Ellos vendrán no puedes detener sus juramentos busca a los que sobrevivan cuando no deberían hacerlo este patrón será la clave.
Del Diagrama, Coda de la Esquina Inferior Noroeste, párrafo 3
La has matado…».
Kaladin no podía dormir.
Sabía que debía descansar. Yacía en su oscuro cuarto del barracón, rodeado de piedra familiar, cómodo por primera vez desde hacía días. Una almohada blanda, un colchón tan bueno como el que tenía en su casa, allá en Piedralar.
Sentía el cuerpo exprimido, como un trapo después de la limpieza. Había sobrevivido a los abismos y había traído a Shallan de vuelta sana y salva. Ahora necesitaba dormir y curarse.
«La has matado…».
Se sentó en la cama y sintió una oleada de mareo. Apretó los dientes y la dejó pasar. Bajo el vendaje sintió el latido de la herida de la pierna. Los cirujanos del campamento habían hecho un buen trabajo: su padre habría estado satisfecho.
Fuera, el campamento parecía demasiado tranquilo. Después de llenarlo de halagos y entusiasmo, los hombres del Puente Cuatro habían ido a unirse al ejército para la expedición, junto con todas las otras cuadrillas de los puentes, que transportarían las estructuras para el paso de los soldados. Solo un pequeño contingente del Puente Cuatro se quedaría detrás para proteger al rey.
Kaladin extendió la mano en la oscuridad y palpó la pared hasta que encontró su lanza. La agarró, se apoyó en ella y se levantó. Sintió en la pierna una descarga inmediata de dolor y tuvo que apretar los dientes, pero pudo soportarlo. Había tomado corteza de profundo para el dolor, y funcionaba. Había rechazado el musgoardiente que los cirujanos habían intentado administrarle. Su padre odiaba usar esa sustancia adictiva.
Kaladin se dirigió con esfuerzo hacia la puerta de su pequeña habitación, luego la empujó para abrirla y salió al exterior. Se protegió los ojos de la luz del sol y escrutó el cielo. No había nubes todavía. El Llanto, la peor parte del año, haría acto de presencia al día siguiente en cualquier momento. Cuatro semanas de lluvia incesante y penumbra. Era un Año Claro, así que ni siquiera habría una alta tormenta a la mitad. Triste.
Kaladin ansiaba la tormenta interior. Eso habría despertado su mente, le habría proporcionado ánimo para entrar en acción.
—¡Eh, gancho! —dijo Lopen, levantándose del lugar junto a la hoguera donde estaba sentado—. ¿Necesitas algo?
—Vamos a ver al ejército partir.
—Se supone que no puedes andar, creo…
—Estaré bien —dijo Kaladin, cojeando con dificultad.
Lopen corrió a ayudarlo y se colocó bajo su brazo para evitar que descargara su peso sobre la pierna herida.
—¿Por qué no brillas un poco, gon? —preguntó Lopen en voz baja—. Así sanarías ese problema.
Kaladin había preparado una excusa, algo sobre no querer alertar a los cirujanos curándose demasiado rápidamente. Pero tratándose de un miembro del Puente Cuatro no pudo decirla.
—He perdido la habilidad, Lopen —susurró—. Syl me ha dejado.
El delgado herdaziano, raro en él, se quedó callado.
—Bueno —dijo por fin—, tal vez deberías comprarle algo bonito.
—¿Comprarle algo bonito? ¿A una spren?
—Sí. Como… no sé. Una planta bonita, tal vez, o un sombrero nuevo. Sí, un sombrero. Sería barato. Ella es pequeña. Si un sastre trata de cobrarte el precio completo por un sombrero tan chico, le das una buena tunda.
—Es el consejo más ridículo que me han dado jamás.
—Deberías frotarte con curry e ir dando saltitos por el campamento cantando nanas de comecuernos.
Kaladin miró a Lopen, incrédulo.
—¿Qué?
—¿Ves? Ahora lo del sombrero es el segundo consejo más ridículo que te han dado jamás, así que deberías intentarlo. A las mujeres les gustan los sombreros. Tengo una prima que los hace. Puedo preguntárselo. Tal vez no necesites el sombrero de verdad. Solo el spren del sombrero. Así será todavía más barato.
—Eres de un raro especial, Lopen.
—Pues claro que lo soy, gon. Solo hay uno como yo.
