la manera en que aquel tipo actuaba era resultado de su extraña situación. ¿Por qué había puesto su padre a un soldado ojos oscuros fuera de la estructura de mando? Adolin estaba a favor de tratar a los hombres con respeto y honor sin importar el color de sus ojos, pero el Todopoderoso había puesto a determinados hombres al mando y a otros a sus órdenes. Ese era el orden natural de las cosas, y punto.

Los parshmenios que llevaban las varas lo vieron llegar y bajaron la mirada. Los fervorosos lo dejaron pasar, aunque parecían incómodos. Adolin podía ver a los moldeadores de almas, pero visitarlos era irregular.

Dentro de la sala de seda temporal, Adolin encontró a Kadash —uno de los fervorosos más destacados, quien en otros tiempos había sido soldado, como podía comprobarse por las cicatrices que tenía en la cabeza—, hablando con otros fervorosos ataviados con túnicas color rojo sangre.

Moldeadores de almas. Era la palabra para la gente que realizaba ese arte y los fabriales que empleaban. Kadash no era uno de ellos: llevaba túnica gris y no roja, la cabeza afeitada, y el rostro enmarcado por una barba cuadrada. Advirtió a Adolin, vaciló brevemente, y luego inclinó la cabeza en gesto de respeto. Como todos los fervorosos, Kadash era técnicamente un esclavo.

Eso también podía aplicarse a los cinco moldeadores de almas. Cada uno de ellos estaba de pie con la mano en el pecho, mostrando un chispeante fabrial en el dorso de la mano. Una de los fervorosos miró a Adolin. Padre Tormenta, aquella mirada no era completamente humana, ya no. El uso prolongado del moldeador de almas le había transformado los ojos, que ahora chispeaban como gemas con su propia luz. La piel de la mujer se había endurecido hasta convertirse en algo parecido a una piedra, lisa, con finas grietas. Era como si la persona fuera una estatua viviente.

Kadash corrió hacia Adolin.

—Brillante señor —dijo—, no había advertido que venías a supervisar.

—No estoy aquí para supervisar —respondió Adolin, mirando con incomodidad a los moldeadores de almas—. Simplemente, me sorprende. ¿No soléis hacer esto de noche?

—Ya no podemos permitirnos hacerlo así, brillante —explicó Kadash—. Se piden demasiadas cosas a los moldeadores de almas. Edificios, comida, eliminación de residuos… Para abarcarlo todo, tendremos que empezar a formar a múltiples fervorosos en cada fabrial, para que luego trabajen por turnos. Tu padre lo aprobó a principios de esta semana.

Esto atrajo las miradas de varios de los fervorosos de túnica roja. ¿Qué les parecía que otros se entrenaran con sus fabriales? Sus rostros eran inexpresivos.

—Comprendo —dijo Adolin. «Tormentas, confiamos mucho en estas cosas». Todos hablaban de las hojas y armaduras esquirladas, y de sus ventajas en el combate. Pero en realidad eran estos extraños fabriales (y el alimento que creaban) lo que había permitido que la guerra siguiera adelante como lo había hecho.

—¿Podemos continuar, brillante? —preguntó Kadash.

Cuando Adolin asintió, Kadash regresó con los otros cinco y dio unas breves órdenes. Habló con rapidez, nervioso. Era extraño ver eso en Kadash, por lo general tan plácido e imperturbable. Los moldeadores de almas tenían ese efecto en todo el mundo.

Los cinco empezaron a cantar en voz baja, en armonía con los fervorosos de fuera. Los cinco avanzaron y alzaron sus manos en una línea, y Adolin descubrió que tenía el rostro cubierto de sudor, un sudor que helaba el viento que conseguía colarse por las paredes de seda.

Al principio no hubo nada. Y luego, piedra.

A Adolin le pareció ver un atisbo de bruma formándose, igual que el momento en que aparecía una hoja esquirlada, mientras una enorme muralla cobraba vida. El viento sopló hacia dentro, como absorbido por aquella roca que se materializaba, haciendo que la tela se agitara violentamente, sacudiéndose y ondeando en el aire. ¿Por qué debería el viento soplar hacia dentro? ¿No debería haber soplado hacia fuera por la roca que lo desplazaba?

