Obviamente son necios La Desolación no necesita acompañamiento Puede y se asentará donde desee y los signos son obvios que los spren anticipan a hacerlo pronto El Antiguo de las Piedras debe finalmente empezar a romper Es asombroso que en su voluntad descansara la prosperidad y paz de un mundo durante más de cuatro milenios
Del Diagrama, Libro de la segunda rotación del techo, patrón 1
Shallan dejó atrás el puente y salió a la meseta desierta.
La lluvia apagaba los sonidos de la guerra, haciendo que la zona pareciera aún más aislada. Oscuridad como el crepúsculo. Lluvia como susurros ahogados.
Esta meseta estaba más alta que la mayoría, así que podía ver el centro de Sedetormenta desplegado a su alrededor. Columnas con crem acumulado en sus bases que las transformaba en estalagmitas. Edificios que se habían convertido en montículos, recubiertos de piedra como nieve que cubriera un tronco caído. Con la oscuridad y la lluvia, la antigua ciudad presentaba el esbozo de un contorno de casas para que la imaginación lo rellenara.
La ciudad se escondía bajo la ilusión del tiempo.
Los demás la siguieron. Habían esquivado la batalla en el frente de Aladar, rodeando las líneas alezi para llegar a esta meseta más alejada. Llegar hasta allí les había llevado tiempo, ya que los hombres del puente necesitaron encontrar un sitio donde desembarcar. Habían tenido que subir una pendiente en la meseta cercana y colocar el puente para que pudieran cruzar el abismo.
—¿Cómo puedes estar segura de que este es el lugar adecuado? —preguntó Renarin, caminando ruidosamente junto a ella. Shallan había optado por un paraguas, pero él permanecía de pie bajo la lluvia, con el yelmo bajo el brazo, permitiendo que el agua le corriera por la cara. ¿No llevaba lentes? Ella no le había visto usarlas mucho últimamente.
—Es el lugar adecuado —contestó Shallan—, porque es una desviación.
—Difícilmente es una conclusión lógica —dijo Inadara, reuniéndose con ellos mientras los soldados y hombres del puente cruzaban la meseta vacía—. Un portal de esta naturaleza debería estar oculto, no ser una desviación.
—Las Puertas Juradas no estaban ocultas —dijo Shallan—. De todas formas, ese no es el argumento. Esta meseta es un círculo.
—Muchas son circulares.
—No como esta —dijo Shallan, echando a andar. Desde allí se daba cuenta de lo irregularmente… regular que era la meseta, por así decirlo—. Estaba buscando un estrado en una meseta, pero no conocía la escala de lo que buscaba. Toda esta meseta es el estrado sobre el que se erguía la Puerta Jurada.
»¿No lo veis? Las otras mesetas fueron creadas por algún tipo de desastre: son irregulares, están rotas. Este lugar no. Eso es porque ya estaban aquí cuando se produjo la quiebra. En los antiguos mapas era una sección elevada, como un pedestal gigantesco. Cuando las Llanuras se rompieron, permaneció de esta forma.
—Sí… —dijo Renarin, asintiendo—. Imaginad un plato con un círculo grabado en el centro… si una fuerza rompiera el plato, podría quebrarlo siguiendo las líneas ya debilitadas.
—Dejándote con un montón de piezas irregulares —coincidió Shallan—, y una en forma de círculo.
—Tal vez —apuntó Inadara—. Pero me parece extraño que algo de tanta importancia táctica quedara expuesto.
—Las Puertas Juradas eran un símbolo —añadió Shallan, y siguió andando—. El Derecho Vorin de Viaje, dado a todos los ciudadanos de suficiente rango, está basado en la declaración de los Heraldos de que todas las fronteras deberían estar abiertas. Si fueras a crear un símbolo de esa unidad, un portal que conectara todos los Reinos Plateados, ¿dónde lo pondrías? ¿Oculto en una sala cerrada con llave? ¿O en un escenario que se alzara sobre la ciudad? Estaba allí porque se sentían orgullosos de ella.
Continuaron caminando bajo el viento y la lluvia. En este lugar había algo de sagrado y, sinceramente, en parte por eso Shallan sabía que tenía razón.
—Mmmm —dijo Patrón suavemente—. Están creando una tormenta.
—¿Los vacíospren? —susurró Shallan.
—Los vinculados. Crean una tormenta.