Continuaron recorriendo el campamento vacío. Tormentas, el lugar parecía muerto. Pasaron ante un barracón desierto tras otro. Kaladin caminaba con cuidado, agradecido por contar con la ayuda de Lopen, pero incluso así resultaba agotador. No debería estar moviendo la pierna. Las palabras de su padre, palabras de un cirujano, brotaron de las profundidades de su mente.
«Músculos desgarrados. Venda la pierna, protege contra la infección e impide al sujeto que apoye el peso en ella. Si se producen nuevos desgarros podría acabar en una cojera permanente, o algo peor».
—¿Quieres un palanquín? —preguntó Lopen.
—Son cosa de mujeres.
—No tiene nada de malo ser mujer, gancho. Algunos de mis parientes son mujeres.
—Pues claro que… —Se calló al ver la sonrisa de Lopen. Herdaziano de las tormentas. ¿Cuánto de lo que decía era para parecer deliberadamente obtuso? Bueno, Kaladin había oído a los hombres contar chistes sobre lo estúpidos que eran los herdazianos, pero Lopen podía darles la vuelta. Naturalmente, la mitad de los chistes del propio Lopen eran de herdazianos. Parecía considerarlos de lo más graciosos.
Mientras se acercaban a las mesetas, el silencio sepulcral dio paso al grave murmullo de millares de personas congregadas en una zona limitada. Por fin Kaladin y Lopen dejaron atrás las filas de barracones y salieron a la terraza natural sobre los terrenos de desfile que desembocaban en las Llanuras Quebradas. Allí esperaban miles de soldados. Los lanceros en grandes bloques, arqueros ojos claros en filas más escasas, los oficiales a caballo con sus brillantes armaduras.
Kaladin jadeó suavemente.
—¿Qué ocurre? —preguntó Lopen.
—Es lo que siempre pensé que encontraría.
—¿Qué? ¿Hoy?
—De jovencito, en Alezkar —dijo Kaladin, inesperadamente emotivo—. Cuando soñaba con la gloria de la guerra, era esto lo que imaginaba.
No había imaginado los soldados novatos e incapaces que Amaram había entrenado en Alezkar. Tampoco había imaginado a los burdos aunque efectivos brutos del ejército de Sadeas, ni siquiera los rápidos equipos de ataque de las incursiones en las mesetas de los hombres de Dalinar.
Había imaginado esto. Un ejército entero, desplegado para una gran marcha. Las lanzas en alto, los estandartes ondeando, los tambores y trompetas, las mensajeras de librea, los escribas a caballo, incluso los moldeadores de almas del rey en su propia sección apartada, ocultos a la vista por paredes de tela que llevaban en varales.
Kaladin ya conocía la verdad de la batalla. Combatir no era una cuestión de gloria, sino de hombres que yacían en el suelo, gritando y revolviéndose, retorciéndose entre sus propias vísceras. Era cuestión de hombres de los puentes lanzándose contra una muralla de flechas, o de parshendi abatidos mientras cantaban.
Sin embargo, en ese momento, Kaladin se permitió soñar de nuevo. Le ofreció a su yo juvenil, que todavía guardaba en lo más profundo de su ser, el espectáculo que siempre había soñado. Fingió que estos soldados iban a hacer algo maravilloso en vez de causar solo otra masacre sin sentido.
—Eh, viene alguien más —dijo Lopen, señalando—. Mira eso.
Según indicaban los estandartes, a Dalinar solamente se le había unido otro alto príncipe: Roion. Sin embargo, mientras Lopen señalaba, otro contingente, no tan grande ni tan bien organizado, se dirigía hacia el norte por el amplio sendero que se extendía por el borde oriental de los campamentos de guerra. Al menos otro alto príncipe había respondido a la llamada de Dalinar.
—Vamos a buscar al Puente Cuatro —dijo Kaladin—. Quiero despedirme de los hombres.
—¿Sebarial? —preguntó Dalinar—. ¿Las tropas de Sebarial se unen a nosotros?
Roion gruñó, retorciendo las manos como si quisiera lavárselas, mientras permanecía sentado en la silla.
—Supongo que deberíamos alegrarnos de tener algo de apoyo.
—Sebarial —repitió Dalinar, aturdido—. Ni siquiera enviaba soldados a las incursiones en las mesetas cercanas, donde no había riesgo de encontrar parshendi. ¿Por qué los envía ahora?
Roion sacudió la cabeza y se encogió de hombros.
