UN AÑO Y MEDIO ANTES

Shallan se convirtió en la hija perfecta.

Permanecía callada, sobre todo cuando estaba en presencia de su padre. Se pasaba días enteros encerrada en su habitación, sentada junto a la ventana, leyendo los mismos libros una y otra vez o dibujando una y otra vez los mismos objetos. A estas alturas, él había demostrado en varias ocasiones que no le pondría la mano encima si lo enfurecía.

En cambio, golpearía a otros para no hacérselo a ella.

Shallan solo se permitía quitarse la máscara cuando estaba con sus hermanos, ocasiones en las que su padre no podía oírla. Sus tres hermanos a menudo insistían para que les contara historias de sus libros. Cuando estaba segura de que únicamente la oían ellos, les contaba chistes, se burlaba de los visitantes de su padre e inventaba extravagantes historias junto a la chimenea.

Una forma insignificante de contraatacar. Se consideraba una cobarde por no hacer más. Pero sin duda… sin duda las cosas mejorarían. De hecho, a medida que Shallan se iba implicando más con los fervorosos en la contabilidad de la casa, advertía astucia en la forma en que su padre dejaba de ser acosado por otros ojos claros y empezaba a enfrentarlos a unos con otros. Cómo se hacía con el poder la impresionaba, pero también la asustaba. La fortuna de su padre cambió aún más cuando se descubrió en sus tierras un depósito de mármol que proporcionó recursos para continuar con sus promesas, sobornos y tratos.

Sin duda eso haría que empezara a reír de nuevo. Sin duda eso desterraría la oscuridad de sus ojos.

Pero no fue así.

—Es demasiado ordinaria para que te cases con ella —dijo su padre, apurando su jarra—. No lo consentiré, Balat. Dejarás de relacionarte con esa mujer.

—¡Pertenece a una buena familia! —dijo Balat, poniéndose en pie, con las palmas sobre la mesa. Estaban almorzando, y por eso Shallan tenía que estar presente en vez de quedarse encerrada en su habitación. Estaba sentada a un lado, en su mesa privada. Balat se enfrentaba a su padre en la mesa alta.

—¡Padre, son tus vasallos! —exclamó Balat—. Tú mismo los has invitado a cenar con nosotros.

—Mis sabuesos-hacha cenan a mis pies —replicó su padre—. No permito que mis hijos les hagan la corte. La casa Tavinar no es lo suficientemente ambiciosa para nosotros. Ahora bien, Sudi Valam sí que merecería la pena.

Balat frunció el ceño.

—¿La hija del alto príncipe? No lo dirás en serio. ¡Tiene más de cincuenta años!

—No tiene pareja.

—¡Porque su marido murió en un duelo! Además, el alto príncipe no lo aprobaría.

—Cambiará la percepción que tiene de nosotros —aseguró su padre—. Ahora somos una familia rica, con mucha influencia.

—Y dirigida por un asesino —replicó Balat.

«¡Ha ido demasiado lejos!»., pensó Shallan. Al otro lado de su padre, Luesh entrelazó las manos. El nuevo mayordomo de la casa tenía el rostro como un guante muy usado, correoso y gastado en los lugares más utilizados, sobre todo en el ceño.

Su padre se levantó lentamente. Esta nueva ira suya, la ira fría, aterrorizaba a Shallan.

—Tus nuevos cachorros de sabueso-hacha —le dijo a Balat—. Es terrible que se pusieran enfermos durante la última alta tormenta. Trágico. Es una desgracia que hubiera que acabar con ellos. —Hizo un gesto y uno de sus nuevos guardias (un hombre al que Shallan no conocía bien) avanzó un paso, desenvainando su espada.

Shallan se quedó muy quieta. Incluso Luesh parecía preocupado, pues puso una mano sobre el brazo de su padre.

—Maldito cabrón —dijo Balat, palideciendo—. Te…

—¿Qué harás, Balat? —preguntó su padre, zafándose del contacto de Luesh e inclinándose hacia su hijo—. Vamos. Dilo. ¿Me desafiarás? No creas que no te mataré si lo haces. Puede que Wikim sea un despojo patético, pero servirá tan bien como tú las necesidades de esta casa.