Bien. Su tarea era urgente: no tenía tiempo para ponerse a pensar. Estaba a punto de ordenar que iniciaran la búsqueda, pero se detuvo al ver que Renarin señalaba hacia el oeste.
—¿Príncipe Renarin? —preguntó ella.
—Al revés —susurró él—. El viento sopla desde la dirección equivocada. De oeste a este… Oh, Todopoderoso en las alturas. Es terrible.
Shallan siguió su mirada, pero no pudo ver nada.
—Es real —dijo Renarin—. La Tormenta Eterna.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Shallan, sintiendo un escalofrío ante el tono de su voz.
—Yo… —Él la miró y se secó el agua de los ojos, el guantelete colgando de su cintura—. Debería estar con mi padre. Debería poder combatir. Pero soy inútil.
Magnífico. Era raro y quejumbroso.
—Bueno, tu padre te ordenó que me ayudaras, así que cumple con lo acordado. Todos los demás, a buscar.
—¿Qué buscamos, prima? —preguntó Roca, uno de los hombres del puente.
«Prima —pensó ella—. Lindo». Por el pelo rojo.
—No lo sé. Algo extraño, fuera de lo común.
Se dividieron y se desplegaron por la meseta. Junto con Inadara, Shallan tenía un grupito de fervorosos y eruditas para ayudarle, incluyendo a uno de los predicetormentas de Dalinar. Envió equipos formados por varias eruditas, un hombre del puente y un soldado en distintas direcciones.
Renarin y la mayoría de los hombres del puente insistieron en ir con ella. No podía quejarse al respecto: esto era una zona de guerra. Shallan pasó ante un bulto en el suelo, parte de un gran anillo. Quizá parte de un muro ornamental. ¿Qué aspecto habría tenido este lugar? Lo imaginó mentalmente, y deseó poder haberlo dibujado. Sin duda eso la habría ayudado a visualizarlo.
¿Dónde estaría el portal? Probablemente en el centro, así que se encaminó en esa dirección. Allí encontró un gran montículo de piedra.
—¿Esto es todo? —preguntó Roca—. Solo es más piedra.
—Es exactamente lo que esperaba encontrar —dijo Shallan—. Cualquier cosa expuesta al aire se habría erosionado o estaría enterrada en crem. Si fuéramos a descubrir algo útil, tendría que estar dentro.
—¿Dentro? —preguntó uno de los hombres del puente—. ¿Dentro de qué?
—De los edificios —dijo Shallan, palpando la pared hasta que encontró una ondulación en la parte de atrás de la roca. Se volvió hacia Renarin—. Príncipe Renarin, ¿quieres ser tan amable de partirme esta roca?
Adolin alzó su esfera en la cámara oscura, iluminando la pared. Después de tanto tiempo a la intemperie durante el Llanto, le parecía extraño no sentir la lluvia golpeteando contra su yelmo. El aire rancio de este lugar se volvía más húmedo, e incluso con los hombres arrastrando los pies y tosiendo a Adolin le parecía que todo estaba demasiado silencioso. Dentro de esta tumba rocosa, bien podrían encontrarse a kilómetros de distancia del campo de batalla que estaba ahí fuera.
—¿Cómo lo supiste, señor? —preguntó Cikatriz, el hombre del puente—. ¿Cómo dedujiste que este montículo de roca estaría hueco?
—Porque una mujer inteligente —dijo Adolin— me pidió una vez que atacara un roca por ella.
Acompañado por estos hombres, había llegado dando un rodeo hasta la gran formación rocosa que los parshendi que cantaban estaban utilizando para proteger su retaguardia. Con unos cuantos golpes de la hoja esquirlada, Adolin había abierto una entrada en el montículo, que resultó estar hueco, como esperaba.
Se abrió paso a través de las polvorientas salas, dejando atrás huesos y escombros resecos que tal vez fueran muebles en su momento. Posiblemente todo se había podrido porque el crem había terminado de aislar el edificio. ¿Había sido una especie de vivienda comunal, en el pasado lejano? ¿O quizás un mercado? Tenía un montón de habitaciones: muchos portales aún conservaban goznes mohosos que antaño sujetaron puertas.
Mil hombres recorrían con él el edificio, empuñando linternas que contenían grandes gemas talladas, cinco veces más grandes que los broams, aunque incluso algunas de ellas empezaban ya a fallar, ya que había pasado mucho tiempo desde la última alta tormenta.