La gran barrera bordeó la tela a cada lado, haciendo que las pantallas de seda se hincharan hacia fuera y se alzaran al aire.

—Necesitaremos varas más altas —murmuró Kadash para sí.

La muralla de piedra tenía la misma función que los barracones, pero esta era una forma nueva: plana por el lado que daba a los campamentos de guerra e inclinada por el otro, como una cuña. Adolin lo reconoció como algo que su padre llevaba meses intentando construir.

—¡Un rompevientos! —exclamó—. Es maravilloso, Kadash.

—Sí, bueno, parece que a tu padre le gustó la propuesta. Con unas cuantas docenas de estos, las cuadrillas de constructores podrán expandirse a toda la meseta sin temor a las altas tormentas.

Eso no era completamente cierto. Siempre había que preocuparse por las altas tormentas, ya que podían levantar peñascos y soplar lo bastante fuerte para arrancar los edificios de sus cimientos. Pero un rompevientos bueno y sólido sería una bendición del Poderoso allí, en las tierras de tormentas.

Los moldeadores de almas se retiraron sin hablar con los demás fervorosos. Los parshmenios se esforzaron en seguirlos, los que estaban a un lado de la barrera corrieron con su seda y abrieron la parte trasera para dejar que un nuevo rompevientos saliera del recinto. Pasaron ante Adolin y Kadash, dejándolos en la meseta a la sombra de la nueva y enorme estructura de piedra.

La muralla de seda se alzó, bloqueando la visión de los moldeadores de almas. Justo antes de hacerlo, Adolin reparó en las manos de uno de ellos. El brillo del fabrial había desaparecido. Probablemente, una o más de las gemas que tenía dentro se habían roto.

—Sigue pareciéndome increíble —dijo Kadash, contemplando la barrera de piedra—. Incluso después de todos estos años. Si necesitábamos pruebas de la intervención del Todopoderoso en nuestras vidas, esta lo es. —Unos cuantos glorispren aparecieron a su alrededor, dorados, trazando vueltas.

—Los Radiantes podían moldear almas, ¿no? —preguntó Adolin.

—Está escrito que podían —dijo Kadash con cuidado. La Traición (el término aplicado al abandono de la humanidad por parte de los Radiantes) a menudo era considerado un fracaso del vorinismo como religión. La manera en que la Iglesia trató de hacerse con el poder en los siglos que siguieron era aún más vergonzosa.

—¿Qué más podían hacer los Radiantes? —preguntó Adolin—. Tenían poderes extraños, ¿verdad?

—No he leído mucho sobre el tema, brillante —respondió Kadash—. Quizá debería pasar más tiempo estudiándolos, aunque solo sea para recordar los males del orgullo. Me aseguraré de hacerlo, brillante, para seguir siendo fiel y recordar cuál es el sitio adecuado de todos los fervorosos.

—Kadash —dijo Adolin, viendo retirarse la titilante procesión de seda—. Ahora mismo necesito información, no humildad. El Asesino de Blanco ha regresado.

Kadash se quedó boquiabierto.

—¿Los disturbios de anoche en el palacio? ¿Son ciertos los rumores?

—Sí.

No tenía sentido ocultarlo. Su padre y el rey se lo habían contado a los altos príncipes, y estaban pensando en cómo comunicárselo a todos los demás.

Adolin miró al fervoroso a los ojos.

—Ese asesino andaba por las paredes, como si el tirón de la tierra no fuera nada para él. Cayó treinta metros sin herirse. Era como un Portador del Vacío, la muerte hecha forma. Así que vuelvo a preguntarte. ¿Qué podían hacer los Radiantes? ¿Tenían habilidades como estas?

—Esas y más, brillante —susurró Kadash, pálido—. Hablé con algunos de los soldados que sobrevivieron a aquella primera, y terrible, noche en que mataron al antiguo rey. Creí que las cosas que dijeron haber visto eran el resultado del trauma…

—Necesito saberlo —dijo Adolin—. Investígalo. Lee. Dime qué podría ser capaz de hacer esa criatura. Tenemos que aprender a combatirlo. Porque regresará.

—Sí —respondió Kadash, visiblemente aturdido—. Pero… ¿Adolin? Si lo que dices es cierto… ¡Tormentas! Podría significar que los Radiantes no están muertos.

