La forma de la tormenta se dice que causa

una tempestad de vientos y lluvias,

cuidado con sus poderes, cuidado con sus poderes.

Aunque su llegada trae a los dioses su noche,

sirve a un spren rojo sangre.

Cuidado con su fin, cuidado con su fin.

De La canción de los vientos de los oyentes, estrofa 4

Kaladin observó los postigos de la ventana. El movimiento llegaba a ráfagas.

Primero, quietud. Sí, captaba un aullido lejano, el viento que pasaba a través de algún hueco, pero nada más.

Un temblor. La madera se sacudía poderosamente en su marco y golpeaba con violencia, al tiempo que el agua se filtraba por las hendeduras. Había algo ahí fuera, en el oscuro caos de la alta tormenta. Algo que se debatía y golpeaba la ventana, como si quisiera entrar.

La luz destellaba en el exterior, brillando a través de las gotas de agua. Otro destello.

Y en un momento determinado la luz permaneció. Firme, como esferas brillantes, justo al otro lado de la ventana. De un rojo débil. Por algún motivo que no podía explicar, Kaladin tuvo la impresión de que eran unos ojos.

Paralizado, alzó una mano hacia el pestillo para abrir la ventana y ver.

—Habría que hacer arreglar ese postigo suelto —comentó el rey Elhokar, molesto.

La luz se difuminó. Las sacudidas cesaron. Kaladin parpadeó y bajó la mano.

—Que alguien me recuerde que le pida a Nakal que se encargue —dijo Elhokar, caminando tras su diván—. El postigo no debería tener grietas. ¡Esto es mi palacio, no la taberna de una aldea!

—Nos aseguraremos de que lo arreglen —dijo Adolin. Estaba sentado en un asiento junto a la chimenea, hojeando un libro de dibujos. Su hermano estaba sentado a su lado, con las manos en el regazo. Probablemente estaba dolorido por el entrenamiento, pero no lo mostraba. En cambio, había sacado una cajita de su bolsillo y la abría una y otra vez al tiempo que la hacía girar en su mano, frotando un lado y luego cerrándola con un chasquido. Lo hacía constantemente y con la mirada perdida, como si se tratara de una costumbre suya.

Elhokar continuó caminando. Idrin, el jefe de la Guardia del Rey, permanecía cerca, muy erguido y con sus ojos verdes mirando al frente. Tenía la piel oscura para ser alezi, quizá porque por sus venas corría algo de sangre azish, y su barba era poblada.

Los hombres del Puente Cuatro se habían ido turnando con los hombres de Idrin, como había sugerido Dalinar, y hasta el momento a Kaladin le había impresionado el hombre y el equipo que dirigía. No obstante, cuando sonaran los cuernos para iniciar una carga en las mesetas, Idrin se volvería hacia ellos y su expresión se volvería añorante. Quería estar ahí fuera luchando. La traición de Sadeas había vuelto igualmente ansiosos a muchos de los soldados del campamento, como si quisieran aprovechar la oportunidad de demostrar lo fuerte que era el ejército de Dalinar.

Más sonidos llegaron de la tormenta que se desataba en el exterior. Le resultaba extraño no sentir frío durante una tormenta: en el barracón la temperatura era gélida. En cambio esa habitación estaba bien caldeada, aunque no por fuego. Sin embargo, en la chimenea había un rubí del tamaño del puño de Kaladin con el que se podría haber pagado los alimentos necesarios para mantener a la gente de su pueblo durante semanas.

Kaladin se apartó de la ventana y se encaminó hacia la chimenea con el pretexto de examinar la gema. En realidad, quería echar un vistazo a lo que estaba hojeando Adolin. Muchos hombres se negaban incluso a mirar un libro, considerándolo algo impropio de varones. En cambio a Adolin no parecía molestarle eso. Curioso.

Mientras se acercaba a la chimenea, Kaladin pasó ante la puerta de una habitación contigua donde se habían retirado Dalinar y Navani con la llegada de la tormenta. Kaladin había querido apostar un guardia en el interior, pero ellos se habían negado.

