Vinieron también dieciséis de la orden de los Corredores del Viento, y con ellos un considerable número de escuderos, y encontraron en ese lugar a los Rompedores del Cielo separando a los inocentes de los culpables, y se produjo una gran batalla.
De Palabras radiantes, capítulo 28, página 3
Shallan bajó del carruaje mientras caía una leve llovizna. Llevaba el gabán blanco y los pantalones de la versión ojos oscuros de sí misma que había llamado Velo. La lluvia salpicaba en el ala de su sombrero. Había pasado demasiado tiempo charlando con Adolin después del duelo y había tenido que apresurarse para llegar a su cita, que había de tener lugar en las Montañas Irreclamadas, a una hora de viaje de los campamentos de guerra.
Pero ahí estaba, disfrazada, a tiempo. Por los pelos. Avanzó, escuchando la lluvia salpicar la roca a su alrededor. Siempre le habían gustado este tipo de aguaceros. Hermanos menores de las altas tormentas, traían vida sin la furia de estas. Incluso las desoladas tierras de tormenta que había allí, al oeste de los campamentos, florecían con la llegada del agua. Los rocabrotes se abrían, y aunque no tenían flores como los de casa, de ellos asomaban enredaderas verdes. La hierba salía sedienta de sus agujeros y se negaba a retirarse hasta que casi la pisaban. Algunos juncos producían flores para atraer a los cremlinos, que se cebaban en los pétalos y al hacerlo se rociaban con esporas que producirían la siguiente generación, una vez mezcladas con las esporas de otras plantas.
En su casa solía haber muchas más enredaderas; tantas, que resultaba difícil caminar sin tropezar. En las zonas de bosques se necesitaba un machete para avanzar más de un par de pasos. Allí, en cambio, la vegetación era pintoresca, pero no resultaba un impedimento.
Shallan sonrió ante aquel maravilloso paraje, la ligera lluvia, la hermosa vida vegetal. Un poco de humedad era un inconveniente menor a cambio de los melódicos sonidos de la lluvia chispeante, el aire fresco y límpido, y el hermoso cielo lleno de nubes que abarcaban todos los tonos de gris.
Shallan caminaba con una cartera impermeable bajo el brazo, mientras el cochero contratado (no podía usar el carruaje de Sebarial para la actividad de esta noche) esperaba su regreso, tal como le había indicado. Este carruaje iba tirado por parshmenios en vez de caballos, pero eran más rápidos que los chulls y habían trabajado bastante bien.
Se dirigió hacia una colina cercana, el destino indicado en el mapa que había recibido por vinculacañas. Llevaba un bonito par de recias botas. Las ropas de Tyn podían ser poco corrientes, pero se alegraba de ello. El gabán y el sombrero la protegían de la lluvia, y las botas le proporcionaban un buen agarre sobre las resbaladizas rocas.
Rodeó la colina y descubrió que estaba rota al otro lado, pues la roca se había resquebrajado y caído en un pequeño alud. Los estratos de crem endurecido eran claramente visibles en los bordes de los trozos de roca, lo que significaba que se trataba de una fractura reciente. Si hubiera sido antigua, el nuevo crem habría oscurecido aquella coloración.
La grieta creaba un pequeño valle en la falda de la colina, llena de hendeduras y riscos por la roca desplomada. Estos habían capturado esporas y tallos arrastrados por el viento, que a su vez habían creado una explosión de vida. De momento, las plantas crecían ansiosamente, a veces unas encima de otras, brotando, floreciendo, temblando, retorciéndose, vivas. Era un ejemplo de la naturaleza en estado puro.
El pabellón, en cambio, no lo era.
Cubría a cuatro personas que estaban sentadas en sillas demasiado elegantes para el entorno. Comían al calor de un brasero colocado en el centro de la tienda, abierta por un lado. Shallan se acercó, tomando recuerdos de las caras de la gente. Las dibujaría más tarde, como había hecho con el primer grupo de Sangre Espectral que había conocido. Dos eran los mismos que la última vez. Otros dos no. La inquietante mujer de la máscara no parecía estar presente.