Mil hombres era un número grande para moverte por estos confines. Pero, a menos que estuviera completamente despistado, ya deberían estar acercándose a la pared opuesta, la que estaba justo detrás de los parshendi. Algunos de sus hombres exploraron las habitaciones cercanas, y volvieron con la confirmación. El edificio acababa allí. Adolin vio los contornos de las ventanas, selladas por el crem que se había ido acumulando a través de las grietas durante años, y que había corrido por la pared hasta apilarse en el suelo.
—Muy bien. —Llamó a los oficiales y capitanes de las compañías—. Reunamos a todos los que podamos en esta sala y en el pasillo exterior. Abriré un agujero de salida. En cuanto esté abierto, tendremos que salir y atacar a esos parshendi que cantan.
»Primera Compañía, os desplegaréis a cada lado y aseguraréis la salida. ¡Aguantad! Yo atacaré y trataré de atraer la atención. Que todos los demás atraviesen la abertura y se unan al ataque lo más rápido posible.
Los hombres asintieron. Adolin inspiró profundamente, luego se bajó la visera y se acercó a la pared. Estaban en la primera planta del edificio, pero calculaba que la acumulación de crem en el exterior los colocaría a nivel del suelo. De hecho, de fuera se oía un leve sonido. Cánticos que resonaban a través de la pared.
Tormentas, los parshendi estaban allí mismo. Invocó su espada, esperó hasta que los comandantes transmitieron la orden para que sus hombres estuvieran preparados, y luego golpeó la pared con varios largos mandobles. Cortó de nuevo en sentido contrario y después golpeó con el hombro.
La pared se desplomó y los bloques de piedra cayeron en cascada al otro lado. La lluvia regresó de pronto. Adolin se hallaba solo a unos pocos palmos del suelo, y ansiosamente se abrió paso entre las rocas mojadas y resbaladizas. Justo a su izquierda, las reservas parshendi permanecían en filas de espaldas a él, absortos en su cántico. El clamor de la batalla era casi inaudible allí, donde todo sonido quedaba ahogado por aquella inquietante canción inhumana.
Perfecto. La lluvia y el cántico habían cubierto el ruido de la abertura del agujero. Abrió otro agujero mientras los hombres empezaban a salir por el primero, portando luces. Empezó a abrir un tercero, pero oyó un grito. Uno de los parshendi había reparado por fin en él. Era una hembra: con esta nueva forma, eran más fáciles de identificar que antes.
Cubrió a la carrera la corta distancia que lo separaba de los parshendi y se abalanzó entre sus filas, blandiendo letalmente su hoja esquirlada. Los cuerpos caían muertos con los ojos quemados. Cinco, luego diez. Sus soldados se unieron a él, atacando con sus lanzas e interrumpiendo la horrible canción.
Fue sorprendentemente fácil. Los parshendi abandonaron la canción, reacios, y salieron de su trance desorientados y confusos. Los que luchaban lo hacían sin coordinación, y el rápido ataque de Adolin no les dio tiempo de invocar su extraña energía chisporroteante.
Era como matar a hombres dormidos. Adolin había hecho trabajo sucio con sus esquirlas antes. Condenación, cada vez que salías a la batalla con tu espada y tu armadura esquirladas contra hombres corrientes, hacías trabajo sucio, masacrándolos como si fueran niños con palos. Esto era aún peor. A menudo parecían salir de su letargo justo antes de que los matara, parpadeando a la consciencia, despertando, solo para encontrarse cara a cara con un portador bajo la lluvia que asesinaba a sus amigos. Aquellas expresiones de horror acosaban a Adolin mientras lanzaba al suelo a un cadáver tras otro.
¿Dónde estaba la Emoción que habitualmente lo impulsaba a través de este tipo de masacres? La necesitaba. En cambio, solo sentía náuseas. Allí de pie en medio de un campo de cadáveres, con el humo acre de los ojos quemados alzándose bajo la lluvia, tembló y soltó con disgusto la espada, que se disolvió en bruma.
Algo chocó contra él desde atrás.
Se alzó sobre un cadáver, tambaleándose pero sin llegar a perder el equilibrio, y se dio media vuelta. Una hoja esquirlada chocó contra su pecho, esparciendo una brillante telaraña de grietas por todo su peto. Desvió el siguiente golpe con el antebrazo y dio un paso atrás, adoptando una pose de batalla.