«Bueno, el cuarto solo tiene una entrada —pensó—. Ni siquiera tiene ventanas». Esta vez, si aparecían palabras en la pared, sabría con seguridad que no había sido obra de un intruso.

Se agachó e inspeccionó el rubí de la chimenea, que quedaba sujeto en su sitio por un entramado de alambre. Su intenso calor hizo que la cara se le cubriera de sudor; tormentas, aquel rubí era tan grande que la luz que lo insuflaba tendría que haberlo cegado. En cambio, podía mirar sus profundidades y ver la luz moviéndose en su interior.

La gente creía que la iluminación que proporcionaban las gemas era firme y constante, pero eso era solo el contraste con las luces temblorosas de las velas. Si mirabas intensamente una gema, podías ver la luz moviéndose con el caótico patrón de una tormenta. No había calma en su interior. No provocada por un viento o un susurro.

—¿Nunca habías visto un fabrial de calefacción, supongo? —preguntó Renarin.

Kaladin miró al príncipe de las lentes. Llevaba un uniforme de alto señor alezi, como el de Adolin. De hecho, Kaladin nunca los había visto vestir de otra manera… aparte de la armadura esquirlada, naturalmente.

—No, nunca —respondió.

—Es una tecnología nueva —dijo Renarin, todavía jugando con su cajita de metal—. Ese fabrial lo construyó mi tía. Cada vez que me doy la vuelta, parece que el mundo ha cambiado.

Kaladin gruñó. «Sé cómo te sientes», pensó. Una parte de sí mismo ansiaba inspirar la luz de aquella gema, por más que fuera un gesto estúpido. En su interior habría suficiente para hacerlo brillar como una hoguera. Bajó las manos y pasó de largo ante el asiento de Adolin.

Los bocetos del libro mostraban a unos hombres ataviados con bellos ropajes. Los dibujos eran bastante buenos, y los rostros se mostraban con tanto detalle como los atuendos.

—¿Moda? —preguntó Kaladin. No era su intención hablar en voz alta, pero hizo el comentario de todas formas—. ¿Te pasas la tormenta buscando ropa nueva?

Adolin cerró el libro de golpe.

—Pero si solo vistes uniformes —observó Kaladin, confundido.

—¿Tienes que estar aquí, muchacho del puente? —exigió Adolin—. Es imposible que suframos un ataque durante una alta tormenta.

—El hecho de que lo creas es justamente el motivo por el que tengo que estar aquí —respondió Kaladin—. ¿Qué mejor momento para un intento de asesinato? El aullido del viento impediría que se oyeran los gritos, y la ayuda tardaría en acudir si todo el mundo se ha puesto a cubierto para capear la tormenta. Me parece que este es uno de los momentos en que su majestad más necesita guardias.

El rey dejó de caminar y asintió.

—Entiendo. ¿Por qué nadie me lo había explicado antes? —miró a Idrin, que continuó con su estoica pose.

Adolin suspiró.

—Al menos podrías dejarnos a Renarin y a mí fuera de aquí —le dijo en voz baja a Kaladin.

—Es más fácil protegeros cuando estáis todos juntos, brillante señor —objetó Kaladin, apartándose—. Además, podéis defenderos el uno al otro.

Dalinar pretendía quedarse con Navani durante la tormenta de todas formas. Kaladin se acercó de nuevo a la ventana y escuchó el embate de la tormenta. ¿De verdad había visto las cosas que creía haber visto durante el momento en que estuvo ahí fuera en la tormenta? ¿Un rostro tan vasto como el cielo? ¿El mismísimo Padre Tormenta?

«Soy un dios —había dicho Syl—. O al menos un fragmento de uno».

Al cabo de un rato la tormenta pasó y cuando Kaladin abrió la ventana se vio un cielo negro, donde unas cuantas nubes fantasmales brillaban a la luz de Nomon. La tormenta había comenzado unas horas después del anochecer, pero nadie podía dormir cuando se desataba su furia. Kaladin detestaba que las tormentas se produjeran tan tarde: a menudo se sentía agotado al día siguiente.

