¿No es suficiente la destrucción que hemos causado? Los mundos que ahora recorres tienen la marca y el diseño de Adonalsium. Nuestra interferencia, hasta el momento, no ha provocado más que dolor.
Unos pies rozaron la piedra ante la jaula de Kaladin. Uno de los carceleros que venía otra vez a comprobar su estado. Kaladin continuó tendido, inmóvil, con los ojos cerrados, y no se volvió a mirar.
Para mantener la oscuridad a raya, había empezado a planear. ¿Qué haría cuando saliera? «Cuando» saliera. Tenía que decírselo a la fuerza. No es que no confiara en Dalinar. Su mente, sin embargo… su mente lo traicionaba, y le susurraba cosas que no eran verdad.
Distorsiones. En su estado, podía creer que Dalinar mintiera. Podía creer que el alto príncipe quisiera en secreto que Kaladin estuviera en prisión. Kaladin era muy mal guardia, después de todo. Había fracasado en todo lo referido a las misteriosas cuentas atrás arañadas en las paredes, y tampoco había conseguido detener al Asesino de Blanco.
Con los engaños de su propia mente, Kaladin podía creer que en realidad el Puente Cuatro se alegraba de librarse de él, que todos ellos fingían que querían ser guardias solo para complacerlo. Que en el fondo solo deseaban seguir adelante con sus vidas, unas vidas de las que hubiesen podido disfrutar si Kaladin no hubiese estado ahí para echarlas a perder.
Estas falsedades deberían haberle parecido ridículas. Pero no era así.
Clink.
Kaladin abrió los ojos y se puso alerta. ¿Habían venido a llevárselo, a ejecutarlo, como quería el rey? Se puso en pie de un salto, adoptando una posición de lucha, listo para lanzar el cuenco vacío de comida.
El carcelero que estaba ante la puerta dio un paso atrás, con los ojos muy abiertos.
—Tormentas, hombre —masculló—. Creí que estabas dormido. Bueno, has cumplido tu sentencia. El rey ha firmado el perdón hoy. Ni siquiera te han privado de tu rango ni posición. —El hombre se frotó la barbilla antes de abrir la puerta de la celda—. Supongo que tienes suerte.
Suerte. La gente siempre decía eso de Kaladin. Con todo, la perspectiva de la libertad apartó la oscuridad que se había instalado en su interior, y Kaladin se acercó a la puerta. Con cautela. Salió mientras el guardia daba un paso atrás.
—Eres desconfiado, ¿eh? —dijo el carcelero, un ojos claros de bajo rango—. Supongo que por eso eres un buen guardaespaldas. —El hombre le indicó que saliera de la habitación primero.
Kaladin esperó.
El guardia acabó por suspirar.
—De acuerdo.
Salió al pasillo al otro lado. Kaladin lo siguió, y con cada paso se sintió que retrocedía unos cuantos días en el tiempo. Descartar la oscuridad. No era un esclavo. Era soldado. El capitán Kaladin. Había sobrevivido a este… ¿cuánto tiempo había sido? ¿Dos, tres semanas? Ese corto espacio de tiempo encerrado en una jaula.
Ya era libre. Podía regresar a su vida como guardaespaldas. Pero una cosa… una cosa había cambiado.
«Nadie volverá a hacerme esto nunca más». Ningún rey ni general, ningún brillante señor ni brillante dama.
Antes que pasar por esto prefería morir.
Pasaron ante una ventana a sotavento y Kaladin se detuvo a respirar el fresco olor del aire libre. La ventana ofrecía una vista corriente y anodina del campamento, pero parecía gloriosa. Una leve brisa le agitó el pelo y se permitió sonreír, llevándose una mano a la barbilla. Varias semanas sin afeitar. Tendría que pedirle a Roca que se encargara de ello.
—Ya está —dijo el carcelero—. Es libre. ¿Podemos acabar ya con esta farsa, alteza?
—¿Alteza?
Kaladin se volvió en el pasillo y vio que el guardia se había detenido ante otra celda, una de las más grandes del lugar. Kaladin había sido internado en la más profunda, lejos de las ventanas.
