Mi camino ha sido escogido muy deliberadamente. Sí, estoy de acuerdo con todo lo que has dicho de Rayse, incluyendo el serio peligro que supone.
Dalinar se detuvo en el camino de bajada del Pináculo, acompañado de Navani. A la luz del crepúsculo contemplaron la interminable hilera de hombres que volvía a los campamentos de guerra desde las Llanuras Quebradas. Los ejércitos de Bethab y Thanadal regresaban tras su incursión en la meseta, siguiendo a sus altos príncipes, que probablemente lo habían hecho un poco antes.
Un jinete se acercó al Pináculo, tal vez con noticias para el rey. Dalinar miró a uno de sus guardias (tenía cuatro esta noche, dos para él, dos para Navani), e hizo un gesto.
—¿Quieres los detalles, brillante señor? —preguntó el hombre del puente.
—Por favor.
El hombre bajó corriendo el camino en zigzag. Dalinar lo observó, pensativo. Estos hombres eran notablemente disciplinados, considerando su origen… pero no eran soldados de carrera. No les gustaba lo que había hecho al encarcelar a su capitán.
Sospechaba que no permitirían que se convirtiera en un problema. El capitán Kaladin los dirigía bien: era exactamente el tipo de oficial que Dalinar buscaba. El que mostraba iniciativa no por deseo de ascender, sino por la satisfacción del trabajo bien hecho. Ese tipo de soldado a menudo tenía principios difíciles hasta que aprendía a sentar la cabeza. Tormentas. El propio Dalinar había necesitado lecciones similares en diversos momentos de su vida.
Continuó bajando despacio el camino en zigzag con Navani. Ella estaba radiante esta noche, con un adorno de zafiros que brillaban tenuemente a la luz en el cabello. A Navani le gustaban estos paseos juntos, y no tenían prisa por llegar al banquete.
—Sigo pensando que debería haber un modo de utilizar los fabriales como bombas de extracción —dijo Navani, continuando su conversación anterior—. Has visto que se construyen gemas para atraer ciertas sustancias, pero no otras; algo muy útil cuando se trata de cosas como el humo de un incendio. ¿Podríamos hacer que también pudiera aplicarse al agua?
Dalinar gruñó, asintiendo.
—Cada vez son más los edificios de los campamentos de guerra que tienen instalaciones de fontanería al estilo de Kharbranth —continuó ella—, pero usan la gravedad para conducir el líquido a través de las tuberías. Imagino auténtico movimiento, con gemas en los extremos de los segmentos de los tubos para hacer pasar el agua contra el tirón de la tierra…
Él volvió a gruñir.
—Hicimos un descubrimiento en el diseño de las nuevas hojas esquirladas el otro día.
—¿Qué? ¿Lo dices en serio? —preguntó él—. ¿Qué pasó? ¿Cuándo tendréis una preparada?
Ella sonrió, cogida de su brazo.
—¿Qué?
—Solo quería comprobar si seguías siendo tú —dijo—. Nuestro descubrimiento fue advertir que las gemas de las hojas, usadas para enlazarlas, puede que no fueran originalmente parte de las armas.
Él frunció el ceño.
—¿Y eso es importante?
—Desde luego. Si fuera cierto, eso significaría que las espadas no reciben el poder de las piedras. Es obra de Rushu, que preguntó por qué puede invocarse y descartarse una hoja esquirlada aunque la gema se haya vuelto opaca. No teníamos ninguna respuesta, y ella se pasó las últimas semanas en contacto con Kharbranth, usando una de esas nuevas estaciones de información. Encontró un fragmento de texto varias décadas posterior a la Traición donde se habla de hombres que aprendieron a invocar y descartar sus espadas añadiéndoles gemas, un adorno casual según parece.
Él frunció el ceño mientras pasaban ante un macizo de cortezapizarra donde un jardinero trabajaba a estas horas, retirándolos con cuidado y tarareando para sí. Se había puesto el sol: Salas acababa de salir por el este.
—Si esto es cierto —dijo Navani, feliz—, volvemos a no saber absolutamente nada de cómo fueron creadas las espadas esquirladas.
—En ese caso, no veo que se trate de un descubrimiento.
Ella sonrió, palmeándole el brazo.
—Imagina que te hubieras pasado los últimos cinco años creyendo que un enemigo había estado siguiendo la Guerra de Dialectur como modelo táctico, y que luego te enteraras de que nunca había oído hablar del tratado.
—Ah…
—Suponíamos que de algún modo la fuerza y la liviandad de las espadas era una construcción fabrial que recibía energía de la gema —siguió explicando Navani—. Puede que no sea así. Parece que el propósito de la gema se usa solo para vincular la espada… algo que los Radiantes no necesitaban hacer.
—Espera. ¿No?
—No, si este fragmento es correcto. De ello se deduce que los Radiantes siempre podían descartar e invocar las espadas… pero durante un tiempo la capacidad se perdió. Solo se recuperó cuando alguien añadió una gema a su espada. Según el documento, las armas cambiaron de forma para aceptar las piedras, pero yo no estoy segura de eso.