Mraize, alto y orgulloso, de pie, inspeccionaba su larga cerbatana. No alzó la mirada cuando Shallan entró.
—Me gusta aprender a usar las armas locales —dijo Mraize—. Es una extravagancia, aunque considero que está justificada. La forma en que los hombres se matan unos a otros dice mucho más sobre una cultura que la etnografía de ninguna erudita.
Alzó el arma hacia Shallan, que se quedó inmóvil donde estaba. Luego se volvió hacia la grieta y sopló, lanzando un dardo contra el follaje.
Shallan se detuvo a su lado. El dardo clavó a un cremlino a uno de los tallos. La pequeña criatura de muchas patas se rebulló, tratando de liberarse, aunque sin duda ser atravesada por un dardo sería letal.
—Esto es una cerbatana parshendi —comentó Mraize—. ¿Qué crees que nos dice sobre ellos, pequeña daga?
—Obviamente, no es para abatir presas grandes —dijo Shallan—. Lo cual tiene sentido. Las únicas presas grandes que conozco en esta zona son los abismoides, y se dice que los parshendi los adoran como dioses.
No estaba convencida de que en realidad fuera así. Los primeros informes (que había leído en detalle a instancia de Jasnah) suponían que los dioses de los parshendi eran los abismoides. Pero no estaba tan claro.
—Probablemente la utilizan para acechar a las presas pequeñas —continuó Shallan—. Lo que significa que cazan para alimentarse más que por placer.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Mraize.
—Los hombres que se vanaglorian de la caza buscan presas grandes —dijo Shallan—. Trofeos. Esa cerbatana es el arma de un hombre que simplemente quiere alimentar a su familia.
—¿Y si la usara contra otros hombres?
—No sería útil en la guerra. Le faltaría alcance, imagino, y los parshendi tienen arcos de todas formas. Tal vez podría emplearse para cometer asesinatos, aunque me sorprendería.
—¿Por qué? —preguntó Mraize.
Se trataba de una especie de prueba.
—Bueno —dijo Shallan—, la mayoría de las poblaciones indígenas, los nativos silnasen, los pueblos reshi, los corredores de las llanuras de Iri… no conocen el concepto del asesinato. Por lo que sé, no parecen participar en muchas batallas. Los cazadores son demasiado valiosos, y por eso una «guerra» en estas culturas implicaría muchos gritos y posiciones, pero pocas muertes. Ese tipo de sociedad que alardea no parece de las que tienen asesinos.
Y, sin embargo, los parshendi habían enviado uno. Contra los alezi.
Mraize la estudiaba, la observaba con ojos indescifrables, con la larga cerbatana sujeta ligeramente entre sus dedos.
—Ya veo —dijo por fin—. ¿Tyn ha elegido una erudita para que sea su aprendiz esta vez? Me parece extraño.
Shallan se ruborizó. Se le ocurrió que la persona en la que se convertía cuando se ponía el sombrero y el pelo oscuro no era una imitación de otra, ni una persona distinta. Era solo una versión de sí misma.
Eso podía ser peligroso.
—Bien —dijo Mraize, sacando otro dardo del bolsillo de su camisa—, ¿qué excusa te dio Tyn hoy?
—¿Excusa? —preguntó Shallan.
—Para fracasar en su misión. —Mraize cargó el dardo.
¿Fracasar? Shallan empezó a sudar, frías gotas en su frente. ¡Pero si había investigado si sucedía algo fuera de lo corriente en el campamento de Amaram! Esa mañana había regresado (el verdadero motivo por el que había llegado tarde al duelo de Adolin) bajo la apariencia de un trabajador. Prestó atención por si alguien hablaba de allanamiento, o de que Amaram recelaba de algo. No había encontrado nada.
Bueno, era evidente que Amaram no había hecho públicas sus sospechas. Después de todo el trabajo que había realizado para ocultar su incursión, había fracasado. Probablemente no debería sorprenderse, pero no pudo evitarlo de todas formas.
—Yo… —comenzó a decir.