El carcelero hizo girar una llave en la cerradura de la puerta de madera y la abrió. Adolin Kholin, vestido con un simple uniforme ajustado, salió de la celda. También tenía barba de varios días, aunque era rubia, moteada de negro. El príncipe inspiró profundamente antes de volverse hacia Kaladin y asentir.
—¿Te encerró a ti también? —dijo Kaladin, aturdido—. ¿Cómo…? ¿Qué…?
—Esperan en la otra habitación, brillante señor —dijo el carcelero, nervioso.
Adolin asintió y se dirigió hacia allí.
Kaladin alcanzó al carcelero y lo cogió por el brazo.
—¿Qué está pasando? ¿El rey ha metido aquí al heredero de Dalinar?
—El rey no tuvo nada que ver —respondió el carcelero—. El brillante señor Adolin insistió. No quiso salir mientras estuvieras recluido. Tratamos de impedírselo, pero es un príncipe. No podemos obligarle a hacer nada, tormentas, ni siquiera a marcharse. Se encerró él mismo en esa celda y tuvimos que soportarlo.
Imposible. Kaladin miró a Adolin, que recorría lentamente el pasillo. El príncipe tenía mucho mejor aspecto que él: obviamente se había bañado en alguna ocasión, y su celda era mucho más grande, con más intimidad.
Pero de todas formas era una celda.
«Eso fue lo que oí aquel día, poco después de que me encarcelaran —pensó Kaladin—. Adolin vino y se encerró él mismo».
Kaladin corrió tras el príncipe.
—¿Por qué?
—No me parecía justo que estuvieras aquí —dijo Adolin, mirando al frente.
—Estropeé tu oportunidad de enfrentarte a Sadeas en duelo.
—A estas alturas, sin ti yo estaría lisiado o muerto —señaló Adolin—. Así que no habría tenido ninguna oportunidad de enfrentarme a Sadeas de todas formas. —El príncipe se detuvo en el pasillo y miró a Kaladin—. Además, salvaste a Renarin.
—Es mi trabajo.
—Entonces tenemos que pagarte más, muchacho del puente. Porque creo que nunca he conocido a otro hombre que saltara, sin armadura, a luchar contra seis portadores de esquirlada.
Kaladin frunció el ceño.
—Espera. ¿Llevas colonia? ¿En prisión?
—Bueno, no había ninguna necesidad de volverse un bárbaro por estar encarcelado.
—Tormentas, sí que eres engreído.
—Soy refinado, granjero insolente —replicó Adolin. Luego sonrió—. Además, te hago saber que tuve que usar agua fría para mis baños mientras estaba aquí.
—Pobrecito.
—Lo sé. —Adolin vaciló, luego extendió una mano.
Kaladin la estrechó.
—Siento haberte estropeado el plan.
—Bah, no fuiste tú —dijo Adolin—. Lo hizo Elhokar. ¿Crees que no podría haber ignorado sin más tu petición, y seguir adelante, permitiéndome continuar con mi desafío a Sadeas? Se dejó llevar por su mal genio en vez de controlar a la multitud y seguir adelante. Tormenta de hombre.
Kaladin parpadeó ante el tono audaz, luego miró al carcelero, que se mantenía apartado, obviamente tratando de no llamar la atención.
—Las cosas que dijiste sobre Amaram… —preguntó Adolin—. ¿Eran ciertas?
—Todas y cada una de ellas.
Adolin asintió.
—Siempre me he preguntado qué escondía ese tipo. —Continuó andando.
—Espera —dijo Kaladin, corriendo para alcanzarlo—, ¿me crees?
—Mi padre es el mejor hombre que conozco, quizás el mejor hombre vivo. Incluso él pierde los nervios, toma decisiones equivocadas y tiene un pasado problemático. Amaram nunca parece hacer nada mal. Si escuchas las historias que se cuentan de él, es como si todos esperaran que brille en la oscuridad y mee néctar. A mí eso me apesta a alguien que se esfuerza demasiado en mantener su reputación.
—Tu padre dice que no tendría que haber intentado retarlo.