—Lo sé.

—El Todopoderoso nos proteja —susurró Kadash.

A Navani Kholin le encantaban los campamentos de guerra. En las ciudades normales, todo resultaba demasiado desordenado. Las tiendas estaban donde no encajaban, las calles se negaban a extenderse en línea recta.

Los militares, en cambio, valoraban el orden y la racionalidad: al menos, los mejores de ellos lo hacían. Sus campamentos lo reflejaban. Los barracones se encontraban alineados en filas ordenadas, y los comercios se confinaban a los mercados y no se hallaban en cada esquina. Desde su torre de observación, Navani podía ver gran parte del campamento de Dalinar. «Tan ordenado, tan bien pensado».

Esta era la marca de la humanidad: coger el mundo salvaje y desorganizado y convertirlo en algo lógico. Todo resultaba mucho más útil cuando estaba en su sitio, cuando resultaba fácil encontrar la persona o la cosa que necesitabas. La creatividad requería esas cosas.

Una planificación cuidadosa era, de hecho, el agua que nutría la innovación.

Inspiró profundamente y se volvió hacia la zona de ingeniería, que dominaba la sección oriental del campamento de Dalinar.

—¡Muy bien, todo el mundo! —exclamó—. ¡Vamos a intentarlo!

Esta prueba había sido planeada mucho antes del ataque del asesino, y ella había decidido seguir adelante. ¿Qué otra cosa iba a hacer? ¿Quedarse sentada y preocuparse?

Los terrenos de más abajo se convirtieron en un hervidero de actividad. Su plataforma de observación tenía unos siete metros y medio de altura, y le ofrecía una buena perspectiva de la zona de ingeniería. La acompañaba una docena de fervorosos y eruditos, e incluso Matain y unos cuantos predicetormentas. Seguía sin estar segura de qué pensar de esta gente: se pasaban demasiado tiempo hablando de numerología y leyendo los vientos, unas habilidades que llamaban ciencia en un intento de evitar las prohibiciones vorin respecto a la predicción del futuro. Habían ofrecido su útil sabiduría de vez en cuando. Ella los había invitado por ese motivo… y porque quería vigilarlos de cerca.

El objeto de su atención, y el sujeto de la prueba de ese día, era una gran plataforma circular en el centro de los terrenos de ingeniería. La estructura de madera parecía la parte superior de una torre de asalto que hubieran cortado y colocado en el suelo. La rodeaban unas almenas donde habían dispuesto muñecos, como los que utilizaban los soldados para las prácticas de tiro con arco. Junto a aquella plataforma había una alta torre de madera con un andamiaje por los lados. Los trabajadores subían y bajaban por allí, comprobando que todo funcionara.

—Tendrías que leer esto, Navani —dijo Rushu, examinando un informe. La joven era fervorosa y no tenía ningún derecho a estar en posesión de unas pestañas tan sensuales ni de unos rasgos delicados. Se había unido al fervor para evitar las insinuaciones de los hombres. Una decisión poco acertada, teniendo en cuenta el entusiasmo con que los varones fervorosos se mostraban dispuestos a trabajar con ella. Por fortuna, también era inteligente. Y Navani siempre podía encontrar utilidad para una persona inteligente.

—Lo leeré más tarde —replicó Navani en un tono de ligero reproche—. Ahora tenemos trabajo, Rushu.

—… cambió incluso cuando estaba en la otra habitación —murmuró Rushu, pasando a otra página—. Repetible y medible. Solo llamaspren de momento, pero con tantas aplicaciones potenciales…

—Rushu —dijo Navani, con un poco más de firmeza esta vez—. ¿La prueba?

—¡Oh! Lo siento, brillante. —La mujer guardó las páginas dobladas en un bolsillo de su túnica antes de pasarse la mano por la cabeza rapada, frunciendo el ceño—. Navani, ¿te has preguntado alguna vez por qué el Todopoderoso concedió barba a los hombres y no a las mujeres? Y ya puestos, ¿por qué consideramos femenino que las mujeres lleven el pelo largo? ¿No debería ser eso una tendencia masculina? Muchos de ellos tienen de sobra, ¿no?