—Empiezo a preguntarme si Tyn está realmente enferma —dijo Mraize, alzando la cerbatana y lanzando otro dardo contra el follaje—. Para ni siquiera haber intentado cumplir la tarea asignada.
—¿No haberlo intentado? —preguntó Shallan, aturdida.
—Oh, ¿esa es la excusa? ¿Que hizo un intento y fracasó? Tengo a gente vigilando esa casa. Si hubiera…
Se calló cuando Shallan sacudió el agua de su cartera y la abrió con cuidado para sacar una hoja de papel. Era una representación de la habitación cerrada de Amaram, con sus mapas en las paredes. Había tenido que improvisar algunos de los detalles (estaba oscuro, y su única esfera no había ofrecido demasiada iluminación), pero suponía que era bastante aproximado.
Mraize cogió el dibujo y lo alzó. Lo estudió, consciente de que Shallan sudaba de puro nerviosismo.
—Es raro que demuestren que soy un necio —dijo Mraize—. Felicidades.
¿Eso era buena cosa?
—Tyn no tiene esta habilidad —continuó Mraize, todavía inspeccionando la página—. ¿Viste esta habitación tú misma?
—Hay un motivo por el que eligió a una erudita como ayudante. Mis habilidades tienen por función complementar las suyas.
Mraize bajó la hoja.
—Sorprendente. Tu señora puede que sea una ladrona brillante, pero su elección de socios siempre ha sido poco afortunada. —Tenía una forma muy refinada de hablar, algo que no cuadraba con su rostro marcado por cicatrices, el labio torcido y las manos curtidas. Hablaba como el hombre que se ha pasado la vida bebiendo vino y escuchando buena música, pero tenía el aspecto de alguien que se ha roto los huesos muchas veces… y probablemente había devuelto el favor otras tantas.
—Lástima que no haya más detalle en estos mapas —advirtió, inspeccionando de nuevo el dibujo.
Shallan sacó entonces las otras cinco imágenes que había dibujado para él. Cuatro eran los mapas en detalle, la otra una descripción más cercana de los textos con la escritura de Amaram. En cada una de ellas, la escritura auténtica era indescifrable, solo líneas retorcidas. Shallan lo había hecho a propósito. Nadie esperaría que una artista pudiera capturar tantos detalles de memoria, aunque ella sí que podía.
No les mostraría los detalles de la escritura. Pretendía ganarse su confianza, aprender lo que pudiera, pero no los ayudaría más de lo preciso.
Mraize pasó la cerbatana a un lado. La muchacha enmascarada estaba allí, con el cremlino que Mraize había atravesado y un visón muerto que tenía un dardo en el cuello. No, movía una pata. Simplemente estaba aturdido. ¿Había veneno en el dardo, entonces?
Shallan se estremeció. ¿Dónde se había escondido esa mujer? Aquellos ojos oscuros la miraban sin parpadear, mientras el resto del rostro permanecía oculto tras la máscara de pintura y concha. Recogió la cerbatana.
—Sorprendente —dijo Mraize, refiriéndose a los dibujos de Shallan—. ¿Cómo entraste? Vigilamos las ventanas.
¿Cómo lo habría hecho Tyn? ¿Colándose de madrugada por una de las ventanas? No la había entrenado en ese tipo de cosas, solo en acentos e imitación. Tal vez había advertido que Shallan, que a veces tropezaba sin motivo, no sería la mejor acróbata ladrona.
—Son magistrales —admitió Mraize, acercándose a una mesa y colocando allí los dibujos—. Un triunfo, ciertamente. Qué categoría artística.
¿Qué había sucedido con el hombre peligroso y sin emociones que se había enfrentado a ella en su primera reunión con los Sangre Espectral? Abrumado por la emoción, se inclinó, estudiando los dibujos uno por uno. Incluso sacó una lupa para inspeccionar los detalles.
Ella no preguntó lo que ansiaba conocer. ¿Qué estaba haciendo Amaram? ¿Cómo había conseguido su hoja esquirlada? ¿Cómo… había matado a Helaran Davar? La respiración se le atascó en la garganta al pensarlo, pero una parte de ella había admitido hacía años que su hermano no iba a regresar.