—Helaran ha vuelto —anunció Balat.

El padre se detuvo y apoyó las manos sobre la mesa.

—Lo vi hace dos días —continuó Balat—. Me mandó llamar y fui a la ciudad a verlo. Helaran…

—¡Ese nombre no debe pronunciarse en esta casa! ¡Lo digo en serio, Nan Balat! ¡Nunca!

Balat miró a su padre a los ojos y Shallan contó diez latidos de su acelerado corazón antes de que el primero apartara la mirada.

Su padre se sentó con aspecto agotado mientras el joven se marchaba de la sala. Todos quedaron completamente en silencio, Shallan demasiado asustada para hablar. Su padre acabó por levantarse. Empujó su silla hacia atrás y se marchó. Luesh lo siguió.

Shallan se quedó a solas con los criados. Tímidamente, se levantó y luego fue detrás de Balat.

Su hermano estaba en el corral de los sabuesos-hacha. El guardia había actuado con rapidez. Los nuevos cachorros de Balat yacían muertos en un charco de sangre violeta en el suelo de piedra.

Ella había animado a su hermano a criarlos. A lo largo de los años, Balat había hecho progresos con sus demonios. Apenas lastimaba a nada que fuera más grande que un cremlino. En ese momento estaba sentado en una caja, contemplando los pequeños cadáveres, horrorizado. En el suelo, a su alrededor, pululaban dolorspren.

La puerta metálica del corral se sacudió cuando Shallan la empujó para abrirla. La joven se llevó la mano segura a la boca mientras se acercaba a los tristes restos.

—Los guardias de nuestro padre —dijo Balat—. Es como si estuvieran esperando una oportunidad para hacer algo así. No me gusta el nuevo grupo que tiene. Ese Levrin, el de los ojos furiosos, y Rin… ese me asusta. ¿Qué fue de Ten y Beal? Con ellos se podía bromear, eran casi amigos…

Ella le apoyó una mano en el hombro.

—Balat. ¿Viste de verdad a Helaran?

—Sí. Me pidió que no se lo dijera a nadie. Me advirtió que esta vez, cuando se marche, puede que no regrese en mucho tiempo. Me pidió… me pidió que cuidara de la familia. —Balat llevó las manos a la cabeza—. No puedo ser él, Shallan.

—No tienes que serlo.

—Él es valiente. Es fuerte.

—Nos abandonó.

Balat alzó la cabeza, las lágrimas le corrían por las mejillas.

—Tal vez tuviera razón. Tal vez sea el único modo, Shallan.

—¿Dejar nuestra casa?

—¿Y qué? —preguntó Balat—. Te pasas el día encerrada, solo te sacan para que nuestro padre pueda exhibirte. Jushu ha vuelto a jugar… lo sabes, aunque ahora lo disimule mejor. Wikim habla de convertirse en fervoroso, pero no sé si nuestro padre se lo permitirá. Es un seguro.

Por desgracia, se trataba de una buena objeción.

—¿Adónde iríamos? —preguntó Shallan—. No tenemos nada.

—Tampoco tengo nada aquí —replicó Balat—. No pienso renunciar a Eylita, Shallan. Es lo único hermoso que me ha pasado en la vida. Si tenemos que vivir en Vedenar como décimo dahn, y yo he de trabajar como mayordomo de una casa o lo que sea, que así sea. ¿No parece una vida mejor que esto? —Indicó los cachorros muertos.

—Tal vez.

—¿Vendrías conmigo si huyera con Eylita? Podrías ser escriba. Nos ganaríamos la vida, estaríamos libres de nuestro padre.

—Yo… No. Tengo que quedarme.

—¿Por qué?

—Algo se ha apoderado de nuestro padre, algo horrible. Si todos nos marchamos, se lo entregaremos en bandeja. Alguien debe ayudarlo.

—¿Por qué lo defiendes tanto? Sabes lo que hizo.

—No fue él.

—No te acuerdas —dijo Balat—. Me has dicho una y otra vez que tienes la mente en blanco. Lo viste matarla, pero no quieres admitir que fuiste testigo. Tormentas, Shallan. Estás tan destrozada como Wikim y Jushu. Como… lo estoy yo a veces…

Ella se sacudió de su aturdimiento.