La puerta de la habitación contigua se abrió y Dalinar salió, seguido de Navani. La escultural mujer llevaba un gran cuaderno de notas. Kaladin había oído hablar, naturalmente, de los ataques del alto príncipe durante las tormentas. Sus hombres estaban divididos al respecto. Algunos pensaban que a Dalinar le asustaban las altas tormentas, y que su terror le provocaba convulsiones. Otros susurraban que con la edad la Espina Negra estaba perdiendo la cabeza.

Kaladin quería saber qué sucedía. Su destino, y el de sus hombres, estaba unido a la salud de Dalinar Kholin.

—¿Números, señor? —preguntó, asomándose a la habitación para examinar las paredes.

—No —respondió Dalinar.

—A veces vienen justo después de la tormenta —dijo Kaladin—. Tengo hombres en el pasillo ahí fuera. Preferiría que todo el mundo se quedara aquí durante un rato.

Dalinar asintió.

—Como desees, soldado.

Kaladin se dirigió a la salida. Más allá, algunos hombres del Puente Cuatro y de la Guardia del Rey vigilaban. Kaladin saludó a Leyten, luego les indicó que vigilaran el balcón. Kaladin atraparía al fantasma que garabateaba aquellos números. Si en efecto existía tal persona.

En la habitación, Renarin y Adolin se acercaron a su padre.

—¿Algo nuevo? —preguntó Renarin en voz baja.

—No —dijo Dalinar—. La visión fue repetida. Pero no vienen en el mismo orden que la última vez, y algunas son nuevas, así que tal vez hay que aprender algo que aún no hemos descubierto… —Al ver a Kaladin, bajó la voz y cambió de tema—. Bueno, mientras estamos esperando aquí, tal vez pueda conseguir una puesta al día. Adolin, ¿podemos esperar más duelos?

—Lo estoy intentando —contestó Adolin con una mueca—. Pensé que derrotar a Salinor impulsaría a los demás a desafiarme, pero en cambio se muestran reacios.

—Eso es un problema —dijo Navani—. ¿No decías siempre que todos querían enfrentarse en duelo contigo?

—¡Y querían! Cuando no podía batirme, al menos. Ahora, cada vez que hago una invitación, la gente empieza a arrastrar los pies y a desviar la mirada.

—¿Has probado con alguien del campamento de Sadeas? —preguntó el rey ansiosamente.

—No —respondió Adolin—. Pero solo hay un portador aparte de él mismo. Amaram.

Kaladin sintió un escalofrío.

—Bueno, no te batirás con él —dijo Dalinar, riendo. Se sentó en el diván, la brillante Navani se sentó a su lado, posando afectuosamente la mano en su rodilla—. Podríamos tenerlo de nuestro lado. He estado hablando con el alto señor Amaram…

—¿Crees que puedes hacer que se decante por la secesión? —preguntó el rey.

—¿Es eso posible? —preguntó Kaladin, sorprendido.

Los ojos claros se volvieron hacia él. Navani parpadeó, como si reparara en él por primera vez.

—Sí, es posible —dijo Dalinar—. La mayor parte del territorio que Amaram supervisa permanecería con Sadeas, pero podría traer su tierra personal a mi principado… junto con sus esquirlas. Normalmente es necesario un trueque de tierras con un principado que sea fronterizo con el del que desea unirse.

—No ha sucedido en más de una década —dijo Adolin, sacudiendo la cabeza.

—Estoy trabajando con él —dijo Dalinar—. Pero Amaram… quiere en cambio unirnos a Sadeas y a mí. Cree que podemos volver a llevarnos bien.

Adolin bufó.

—Esa posibilidad saltó por los aires el día que Sadeas nos traicionó.

—Probablemente mucho antes de ese día —dijo Dalinar—, aunque yo no lo viera. ¿Hay alguien más a quien pudieras desafiar, Adolin?