Dalinar hizo volverse a Galante y trotó hacia el grupo, seguido por Roion. Adelantaron a Adolin, que cabalgaba justo detrás con Shallan, el uno al lado de la otra, con los guardias de ella y los seguidores del príncipe. Renarin, naturalmente, estaba con los hombres del puente.
Shallan montaba uno de los caballos de Adolin, una jaca pequeña que parecía diminuta en comparación con Sangre Segura. Shallan llevaba un vestido de viaje del estilo de los que preferían las mujeres mensajeras, con la parte delantera y trasera abiertas hasta la cintura. Debajo llevaba calzas: básicamente pantalones de seda, pero las mujeres preferían otros nombres.
Tras ellos avanzaba un gran grupo de eruditas y cartógrafas de Navani, incluyendo a Isasik, que era la cartógrafa real. Se pasaban el mapa que había dibujado Shallan, mientras Isasik cabalgaba a un lado, la barbilla en alto, como si ignorara conscientemente las alabanzas que las mujeres hacían al mapa de Shallan. Dalinar necesitaba a todas aquellas eruditas, aunque deseaba que no fuera así. Cada escriba que traía era otra vida que ponía en peligro. Y que Navani viniera empeoraba la situación. No podía rebatir su argumento: «Si piensas que es lo bastante seguro para traer a la muchacha, entonces es bastante seguro para mí».
Mientras Dalinar se dirigía al encuentro del contingente de Sebarial, Amaram se acercó cabalgando, ataviado con su armadura esquirlada, la capa dorada ondeando al viento. Tenía un bello caballo de guerra, de la raza grande usada en Shinovar para tirar de carros pesados. Seguía pareciendo un poni comparado con Galante.
—¿Ese es Sebarial? —preguntó Amaram, señalando a los soldados que se aproximaban.
—Eso parece.
—¿Deberíamos decirle que se volviera?
—¿Por qué habríamos de hacer eso?
—No es digno de confianza —dijo Amaram.
—Mantiene su palabra, por lo que sé —dijo Dalinar—. Es más de lo que puedo decir de la mayoría.
—Mantiene su palabra porque nunca promete nada.
Dalinar, Roion, y Amaram trotaron hasta Sebarial, que se bajó de un carruaje al frente de su ejército. Un carruaje. Para un contingente bélico. Bueno, no retrasaría más a Dalinar que todas esas escribas. De hecho, probablemente debería tener preparados unos cuantos carruajes más. Sería agradable que Navani tuviera un modo de viajar con comodidad cuando los días empezaran a hacerse largos.
—¿Sebarial? —preguntó Dalinar.
—¡Dalinar! —dijo el grueso alto príncipe, cubriéndose los ojos—. Pareces sorprendido.
—Lo estoy.
—¡Ja! Eso es motivo suficiente para venir. ¿No es cierto, Palona?
Dalinar apenas pudo distinguir a la mujer sentada en el carruaje, ataviada con un enorme sombrero a la moda y un bello vestido.
—¿Has traído a tu amante? —preguntó.
—Claro. ¿Por qué no? Si fracasamos ahí fuera, estaré muerto y ella no tendrá dónde ir. Insistió, por cierto. Mujer de las tormentas… —Sebarial se detuvo junto a Galante—. Tengo un presentimiento respecto a ti, Dalinar, viejo amigo. Creo que es aconsejable estar cerca de ti. Algo va a suceder aquí en las Llanuras, y la oportunidad surge como el amanecer.
Roion bufó.
—Roion —dijo Sebarial—, ¿no deberías estar escondiéndote debajo de una mesa en alguna parte?
—Tal vez debería hacerlo, aunque solo fuera por estar lejos de ti.
Sebarial se echó a reír.
—¡Bien dicho, vieja tortuga! Tal vez este viaje no sea un completo aburrimiento. ¡Adelante, pues! A la gloria y todas esas tonterías. ¡Si encontramos riquezas, recordad que quiero mi parte! Llegué aquí antes que Aladar. Eso tiene que contar para algo.
—Antes… —dijo Dalinar con un sobresalto. Se dio media vuelta y miró hacia el campamento de guerra fronterizo con el suyo al norte.
Allí, un ejército con los colores blancos y verde oscuro de Aladar se dirigía a las Llanuras Quebradas.
—Eso sí que no me lo esperaba —dijo Amaram.
—Podríamos intentar dar un golpe —dijo Ialai.