»Sea como fuere, después de que los Radiantes cayeran pero antes de que los hombres aprendieran a poner gemas en sus espadas y vincularlas, las armas eran al parecer todavía sobrenaturalmente afiladas y livianas, aunque el vínculo era imposible. Esto explicaría varios otros fragmentos de archivos que hemos leído y nos han resultado confusos…
Ella siguió hablando; a él le gustaba el sonido de su voz. Sin embargo, los detalles de la construcción del fabrial no le acuciaban en este momento. Le importaba el asunto. Tenía que importarle, tanto por ella como por las necesidades del reino. Sin embargo, de momento no podía preocuparse por eso. Mentalmente iba repasando los preparativos para la expedición a las Llanuras Quebradas. Cómo conseguir que los moldeadores de almas quedaran protegidos de las miradas, tal como ellos preferían. Las redes sanitarias no deberían ser ningún problema, y habría agua en abundancia. ¿Cuántas escribas tendría que llevar? ¿Caballos? Solo quedaba una semana, y tenía listos la mayor parte de los preparativos, como la construcción de los puentes móviles y los cálculos de suministros. Sin embargo, siempre había detalles pendientes.
Por desgracia, la principal variable escapaba a su control. No sabía cuántos soldados tendría. Dependía de cuál de los altos príncipes, si había alguno, accedía a acompañarlo. Faltaba menos de una semana y aún no estaba seguro de que alguno de ellos fuera a hacerlo.
«Podría emplear sobre todo a Hatham —pensó Dalinar—. Dirige un ejército férreo. Si Aladar no se hubiera aliado tan vigorosamente con Sadeas… La verdad es que no entiendo a ese hombre. Thanadal y Bethab… tormentas, ¿tendré que traer mercenarios si ninguno de los dos accede a venir? ¿Ese es el tipo de ejército que quiero? ¿Me atreveré a rechazar cualquier lanza que pueda acudir a mí?».
—No voy a sacar una buena conversación de ti esta noche, ¿verdad? —preguntó Navani.
—No —admitió él mientras llegaban a la base del Pináculo y se dirigían al sur—. Lo siento.
Ella asintió y Dalinar vio la máscara resquebrajarse. Hablaba de su trabajo por tener algo de qué hablar. Se detuvo a su lado.
—Sé que duele —dijo él en voz baja—. Pero mejorará.
—Ella no me dejó comportarme como una madre —dijo Navani, mirando a lo lejos—. ¿Lo sabes? Fue casi como… en cuanto Jasnah llegó a la adolescencia, ya no necesitó una madre. Intenté acercarme a ella y solo encontré frialdad, como si tenerme cerca le recordara que una vez fue una niña. ¿Qué pasó con mi hijita, tan llena de preguntas?
Dalinar la atrajo hacia sí. El decoro podía irse a Condenación. Los tres guardias arrastraron los pies, mirando hacia otro lado.
—También se llevarán a mi hijo —susurró Navani—. Lo están intentando.
—Yo lo protegeré —prometió Dalinar.
—¿Y quién te protegerá a ti?
Él no tenía respuesta para eso. Responder que sus guardias parecía trivial. No era eso lo que ella había preguntado. «¿Quién te protegerá cuando vuelva el asesino?».
—Casi deseo que fracases —dijo ella—. Al mantener a este reino unido, te conviertes en el principal objetivo. Si todo se desmoronara y volviéramos a los principados, tal vez nos dejarían en paz.
—Y entonces vendría la tormenta —replicó Dalinar en voz baja. Once días.
Navani dio un paso atrás, asintiendo, recuperando la compostura.
—Tienes razón, claro. Es que… esto es la primera vez para mí. Tratar con todo esto. ¿Cómo lo hiciste, cuando Shshsh murió? Sé que la amabas, Dalinar. No tienes que negarlo por mi ego.
Él vaciló. La primera vez: una implicación de que cuando Gavilar murió, ella no quedó destrozada por el hecho. Nunca había reconocido tan directamente las… dificultades que los dos habían tenido.
—Lo siento —dijo Navani—. ¿Ha sido una pregunta demasiado difícil, considerando la fuente? —Guardó el pañuelo que había utilizado para secarse los ojos—. Te pido disculpas: sé que no te gusta hablar de ella.
No es que fuera una pregunta difícil. Era que Dalinar no recordaba a su esposa. Qué extraño poder pasar semanas sin advertir siquiera este agujero en sus recuerdos, este cambio que le había arrancado un pedazo de su ser y le había dejado vacío. Sin una pizca de emoción cuando se mencionaba su nombre, que no podía oír.
Era mejor pasar a otro tema.