Eso no impidió que sintiera un innegable y sorprendente odio hacia el hombre llamado Meridas Amaram.
—¿Bien? —preguntó Mraize, mirándola—. Siéntate, niña. ¿Hiciste esto tú misma?
—Así es —dijo Shallan, conteniendo sus emociones. ¿La acababa de llamar «niña»? Intencionadamente, había hecho que esta versión suya pareciera mayor, con un rostro más anguloso. ¿Qué debía hacer? ¿Empezar a añadir cabellos grises a su disfraz?
Se sentó en la silla junto a la mesa. La mujer de la máscara apareció a su lado, con una taza y una tetera que humeaba. Shallan asintió, vacilante, y fue recompensada con una copa de vino naranja especiado. Lo bebió; probablemente no tenía que preocuparse de que estuviera envenenado, ya que esa gente podía haberla matado en cualquier momento. Los demás presentes en el pabellón hablaban entre sí en voz baja, pero Shallan no podía distinguir lo que decían. Tenía la impresión de que estaba siendo exhibida en público.
—He copiado parte del texto para vosotros —dijo Shallan, sacando una página de escrito. Había líneas que había escogido específicamente para enseñárselas. No revelaban gran cosa, pero podrían actuar como señuelo para conseguir que Mraize hablara del tema—. No estuvimos mucho tiempo en la habitación, así que solo pude copiar unas cuantas líneas.
—¿Pasaste tanto tiempo allí dentro que pudiste hacer los dibujos, y sin embargo no te dio tiempo de copiar el texto? —preguntó Mraize.
—Ah —respondió Shallan—. No, hice esos dibujos de memoria.
Él la miró con la mandíbula ligeramente entreabierta y una expresión de auténtica sorpresa cruzó su rostro antes de que recuperara su habitual aplomo y confianza.
«Probablemente… no ha sido inteligente admitir eso», advirtió Shallan. ¿Cuántas personas podían dibujar tan bien de memoria? ¿Había mostrado públicamente su habilidad en los campamentos de guerra?
Por lo que recordaba, no. Tendría que mantener en secreto ese aspecto de su habilidad, no fuera a ser que los Sangre Espectral relacionaran a Shallan, la dama ojos claros, con Velo, la timadora ojos oscuros. Tormentas.
Bueno, estaba condenada a cometer algunos errores. Al menos este no amenazaba su vida. En principio.
—Jin —ordenó Mraize.
Un joven de cabellos dorados y el pecho desnudo bajo una ondulante túnica exterior se levantó de una de las sillas.
—Míralo —le dijo Mraize a Shallan.
Ella tomó un recuerdo.
—Jin, déjanos. Dibújalo, Velo.
Shallan no tuvo más remedio que obedecer. Cuando Jin se marchó, maldiciendo la lluvia entre dientes, empezó a dibujar. Hizo un boceto entero, no solo la cara y los hombros, sino un estudio medioambiental, incluyendo el fondo de peñascos caídos. Nerviosa, no hizo un trabajo tan bueno como podría haber hecho, pero Mraize siguió alabando su dibujo como un padre orgulloso. Terminó y sacó el fijador (lo había hecho al carboncillo, y sería necesario), pero Mraize le quitó el dibujo de las manos antes de que ella pudiera terminar el proceso.
—Increíble —murmuró, alzando la hoja—. Pierdes el tiempo con Tyn. Pero ¿no puedes hacer esto con los textos escritos?
—No —mintió Shallan.
—Lástima. Con todo, sigue siendo maravilloso. Maravilloso. Tiene que haber formas de usar esta habilidad, desde luego. —La miró—. ¿Cuál es tu objetivo, niña? Puede que tenga un puesto para ti en mi organización, si eres de fiar.
«¡Sí!».
—No habría accedido a venir en lugar de Tyn si no hubiera querido esa oportunidad.
Mraize la miró entornando los ojos.
—La mataste, ¿verdad?
«Oh, rayos». Shallan se ruborizó al instante, naturalmente.