Ella estaba ante él, la lluvia resbalando sobre su armadura. ¿Cómo dijo que se llamaba? Eshonai.
Adolin sonrió por dentro de su yelmo. Esto sí podía hacerlo. Una lucha honrada contra la portadora de esquirlada. Alzó las manos y la espada se formó a partir de la bruma mientras alzaba el brazo y desviaba su ataque con un gesto defensivo.
«Gracias», pensó.
Montado en Galante, Dalinar cruzó el puente, regresando de la meseta de Roion, sujetándose una herida en el costado. Estúpido. Tendría que haber visto aquella lanza. Se había concentrado demasiado en aquellos relámpagos rojos y las veloces parejas de combate parshendi.
«La verdad es que ya eres un anciano», pensó Dalinar, desmontando para que una cirujana pudiera inspeccionar la herida. Quizás no en el sentido en que se medían las vidas, ya que solo estaba en la cincuentena, pero para el baremo de los soldados era decididamente viejo. Sin armadura esquirlada que le ayudase, se volvía lento, se volvía débil. Matar era cosa de jóvenes, aunque solo fuera porque los viejos caían primero.
La maldita lluvia seguía cayendo, así que se puso a cubierto bajo uno de los pabellones de Navani. Los arqueros impedían que los parshendi cruzaran el abismo para continuar acosando la apurada retirada de Roion. Con su ayuda, Dalinar había conseguido salvar al ejército del alto príncipe, o al menos la mitad, pero habían perdido toda la meseta norte. Roion cabalgaba a lugar seguro, seguido por un agotado capitán Khal a pie: el hijo del general Khal llevaba su propia armadura esquirlada y la espada del rey, que afortunadamente había recuperado del cadáver de Teleb después de que el otro hombre cayera.
Se habían visto obligados a abandonar el cadáver, y la armadura. Lo peor de todo era que los parshendi continuaban cantando impertérritos. A pesar de los soldados que habían salvado, esto era una terrible derrota.
Dalinar se quitó el peto y se sentó con un gemido cuando la cirujana ordenó que le trajeran un taburete. Sufrió las atenciones de la mujer, aunque sabía que la herida no era terrible. Era mala (toda herida era mala en batalla, sobre todo si afectaba al brazo de la espada), pero no lo mataría.
—Tormentas —dijo la cirujana—. Alto príncipe, estás todo cubierto de cicatrices. ¿Cuántas veces te han herido en el hombro?
—No lo recuerdo.
—¿Cómo es que todavía puedes usar el brazo?
—Entrenamiento y práctica.
—La cosa no va así… —susurró ella, con los ojos muy abiertos—. Quiero decir… tormentas…
—Tú cóselo —dijo él—. Sí, me mantendré apartado del campo de batalla hoy. No, no lo forzaré. Sí, he oído todos los sermones antes.
No tendría que haber estado allí, en primer lugar. Se había dicho a sí mismo que no volvería a cabalgar a la batalla. Se suponía que era político, no caudillo.
Pero de vez en cuando el Espina Negra tenía que salir. Los hombres lo necesitaban. Tormentas, él lo necesitaba. La…
Navani irrumpió en la tienda.
«Demasiado tarde». Dalinar suspiró mientras ella se acercaba, dejando atrás el fabrial de esta tienda, que brillaba en un pequeño pedestal, recogiendo el agua a su alrededor en un globo titilante. El agua fluía por dos varas de metal situadas a los lados del fabrial, derramándose en el suelo, y luego salía de la tienda y caía por el borde de la meseta.
Miró sombrío a Navani, esperando que lo reprendiera como a un recluta que olvida su piedra de afilar. En cambio, ella lo cogió por el lado bueno y lo abrazó con fuerza.
—¿No hay reprimenda? —preguntó Dalinar.
—Estamos en guerra —susurró ella—. Y vamos perdiendo, ¿no?
Dalinar miró a los arqueros, que se estaban quedando sin flechas. No habló demasiado alto, para que no lo oyeran.
—Sí.
La cirujana lo miró, luego bajó la cabeza y siguió cosiendo.
—Cabalgaste a la batalla cuando alguien te necesitaba —dijo Navani—. Salvaste las vidas de un alto príncipe y sus soldados. ¿Por qué esperabas que estuviera furiosa?
—Porque tú eres tú. —Dalinar extendió la mano buena y pasó los dedos por su cabello.