—Voy a intentarlo con Talanor, y luego con Kalishor.

—Ninguno de los dos son portadores plenos —dijo Navani, frunciendo el ceño—. El primero solo tiene la espada, y el segundo solo la armadura.

—Todos los portadores plenos me han rechazado —dijo Adolin, encogiéndose de hombros—. Esos dos están ansiosos de notoriedad. Uno de ellos podría acceder donde otros no lo han hecho.

Kaladin se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.

—Y si los derrotas, ¿no espantará a los demás a la hora de batirse contigo?

—Cuando los derrote —dijo Adolin, mirando la postura relajada de Kaladin y frunciendo el ceño—, mi padre convencerá a los otros para que accedan a batirse en duelo.

—Pero eso tendrá que acabarse en algún momento, ¿no? —preguntó Kaladin—. Tarde o temprano los otros altos príncipes se darán cuenta de lo que está pasando. Se negarán a dejarse engañar para luchar. Puede que esté sucediendo ya. Por eso no aceptan.

—Alguien lo hará —dijo Adolin, poniéndose en pie—. Y cuando empiece a ganar, otros empezarán a verme como un auténtico desafío. Querrán ponerse a prueba.

A Kaladin le pareció una idea demasiado optimista.

—El capitán Kaladin tiene razón —dijo Dalinar.

Adolin se volvió hacia su padre.

—No hay necesidad de combatir con todos los portadores de esquirlada del campamento —dijo Dalinar en voz baja—. Tenemos que estrechar nuestro ataque, elegir duelos que nos lancen hacia el objetivo final.

—¿Que es…? —preguntó Adolin.

—Debilitar a Sadeas. —Dalinar parecía casi apenado—. Matarlo en duelo, si es necesario. Todo el mundo en el campamento conoce los bandos en esta lucha por el poder. Esto no funcionará si castigamos a todos por igual. Tenemos que mostrarles a los que están en el centro, a los que deciden a quién seguir, las ventajas de la confianza. Cooperación en las cargas en las mesetas. Ayuda de los portadores de esquirlada de otros. Les demostraremos cómo es formar parte de un reino de verdad.

Los demás guardaron silencio. El rey se dio media vuelta, sacudiendo la cabeza. No creía, al menos no por completo, en lo que Dalinar deseaba conseguir.

Kaladin se sintió molesto. ¿Por qué debería estarlo? Dalinar había coincidido con él. Reflexionó un momento, y advirtió que probablemente seguía molesto porque alguien había mencionado a Amaram.

Simplemente oír su nombre lo sacaba de quicio. Kaladin seguía pensando que algo debería suceder, algo debería cambiar, ya que ese asesino estaba en el campamento. Sin embargo, todo seguía igual. Era frustrante. Le hacía querer revolverse.

Tenía que hacer algo al respecto.

—Supongo que ya hemos esperado el tiempo suficiente, ¿no? —le dijo Adolin a su padre—. ¿Puedo irme?

Dalinar suspiró, asintiendo. Adolin abrió la puerta y se marchó; Renarin lo siguió más despacio, arrastrando aquella hoja esquirlada con la que seguía unido, envuelta en sus tiras protectoras. Cuando pasaron ante el grupo de guardias que Kaladin había apostado en el exterior, Cikatriz y otros tres hombres se dispusieron a seguirlos.

Kaladin se acercó a la puerta e hizo un rápido recuento de quién faltaba. Cuatro hombres en total.

—Moash —dijo, advirtiendo que el otro bostezaba—. ¿Cuánto tiempo llevas hoy de servicio?

Moash se encogió de hombros.

—Un turno protegiendo a la brillante Navani. Un turno con la Guardia del Rey.

«Los estoy haciendo esforzarse demasiado —pensó Kaladin—. Padre Tormenta. No tengo suficientes hombres. Ni siquiera con los restos de la Guardia de Cobalto que Dalinar me envía».