—Concéntrate, muchacha —advirtió Navani—. Quiero que estés atenta cuando tenga lugar la prueba. —Se volvió hacia los demás—. Eso va para todos vosotros. ¡Si esta cosa vuelve a caerse al suelo, no quiero perder otra semana intentando descubrir qué ha salido mal!

Los otros asintieron y Navani notó que empezaba a emocionarse, olvidando por fin parte de la tensión del ataque de la noche. Repasó mentalmente los protocolos de la prueba. La gente alejada de los lugares de peligro… Los fervorosos en las diversas plataformas cercanas, observando intensamente con plumas y papel para anotarlo todo… Las piedras infusas…

Lo habían hecho y repasado todo tres veces. Dio un paso hacia la parte delantera de su plataforma, se agarró con fuerza a la barandilla con la mano libre y la mano segura enguantada, y bendijo al Todopoderoso por lo útiles que resultaban los proyectos fabriles para acaparar los pensamientos. Había usado este al principio para distraerse y no pensar en Jasnah, aunque acabó por convencerse de que su hija estaría bien. Cierto, los informes decían que el navío se había perdido con todos los pasajeros, pero no era la primera vez que el desastre golpeaba a Jasnah. Su hija jugaba con el peligro como un niño con un cremlino cautivo, y siempre salía bien librada.

Sin embargo, el regreso del asesino… Oh, Padre Tormenta. Si se llevaba a Dalinar como había hecho con Gavilar…

—Dad la señal —indicó a los fervorosos—. Lo hemos comprobado todo más veces de lo que es útil.

Los fervorosos asintieron y escribieron, a través de vinculacañas, a los trabajadores de abajo. Navani advirtió molesta que una figura con una armadura esquirlada de color azul se había acercado a la zona, con el yelmo bajo el brazo, revelando una despeinada mata de pelo rubio moteado de negro. Se suponía que los guardias tenían que haber cerrado el paso a cualquier intruso, pero esas prohibiciones no se aplicaban al heredero del alto príncipe. Bueno, Adolin sabría mantenerse a distancia. O eso se suponía.

Se volvió hacia la torre de madera. Los fervorosos de lo alto habían activado los fabriales que había allí, y en ese momento bajaban por las escalerillas laterales, desenganchando los cierres mientras lo hacían. Una vez estuvieron abajo, tiraron con cuidado de los lados, montados sobre ruedas. Eran lo único que había mantenido en su sitio la parte superior de la torre. Sin ellos, caería.

Sin embargo, la parte superior permaneció en su sitio, colgando en el aire de manera imposible. Navani contuvo la respiración. Lo único que la conectaba con el suelo era un conjunto de dos poleas y cuerdas, pero estas no ofrecían ninguna sujeción. La sección de madera gruesa y cuadrada colgaba en el aire sin ningún tipo de apoyo.

Los fervorosos que rodeaban a Navani murmuraron entusiasmados. A continuación venía la auténtica prueba. Navani hizo una señal, y los hombres de abajo manejaron las manivelas de las poleas, haciendo bajar la sección de madera. El cercano parapeto para los arqueros se meció, se estremeció, y empezó a alzarse en el aire con un movimiento exactamente opuesto al de la sección cuadrada.

—¡Funciona! —exclamó Rushu.

—No me gusta ese bamboleo —masculló Falilar. El viejo ingeniero fervoroso se rascó la barba—. El ascenso debería ser más suave.

—No se cae —repuso Navani—. Me contento con eso.

—Quieran los vientos que aguante. He estado ahí arriba —dijo Rushu, alzando un catalejo—. No distingo ni una chispa en las gemas. ¿Y si se están rompiendo?

—Entonces lo descubriremos tarde o temprano —repuso Navani, aunque en realidad no le importaría haber estado en lo alto del parapeto. Dalinar sufriría un ataque al corazón si se enterara que hacía algo así. Era un encanto, pero un poco demasiado protector. Igual que una alta tormenta podía considerarse un poco demasiado ventosa.

El parapeto ascendió, tambaleándose como si lo estuvieran izando, aunque no tenía ningún apoyo. Por fin llegó a lo más alto. El cuadrado de madera que colgaba en el aire antes había quedado contra el suelo, sujeto. El parapeto redondo flotaba en cambio en el aire, ligeramente desequilibrado.

No se cayó.