—Adolin ha ganado su meseta —dijo Navani—. Los parshendi de esa zona están dispersos y derrotados. Aladar aguanta. Roion ha fracasado, pero aún estamos a la par. Entonces ¿cómo es que estamos perdiendo? Puedo sentirlo, por tu cara, pero no lo comprendo.
—Un combate igualado es una pérdida para nosotros —dijo Dalinar. Podía sentirla acumularse. Lejana al oeste—. Si completan esa canción, como advirtió Rlain, será el fin.
La cirujana terminó su trabajo lo mejor que pudo, vendó la herida y le dio permiso a Dalinar para que se pusiera la camisa y la guerrera, que mantendría el vendaje apretado. Una vez vestido, Dalinar se puso en pie, con intención de ir a la tienda de mando para recibir noticias de la situación del general Khal. Lo interrumpió Roion, que entró en tromba en el pabellón.
—¡Dalinar! —exclamó el hombre, alto y calvo, agarrándolo por el brazo. El herido. Dalinar dio un respingo—. ¡Es un maldito baño de sangre! ¡Estamos muertos! ¡Tormentas, estamos muertos!
Los arqueros cercanos vacilaron, agotadas sus flechas. Un mar de ojos rojos se congregaba en la meseta al otro lado del abismo, brasas ardientes en la oscuridad.
Por muchas ganas que Dalinar sintiera de abofetear a Roion, esta no era forma de tratar a un alto príncipe, ni siquiera a uno histérico. En cambio, sacó a Roion del pabellón. Sintió la gélida lluvia, ahora una tormenta absoluta, cuando asoló su uniforme empapado.
—Contrólate —dijo Dalinar severamente—. Adolin ha ganado su meseta. No es tan malo como parece.
—No debería terminar así —dijo el Todopoderoso.
¡Tormentas! Dalinar empujó a Roion a un lado y se dirigió al centro de la mesa. Miró al cielo.
—¡Respóndeme! ¡Hazme saber si puedes oírme!
—Puedo.
Por fin. Algún avance.
—¿Eres el Todopoderoso?
—Dije que no lo soy, hijo de Honor.
—Entonces ¿qué eres?
SOY LO QUE TRAE LA LUZ Y LA OSCURIDAD. La luz adquirió una cualidad más rugiente, más lejana.
—El Padre Tormenta —dijo Dalinar—. ¿Eres un Heraldo?
NO.
—¿Entonces eres un spren o un dios?
Ambos.
—¿Qué sentido tiene hablar conmigo? —le gritó Dalinar al cielo—. ¿Qué está ocurriendo?
ELLOS LLAMAN A UNA TORMENTA. MI OPUESTO. LETAL.
—¿Cómo lo impedimos?
NO PUEDES.
—¡Tiene que haber una forma!
OS TRAIGO UNA TORMENTA DE LIMPIEZA. ME LLEVARÉ VUESTROS CADÁVERES. ES TODO LO QUE PUEDO HACER.
—¡No! ¡No te atrevas a abandonarnos!
¿ME PLANTEAS EXIGENCIAS A MÍ, TU DIOS?
—Tú no eres mi dios. ¡Nunca fuiste mi dios! ¡Eres una sombra, una mentira!
Un trueno lejano rugió ominosamente. La lluvia golpeó con más fuerza el rostro de Dalinar.
ME LLAMAN. DEBO IRME. UNA HIJA DESOBECECE. NO TENDRÁS MÁS VISIONES, HIJO DE HONOR. ESTO ES EL FINAL.
Adiós.
—¡Padre Tormenta! —gritó Dalinar—. ¡Tiene que haber un modo! ¡No moriré aquí!
Silencio. Ni siquiera truenos. La gente se había congregado en torno a Dalinar: soldados, escribas, mensajeras, Roion y Navani. Gente asustada.
—No nos abandones —dijo Dalinar, con voz apagada—. Por favor…
Moash avanzó, con la visera alzada y el rostro dolorido.
—¿Kaladin?
—Tuve que tomar la decisión que me permitiera dormir por las noches, Moash —dijo Kaladin cansinamente, de pie ante la figura inconsciente del rey. La sangre formaba un charco alrededor de la bota de Kaladin por la herida que se había vuelto a abrir. Mareado, tenía que apoyarse en la lanza para mantenerse en pie.