—No puedo dejar de pensar que el asesino está implicado en todo esto, Navani. La tormenta que viene, los secretos de las Llanuras Quebradas, incluso Gavilar. Mi hermano sabía algo, algo que nunca compartió con ninguno de nosotros. —«Tienes que encontrar las palabras más importantes que puede decir un hombre»—. Daría cualquier cosa por saber qué era.
—Lo supongo —dijo Navani—. Volveré a mis diarios de la época, tal vez pusiera algo que nos dé alguna pista… aunque te advierto que he repasado esos archivos docenas de veces.
Dalinar asintió.
—No importa, no es urgente. En este momento, ellos son nuestro objetivo.
Se volvieron para ver los carruajes que pasaban de largo, dirigiéndose a la cercana cuenca de festejos, donde las luces teñían la noche de un suave tono violeta. Dalinar entornó los ojos y vio que se acercaba el carruaje de Ruthar. El alto príncipe había sido despojado de todas sus esquirlas, excepto de la espada. Habían cortado la mano derecha de Sadeas en este asunto, pero todavía quedaba la cabeza. Y era venenosa.
Los otros altos príncipes eran un problema casi de la misma envergadura que Sadeas. Se resistían a él porque querían que las cosas siguieran como hasta entonces. Se atiborraban de riquezas y juegos. Los festines lo dejaban claramente al descubierto, con sus platos exóticos y sus ricos ropajes.
El mundo parecía a punto de terminar, y los alezi daban una fiesta.
—No los desprecies —dijo Navani.
Dalinar frunció aún más el ceño. Ella captaba sus pensamientos demasiado bien.
—Escúchame, Dalinar —prosiguió, volviéndose para mirarlo a los ojos—. ¿Ha surgido alguna vez algo bueno de un padre que odia a sus hijos?
—No los odio.
—Te repugna su exceso, y estás a punto de extender esa emoción a ellos también. Viven las vidas que han conocido, las vidas que la sociedad les ha enseñado que son adecuadas. No los cambiarás con desdén. No eres Sagaz: tu trabajo no es despreciarlos. Tu trabajo es abrazarlos, animarlos. Liderarlos, Dalinar.
Él inspiró profundamente y asintió.
—Iré a la isla de las mujeres —añadió ella, advirtiendo que el guardia del puente regresaba con noticias del ataque a la meseta—. Me consideran un vestigio excéntrico de cosas que estarían mejor en el pasado, pero creo que todavía me escuchan. A veces. Haré lo que pueda.
Se separaron; Navani se apresuró para llegar a la fiesta, Dalinar se retrasó mientras el hombre del puente le transmitía sus noticias. La carga en la meseta había tenido éxito y habían capturado una gema corazón. Habían tardado un buen rato en llegar al objetivo, pues la meseta estaba en las profundidades de las Llanuras, casi en el borde de la zona explorada. Los parshendi no habían aparecido para disputar la gema, aunque sus exploradores los habían vigilado desde lejos.
«Una vez más deciden no luchar —pensó Dalinar, recorriendo la distancia que lo separaba del banquete—. ¿Qué significa ese cambio? ¿Qué están planeando?».
La cuenca del festín estaba compuesta por una serie de islas animadas junto al complejo del Pináculo. La habían inundado, como sucedía a menudo, de modo que los montículos animados asomaran entre pequeños ríos. El agua brillaba. Al parecer habían sumergido una gran cantidad de esferas para producir ese tono etéreo. Púrpura, en conjunción con la luna que acababa de salir, violeta y frágil en el horizonte.
Había lámparas colocadas de manera intermitente, pero con esferas opacas, quizá para no distraer la atención de las brillantes aguas. Dalinar cruzó los puentes hasta la isla más lejana, la isla del rey, donde hombres y mujeres se mezclaban y solo estaban invitados los más poderosos. Era allí donde encontraría a los altos príncipes. Incluso Bethab, que acababa de regresar de la carga en la meseta, estaba allí ya… aunque, como prefería usar compañías de mercenarios para el grueso de su ejército, no era sorprendente que hubiera vuelto tan rápido. Cuando capturaban la gema corazón, a menudo regresaba velozmente con el premio, dejando que sus hombres se las apañaran.
Dalinar pasó ante Sagaz, que había vuelto a los campamentos con su característico misterio y estaba insultando a todos los que encontraba. Ese día no le apetecía enzarzarse en un duelo verbal con él. En cambio, buscó a Vamah; el alto príncipe parecía haber escuchado de verdad las alegaciones de Dalinar durante su cena más reciente. Quizás insistiendo un poco más, se comprometería a unirse a él para atacar a los parshendi.
Las miradas siguieron a Dalinar cuando cruzó la isla y, a su paso, como sarpullidos, surgieron conversaciones entre susurros. A estas alturas, esperaba esas miradas, aunque seguían enervándolo. ¿Eran más numerosas esa noche? ¿Eran más prolongadas? No podía moverse en la sociedad alezi hoy en día sin captar una sonrisa en los labios de mucha gente, como si todos fueran parte de un gran chiste que no le hubieran contado.