Adolin subió hasta la plataforma de observación, que se sacudió y tembló por el peso de la armadura esquirlada. Cuando llegó junto a Navani, los otros eruditos charlaban entre sí y tomaban furiosamente notas. Logispren, en forma de diminutas nubes de tormenta, revoloteaban a su alrededor.

Había funcionado. Por fin.

—Eh —dijo Adolin—. ¿Esa plataforma está volando?

—¿Ahora acabas de darte cuenta, querido? —preguntó Navani.

Él se rascó la cabeza.

—He estado distraído, tía. Hum. Es… es realmente raro. —Parecía preocupado.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Navani.

—Es, es como…

«Él». El asesino que, según Adolin y Dalinar, había manipulado de algún modo los gravedaspren.

Navani miró a los eruditos.

—¿Por qué no bajáis todos y les ordenáis que desciendan las plataformas? Podéis inspeccionar las gemas a ver si se ha roto alguna.

Los demás lo interpretaron como una invitación a retirarse y bajaron los escalones, emocionados y en tropel, aunque Rushu (la querida Rushu) se quedó.

—¡Oh! —dijo la mujer—. Sería mejor verlo desde aquí arriba, por si…

—Quiero hablar con mi sobrino. A solas, por favor. —A veces, al trabajar con estudiosos, había que ser un poquito ruda.

Rushu se ruborizó, hizo una reverencia y se marchó rápidamente. Adolin se acercó a la barandilla. Era difícil no sentirse empequeñecida ante un hombre vestido con armadura esquirlada, y cuando él extendió la mano para agarrarse a la barandilla, a Navani incluso le pareció que oía el crujido de la madera bajo la fuerza de aquella mano. Adolin podría haber quebrado la barandilla sin vacilar.

«Tendré que calcular cómo sacar más partido de eso», pensó. Aunque no era una guerrera, sin duda habría cosas que pudiera hacer para proteger a su familia. Cuando más comprendiera los secretos de la tecnología y el poder de los spren encerrados en las gemas, más cerca estaría de encontrar lo que buscaba.

Adolin le estaba mirando la mano. Oh, así que por fin se había dado cuenta, ¿eh?

—¿Tía? —dijo, la voz forzada—. ¿Un guante?

—Es mucho más práctico —respondió ella, alzando la mano segura y agitando los dedos—. Oh, no pongas esa cara. Las mujeres ojos oscuros lo hacen todo el tiempo.

—No eres una ojos oscuros.

—Soy la reina viuda —replicó Navani—. A nadie le importa qué hago, por Condenación. Podría andar por ahí completamente desnuda y lo único que harían sería sacudir la cabeza y comentar lo excéntrica que soy.

Adolin suspiró, pero dejó correr el tema e indicó la plataforma con un gesto.

—¿Cómo lo hicisteis?

—Fabriales conjuntados —explicó Navani—. El truco consistía en encontrar un modo de superar la debilidad estructural de las gemas, que sucumben fácilmente a la tensión multiplicada de infusión simultánea y fuerza física. Nosotros…

En cuanto vio la expresión de Adolin, se interrumpió. Su sobrino era un joven inteligente en lo referente a la mayoría de las interacciones sociales, pero definitivamente, la erudición no era lo suyo. Navani sonrió y pasó a una explicación más sencilla.

—Si rompes de cierto modo una piedra fabrial —dijo—, puedes enlazar las dos piezas para que cada una imite los movimientos de la otra. Como una vinculacañas.

—Ah, de acuerdo —asintió Adolin.

—Bien. También podemos hacer que dos mitades se muevan de forma opuesta. Llenamos el suelo de ese parapeto con esas gemas y ponemos la otra mitad en el cuadrado de madera. Cuando las conectamos todas para que se imiten unas a otras a la inversa, podemos hacer bajar una plataforma y subir la otra.

—Hum —dijo Adolin—. ¿Y eso funcionaría en el campo de batalla?

Eso era exactamente lo que le había preguntado Dalinar cuando ella le enseñó los conceptos.