—Vuelve y duerme un poco —dijo—. Tú también, Bisig. Te vi en el turno de esta mañana.

—¿Y tú? —le preguntó Moash a Kaladin.

—Estoy bien. —Tenía la luz tormentosa para mantenerlo alerta. Cierto, usarla de esa forma podía ser peligroso: le instaba a actuar, a ser más impulsivo. No estaba seguro de que le gustara lo que le hacía cuando la usaba fuera de la batalla.

Moash alzó una ceja.

—Tienes que estar al menos tan cansado como yo, Kal.

—Volveré en un momento —dijo Kaladin—. Necesitas descansar un poco, Moash. Te volverás descuidado si no lo haces.

—Tengo que cumplir dos turnos —dijo Moash, encogiéndose de hombros—. Al menos si quieres que entrene a la Guardia del Rey además de cumplir mi servicio de guardia normal.

Kaladin frunció los labios. Eso era importante. Moash tenía que pensar como un guardaespaldas, y no había mejor forma de hacerlo que actuar con un equipo ya establecido.

—Mi turno aquí con la Guardia del Rey casi ha terminado —recalcó Moash—. Volveré después.

—Bien —contestó Kaladin—. Llévate a Leyten. Natam, Mart y tú proteged a la brillante Navani. Yo acompañaré a Dalinar de vuelta al campamento y apostaré guardias ante su puerta.

—¿Y entonces dormirás un poco? —preguntó Moash. Los demás miraron a Kaladin. También estaban preocupados.

—Sí, de acuerdo. —Kaladin volvió a la habitación, donde Dalinar ayudaba a levantarse a Navani. La acompañaría hasta su puerta, como hacía todas las noches.

Kaladin vaciló un momento, luego se dirigió al alto príncipe.

—Señor, hay algo de lo que tengo que hablar contigo.

—¿No puede esperar hasta que termine aquí? —dijo Dalinar.

—Sí, señor —respondió Kaladin—. Esperaré en las puertas principales del palacio, luego te acompañaré de vuelta al campamento.

Dalinar se llevó a Navani, acompañados por dos guardias del puente. Kaladin recorrió el pasillo, pensando. Los criados habían llegado ya para abrir las ventanas del pasillo, y Syl entró flotando por una de ellas, como una especie de remolino de bruma. Riendo, giró alrededor de Kaladin varias veces antes de salir por otra ventana. Siempre se volvía más parecida a un spren durante una alta tormenta.

El aire olía húmedo y fresco. El mundo entero parecía más limpio después de una tormenta, fregado por el abrasivo poder de la naturaleza.

Llegó a la parte delantera del palacio, donde vigilaban un par de guardias del rey. Kaladin los saludó y recibió a cambio tajantes saludos, luego cogió una linterna de esferas del puesto de guardia y la llenó con sus propias esferas.

Desde allí, Kaladin podía ver los diez campamentos de guerra. Como siempre después de una tormenta, la luz de las esferas refrescada chispeaba por todas partes, sus gemas encendidas con los fragmentos capturados de la tempestad que había pasado.

Allí de pie, Kaladin sopesó lo que tenía que decirle a Dalinar. Lo repasó en silencio más de una vez, pero aún no estaba preparado cuando el alto príncipe salió por fin por las puertas del palacio. Natam saludó tras ellos, entregó a Dalinar al servicio de Kaladin, y corrió para reunirse con Mart ante la puerta de la brillante Navani.

El alto príncipe empezó a recorrer el camino lleno de curvas en zigzag que bajaba desde el Pináculo hasta los establos. Kaladin se colocó a su lado. Dalinar parecía distraído por algo.

«Ni siquiera ha anunciado nada sobre sus ataques durante las altas tormentas —pensó Kaladin—. ¿No debería decir algo?».

Habían hablado de las visiones antes. ¿Qué era lo que veía Dalinar, o lo que creía ver?

—Bien, soldado —dijo Dalinar mientras caminaban—. ¿Qué es lo que querías comentar?