Sadeas se volvió en la silla hacia su esposa. Sus guardias estaban repartidos por la colina a su alrededor, lo bastante lejos como para que no pudieran oírlos mientras el alto príncipe y su esposa disfrutaban de «un agradable paseo». En realidad, los dos querían echar un vistazo a las posesiones de Sebarial al oeste de los campamentos de guerra, donde estaba emplazada una serie de granjas.
Ialai cabalgaba mirando al frente.
—Dalinar estará fuera del campamento, y con él Roion, su único partidario. Podríamos apoderarnos del Pináculo, ejecutar al rey, y hacernos con el trono.
Sadeas volvió grupas, contemplando el este más allá de los campamentos. Apenas podía distinguir al ejército de Dalinar reuniéndose a lo lejos en las Llanuras Quebradas.
Un golpe de Estado. Un último paso, un bofetón en el rostro del viejo Gavilar. Lo haría. Tormentas, lo haría.
Salvo el detalle de que no necesitaba hacerlo.
—Dalinar se ha embarcado en esta estúpida expedición —dijo Sadeas—. Morirá pronto, rodeado y destruido en esas Llanuras. No tenemos que dar ningún golpe: si hubiera sabido que iba a hacer esto, ni siquiera habríamos necesitado a tu asesino.
Ialai apartó la mirada. Su asesino había fracasado. Consideraba que era un fallo indigno por su parte, aunque el plan se había ejecutado con exactitud. Estas cosas no eran nunca seguras. Por desgracia, ya que lo habían intentado y fallado, debían tener cuidado con…
Sadeas hizo volverse a su caballo y frunció el ceño cuando una mensajera se acercó cabalgando. Los guardias la dejaron pasar y le entregó una carta a Ialai.
Ella la leyó y su semblante se ensombreció.
—Esto no va a gustarte —dijo, alzando la cabeza.
Dalinar espoleó a Galante y cruzó el terreno, asustando a las plantas, que se ocultaron en sus madrigueras. Adelantó a su ejército en unos pocos minutos de dura cabalgada y se acercó al nuevo contingente de hombres armados.
Allí estaba Aladar montado a caballo, observando a su ejército. Llevaba un bonito uniforme negro con franjas marrones en las mangas y un pañuelo a juego en el cuello. Los soldados marchaban a su alrededor. Tenía uno de los ejércitos más grandes de las Llanuras. Tormentas, reducido el número de soldados de Dalinar, el ejército de Aladar podía ser el más grande de todos.
También era uno de los principales partidarios de Sadeas.
—¿Cómo vamos a hacer esto, Dalinar? —preguntó Aladar mientras Dalinar se acercaba al trote—. ¿Vamos todos por nuestra cuenta, cruzando diferentes mesetas hasta encontrarnos, o marchamos en una columna enorme?
—¿Por qué? —preguntó Dalinar—. ¿Por qué has venido?
—¿Hiciste una defensa de lo más apasionada y ahora te sorprendes de que alguien te escuchara?
—Alguien no. Tú.
Aladar frunció los labios hasta reducirlos a una fina línea, y por fin se volvió a mirar a Dalinar a los ojos.
—Roion y Sebarial, los dos cobardes más grandes que hay entre nosotros, marchan a la guerra. ¿Voy a quedarme yo atrás y dejar que cumplan el Pacto de la Venganza sin mí?
—Los otros altos príncipes parecen dispuestos a hacerlo.
—Sospecho que se mienten mejor a sí mismos que yo.
De repente, todos los vehementes argumentos de Aladar, siempre a la cabeza de la facción contraria a Dalinar, adquirieron una perspectiva diferente. «Discutía para convencerse a sí mismo —pensó Dalinar—. Le preocupaba que yo tuviera razón».
—A Sadeas no le hará gracia.
—Sadeas puede irse con las tormentas. No es mi dueño. —Aladar jugueteó con las riendas un momento—. Pero quiere serlo. Lo noto en los acuerdos que me obliga a hacer, en los cuchillos que coloca lentamente en las gargantas de todos. Nos querría a todos como esclavos cuando esto termine.
—Aladar —dijo Dalinar, acercando su caballo al del otro hombre para que los dos quedaran frente a frente. Lo miró a los ojos—. Dime que Sadeas no te ha enviado. Dime que esto no es parte de otro plan para abandonarme o traicionarme.