Encontró a Vamah hablando con un grupo de tres mujeres mayores. Una era Sivi, una alta dama de la corte de Ruthar que, contraviniendo las costumbres, había dejado a su marido en casa atendiendo sus tierras y había acudido sola a las Llanuras Quebradas. Miró a Dalinar con una sonrisa y ojos como dagas. El plan para socavar a Sadeas había fracasado en gran medida, pero en parte porque la vergüenza y el daño habían sido desviados hacia Ruthar y Aladar, que habían sufrido la pérdida de los portadores de esquirlada en los duelos contra Adolin.
Bueno, esos dos nunca iban a ser partidarios de Dalinar: eran los valedores más fuertes de Sadeas.
Las cuatro personas guardaron silencio mientras Dalinar se acercaba. El alto príncipe Vamah entornó los ojos a la tenue luz, mirando a Dalinar de arriba abajo. Tras él había un copero con una botella de líquido exótico. Vamah a menudo llevaba su propia bebida a las fiestas, no importaba quién las celebrara: muchos asistentes consideraban un triunfo político el mero hecho de entablar con él una conversación interesante para ganarse un sorbo de lo que hubiera conseguido importar.
—Vamah —dijo Dalinar.
—Dalinar.
—Hay un asunto que quería discutir contigo. Me parece impresionante lo que has conseguido hacer con caballería ligera en tus cargas de las mesetas. Dime, ¿cómo decides hasta qué punto arriesgarte a un asalto total con tus jinetes? La pérdida de caballos podría anular fácilmente las ganancias de las gemas corazón, pero has conseguido equilibrarlas con astutas estratagemas.
—Yo… —Vamah sonrió, mirando hacia un lado. Un grupo de jóvenes cercanos se reía mientras miraban a Dalinar—. Es cuestión de…
Otro sonido, más fuerte, llegó desde el otro extremo de la isla. Vamah empezó a explicarse de nuevo, pero sus ojos se desplazaron en esa dirección, y una carcajada sonó con más fuerza. Dalinar se obligó a mirar y advirtió a las mujeres cubriéndose la boca con la mano y a los hombres tosiendo para disimular sus exclamaciones. Un intento medio sentido por mantener el decoro alezi.
Dalinar miró de nuevo a Vamah.
—¿Qué ocurre?
—Lo siento, Dalinar.
Junto a él, Sivi se guardó varias hojas de papel bajo el brazo. Miró a Dalinar a los ojos con forzada indiferencia.
—Discúlpame —dijo este. Con los puños cerrados, cruzó la isla hacia la fuente del ruido. Al acercarse, se callaron y se disolvieron en grupos más pequeños. Por la rapidez con que se dispersaron casi pareció planeado, pues lo dejaron ante Sadeas y Aladar, que estaban de pie el uno al lado del otro.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Dalinar, dirigiéndose a ambos.
—Festejando —dijo Sadeas antes de meterse un trozo de fruta en la boca—. Salta a la vista.
Dalinar inspiró profundamente. Miró a Aladar, largo de cuello y calvo, con el bigote y el mechón de pelo en el labio inferior.
—Deberías avergonzarte —gruñó Dalinar—. Mi hermano te llamó una vez amigo.
—¿Y a mí no? —dijo Sadeas.
—¿Qué has hecho? —exigió Dalinar—. ¿De qué habla todo el mundo, riendo a hurtadillas?
—Siempre das por hecho que soy yo —replicó Sadeas.
—Eso es porque cada vez que pienso que no eres tú, me equivoco.
Sadeas le dirigió una fría sonrisa con los labios apretados. Empezó a responder, pero se lo pensó y finalmente se metió otro trozo de fruta en la boca. Masticó y sonrió.
—Está rica —se limitó a decir. Se dio media vuelta para marcharse.
Aladar vaciló. Entonces sacudió la cabeza y lo siguió.
—Nunca imaginé que fueras un cachorrito que sigue los talones de tu amo, Aladar —le espetó Dalinar.
No hubo respuesta.
Dalinar gruñó y recorrió la isla buscando a alguien de su propio campamento de guerra que pudiera haberse enterado de lo que sucedía. Parecía que Elhokar llegaba tarde a su propia fiesta, aunque justo entonces Dalinar vio que se acercaba. No había ni rastro de Teshav ni de Khal todavía, pero sin duda aparecería, ahora que era portador de esquirlada.
Quizá tendría que pasar a una de las otras islas, donde estarían confraternizando los ojos claros menores. Se dirigió hacia allí, pero se detuvo cuando oyó algo.
—Vaya, brillante señor Amaram —exclamó Sagaz—, esperaba poder verte esta noche. Me he pasado la vida haciendo que otros se sientan fatal, así que es una verdadera alegría encontrarme con alguien que tiene un talento tan innato como tú en esa destreza.