Kaladin inspiró profundamente.

—Hace un año, fui soldado en el ejército de Amaram.

—Así que ahí es donde aprendiste —dijo Dalinar—. Tendría que haberlo imaginado. Amaram es el único general del principado de Sadeas que tiene capacidad de liderazgo.

—Señor —dijo Kaladin, deteniéndose en los escalones—. Nos traicionó a mis hombres y a mí.

Dalinar se detuvo y se volvió para mirarlo.

—¿Una mala decisión en la batalla, entonces? Nadie es perfecto, soldado. Si envió a tus hombres a una mala situación, dudo de que pretendiera hacerlo.

«Insiste —se dijo Kaladin, advirtiendo a Syl sentada en un risco de cortezapizarra a la derecha. Ella le asintió—. Tiene que saberlo». Era que…

Nunca había hablado de esto, no en su totalidad. Ni siquiera con Roca, Teft, y los demás.

—No fue eso, señor —dijo, mirando a Dalinar a los ojos a la luz de las esferas—. Sé dónde consiguió Amaram su hoja esquirlada. Estuve allí. Yo maté al portador que la tenía.

—Eso no puede ser —dijo Dalinar lentamente—. Si lo hubieras hecho, tendrías la armadura y la hoja.

—Amaram la cogió para sí, y luego mató a todos los que conocían la verdad. Todos menos un soldado solitario a quien, en su culpa, Amaram marcó como esclavo y vendió en vez de asesinarlo.

Dalinar se quedó callado. Desde este ángulo, la colina tras él estaba completamente oscura, iluminada solo por las estrellas. Unas cuantas esferas resplandecían en el bolsillo de Dalinar, brillando a través del tejido de su uniforme.

—Amaram es uno de los mejores hombres que conozco —dijo Dalinar—. Su honor es inmaculado. Nunca he sabido que se aprovechara de un oponente en un duelo, a pesar de algunos casos en que habría sido aceptable.

Kaladin no respondió. También él había creído lo mismo, en un momento determinado.

—¿Tienes alguna prueba? —preguntó Dalinar—. Comprenderás que no puedo aceptar la palabra de nadie en un asunto de esta naturaleza.

—La palabra de un ojos oscuros, quieres decir —dijo Kaladin, rechinando los dientes.

—El problema no es el color de tus ojos, sino la gravedad de la acusación. Las palabras que pronuncias son peligrosas. ¿Tienes alguna prueba, soldado?

—Había otros tres cuando cogió las esquirladas. Hombres de su guardia personal que se encargaron de matar en su nombre. Y había un predicetormentas. De edad mediana, rostro afilado. Llevaba barba, como si fuera un fervoroso. —Hizo una pausa—. Todos fueron cómplices en el acto, pero tal vez…

Dalinar suspiró en voz baja.

—¿Has hablado de esto con alguien más?

—No —dijo Kaladin.

—Sigue conteniendo la lengua. Hablaré con Amaram. Gracias por contármelo.

—Señor —dijo Kaladin, avanzando un paso hacia Dalinar—. Si realmente crees en la justicia, te…

—Eso no es suficiente por el momento, hijo —cortó Dalinar con voz tranquila pero fría—. Ya has dicho lo que tenías que decir, a menos que puedas ofrecerme algo más que sea una prueba.

Kaladin contuvo su arrebato de furia. Fue difícil.

—Agradecí tu intervención cuando hablamos antes de los duelos de mi hijo —dijo Dalinar—. Es la segunda vez que añades algo importante a una de nuestras conferencias, creo.

—Gracias, señor.

—Pero, soldado, caminas por una línea entre la ayuda y la insubordinación en la forma en que me tratas a mí y a los míos. Tienes una espina clavada en el hombro del tamaño de un peñasco. Lo ignoro, porque sé lo que te hicieron, y puedo ver al soldado que hay debajo. Ese es el hombre al que contraté para este trabajo.

Kaladin apretó los dientes y asintió.

—Sí, señor.