—Sí —dijo Adolin, llegando a la puerta al fondo del pasillo—. Sospecho que no acabas de entender el formalismo de los duelos. Un ojos oscuros no puede retar a un hombre como Amaram, y desde luego no tendrías que haber hecho lo que hiciste. Avergonzó al rey, como si hubieras escupido en un regalo que te hubiera hecho. —Adolin vaciló—. Naturalmente, eso ya no debería importarte, y mucho menos después de hoy.
Adolin abrió la puerta. Al otro lado, la mayoría de los hombres del Puente Cuatro se apiñaban en una pequeña sala donde los carceleros obviamente se pasaban el día. Habían retirado a un rincón mesas y sillas para hacer sitio a los veintitantos hombres que saludaron a Kaladin cuando se abrió la puerta. Sus saludos se disolvieron de inmediato y empezaron a vitorear.
Ese sonido… ese sonido aplastó la oscuridad hasta que desapareció por completo. Kaladin descubrió que sonreía mientras avanzaba para reunirse con ellos, aceptando sus manos, escuchando a Roca hacer una broma sobre su barba. Renarin estaba allí con su uniforme del Puente Cuatro, e inmediatamente se reunió con su hermano, hablándole tranquilamente de manera jovial, aunque había sacado la cajita con la que le gustaba juguetear.
Kaladin miró hacia un lado. ¿Quiénes eran estas personas que había junto a la pared? Miembros del séquito de Adolin. ¿Era ese uno de sus armeros? Llevaban algo envuelto en sábanas. Adolin entró en la habitación y dio ruidosamente una palmada, haciendo callar al Puente Cuatro.
—Resulta que ahora poseo no una, sino dos nuevas hojas esquirladas y tres armaduras —declaró—. El principado Kholin ha pasado a disponer de una cuarta parte de las esquirlas de todo Alezkar, y me han nombrado campeón de duelos. No es sorprendente, considerando que Relis se marchó en una caravana de vuelta a Alezkar la noche después de nuestro duelo, enviado por su padre en un intento de ocultar la vergüenza de ser derrotado tan claramente.
»Un equipo completo de esas esquirlas será para el general Khal, y he ordenado que otros dos sean entregados a los ojos claros de rango adecuados del ejército de mi padre. —Adolin indicó las sábanas con un gesto—. Eso deja un equipo entero. Personalmente, siento curiosidad por saber si las historias son ciertas. Si un ojos oscuros se vincula a una hoja esquirlada, ¿cambiarán sus ojos de color?
Kaladin sintió un momento de pánico total. Otra vez. Estaba sucediendo otra vez.
Los armeros retiraron las sábanas, revelando una titilante espada plateada afilada por ambos lados, con un patrón de retorcidas enredaderas que corría por su centro. A sus pies, los armeros descubrieron una armadura, pintada de naranja, tomada de uno de los hombres a quien Kaladin había ayudado a derrotar.
Tomó las esquirlas y todo cambió. Kaladin se sintió inmediatamente enfermo, casi paralizado. Se volvió hacia Adolin.
—¿Puedo hacer con ellas lo que desee?
—Tómalas —dijo Adolin, asintiendo—. Son tuyas.
—Ya no —replicó Kaladin, señalando hacia uno de los miembros del Puente Cuatro—. Moash. Tómalas. Ahora eres portador de esquirlada.
El rostro de Moash perdió todo el color. Kaladin se preparó. La última vez… Dio un respingo cuando Adolin lo agarró por el hombro, pero la tragedia del ejército de Amaram no se repitió. En cambio, Adolin lo sacó al pasillo, alzando una mano para hacer callar a los hombres del puente.
—Un segundo —dijo Adolin—. Que nadie se mueva. —Entonces, en voz más baja, le susurró a Kaladin—: Te estoy dando una hoja esquirlada y una armadura.
—Gracias —contestó Kaladin—. Moash sabrá darles buen uso. Zahel lo ha entrenado bien.
—No se las he dado a él. Te las he dado a ti.
—Si de verdad son mías, puedo hacer con ellas lo que quiera. ¿O es que en realidad no son mías?
—Pero ¿qué pasa contigo? —exclamó Adolin—. Este es el sueño de todo soldado, ojos claros u oscuros. ¿Es por rencor? O es… —Adolin parecía completamente anonadado.