Aladar sonrió.
—¿Crees que te lo diría si fuera así?
—Quiero oír una promesa de tus labios.
—¿Y te fiarás de esa promesa? ¿De qué te sirvió, Dalinar, cuando Sadeas profesó ser amigo tuyo?
—Una promesa, Aladar.
Aladar lo miró a los ojos.
—Creo que las cosas que dices sobre Alezkar son ingenuas en el mejor de los casos, e indudablemente imposibles. Esos delirios tuyos no son un signo de locura, como Sadeas quiere hacernos pensar: son solo los sueños de un hombre que quiere desesperadamente creer en algo, algo estúpido. «Honor» es una palabra que se aplicaba a las acciones de los hombres del pasado cuyas vidas fueron blanqueadas por los historiadores. —Vaciló—. Pero… considérame un necio de las tormentas, Dalinar, me gustaría que pudieran ser verdad. He venido por mí mismo, no por Sadeas. No te traicionaré. Aunque Alezkar no pueda ser nunca lo que quieres, al menos podremos aplastar a los parshendi y vengar al viejo Gavilar. Es lo correcto.
Dalinar asintió.
—Podría estar mintiendo —dijo Aladar.
—Pero no es así.
—¿Cómo lo sabes?
—¿Sinceramente? No lo sé. Pero si quiero que esto funcione, tendré que confiar en algunos de vosotros.
Hasta cierto punto. Nunca volvería a ponerse en otra situación como la Torre.
Fuera como fuese, la presencia de Aladar significaba que esta incursión era posible. Juntos, los cuatro ejércitos superarían en número a los parshendi… aunque no estaba seguro de lo fiables que eran los cálculos de las escribas respecto al número de enemigos.
No era la gran coalición de todos los altos príncipes que Dalinar había querido, pero incluso con los abismos favoreciendo a los parshendi, esto podría ser suficiente.
—Marcharemos juntos —dijo Dalinar, señalando—. No quiero que nos dispersemos. Iremos meseta tras meseta, siempre en la misma cuando sea posible. Y tendrás que dejar atrás a tus parshmenios.
—Es un requerimiento poco habitual —dijo Aladar, con el ceño fruncido.
—Vamos a enfrentarnos a sus primos —respondió Dalinar—. Es mejor no arriesgarnos a que se vuelvan contra nosotros.
—Pero nunca… Bah, da igual. Puede hacerse.
Dalinar asintió y extendió una mano hacia Aladar mientras, detrás, Roion y Amaram se acercaban por fin al trote. Dalinar los había dejado atrás a lomos de Galante.
—Gracias —le dijo a Aladar.
—Crees de verdad en todo esto, ¿eh?
—Sí.
Aladar extendió la mano, pero vaciló.
—Te darás cuenta de que estoy manchado de arriba abajo. Tengo sangre en estas manos, Dalinar. No soy el caballero perfecto y honorable que pareces querer.
—Sé que no lo eres —dijo Dalinar, estrechando la mano—. Yo tampoco. Tendremos que apañárnoslas.
Asintieron ambos, y luego Dalinar hizo que Galante volviera grupas y empezó a trotar para volver con su propio ejército. Roion gimió, quejándose de que le dolían los muslos tras haber galopado hasta aquí. La cabalgada de hoy no iba a ser agradable para él.
Amaram se situó junto a Dalinar.
—¿Primero Sebarial y luego Aladar? Parece que tu confianza se gana hoy fácilmente, Dalinar.
—¿Preferirías que los rechazara?
—Piensa en lo espectacular que sería esta victoria si la hiciéramos nosotros solos.
—Espero estar por encima de esas vanidades, viejo amigo —dijo Dalinar. Cabalgaron durante un rato, adelantando de nuevo a Shallan y Adolin. Dalinar escrutó a sus soldados y advirtió algo. Un hombre alto vestido de azul estaba sentado sobre una piedra en medio de los guardaespaldas del Puente Cuatro.
«Hablando de necios…».
—Ven conmigo —le dijo Dalinar a Amaram.
Amaram dejó retrasarse a su caballo.
—Creo que debería ir a ver…
—Ven —dijo Dalinar bruscamente—. Quiero que hables con ese joven para que puedas poner fin a los rumores y las cosas que ha estado diciendo sobre ti. Esto no hace bien a nadie.
—Muy bien —respondió Amaram, alcanzándolo.