—Bien. Ahora márchate.

—Señor, debo escoltar…

—Creo que volveré al palacio —dijo Dalinar—. No creo que vaya a dormir mucho esta noche, así que tal vez moleste a la viuda con mis pensamientos. Sus guardias pueden protegerme también. Llevaré uno conmigo cuando regrese a mi campamento.

Kaladin dejó escapar un largo suspiro. Entonces saludó. «Bien», pensó, y recorrió el oscuro y húmedo sendero. Cuando llegó abajo del todo, Dalinar seguía de pie allí arriba, convertido en una sombra. Parecía perdido en sus pensamientos.

Kaladin se dio media vuelta y regresó al campamento de Dalinar. Syl se acercó revoloteando y se posó en su hombro.

—¿Ves? —dijo—. Te escuchó.

—No, no lo hizo, Syl.

—¿Qué? Respondió y dijo…

—Le dije algo que no quería oír —dijo Kaladin—. Aunque lo investigue, encontrará montones de motivos para descartar lo que he dicho. Al final, será mi palabra contra la de Amaram. ¡Padre Tormenta! No tendría que haber dicho nada.

—¿Lo dejarás correr, entonces?

—Tormentas, no —dijo Kaladin—. Encontraré mi propia justicia.

—Oh… —Syl se acomodó en su hombro.

Caminaron durante un rato, hasta que llegaron al campamento.

—No eres un Rompedor del Cielo, Kaladin —dijo Syl por fin—. Se supone que no eres así.

—¿Un qué? —preguntó él, pisando por encima de los cremlinos en la oscuridad. Salían abundantemente después de una tormenta, cuando las plantas se desplegaban para lamer el agua—. Esa era una de las órdenes, ¿no? —Conocía algo de ellas. Todo el mundo lo sabía, por las leyendas.

—Sí —dijo Syl suavemente—. Me preocupas, Kaladin. Creía que las cosas mejorarían cuando quedaras libre de los puentes.

—Las cosas han mejorado —respondió él—. Ninguno de mis hombres ha muerto desde que fuimos liberados.

—Pero tú… —Ella no parecía saber qué más decir—. Creía que podrías ser como la persona que eras antes. Puedo recordar a un hombre en un campo de batalla… Un hombre que luchaba…

—Ese hombre murió, Syl —dijo Kaladin, saludando a los guardias mientras entraba en el campamento. Una vez más, la luz y el movimiento lo rodearon, gente que se ocupaba de sus asuntos, parshmenios reparando edificios dañados por la tormenta—. Durante el tiempo que pasé en el puente solo tenía que preocuparme de mis hombres. Ahora todo ha cambiado. He de convertirme en alguien distinto. Pero aún no sé en quién.

Cuando llegó al barracón del Puente Cuatro, Roca estaba repartiendo el guiso de la noche. Era mucho más tarde que de costumbre, pero algunos hombres hacían turnos irregulares. Los hombres ya podían elegir otras comidas, pero seguían insistiendo en que el guiso fuera su cena. Kaladin aceptó un cuenco de buen grado y dirigió un gesto a Bisig, que se relajaba con algunos otros hombres y charlaban de lo mucho que echaban de menos cargar con el puente. Kaladin había instaurado en ellos el respeto por su trabajo, igual que un soldado respeta su lanza.

Guiso. Puentes. Hablaban afectuosamente de cuestiones que habían sido los emblemas de su cautiverio. Kaladin dio un bocado y luego se detuvo, advirtiendo que un hombre nuevo estaba apoyado contra una roca junto al fuego.

—¿Te conozco? —preguntó, señalando al hombre, que era calvo y musculoso. Tenía la piel bronceada, como un alezi, pero no parecía tener la estructura facial adecuada. ¿Herdaziano?

—Oh, no te preocupes por Punio —exclamó Lopen—. Es mi primo.

—¿Tenías un primo en las cuadrillas de los puentes? —preguntó Kaladin.