—Uh…
—¡Ja! —exclamó Mraize—. Por fin escogió a una ayudante demasiado capaz. Delicioso. Después de tanta arrogancia, cayó ante alguien a quien pensaba convertir en su mascota.
—Señor —dijo Shallan—. Yo no… quiero decir, no pretendía hacerlo. Se volvió contra mí.
—Debe de ser toda una historia —respondió Mraize, sonriendo. No era una sonrisa agradable—. Has de saber que lo que has hecho no está prohibido, pero se desaconseja. No podemos dirigir bien una organización si los subordinados consideran que cazar a sus superiores es un método infalible de ascenso.
—Sí, señor.
—Tu superior, sin embargo, no era miembro de nuestra organización. Tyn se consideraba cazadora, pero en realidad era una presa. Si vas a unirte a nosotros, debes comprenderlo. No somos como otros que puedas haber conocido. Tenemos un propósito superior, y nos… protegemos unos a otros.
—Sí, señor.
—Por tanto, ¿quién eres? —preguntó, indicando a su sirviente que le trajera la cerbatana—. ¿Quién eres en realidad, Velo?
—Alguien que quiere formar parte de las cosas —dijo Shallan—. De cosas más importantes que robar de vez en cuando a los ojos claros o procurarse un fin de semana de lujo.
—Así que es una caza, entonces —dijo Mraize en voz baja, sonriendo. Se dio media vuelta y regresó al extremo del pabellón—. Ya habrá más instrucciones. Haz la tarea encomendada. Luego ya veremos.
«Es una caza, entonces…».
¿Qué clase de caza? Shallan se quedó helada ante aquellas palabras.
Una vez más, no supo si la habían despedido, pero recogió su cartera y se dispuso a marcharse. Mientras lo hacía, miró a la gente que seguía sentada. Sus expresiones eran frías. Aterradoramente heladas.
Shallan salió del pabellón y descubrió que había dejado de llover. Se marchó, sintiendo las miradas en su espalda. «Todos saben que puedo identificarlos con exactitud —advirtió—, y puedo presentar imágenes precisas de ellos a todo el que lo pida».
Eso no les gustaría. Mraize había dejado claro que los Sangre Espectral no solían matarse unos a otros. Pero también había recalcado que ella no pertenecía al grupo, no todavía. Lo había dicho explícitamente, como si concediera permiso a los que escuchaban.
Por la mano de Talat, ¿dónde se había metido?
«¿Y ahora te das cuenta?»., pensó mientras rodeaba la colina. Su carruaje estaba allí delante, con el cochero sentado en lo alto, de espaldas a ella. Shallan miró ansiosamente por encima del hombro. Todavía no la había seguido nadie, al menos que ella hubiera advertido.
—¿Está mirando alguien, Patrón? —preguntó.
—Mmm. Yo. Ninguna persona.
Una roca. Había dibujado una roca en el boceto para Mraize. Sin pensar, actuando por instinto y no sin cierta medida de pánico, exhaló luz tormentosa y formó una imagen de aquel peñasco ante ella.
Entonces se escondió rápidamente en su interior.
Estaba oscuro allí dentro. Se encogió, sentándose con las piernas recogidas. Se sentía indigna. Las otras personas con las que trabajaba Mraize probablemente no hacían tonterías como esa.
Eran experimentadas, tranquilas, capaces. Tormentas, para empezar no tendría que estar escondiéndose. Sin embargo, permaneció allí sentada de todas formas. Las expresiones en los ojos de aquella gente…, la manera en que había hablado Mraize…
Era mejor pecar de cautelosa que de ingenua. Estaba cansada de que la gente diera por hecho que no sabía cuidar de sí misma.
—Patrón —susurró—. Ve al cochero. Dile esto, con mi voz exacta. «He entrado en el carruaje mientras no mirabas. No mires. Mi marcha debe ser silenciosa. Llévame de vuelta a la ciudad. Acércate a los campamentos de guerra y cuenta hasta diez. Me marcharé. No mires. Tienes tu paga, y la discreción forma parte de tu trabajo».