Kaladin se encontraba de pie en medio de los hombres del puente, a pesar del dolor en su pierna, cuando advirtió que Adolin y Shallan pasaban de largo. Siguió a la pareja con la mirada. Adolin, montando su ryshadio de gruesos cascos, y Shallan, en un animal marrón de tamaño más modesto.
Se la veía preciosa. Kaladin estaba dispuesto a admitirlo, aunque solo fuera para sí. Cabello rojo brillante, sonrisa fácil. Dijo algo ingenioso: Kaladin casi captó las palabras. Esperó, deseando que mirara en su dirección, que sus miradas se cruzaran en la breve distancia.
No lo hizo. Continuó cabalgando, y Kaladin se sintió como un completo idiota. Una parte de él quiso odiar a Adolin por retener su atención, pero descubrió que no pudo hacerlo. La verdad era que le caía bien Adolin. Y esos dos eran buenos el uno para el otro. Encajaban.
Tal vez Kaladin podría odiar eso.
Se sentó en una roca, con la cabeza gacha. Los hombres del puente se apiñaron a su alrededor. Por suerte, no lo habían visto siguiendo a Shallan con la mirada, esforzándose por oír su voz. Renarin estaba de pie, como una sombra, al fondo del grupo. Los hombres del puente empezaban a aceptarlo, pero seguía pareciendo muy incómodo con ellos. Naturalmente, parecía incómodo con casi todo el mundo.
«Tengo que hablar más con él sobre su estado», pensó Kaladin. Algo le parecía extraño en el joven y su explicación de la epilepsia.
—¿Por qué estás aquí, señor? —preguntó Bisig, devolviendo la atención de Kaladin hacia los otros hombres del puente.
—Quería venir a despediros —dijo Kaladin, suspirando—. Supuse que os alegraría verme.
—Eres como un niño —dijo Roca, agitando un grueso dedo ante él—. ¿Qué harías, gran capitán Bendito por la Tormenta, si pillaras a uno de estos hombres caminando con una pierna herida? ¡Mandarías que le dieran de azotes! Cuando estuviera curado, por supuesto.
—Creía que vuestro comandante era yo —advirtió Kaladin.
—No, no puede ser —dijo Teft—, porque nuestro comandante sería lo bastante listo para quedarse en la cama.
—Y comería mucho guiso —dijo Roca—. Te dejé guiso para que te lo comas mientras estoy fuera.
—¿Vas a ir en la expedición? —preguntó Kaladin, mirando al gran comecuernos—. Creí que solo estabas despidiendo a los hombres. No quieres luchar. ¿Qué vas a hacer ahí fuera?
—Alguien tiene que prepararles la comida —dijo Roca—. Esta expedición llevará días. No dejaré a mis amigos en manos de los cocineros del campamento. ¡Ja! La comida que cocinen será todo cereal y carne moldeada. ¡Sabe a crem! Alguien tiene que echarle las especias adecuadas.
Kaladin miró al grupo de hombres de ceño fruncido.
—Muy bien —dijo—. Me marcho. Tormentas, yo…
¿Por qué dejaban paso los hombres del puente? Roca miró por encima del hombro, luego se echó a reír y retrocedió.
—Ahora veremos problemas de verdad.
Tras ellos, Dalinar Kholin desmontaba de su caballo. Kaladin suspiró, luego hizo una señal a Lopen para que le ayudara a ponerse en pie y así saludar adecuadamente. Se irguió (ganándose una mirada de reprimenda de Teft) antes de advertir que Dalinar no venía solo.
Amaram. Kaladin se envaró, esforzándose por mantener una expresión neutra.
Dalinar y Amaram se acercaron. El dolor en la pierna de Kaladin pareció desvanecerse, y por el momento solo pudo ver a aquel hombre. Aquel monstruo. Con la armadura esquirlada que Kaladin había ganado, una capa dorada ondeando tras él, llevando el símbolo de los Caballeros Radiantes.
«Contrólate», pensó Kaladin. Consiguió tragarse la ira. La última vez fue más fuerte que él, y se ganó semanas en prisión.
—Deberías estar descansando, soldado —dijo Dalinar.
—Sí, señor —respondió Kaladin—. Mis hombres ya me lo han dejado bastante claro.
—Entonces los entrenaste bien. Estoy orgulloso de tenerlos conmigo en esta expedición.
Teft saludó.