—De momento, la distancia supone un problema —explicó—. Cuanto más lejos estén las parejas, más débil es la interacción, y eso hace que se rompan más fácilmente. Cuando se trata de algo ligero como una vinculacañas apenas se nota, pero al trabajar con objetos pesados… Bueno, probablemente podremos hacer que funcionen en las Llanuras Quebradas. De momento, ese es nuestro objetivo. Podríamos llevar rodando una de estas hasta allí, conectarla y comunicarnos a través de vinculacañas. Bajamos la plataforma aquí, y tus arqueros se elevan quince metros para conseguir una posición de tiro perfecta.

Esto pareció entusiasmar a Adolin.

—¡El enemigo no podría derribarla ni escalarla! Padre Tormenta. ¡Qué ventaja táctica!

—Desde luego.

—No pareces muy entusiasmada.

—Lo estoy, querido —dijo Navani—. Pero no es la idea más ambiciosa que he tenido para esta técnica. Ni por una leve brisa ni por una tormenta de viento.

Él la miró con el ceño fruncido.

—Ahora mismo todo es muy técnico y teórico —sonrió Navani—. Pero espera. Cuando veas las cosas que los fervorosos están imaginando…

—¿Tú no? —preguntó Adolin.

—Soy su jefa, querido —dijo Navani, dándole una palmadita en el brazo—. No tengo tiempo para hacer todos los diagramas y cifras, aunque me pusiera manos a la obra. —Miró a los fervorosos concentrados y a las científicas que inspeccionaban el suelo de la plataforma parapeto—. Me soportan.

—Seguro que es algo más que eso.

Tal vez en otra vida podría haber sido así. Navani estaba segura de que algunas de ellas la consideraban una colega. Muchas, sin embargo, solo la veían como la mujer que las patrocinaba para poder tener nuevos fabriales de los que alardear en sus fiestas. Tal vez solo era eso. Una dama de ojos claros y rango debía tener algunas aficiones, ¿no?

—Imagino que estás aquí para escoltarme a la reunión. —Los altos príncipes, nerviosos por el ataque del asesino, habían exigido que Elhokar se reuniera ese día con ellos.

Adolin asintió, se volvió y miró por encima del hombro cuando oyó un ruido, e instintivamente dio un paso para colocarse entre Navani y lo que fuera. Sin embargo, solo eran unos trabajadores que retiraban el costado de uno de los enormes puentes rodantes de Dalinar. Estos terrenos existían para eso; ella simplemente se había apropiado de la zona para su prueba.

Navani extendió un brazo hacia él.

—Eres tan malo como tu padre.

—No te lo niego —dijo él, cogiéndola del brazo. Aquella mano suya cubierta por la armadura esquirlada podría haber hecho que algunas mujeres se sintieran incómodas, pero ella llevaba mucho tiempo entre armaduras, mucho más tiempo que la mayoría.

Bajaron juntos los anchos escalones.

—Tía —dijo Adolin—. ¿Has estado…, ejem, has hecho algo para animar los avances de mi padre? Entre vosotros dos, quiero decir. —Para tratarse de un muchacho que se había pasado media vida flirteando con todo lo que llevara faldas, desde luego se ruborizó mucho al decirlo.

—¿Animarlo? —replicó Navani—. He hecho más que eso, niño. Prácticamente tuve que seducirlo. Tu padre es testarudo.

—No me había dado cuenta —soltó Adolin con sequedad—. ¿Te das cuenta de lo mucho que has dificultado su situación? Intenta que los otros altos príncipes sigan los Códigos usando las contenciones sociales del honor, y sin embargo pasa por alto algo similar.

—Una molesta tradición.

—Pareces muy satisfecha de prescindir solo de las que te parecen molestas, pero esperas que los demás sigamos todas las otras.

—Pues claro —admitió Navani con una sonrisa—. ¿No te habías dado cuenta antes?

La expresión de Adolin se tornó sombría.

—No te enfades —dijo Navani—. Estás libre del compromiso matrimonial, ya que al parecer Jasnah ha decidido viajar a alguna otra parte. No tendré la oportunidad de casarte todavía, al menos hasta que ella aparezca. —Conociéndola, eso podía ser al día siguiente… o al cabo de meses.

—No me enfado.

—Pues claro que no —dijo ella, dándole una palmada en el brazo blindado mientras llegaban al pie de las escaleras—. Vayamos al palacio. No sé si tu padre podrá retrasar la reunión si no llegamos a tiempo.

Palabras radiantes
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