—No es por rencor —respondió Kaladin, hablando en voz baja—. Adolin, esas espadas han matado a demasiada gente a la que amaba. No puedo mirarlas ni tocarlas sin ver sangre.
—Serías ojos claros —susurró Adolin—. Aunque no cambiara el color de tus ojos, contarías como uno de nosotros. Los portadores de esquirlada pertenecen inmediatamente al cuarto dahn. Podrías retar a Amaram. Tu vida entera daría un giro.
—No quiero que mi vida cambie por convertirme en ojos claros. Quiero que cambien las vidas de la gente como yo… como yo soy ahora. Este regalo no es para mí, Adolin. No pretendo ofenderte a ti ni a nadie. Es que no quiero una hoja esquirlada.
—Ese asesino va a volver —sentenció Adolin—. Los dos lo sabemos. Preferiría que tuvieras esquirlas para ayudarme.
—Seré más útil sin ellas.
Adolin frunció el ceño.
—Déjame dárselas a Moash —insistió Kaladin—. Viste, en ese coso, que puedo manejarme bien sin espada ni armadura. Si le damos las esquirlas a uno de mis mejores hombres, seremos tres para combatirlo, no solo dos.
Adolin se volvió a mirar la habitación, luego a Kaladin, escéptico.
—Estás loco, ¿lo sabes?
—Lo acepto, sí.
—Bien —dijo Adolin, volviendo a entrar en la habitación—. Tú. Moash, ¿verdad? Supongo que estas esquirlas ya son tuyas. Enhorabuena. Ahora superas en rango al noventa por ciento de Alezkar. Escógete un apellido y pide unirte a una de las casas bajo el estandarte de Dalinar, o inicia la tuya propia si te apetece.
Moash miró a Kaladin en busca de confirmación, y este asintió.
El alto hombre del puente se encaminó hacia el lado de la habitación y extendió una mano para posarla en la hoja esquirlada. Deslizó los dedos hasta la empuñadura, luego la cogió y alzó asombrado la espada. Como la mayoría, era enorme, pero Moash la sostuvo con facilidad con una mano. El berilo engarzado en la empuñadura destelló con una explosión de luz.
Moash miró a los otros miembros del Puente Cuatro, un mar de ojos muy abiertos y bocas sin habla. A su alrededor brotaron glorispren, un remolino de al menos dos docenas de esferas de luz.
—Sus ojos —dijo Lopen—. ¿No deberían estar cambiando?
—Si sucede —respondió Adolin—, puede que no se produzca hasta que esté vinculado con la espada. Eso dura una semana.
—Ponedme la armadura —pidió Moash a los armeros. Con urgencia, como si temiera que se la quitaran.
—¡Ya está bien de todo esto! —exclamó Roca mientras los armeros empezaban a trabajar, y su voz llenó la habitación como un trueno cautivo—. ¡Tenemos que celebrar una fiesta! Gran capitán Kaladin, Bendito por la Tormenta y habitante de prisiones, ahora te comerás mi guiso. ¡Ja! Lo llevo cocinando desde que te encerraron.
Kaladin dejó que los hombres del puente lo sacaran al exterior, donde esperaba un grupo de soldados, incluyendo a muchos de los hombres de otras cuadrillas de puentes. Vitorearon, y Kaladin vio a Dalinar esperando aparte. Adolin se dirigió al encuentro de su padre, pero este observaba a Kaladin. ¿Qué significaba esa mirada tan pensativa? Kaladin apartó los ojos, aceptando las felicitaciones de los hombres de los puentes mientras le estrechaban la mano y le daban palmadas en la espalda.
—¿Qué has dicho, Roca? —preguntó—. ¿Que has cocinado un guiso por cada día que he estado encerrado?
—No —dijo Teft, rascándose la barba—. El comecuernos de las tormentas ha estado cocinando una sola olla, dejándola a fuego lento durante semanas. No nos deja probarla, e insiste en permanecer despierto por la noche atendiéndola.
—Es un guiso de celebración —intervino Roca, cruzándose de brazos—. Debe estar a fuego lento mucho tiempo.
—Bueno, pues vamos a probarlo —indicó Kaladin—. Desde luego, me vendrá bien algo mejor que la comida de la prisión.