—Si hay peligro para ti, brillante señor, será ahí fuera en las Llanuras. No podemos protegerte si esperamos aquí.
Kaladin frunció el ceño cuando cayó en la cuenta de algo.
—Cikatriz está aquí… Teft… ¿Quién está protegiendo al rey?
—Nos hemos encargado de eso, señor —dijo Teft—. El brillante señor Dalinar me pidió que dejara a nuestro mejor hombre con un equipo de su propia elección. Todos vigilarán al rey.
Su mejor hombre…
Kaladin sintió frío. Moash. Habían dejado a Moash a cargo de la seguridad del rey, y tenía un equipo de su propia elección.
Tormentas.
—Amaram —dijo Dalinar, indicando al alto señor que se acercara—. Me dijiste que nunca habías visto a este hombre antes de llegar aquí a las Llanuras Quebradas. ¿Es eso cierto?
Kaladin miró a los ojos al asesino.
—Sí —dijo Amaram.
—¿Y eso que sostiene de que le quitaste tu espada y tu armadura?
—Brillante señor —dijo Amaram, cogiendo a Dalinar por el brazo—. No sé si el muchacho está tocado de la cabeza o si simplemente quiere llamar la atención. Quizá sirvió en mi ejército, como dice: desde luego lleva la marca de esclavo correcta. Pero sus alegaciones referidas a mí son obviamente ridículas.
Dalinar asintió para sí, como si fuera lo que esperaba.
—Creo que es necesaria una disculpa.
Kaladin se esforzó por mantenerse erguido, sintiendo la debilidad de su pierna herida. Así que este sería su castigo final. Pedir disculpas a Amaram en público. Una humillación por encima de todas las demás.
—Yo… —empezó a decir.
—Tú no, hijo —dijo Dalinar en voz baja.
Amaram se volvió, su postura súbitamente más alerta, como la de un hombre que se prepara para una pelea.
—¡No creerás esas alegaciones, Dalinar!
—Hace unas semanas —dijo Dalinar—, recibí dos visitas especiales en el campamento. Una era de un sirviente de fiar que había venido de Kholinar en secreto, trayendo un cargamento precioso. La otra era ese cargamento: un loco que había llegado a las puertas de Kholinar con una hoja esquirlada.
Amaram palideció y dio un paso atrás, dirigiendo la mano hacia un lado.
—Le dije a mi sirviente —continuó Dalinar tranquilamente— que fuera a beber con tu guardia personal (conocía a muchos de ellos) y hablara de un tesoro que el loco dice que lleva años oculto fuera del campamento. Siguiendo una orden mía, colocó luego la hoja esquirlada del loco en una caverna cercana. Después de eso, esperamos.
«Está invocando su espada», pensó Kaladin, mirando la mano de Amaram. Kaladin echó mano a su puñal, pero Dalinar estaba levantando ya su propia mano.
La bruma blanca se condensó en los dedos de Dalinar y una hoja esquirlada apareció, con la punta hacia la garganta de Amaram. Más ancha que la mayoría, por su aspecto casi parecía una cuchilla de carnicero.
Una espada se formó en la mano de Amaram un segundo más tarde… un segundo demasiado tarde. Abrió los ojos de par en par cuando miró a la hoja plateada que le apuntaba la garganta.
Dalinar tenía una espada esquirlada.
—Pensé —dijo Dalinar— que si habías sido capaz de asesinar por una espada, desde luego estarías dispuesto a mentir por una segunda. Y por eso, después de enterarme de que fuiste subrepticiamente a ver al loco por tu cuenta, te pedí que investigaras por mí lo que sostiene. Te di tiempo de sobra para que limpiaras tu conciencia, por respeto a nuestra amistad. Cuando me dijiste que no habías encontrado nada, aunque en realidad habías recuperado la hoja esquirlada, supe la verdad.
—¿Cómo? —susurró Amaram, mirando la espada que Dalinar empuñaba—. ¿Cómo la has recuperado? La saqué de la cueva. ¡Mis hombres la pusieron a salvo!
—No estaba dispuesto a arriesgarla solo por demostrar un argumento —dijo Dalinar con frialdad—. Me vinculé a esta espada antes de esconderla.
—La semana que pasaste enfermo —dijo Amaram.
—Sí.
—Condenación.
Dalinar exhaló, un siseo entre sus dientes.