Dalinar dio media vuelta y reparó en Amaram, que acababa de llegar. Llevaba su capa de los Caballeros Radiantes y un fajo de papeles bajo el brazo. Se detuvo junto a la silla de Sagaz; el agua cercana proyectaba un tono lavanda sobre su piel.
—¿Te conozco? —preguntó el recién llegado.
—No —respondió Sagaz tan tranquilo—, pero por fortuna puedes añadirlo a la lista de muchas, muchísimas cosas en las que eres un ignorante.
—Pero ahora te he conocido —alegó Amaram, extendiendo una mano—. Así que la lista se ha reducido.
—Por favor —dijo Sagaz, rechazando la mano—. No querría que lo frotaras en mí.
—¿Qué?
—Lo que sea que hayas estado usando para hacer que tus manos parezcan limpias, brillante señor Amaram. Debe de ser muy potente.
Dalinar se acercó rápidamente.
—Dalinar —dijo Sagaz, asintiendo.
—Sagaz. Amaram, ¿qué son esos papeles?
—Una de tus secretarias los cogió y me los trajo —dijo este—. Se repartieron copias por toda la fiesta antes de tu llegada. Tu secretaria pensó que quizá la brillante Navani querría verlas si no lo ha hecho ya. ¿Dónde está?
—Manteniéndose apartada de ti, desde luego —recalcó Sagaz—. Mujer afortunada.
—Sagaz —dijo Dalinar con severidad—, ¿te importa?
—Rara vez.
Dalinar suspiró, se volvió a mirar a Amaram y cogió los papeles.
—La brillante Navani está en otra isla. ¿Sabes qué dice aquí?
La expresión de Amaram se ensombreció.
—Ojalá no lo supiera.
—Podría golpearte en la cabeza con un martillo —dijo Sagaz felizmente—. Un buen cachiporrazo te haría olvidar y haría maravillas con esa cara tuya.
—Sagaz —advirtió Dalinar fríamente.
—Solo estoy bromeando.
—Bien.
—Un martillo apenas haría mella en un cráneo tan duro.
Amaram se volvió hacia Sagaz con cara de desconcierto.
—Se te da muy bien poner esa expresión —comentó Sagaz—. Mucha práctica, supongo.
—¿Este es el nuevo sagaz? —preguntó Amaram.
—Quiero decir —continuó Sagaz—, no querría llamar imbécil a Amaram…
Dalinar asintió.
—… porque entonces tendría que explicarle lo que significa la palabra, y no estoy seguro de que ninguno de nosotros disponga del tiempo necesario para ello.
Amaram suspiró.
—¿Por qué no lo ha matado nadie todavía?
—Suerte tonta —replicó Sagaz—. En eso soy afortunado de que todos seáis tan tontos.
—Gracias, Sagaz —dijo Dalinar, cogiendo a Amaram por el brazo y llevándolo aparte.
—¡Uno más, Dalinar! —rogó Sagaz—. Un último insulto y lo dejaré en paz.
Ellos continuaron andando.
—Señor Amaram —llamó Sagaz con voz solemne, empezando a inclinarse—. Te saludo. Eres lo que cretinos inferiores como Sadeas solo pueden aspirar a ser.
—¿Los papeles? —le dijo Dalinar a Amaram, ignorando a Sagaz.
—Relatan tus… experiencias, brillante señor —contestó Amaram en voz baja—. Las que tienes durante las tormentas. Escritas por la brillante Navani en persona.
Dalinar cogió los papeles. Sus visiones. Alzó la cabeza y vio a corrillos de gente reunidos en la isla, charlando y riendo, mirándolo.
—Comprendo —dijo en voz baja. Las burlas ocultas cobraban sentido—. Búscame a la brillante Navani, por favor.
—A tu servicio —respondió Amaram, pero se detuvo de pronto, señalando. Navani cruzaba la isla adyacente, dirigiéndose hacia ellos con aire de enfado.
—¿Qué piensas, Amaram? —preguntó Dalinar—. ¿Qué opinas de las cosas que se dicen de mí?
Amaram lo miró a los ojos.
—Obviamente son visiones del mismísimo Todopoderoso, comunicadas en un momento de gran necesidad. Ojalá hubiera sabido su contenido antes. Me dan mayor confianza en mi posición, y en tu nombramiento como profeta del Todopoderoso.
—Un dios muerto no puede tener profetas.
—Muerto… ¡No, Dalinar! Es evidente que malinterpretas ese comentario de tus visiones. Habla de estar muerto en las mentes de los hombres, que ya no escuchan sus órdenes. Los dioses no pueden morir.
Amaram parecía muy serio. «¿Por qué no ayudó a tus hijos?». La voz de Kaladin resonó en la mente de Dalinar. Amaram había acudido a él ese día, naturalmente, expresando sus disculpas y explicando que, con su nombramiento como Radiante, no podría haber ayudado a una facción en contra de otra. Dijo que necesitaba estar por encima de las rencillas entre los altos príncipes, aunque le doliera.