—No importa —dijo—. Si te marchas, ¿te llevarás a Wikim y Jushu contigo?

—No podría permitírmelo —contestó Balat—. A Jushu en concreto. Tendríamos que vivir con estrecheces, y no podría fiarme de que él… ya sabes. Pero si tú vinieras, sería más fácil que uno de nosotros encontrara trabajo. Serías mejor que Eylita en cuestiones de arte y escritura.

—No, Balat —respondió Shallan, asustada de la ansiedad con que una parte de su ser deseaba aceptar su propuesta—. No puedo. Y mucho menos si Jushu y Wikim se quedan.

—Comprendo. Tal vez… tal vez haya otra salida. Lo pensaré.

Ella lo dejó en los corrales, preocupada de que su padre la encontrara allí y se molestara. Entró en la mansión, pero no pudo dejar de sentir que intentaba sujetar una alfombra mientras docenas de personas tiraban de los hilos desde los lados.

¿Qué sucedería si Balat se marchaba? Se echaba atrás cuando peleaba con su padre, pero al menos se resistía. Wikim simplemente hacía lo que le decían, y Jushu seguía hecho un lío. «Tenemos que capear esto —pensó Shallan—. Dejar de provocar a nuestro padre, permitir que se relaje. Entonces volverá…».

Subió las escaleras y pasó ante la habitación de su padre. La puerta estaba entreabierta; pudo oírlo dentro.

—… encuéntralo en Valath —decía su padre—. Nan Balat dice que se ha reunido con él en la ciudad, y se debe referir a esto.

—Se hará, brillante señor.

Aquella voz. Era Rin, capitán de los nuevos guardias. Shallan retrocedió y se asomó a la habitación. La caja fuerte de su padre brillaba tras el cuadro de la pared del fondo, una luz brillante que asomaba tras el lienzo. Para ella resultaba casi cegadora, aunque los hombres presentes en la habitación no parecían poder verla.

Rin se inclinó ante su padre, espada en mano.

—Tráeme su cabeza, Rin. Quiero verla con mis propios ojos. Él es quien lo estropeó todo. Sorpréndelo, mátalo antes de que pueda invocar su hoja esquirlada. Esa arma será tuya en pago mientras sirvas a la casa Davar.

Shallan se apartó de la puerta antes de que su padre pudiera alzar la cabeza y verla. Helaran. Su padre acababa de ordenar el asesinato de su hijo.

«Tengo que hacer algo. Debo avisarlo». Pero ¿cómo? ¿Podría Balat contactar con él de nuevo? Shallan…

—¿Cómo te atreves? —dijo una voz femenina dentro de la habitación.

Se produjo un silencio aturdido. Shallan volvió a asomarse. Malise, su madrastra, estaba en la puerta que conducía al dormitorio. La mujer, pequeña y regordeta, nunca le había parecido amenazadora antes. Pero ese día la tormenta de su rostro podría haber asustado a un espinablanca.

—Tu propio hijo —le recriminó Malise—. ¿Es que no te queda sentido de la moral? ¿No tienes compasión?

—Ya no es mi hijo —gruñó su padre.

—Creí la historia de tu anterior mujer —dijo Malise—. Te he apoyado. He vivido con esta nube sobre la casa. ¿Y ahora oigo esto? Una cosa es golpear a los criados, pero ¿matar a tu hijo?

Su padre le susurró algo a Rin. Shallan dio un salto y apenas logró apartarse de la puerta antes de que el hombre saliera de la habitación y la cerrara de golpe.

Shallan se encerró en su cuarto mientras empezaban los gritos, una pelea violenta y furiosa entre Malise y su padre. Shallan se acurrucó junto a la cama, trató de usar una almohada para apagar los sonidos. Cuando pensó que había terminado, la retiró.

Su padre salió en tromba al pasillo.

—¿Por qué no obedece nadie en esta casa? —gritó, bajando las escaleras—. Esto no sucedería si todos obedecieran.

Palabras radiantes
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