CINCO AÑOS Y MEDIO ANTES
La seda del nuevo vestido de Shallan era más suave que nada que hubiera poseído en toda su vida. Le acariciaba la piel como una brisa reconfortante. La manga izquierda se cerraba sobre la mano: ya era lo bastante mayor para cubrir su mano segura. Antes soñaba con llevar un vestido de mujer. Su madre y ella…
Su madre…
La mente de Shallan se detuvo. Como una vela que se apaga de pronto, dejó de pensar. Se echó hacia atrás en su asiento, con las piernas recogidas y las manos sobre el regazo. El sombrío comedor de piedra hervía de actividad mientras la mansión Davar se preparaba para recibir a sus invitados. Shallan no sabía quiénes eran, solo que su padre quería que el lugar estuviera inmaculado.
No es que pudiera hacer nada para ayudar.
Dos doncellas pasaron corriendo.
—Ella lo vio —le susurraba una a la otra, una muchacha nueva—. La pobrecilla estaba en la habitación cuando sucedió. No ha dicho una palabra en cinco meses. El amo mató a su propia esposa y a su amante, pero no permitió…
Continuaron charlando, pero Shallan no las oía.
Mantuvo las manos sobre su regazo. El vibrante azul de su vestido era el único color real en la habitación. Ella estaba sentada en el estrado, junto a la alta mesa. Media docena de criadas vestidas de marrón, con guantes en sus manos seguras, fregaban el suelo y pulían los muebles. Los parshmenios trajeron unas cuantas mesas más. Una doncella abrió las ventanas de par en par, dejando entrar el húmedo aire fresco de la reciente tormenta.
Shallan captó que volvían a mencionar su nombre. Al parecer las criadas pensaban que, puesto que no hablaba, tampoco las oía. En ocasiones se preguntaba si era invisible. Tal vez no era real. Eso estaría bien…
La puerta del salón se abrió de golpe y entró Nan Helaran. Alto, musculoso, de barbilla cuadrada. Su hermano mayor era ya todo un hombre. Los demás… eran niños. Incluso Tet Balat, que ya había alcanzado la mayoría de edad. Helaran escrutó la sala, quizá buscando a su padre. Entonces se acercó a Shallan con un pequeño bulto bajo el brazo. Las criadas se marcharon a toda prisa.
—Hola, Shallan —dijo Helaran, agachándose junto a su silla—. ¿Has venido a supervisar?
Era un lugar permitido para ella. A su padre no le gustaba que estuviera en ningún sitio donde no pudieran vigilarla. Le preocupaba.
—Te he traído una cosa —dijo Helaran, desenvolviendo el paquete—. Lo ordené para ti en Tenaza del Norte, y el mercader acaba de llegar. —Sacó un zurrón de cuero.
Shallan lo cogió, vacilante. La sonrisa de Helaran era tan amplia que prácticamente brillaba. Era difícil fruncir el ceño en una habitación donde él estaba sonriendo. Cuando estaba cerca, ella casi podía fingir… Casi podía…
Su mente se quedó en blanco.
—¿Shallan? —preguntó él, sacudiéndola.
La joven abrió el zurrón. Dentro había una libreta de papel para dibujar, del grueso y caro, y unos cuantos lápices de carboncillo. Se llevó a los labios la mano segura cubierta.
—He echado de menos tus dibujos —dijo Helaran—. Creo que podrías ser muy buena, Shallan. Deberías practicar más.
Ella pasó los dedos de la mano derecha sobre el papel, luego cogió un lápiz. Empezó a dibujar. Había pasado mucho tiempo.
—Necesito que vuelvas, Shallan —dijo Helaran suavemente.
Ella se encorvó, el lápiz rascando sobre el papel.
—¿Shallan?
Ninguna palabra. Solo dibujos.
—Voy a estar fuera muchas veces en los próximos años —dijo Helaran—. Necesito que cuides a los demás por mí. Me preocupa Balat. Le di un nuevo cachorro de sabueso-hacha y él… no lo trató bien. Tienes que ser fuerte, Shallan. Por ellos.
Las criadas se habían quedado calladas tras la llegada de Helaran. Enredaderas aletargadas colgaban ante la ventana. El lápiz de Shallan continuó moviéndose como si no fuera ella quien hacía el dibujo, como si este saliera de la página y el carboncillo absorbiera la textura. Como si fuera sangre.
Helaran suspiró y se puso en pie. Entonces vio lo que ella estaba dibujando. Cuerpos, boca abajo, en el suelo con…
Agarró el papel y lo arrugó. Sobresaltada, Shallan retrocedió, sujetando el lápiz con los dedos temblorosos.
—Dibuja plantas y animales —dijo Helaran—. Cosas seguras, Shallan. No te obsesiones con lo sucedido.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Shallan.
—No podemos vengarnos todavía —añadió Helaran en voz baja—. Balat no puede dirigir la casa y yo debo estar fuera. Pero será pronto.