—¿Y el supuesto Heraldo? —preguntó Dalinar—. ¿Eso que te pedí?
—Sigo investigando.
Dalinar asintió.
—Me sorprendió que pusieras a ese esclavo como jefe de tu guardia —comentó Amaram. Miró hacia un lado, donde estaban los centinelas de esta noche, apartados en su propia zona, esperando con los otros guardaespaldas y asistentes, incluyendo muchas de las pupilas de las altas damas presentes.
Hubo un tiempo no muy lejano en que pocos habían sentido la necesidad de llevar consigo a sus guardias a una fiesta. Ahora el lugar estaba repleto de ellos. El capitán Kaladin no se hallaba allí: estaba descansando después de su encarcelamiento.
—Es un buen soldado —dijo Dalinar en voz baja—. Solo tiene unas cuantas cicatrices difíciles de curar. —«Vedeledev sabe que yo mismo tengo unas cuantas iguales», pensó Dalinar.
—Simplemente me preocupa que sea incapaz de protegerte de manera adecuada —dijo Amaram—. Tu vida es importante, Dalinar. Necesitamos tus visiones, tu liderazgo. Con todo, si confías en ese esclavo, así sea… aunque desde luego no me importaría escuchar una disculpa de sus labios. No por mi propio ego, sino por saber que ha descartado esa idea equivocada suya.
Dalinar no respondió al ver que Navani cruzaba el corto puente que conducía a su isla. Sagaz empezó a proferir un insulto, pero ella le golpeó en la cara con un fajo de papeles, sin mirarlo apenas, mientras continuaba hacia Dalinar. Sagaz se la quedó mirando, frotándose la mejilla, y sonrió.
Ella advirtió los papeles que Dalinar tenía en la mano mientras se reunía con ellos dos, que parecían alzarse entre un mar de ojos divertidos y risas silenciadas.
—Han añadido palabras —susurró.
—¿Qué?
Navani agitó los papeles.
—¡Estos papeles! ¿Has oído lo que contienen?
Él asintió.
—No son lo que yo escribí —declaró Navani—. Han cambiado el tono, algunas de mis palabras, para manchar de ridículo toda la experiencia… y hacer que parezca que simplemente te sigo la corriente. Aún peor, han añadido un comentario con otra letra que se burla de lo que dices y haces. —Inspiró profundamente, procurando calmarse—. Dalinar, están intentando destruir cualquier atisbo de credibilidad que quede en tu nombre.
—Ya veo.
—¿Cómo han conseguido estos papeles? —preguntó Amaram.
—Robándolos, no tengo ninguna duda —dijo Dalinar, advirtiendo algo—. Navani y mis hijos siempre tienen guardias… pero cuando se marchan sus habitaciones quedan relativamente desprotegidas. Puede que hayamos sido demasiado descuidados en ese aspecto. Me equivoqué. Pensé que sus ataques serían físicos.
Navani contempló el mar de ojos claros, muchos de ellos congregados en grupos alrededor de diversos altos príncipes bajo la suave luz violeta. Dio un paso hacia Dalinar, y aunque lo miró con fiereza, él la conocía lo suficiente para saber lo que sentía. Traición. Invasión. Lo que era privado para ellos había sido abierto, sometido a escarnio, mostrado al mundo.
—Dalinar, lo siento —dijo Amaram.
—¿No han cambiado las visiones? —preguntó Dalinar—. Las copiaron con exactitud.
—Por lo que yo sé, así es —respondió Navani—. Pero el tono es diferente, y es de burla. Tormentas. Es repugnante. Cuando encuentre a la mujer que hizo esto…
—Paz, Navani —dijo Dalinar, colocando una mano en su hombro.
—¿Cómo puedes decir eso?
—Porque esto es la acción de unos hombres infantiles que asumen que la verdad puede avergonzarme.
—¡Pero el comentario! Los cambios. Han hecho todo lo posible por desacreditarte. Incluso han conseguido minar la parte donde ofreces una traducción del canto del alba. Es…
—«Igual que no temo a un niño con un arma que no puede levantar, nunca temeré a la mente de un hombre que no piensa».
Navani lo miró frunciendo el ceño.
—Es de El camino de los reyes —dijo Dalinar—. No soy un jovencito, nervioso por su primera fiesta. Sadeas comete un error al creer que responderé a esto como lo haría él. Al contrario que la espada, el desprecio solo tiene el filo que le das.
—Esto te duele —adujo Navani, mirándolo a los ojos—. Me doy cuenta, Dalinar.
Era de esperar que los demás no lo conocieran tan bien como ella. Sí, dolía. Dolía porque estas visiones eran suyas, habían sido confiadas a él… para compartirlas por el bien de los hombres, no para ser motivo de burla. No era la risa lo que le dolía, sino la pérdida de lo que podía haber sido.
Se apartó de ella y se abrió paso entre la multitud. En ese momento interpretó que algunas de esas miradas expresaban pena, no solo diversión. Tal vez se lo estaba imaginando, pero le pareció que algunos lo compadecían más que lo menospreciaban.