—Qué va. Se enteró por mi madre de que necesitábamos más guardias y decidió venir a ayudar. Le conseguí un uniforme y eso.

El recién llegado, Punio, sonrió y alzó su cuchara.

—Puente Cuatro —dijo con un acusado acento herdaziano.

—¿Eres soldado? —le preguntó Kaladin.

—Sí —respondió el hombre—. En el ejército del brillante señor Roion. No te preocupes. Ahora he jurado lealtad a Kholin. Por mi primo. —Sonrió afablemente.

—No puedes dejar tu ejército, Punio —señaló Kaladin, frotándose la frente—. Se llama deserción.

—En nuestro caso, no —comentó Lopen—. Somos herdazianos: nadie puede distinguirnos, de todas formas.

—Sí —dijo Punio—. Me marcho a casa una vez al año. Cuando vuelvo, nadie me recuerda. —Se encogió de hombros—. Esta vez, vine aquí.

Kaladin suspiró, pero al parecer el hombre sabía manejar una lanza, y necesitaba más gente.

—Bien. Finge que has sido uno de los hombres del puente desde el principio, ¿de acuerdo?

—¡Puente Cuatro! —exclamó el hombre con entusiasmo.

Kaladin siguió su camino y buscó su sitio de costumbre junto al fuego para relajarse y pensar. Sin embargo, no tuvo la oportunidad, ya que alguien se acercó y se sentó en cuclillas ante él: un hombre de piel moteada que llevaba el uniforme del Puente Cuatro.

—¿Shen? —preguntó Kaladin.

—Señor.

El hombre continuó mirándolo.

—¿Querías algo? —preguntó Kaladin.

—¿Soy de verdad del Puente Cuatro?

—Pues claro.

—¿Dónde está mi lanza?

Kaladin lo miró a los ojos.

—¿Tú qué crees?

—Creo que no soy del Puente Cuatro —dijo Shen, tomándose su tiempo para pensar cada palabra—. Soy esclavo del Puente Cuatro.

Fue como un puñetazo en el estómago de Kaladin. En todo el tiempo que había pasado con ese hombre, apenas le había oído pronunciar tres o cuatro frases, ¿y ahora le venía con esto?

En cualquier caso, esas palabras le dolieron. Ahí tenía a un hombre que, al contrario que los demás, no podía marcharse y encontrar su sitio en el mundo. Dalinar había liberado al resto del Puente Cuatro, pero un parshmenio… siempre sería esclavo, no importaba adónde fuera o lo que hiciera.

¿Qué podía decir Kaladin? Tormentas.

—Agradezco tu ayuda cuando estábamos haciendo los trabajos de rescate. Sé que en ocasiones tuvo que ser difícil para ti ver lo que hacíamos allá abajo.

Shen esperó, todavía en cuclillas, escuchando, sin dejar de mirar a Kaladin con aquellos impenetrables ojos negros suyos.

—No puedo empezar a dar armas a los parshmenios, Shen —dijo Kaladin—. Los ojos claros apenas nos aceptan como somos. Si te doy una lanza, piensa en la tormenta que causaría.

Shen asintió sin mostrar el menor atisbo de emoción. Se irguió.

—Soy un esclavo, entonces.

Se retiró.

Kaladin apoyó la cabeza contra la piedra que tenía detrás y contempló el cielo. Tormentas, qué hombre. Tenía una buena vida, para ser parshmenio. Y, desde luego, mucha más libertad que cualquier otro miembro de su especie.

«¿Y tú te contentaste con eso? —preguntó una voz en su interior—. ¿Fuiste feliz siendo un esclavo bien tratado? ¿O intentaste huir y abrirte paso hacia la libertad?».

Qué lío. Siguió pensando mientras removía su guiso. Dio dos bocados antes de que Natam, uno de los hombres que guardaban el palacio, llegara dando tumbos, sudoroso, frenético, y con las mejillas arreboladas por la carrera.

—¡El rey! —dijo, jadeando—. Un asesino.

Palabras radiantes
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