Patrón zumbó y se marchó. Poco después, el carruaje se puso en marcha, tirado por sus parshmenios. No pasó mucho tiempo hasta que oyera el sonido de cascos. No había visto caballos antes.
Shallan esperó, ansiosa. ¿Se daría cuenta alguno de los Sangre Espectral que ese peñasco no debería estar allí? ¿Volverían a buscarla cuando se dieran cuenta de que no la veían bajar del carruaje en los campamentos de guerra?
Tal vez ni siquiera habían ido tras ella. Tal vez era paranoia por su parte. Esperó, dolorida. Empezó a llover de nuevo. ¿Qué le haría la lluvia a su ilusión? La piedra que había dibujado ya estaba húmeda, así que la sequedad no la traicionaría, pero por la forma en que la lluvia le estaba cayendo encima, obviamente atravesaba la imagen.
«Tengo que encontrar un modo de ver el exterior mientras estoy escondida así», pensó. ¿Mirillas? ¿Podía crearlas dentro de su ilusión? Tal vez le…
Voces.
—Tenemos que averiguar cuánto sabe. —Era la voz de Mraize—. Llévale estas páginas al maestro Thaidakar. Estamos cerca, pero parece que también lo están los secuaces de Restares.
Contestaron con voz cascada. Shallan no pudo entenderlo.
—No, no me preocupa eso. El viejo necio siembra el caos, pero no busca el poder que ofrece la oportunidad. Se esconde en su insignificante ciudad, escuchando sus canciones, pensando que interviene en los acontecimientos del mundo. No tiene ni idea. No está en la posición del cazador. Esta criatura de Tukar, sin embargo, es diferente. No estoy convencido de que sea humano. Si lo es, desde luego no pertenece a las especies locales…
Mraize siguió hablando, pero Shallan no captó nada más mientras se alejaban. Poco después, oyó más cascos de caballos.
Esperó, mientras el agua le empapaba el gabán y los pantalones. Se estremeció, con la cartera en el regazo, y apretó los dientes para impedir que castañetearan. El clima últimamente había sido más cálido, pero esa lluvia lo desmentía. Esperó hasta que su espalda se quejó y los músculos protestaron. Esperó hasta que, por fin, el peñasco se disolvió en humo luminiscente y desapareció.
Shallan se sobresaltó. ¿Qué había pasado?
«La luz tormentosa», advirtió, estirando las piernas. Comprobó la bolsa que llevaba en el bolsillo, había agotado todas las esferas, inconscientemente, mientras mantenía la ilusión del peñasco.
Habían pasado horas, el cielo se oscurecía con la llegada de la noche. Mantener una cosa sencilla como el peñasco no requería mucha luz, y no tenía que pensar conscientemente en seguir haciéndolo. Era bueno saberlo.
También había demostrado de nuevo que era una idiota al no preocuparse siquiera por cuánta luz había utilizado. Con un suspiro, se puso en pie. Se tambaleó, con las piernas entumecidas. Inspiró profundamente, luego se asomó. El pabellón había desaparecido, junto con todo rastro de los Sangre Espectral.
—Supongo que esto significa que tendré que andar —dijo Shallan, volviéndose hacia los campamentos de guerra.
—¿Esperabas otra cosa? —preguntó Patrón desde su gabán, genuinamente interesado.
—No —dijo Shallan—. Estaba hablando sola.
—Mmm. No, hablas conmigo.
Ella echó a andar bajo la noche, sintiendo frío. Sin embargo, no era el frío letal que había sufrido en el sur. Resultaba incómodo, pero nada más. Si no hubiera estado mojada, el aire incluso habría sido agradable, a pesar de la oscuridad. Pasó el rato practicando acentos con Patrón: ella hablaba y le hacía repetir exactamente lo que había dicho, en voz y tono. Poder oír de esa manera la ayudaba mucho.
Estaba segura de que había clavado el acento alezi. Eso era buena cosa, ya que Velo fingía ser alezi. No obstante, era fácil, ya que el veden y el alezi se parecían tanto que sabiendo uno se entendían los dos.