No estaba seguro de qué emoción le afectaba más.
Dalinar llegó a la mesa donde estaba la comida, al fondo de la isla. Allí cogió una gran sartén y se la tendió a una asombrada criada antes de subirse a la mesa. Apoyó una mano en el poste de la lámpara que había al lado y contempló a la pequeña multitud. Eran la flor y nata de Alezkar.
Los que no lo estaban mirando ya se volvieron con sorpresa al verlo allí arriba. A lo lejos, advirtió que Adolin y la brillante Shallan corrían hacia la isla. Probablemente acababan de llegar y se habían enterado de la situación.
Dalinar escrutó a la multitud.
—Lo que habéis oído es cierto —gritó.
Se produjo un silencio aturdido. Convertirse en espectáculo uno mismo de esa manera era algo que no se hacía en Alezkar. Sin embargo, él ya había estado en el espectáculo de esta noche.
—Se han añadido comentarios para desacreditarme —dijo Dalinar—, y el tono de la escritura de Navani se ha cambiado. Pero no ocultaré lo que me ha estado sucediendo. Tengo visiones del Todopoderoso. Esto no debería sorprenderos. Desde hace semanas circulan rumores sobre mi experiencia. Tal vez debería haber comunicado ya esas visiones. En el futuro, se publicarán a medida que las reciba, para que las eruditas de todo el mundo puedan investigar lo que he visto.
Buscó a Sadeas, que se encontraba junto a Aladar y Ruthar. Dalinar se agarró al poste para encararse de nuevo a la multitud de alezi.
—No os reprocho que penséis que estoy loco. Es natural. Pero en noches venideras, cuando la lluvia asole vuestras ventanas y el viento aúlle, dudaréis. Os plantearéis preguntas. Y pronto, cuando os ofrezca pruebas, sabréis. Este intento de destruirme me reivindicará.
Contempló sus rostros, algunos asombrados, otros compasivos, otros divertidos.
—Muchos de vosotros asumís que huiré, o quedaré destrozado, por este ataque —dijo—. No me conocéis tanto como suponéis. Que la fiesta continúe, pues deseo hablar con todos y cada uno de vosotros. Las palabras que tenéis pueden ser de burla, pero si habéis de reír, hacedlo mientras me miráis a los ojos.
Se bajó de la mesa.
Luego se puso a trabajar.
Horas más tarde, cuando Dalinar se sentó por fin en una silla junto a una mesa del festín, los agotaspren revoloteaban a su alrededor. Se había pasado el resto de la velada moviéndose entre la multitud, inmiscuyéndose en conversaciones, buscando apoyo para su excursión a las Llanuras.
Había ignorado adrede las páginas con sus visiones, excepto cuando le preguntaban directamente qué había visto. En cambio, les había presentado a un hombre confiado y seguro, el Espina Negra convertido en político. Que rumiaran eso y lo compararan con el frágil loco que las transcripciones falseadas le hacían parecer.
Fuera, más allá de los pequeños ríos (brillaban en azul, pues habían cambiado las esferas a juego con la segunda luna), el carruaje del rey se marchó para llevar a Elhokar y Navani al cercano Pináculo, donde los porteadores los llevarían en palanquín hasta la cima. Adolin ya se había retirado, escoltando a Shallan de vuelta al campamento de Sebarial, que estaba a un buen trecho.
Adolin parecía más atraído por la joven veden que por ninguna otra mujer de su pasado reciente. Solo por ese motivo, Dalinar se sentía cada vez más inclinado a potenciar esa relación, suponiendo que alguna vez pudiera conseguir de Jah Keved algunas respuestas relevantes sobre su familia. Ese reino era un caos.
La mayoría de los otros ojos claros se había retirado, dejándolo en una isla poblada de sirvientes y parshmenios que retiraban la comida. Unos cuantos maestro de sirvientes de confianza empezaban a recoger las esferas del río con redes sujetas a unos largos palos. Los hombres del puente de Dalinar, a sugerencia suya, atacaban los restos del festín con el voraz apetito propio de los soldados a quienes se les ofrece una comida inesperada.
Un criado pasó de largo, luego se detuvo, posando la mano en su espada. Dalinar se sobresaltó, advirtiendo que había confundido el uniforme militar negro de Sagaz con el de un aprendiz de maestro de sirvientes.
Dalinar puso cara seria, aunque gimió para sus adentros. ¿Sagaz? ¿Justo en ese momento? Se sentía como si hubiera estado combatiendo en el campo de batalla durante diez horas seguidas. Qué extraño que unas pocas horas de delicada conversación pudieran ser tan parecidas a eso.
—Lo que has hecho esta noche ha sido astuto —dijo Sagaz—. Has convertido un ataque en una promesa. Los hombres más sabios saben que para ignorar un insulto, a menudo solo hay que abrazarlo.
—Gracias —dijo Dalinar.