—¿Por qué, Amaram? De toda la gente, creía que tú… ¡Bah! —La presa de Dalinar sobre el arma se tensó, los nudillos blancos. Amaram alzó la barbilla, como empujando el cuello hacia la punta de la hoja esquirlada.
—Lo hice —dijo Amaram—, y lo volvería a hacer. Los Portadores del Vacío regresarán pronto, y debemos ser lo suficientemente fuertes para enfrentarnos a ellos. Eso significa portadores de esquirlada expertos y hábiles. Al sacrificar a unos pocos de mis soldados, planeaba salvar a muchos más.
—¡Mentiras! —dijo Kaladin, trastabillando hacia delante—. ¡Solo querías la espada para ti!
Amaram lo miró a los ojos.
—Lamento lo que te hice a ti y a los tuyos. A veces, hombres buenos tienen que morir para que puedan cumplirse objetivos más grandes.
Kaladin sintió un escalofrío, un entumecimiento que se extendió desde su corazón hacia fuera.
«Está diciendo la verdad —pensó—. Cree… cree sinceramente que hizo lo correcto».
Amaram hizo desaparecer la espada y se volvió hacia Dalinar.
—¿Y ahora qué?
—Eres culpable de asesinato… de matar a hombres para obtener riquezas personales.
—¿Y qué sucede cuando envías a miles de hombres a la muerte para poder conseguir piedras corazón, Dalinar? —dijo Amaram—. ¿Es diferente? Todos sabemos que a veces hay que sacrificar vidas por el bien común.
—Quítate la capa —rugió Dalinar—. No eres un Radiante.
Amaram alzó la mano y se soltó la capa. La arrojó al suelo. Se dio media vuelta y empezó a marcharse.
—¡No! —dijo Kaladin, cojeando tras él.
—Déjalo ir, hijo —dijo Dalinar, suspirando—. Su reputación está rota.
—Sigue siendo un asesino.
—Y lo trataremos con justicia cuando yo regrese. No puedo encarcelarlo: los portadores de esquirlada están por encima de eso, y se escaparía de todas formas. A los portadores se les ejecuta o se les deja en libertad.
Kaladin se desplomó, y Lopen apareció a un lado, agarrándolo mientras Teft lo cogía por el otro brazo. Se sentía sin fuerzas.
«A veces hay que sacrificar vidas por el bien común…».
—Gracias —le dijo Kaladin a Dalinar—, por creer en mí.
—A veces escucho, soldado. Ahora vuelve al campamento y descansa un poco.
Kaladin asintió.
—¿Señor? Ten cuidado ahí fuera.
Dalinar sonrió sombríamente.
—Lo tendré. Al menos ya tengo un modo de combatir al asesino, si llega. Con todas estas hojas esquirladas pasando de mano en mano últimamente, pensé que tener una yo también era demasiado lógico para ignorarlo. —Entornó los ojos, volviéndose hacia el este—. Aunque parece… de algún modo malo empuñar una. Qué extraño. ¿Por qué me pasa? Quizás es que añoro mi antigua espada.
Dalinar hizo desaparecer la hoja.
—Vete —dijo, volviendo hacia su caballo y el príncipe Roion, que observaba con gesto aturdido a Amaram marcharse, seguido de su guardia personal de cincuenta hombres.
Sí, aquel era el estandarte de Aladar, que se unía al de Dalinar. Sadeas pudo distinguirlo con el anteojo.
Permaneció sentado en silencio durante mucho, mucho tiempo. Tanto, que sus guardias, e incluso su esposa, empezaron a ponerse nerviosos. Pero no había ningún motivo.
Disimuló su malestar.
—Que mueran ahí fuera —dijo—. Los cuatro. Ialai, prepárame un informe. Querría saber… ¿Ialai?
Su esposa dio un respingo.
—¿Todo va bien?
—Simplemente, estaba pensando —dijo ella, distante—. En el futuro. Y lo que va a traer. Para nosotros.
—Va a traer nuevos altos príncipes para Alezkar —dijo Sadeas—. Haz un informe de cuáles entre nuestros altos señores vasallos serían adecuados para ocupar el puesto de los que caigan en el viaje de Dalinar. —Le lanzó el catalejo a la mensajera—. No haremos nada hasta que hayan muerto. Parece que, después de todo, esto acabará con Dalinar muerto a manos de los parshendi. Aladar puede ir con él, y a Condenación con el resto.
Volvió grupas y continuó el paseo, dando la espalda a las Llanuras Quebradas.