Los soldados vitorearon y se encaminaron a su barracón. Mientras se dirigían hacia allí Kaladin agarró a Teft por el brazo.
—¿Cómo se lo tomaron los hombres? —preguntó—. Me refiero a mi encarcelamiento.
—Se habló de liberarte —admitió Teft en voz baja—. Pero les hice entrar en razón. No hay ningún buen soldado que no se pase un día o dos encerrado. Forma parte del trabajo. No te degradaron, así que solo querían retorcerte un poco la muñeca. Los hombres lo entendieron.
Kaladin asintió.
Teft miró a los demás.
—Están muy cabreados con ese Amaram. Y hay mucho interés por ti. Cualquier cosa de su pasado los hace hablar, ya ves.
—Llévalos de vuelta al barracón —dijo Kaladin—. Me reuniré con vosotros dentro de un momento.
—No tardes mucho —advirtió Teft—. Los chicos llevan tres semanas ante esta puerta. Les debes su celebración.
—Enseguida voy —dijo Kaladin—. Solo quiero decirle un par de cosas a Moash.
Teft asintió y corrió a conducir a los demás. La habitación principal de la prisión parecía vacía cuando Kaladin volvió a entrar. Solo quedaban Moash y los armeros. Kaladin se acercó a ellos. Observó a Moash cerrar el puño con el guantelete puesto.
—Todavía no me lo creo, Kal —dijo Moash mientras los armeros le colocaban el peto—. Tormentas… Ahora valgo más que algunos reinos.
—Yo no pensaría en vender las esquirlas, y mucho menos a un forastero —dijo Kaladin—. Esas cosas pueden considerarse traición.
—¿Traición? —dijo Moash, alzando bruscamente la cabeza. Cerró el otro puño—. Nunca. —Sonrió, una mueca de pura alegría mientras el peto encajaba en su sitio.
—Yo le ayudaré con el resto —les dijo Kaladin a los armeros. Estos se retiraron, reacios, dejándolos a solas.
Ayudó a Moash a colocarse una de las hombreras.
—He tenido mucho tiempo para pensar ahí dentro —dijo Kaladin.
—Me lo imagino.
—El tiempo me condujo a tomar unas cuantas decisiones —prosiguió Kaladin mientras la sección de la armadura encajaba en su sitio—. Una es que tus amigos tienen razón.
Moash se volvió bruscamente hacia él.
—Entonces…
—Entonces diles que estoy de acuerdo con su plan. Haré lo que quieran que haga para ayudarlos a… conseguir su objetivo.
Un extraño silencio se instaló en la estancia.
Moash lo cogió por el brazo.
—Les dije que comprenderías. —Señaló la armadura que llevaba—. Esto también nos ayudará a llevar a cabo lo que tenemos que hacer. Y cuando hayamos terminado, me aseguraré de que el hombre al que desafiaste tenga el mismo tratamiento.
—Solo estoy de acuerdo porque es lo mejor —repuso Kaladin—. Para ti, Moash, es cuestión de venganza… y no intentes negarlo. Yo creo de verdad que es lo que Alezkar necesita. Tal vez lo que necesita el mundo.
—Sí, ya lo sé —dijo Moash, poniéndose el casco, la visera alzada. Inspiró profundamente, dio un paso y se tambaleó, casi a punto de precipitarse al suelo. Lo impidió sujetándose a una mesa, que aplastó entre los dedos, quebrando la madera.
Miró lo que había hecho y se echó a reír.
—Esto… esto va a cambiarlo todo. Gracias, Kaladin. Gracias.
—Llamemos a los armeros para que te ayuden a quitártela —dijo Kaladin.
—No. Ve a la fiesta de Roca. ¡Yo voy a practicar a los terrenos de entrenamiento! No me quitaré esto de encima hasta que pueda moverme con naturalidad.
Tras haber visto los esfuerzos de Renarin para aprender a manejar su armadura, Kaladin sospechó que el proceso iba a durar un poco más de lo que Moash quería. No dijo nada y volvió de nuevo al exterior. Disfrutó un momento de la luz del sol, con los ojos cerrados y la cabeza levantada al cielo.
Luego corrió a reunirse con el Puente Cuatro.