La puerta se abrió. Su padre era un hombre corpulento, con barba descuidada, que no seguía ninguna moda. Sus ropas veden evitaban los diseños modernos. En cambio, llevaba una especie de falda de seda llamada ulatu y una ajustada camisa con una túnica encima. Tampoco vestía pieles de armiño, como sin duda hicieron sus abuelos, pero por lo demás era muy tradicional.
Era más alto que Helaran, más alto que cualquier otra persona de la mansión. Más parshmenios entraron tras él, cargando fardos de comida para las cocinas. Los tres tenían la piel moteada: dos de ellos con manchas rojas sobre un fondo negro y la tercera con marcas rojas sobre blanco. A su padre le gustaban los parshmenios: no replicaban.
—¡Me he enterado de que fuiste a los establos para ordenar que prepararan uno de mis carruajes, Helaran! —gritó—. ¡No permitiré más vagabundeos!
—Hay cosas más importantes en este mundo —replicó Helaran—. Más importantes incluso que tú y tus crímenes.
—No consiento que me hables así —dijo el hombre, avanzando y señalando a Helaran con un dedo—. Soy tu padre.
Las criadas corrieron hacia un lado, intentando quitarse de en medio. Shallan apretó el zurrón contra su pecho e intentó hacerse más pequeña en su silla.
—Eres un asesino —declaró Helaran sin alterarse.
Su padre se detuvo, con el rostro enrojecido bajo la barba. Entonces continuó avanzando.
—¿Cómo te atreves? ¿Crees que no puedo ordenar que te encarcelen? Porque eres mi heredero, crees que yo…
Algo se formó en la mano de Helaran, una línea de bruma que se convirtió en una espada plateada. Una hoja de dos metros de largo, curvada y gruesa, con el lado romo alzándose en forma de llamas o quizás ondas de agua. Tenía una gema en la empuñadura, y cuando la luz se reflejó en el metal, los rebordes parecieron moverse.
Helaran era un portador de esquirlada. ¡Padre Tormenta! ¿Cómo? ¿Cuándo?
Su padre se detuvo en seco. Helaran saltó del bajo estrado y apuntó con la espada a su progenitor. La punta le tocó el pecho.
El hombre alzó las manos a los costados, mostrando las palmas.
—Eres una vil corrupción en esta casa —dijo Helaran—. Debería clavarte esto en el pecho. Sería un acto de clemencia.
—Helaran… —La pasión parecía haberse borrado de su padre, como el color de su rostro, que se había vuelto completamente blanco—. No sabes lo que crees que sabes. Tu madre…
—No pienso escuchar tus mentiras —dijo Helaran, girando la muñeca y con ella la espada, cuya punta todavía estaba apoyada contra el pecho del otro hombre—. Así que tranquilo.
—No —susurró Shallan.
Helaran ladeó la cabeza y se volvió, sin mover la espada.
—No —dijo Shallan—, por favor.
—¿Ahora hablas? ¿Para defenderle? —La risa de Helaran sonó como un ladrido salvaje. Apartó la espada del pecho de su padre, que se sentó en una silla, todavía pálido.
—¿Cómo? Una hoja esquirlada. ¿Dónde? —Su padre alzó súbitamente la cabeza—. Pero no. Es diferente. ¿Tus nuevos amigos? ¿Ellos te confiaron esta riqueza?
—Tenemos un trabajo importante que hacer —anunció Helaran, dando media vuelta y acercándose a Shallan. Posó afectuosamente una mano sobre su hermana. Continuó, en voz más baja—: Otro día te lo contaré, hermana. Me alegra oír tu voz de nuevo antes de marcharme.
—No te vayas —susurró ella. Las palabras parecieron una gasa en su boca. Habían pasado meses desde la última vez que habló.
—No me queda más remedio. Por favor, haz algunos dibujos para mí mientras estoy fuera. De cosas bonitas. De días más alegres. ¿Lo harás?
Ella asintió.
—Adiós, padre —dijo Helaran antes de dar media vuelta y salir de la habitación—. Trata de no estropear demasiadas cosas mientras estoy fuera. Volveré periódicamente para comprobarlo. —Su voz resonó en el pasillo mientras se marchaba.
El brillante señor Davar se levantó, rugiendo. Las pocas criadas que quedaban en la habitación huyeron a los jardines por la puerta lateral. Shallan se encogió, horrorizada, mientras su padre levantaba la silla y la lanzaba contra la pared. Volcó de una patada una mesa pequeña, y luego cogió las sillas una por una y las destrozó contra el suelo con golpes brutales y repetidos.
Respirando profundamente y volvió la mirada hacia ella.
Shallan gimió ante la ira y la falta de humanidad que se apreciaba en sus ojos. Cuando sus pupilas se centraron en ella, la vida regresó a ellas. Su padre soltó una silla rota y le dio la espalda, como avergonzado, antes de huir de la habitación.