Sagaz asintió brevemente, siguiendo con la mirada el carruaje del rey mientras se alejaba.
—No he tenido mucho que hacer esta noche. Elhokar no necesitaba a ningún sagaz, ya que pocos han intentado hablar con él. Todos han acudido a ti, en cambio.
Dalinar suspiró. Parecía haberse quedado sin fuerzas. Sagaz no lo había dicho, pero no hacía falta. Dalinar entendió la implicación.
«Han acudido a ti, en vez de al rey. Porque, en esencia, tú eres el rey».
—Sagaz —preguntó, casi sin darse cuenta—, ¿soy un tirano?
Sagaz alzó una ceja y pareció buscar un retruécano. Un momento después, descartó la idea.
—Sí, Dalinar Kholin —dijo en voz baja, consolándolo, como se le habla a un niño lloroso—. Lo eres.
—No quiero serlo.
—Con el debido respeto, brillante señor, eso no es cierto del todo. Buscas el poder. Te aferras a él, y si has de soltarlo lo haces con gran dificultad.
Dalinar inclinó la cabeza.
—No lo lamentes —añadió Sagaz—. Esta es una era para los tiranos. Dudo de que este lugar esté preparado para otra cosa, y un tirano benévolo es preferible al desastre de un gobernante débil. Quizás en otro tiempo y lugar, te habría atacado con saña y bilis. Aquí, hoy, te alabo como lo que necesita este mundo.
Dalinar sacudió la cabeza.
—Tendría que haber dejado que Elhokar ejerciera su derecho a reinar, y no interferir como lo he hecho.
—¿Por qué?
—Porque él es el rey.
—¿Y ese cargo es sacrosanto? ¿Divino?
—No —admitió Dalinar—. El Todopoderoso, o alguien que dice ser él, está muerto. Aunque no lo estuviera, el cetro no llegó de manera natural a nuestra familia. Lo reclamamos, y obligamos a los otros altos príncipes a acatarlo.
—¿Por qué, una vez más?
—Porque nos equivocamos —dijo Dalinar, entornando los ojos—. Gavilar, Sadeas y yo nos equivocamos al hacer lo que hicimos en el pasado.
Sagaz parecía verdaderamente sorprendido.
—Unificaste el reino, Dalinar. Hiciste un buen trabajo, algo que era muy necesario.
—¿Esto es unidad? —preguntó, agitando una mano para señalar lo que quedaba de la fiesta, los ojos claros que se marchaban—. No, Sagaz. Fracasamos. Aplastamos, matamos, y hemos fracasado miserablemente. —Alzó la cabeza—. Recibo, en Alezkar, solo lo que he exigido. Al tomar el trono por la fuerza, dimos a entender (no, gritamos) que la fuerza equivale al derecho de gobierno. Si Sadeas piensa que es más fuerte que yo, entonces su deber es intentar arrebatarme el trono. Estos son los frutos de mi juventud, Sagaz. Por eso necesitamos más que tiranía, aunque sea benévola, para transformar este reino. Eso es lo que enseñaba Nohadon. Y eso es lo que no he hecho.
Sagaz asintió, pensativo.
—Parece que debería volver a leer ese libro tuyo. Sin embargo, quería advertirte. Me marcharé pronto.
—¿Marcharte? Pero si acabas de llegar.
—Lo sé. He de admitir que es increíblemente frustrante. He descubierto un lugar donde tengo que estar, aunque para serte sincero no me siento del todo seguro de por qué debo estar allí. Esto no siempre funciona como me gustaría.
Dalinar lo miró con el ceño fruncido. Sagaz sonrió afablemente.
—¿Eres uno de ellos? —preguntó Dalinar.
—¿Disculpa?
—Un Heraldo.
Sagaz se echó a reír.
—No. Gracias, pero no.
—¿Eres lo que he estado buscando, entonces? —preguntó Dalinar—. ¿Un Radiante?
Sagaz sonrió.
—No soy más que un hombre, Dalinar, por mucho que en ocasiones desee no serlo. No soy ningún Radiante. Y aunque soy tu amigo, por favor entiende que nuestros objetivos no siempre van parejos. No debes fiarte de mí. Si tengo que ver este mundo desmoronarse y arder para conseguir lo que necesito, lo haré. Con lágrimas, sí, pero dejaré que suceda.
Dalinar frunció el ceño.
—Haré lo que pueda para ayudar —dijo Sagaz—, y por ese motivo debo irme. No puedo arriesgar demasiado, porque si él me encuentra, entonces no seré nada: un alma destrozada y rota en pedazos que no puede ser recompuesta. Lo que hago aquí es más peligroso de lo que puedas imaginar.
Dio media vuelta para marcharse.
—Sagaz —llamó Dalinar.
—¿Sí?
—¿Quién es el que puede encontrarte?
—Aquel a quien combates, Dalinar Kholin. El padre del odio.
Sagaz saludó y se marchó a toda prisa.