Su acento comecuernos era también bastante pasable, ya hablara en veden o en alezi. Estaba mejorando sin pasarse, como había sugerido Tyn. Su acento bav no estaba mal, y durante casi todo el camino de regreso practicó ambas lenguas con acento herdaziano. Palona le proporcionaba un buen ejemplo en alezi, y Patrón podía repetirle las cosas que había dicho la mujer, lo cual era muy valioso para practicar.
—Lo que tengo que hacer —dijo Shallan— es entrenarte para que hables por mis imágenes.
—Deberías dejar que hablaran solas —dijo Patrón.
—¿Puedo hacer eso?
—¿Por qué no?
—Porque… bueno, uso la luz como ilusión, y por eso las imágenes crean una imitación de luz. Tiene sentido. Pero no uso el sonido para crearlas.
—Es una potencia —señaló Patrón—. El sonido forma parte de ellas. Mmm… Son primas. Muy similares. Puede hacerse.
—¿Cómo?
—Mmm. De algún modo.
—Eres una gran ayuda.
—Me alegro… —Se calló—. ¿Una mentira?
—Sí.
Shallan se metió la mano segura en el bolsillo, que también estaba mojado, y continuó andando entre zonas de hierba que se retiraban a su paso. Las colinas lejanas mostraban grano lavis que crecía en ordenados campos de pólipos, aunque no vio a ningún granjero a esta hora.
Al menos había dejado de llover. Seguía gustándole la lluvia, aunque no había considerado lo desagradable que podía ser caminar un largo trecho bajo un aguacero. Y…
¿Qué era eso?
Se detuvo en seco. Una mancha oscura ensombrecía el camino. Se acercó vacilante y descubrió que olía a humo. Ese tipo de humo empapado que queda tras haber apagado una hoguera.
Su carruaje. En ese momento lo distinguió, quemado en parte. Las lluvias habían apagado el fuego: no había ardido mucho tiempo. Probablemente habían iniciado el fuego en el interior, donde habría estado seco.
No cabía duda: era el que ella había contratado. Reconoció las molduras de las ruedas. Se acercó vacilante. Bueno, no se había equivocado al preocuparse. Menos mal que se había quedado atrás. Entonces cayó en la cuenta…
«¡El cochero!».
Echó a correr, temiéndose lo peor. El cadáver del hombre estaba allí, tendido junto al carruaje roto, mirando al cielo. Le habían cortado el cuello. Junto a él, los porteadores parshmenios también yacían muertos, amontonados.
Shallan se sentó en una de las piedras mojadas, con la mano en la boca en un intento de contener las náuseas.
—Oh… Todopoderoso que estás en las alturas…
—Mmm… —zumbó Patrón, comunicando de algún modo cierta tristeza.
—Están muertos por mi culpa —susurró Shallan.
—Tú no los mataste.
—Sí —replicó Shallan—. Igual que si hubiera empuñado el cuchillo. Sabía el peligro en el que me metía. El cochero no.
Y los parshmenios. ¿Cómo se sentía al respecto? Portadores del Vacío, sí, pero era difícil no sentirse asqueada por lo que había hecho.
«Causarás algo mucho peor que esto si demuestras lo que sostiene Jasnah», dijo una parte en su interior.
Por un momento, al ver el entusiasmo de Mraize ante su arte, había querido que aquel hombre le cayera bien. Bueno, pues sería mejor que recordara este momento. Él había permitido estos asesinatos. Acaso no fuera quien le abrió la garganta al cochero, pero había confirmado a los demás que estaba bien eliminarla si podían.
Habían quemado el carruaje para que pareciera que todo había sido cosa de los bandidos, pero ningún bandido se habría acercado tanto a las Llanuras Quebradas.
«Pobre hombre», pensó Shallan, mirando al cochero. Pero si no hubiera contratado el transporte, no habría podido esconderse como había hecho mientras el cochero tendía una pista falsa. ¡Tormentas! ¿Cómo habría manejado la situación para que nadie muriera? ¿Habría sido posible?
Al cabo de un rato se obligó a incorporarse y, encorvada, continuó el camino de regreso a los campamentos.