—Dijiste que era de fiar —dijo Graves, volviéndose hacia Moash, la voz resonando dentro del casco de su armadura esquirlada—. ¡Me lo prometiste, Moash!
—Kaladin es de fiar —dijo Moash. Estaban solos los tres (cuatro, si contabas al rey), en el solitario pasillo del palacio.
Sería un triste lugar para morir. Un lugar lejos del viento.
—Solo está un poco confundido —dijo Moash, dando un paso al frente—. Eso seguirá saliendo bien. No se lo dijiste a nadie, ¿verdad, Kal?
«Reconozco este pasillo —advirtió Kaladin—. Es el mismo lugar donde combatimos al Asesino de Blanco». A su izquierda, las ventanas flanqueaban la pared, aunque los postigos mantenían a la lluvia a raya. Sí… allí. Divisó el lugar donde habían colocado los tablones sobre el agujero que el asesino había abierto en la pared. El lugar donde Kaladin había caído a la oscuridad.
Otra vez allí. Inspiró profundamente y se apoyó lo mejor que pudo en la pierna buena, luego alzó la lanza, con la punta hacia Moash.
Tormentas, la pierna le dolía.
—Kal, el rey está claramente herido —dijo Moash—. Seguimos vuestro rastro de sangre hasta aquí. Ya está prácticamente muerto.
Rastro de sangre. Kaladin parpadeó, agotado. Naturalmente. Pensaba muy despacio. Tendría que haberse dado cuenta de eso.
Moash se detuvo a unos pocos pasos de Kaladin, fuera del alcance de la lanza.
—¿Qué vas a hacer, Kal? —preguntó, mirando la lanza que le apuntaba—. ¿De verdad vas a atacar a un miembro del Puente Cuatro?
—Dejaste el Puente Cuatro en el momento en que te volviste contra tu deber —susurró Kaladin.
—¿Y tú eres distinto?
—No, no lo soy —dijo Kaladin, sintiendo un vacío en el estómago—. Pero intento cambiarlo.
Moash avanzó otro paso, pero Kaladin elevó la punta de su lanza, hacia su rostro. Su amigo vaciló, alzando las manos enguantadas en un gesto protector.
Graves avanzó, pero Moash lo hizo detenerse antes de volverse hacia Kaladin.
—¿Qué crees que vas a conseguir, Kal? Si te interpones en nuestro camino, solo te harás matar, y el rey seguirá estando muerto. ¿Quieres que sepa que no estás de acuerdo con esto? Bien. Lo has intentado. Ahora estás superado, y no tiene sentido luchar. Baja esa lanza.
Kaladin miró por encima de su hombro. El rey seguía respirando.
La armadura de Moash tintineó. Kaladin se volvió, alzando de nuevo la lanza. Tormentas… la cabeza le dolía horrores.
—Lo digo en serio, Kal —advirtió Moash.
—¿Me atacarías? —dijo Kaladin—. ¿A tu capitán? ¿A tu amigo?
—No le des la vuelta a lo que digo.
—¿Por qué no? ¿Qué es más importante para ti? ¿Una venganza mezquina o yo?
—Los asesinó, Kaladin —replicó Moash—. Esa penosa excusa de rey mató a la única familia que he tenido jamás.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo proteges?
—No fue culpa suya.
—Ese montón de…
—No fue culpa suya —insistió Kaladin—. ¡Pero estaría aquí aunque así fuera, Moash! Tenemos que ser mejor que esto, tú y yo. Tienes que confiar en mí. Retractarte. El rey no os ha visto todavía, ni a Graves ni a ti. Acudiremos a Dalinar, y me encargaré de que se haga justicia contra el verdadero responsable, Roshone, el que está realmente detrás de la muerte de tus abuelos.
»Pero, Moash, no vamos a ser este tipo de hombres. Asesinos en pasillos oscuros que matan a un borracho porque lo consideran repulsivo diciéndonos que es por el bien del reino. Si mato a un hombre, voy a hacerlo a la luz del día, y voy a hacerlo solo porque no hay otra opción.
Moash vaciló. Graves se acercó, pero una vez más Moash alzó una mano y lo detuvo. Miró a Kaladin a los ojos, y luego negó con la cabeza.
—Lo siento, Kal. Es demasiado tarde.
—No lo tendréis. No retrocederé.
—Supongo que no me gustaría que lo hicieras.
Moash se bajó la visera. Los lados se cubrieron de bruma mientras se sellaba.