Rayse está cautivo. No puede salir del sistema que habita ahora. Su potencial destructivo, por tanto, ha quedado inhibido.

Mientras el puente caía bajo sus pies, Kaladin buscó luz tormentosa.

Nada.

El pánico lo asaltó. Sintió que el estómago le daba un vuelco y manoteó en el aire.

La caída a la oscuridad del abismo fue un breve instante, pero también una eternidad. Captó fugazmente a Shallan y a varios hombres de uniforme azul que caían y manoteaban aterrorizados.

Como un hombre que se ahoga y trata de llegar a la superficie, Kaladin se debatió en busca de luz tormentosa. ¡No moriría de esta forma! ¡El cielo era suyo! Los vientos. Los abismos.

¡No moriría así!

Syl gritó, un sonido aterrorizado y dolorido que vibró en los mismos huesos de Kaladin. En ese instante, consiguió una bocanada de luz tormentosa, la vida misma.

Chocó contra el suelo del fondo del abismo y todo se volvió negro.

Nadaba a través del dolor.

El dolor lo inundaba, un líquido, pero no interno. Su piel lo mantenía a raya.

¿QUÉ HAS HECHO? La lejana voz sonaba como un trueno.

Kaladin jadeó, abrió los ojos y el dolor reptó hacia su interior. De repente, le dolió todo el cuerpo.

Yacía de espaldas, contemplando una veta de luz en el aire. ¿Syl? No… No, era la luz del sol. La abertura en lo alto del abismo, muy por encima de él. En esta zona de las Llanuras Quebradas, los abismos tenían docenas de metros de profundidad.

Kaladin gimió y se sentó. Aquella franja de luz parecía imposiblemente lejana. Lo había engullido la oscuridad, y el abismo cercano estaba en penumbra, sombrío. Se llevó una mano a la cabeza.

«Al final conseguí un poco de luz tormentosa —pensó—. He sobrevivido. ¡Pero ese grito!». Lo acosaba, resonando en su mente. Le había resultado demasiado similar al grito que había oído cuando tocó la hoja esquirlada del duelista en el coso.

«Busca las heridas», susurraron las enseñanzas de su padre desde lo más profundo de su mente. El cuerpo podía entrar en shock por una mala rotura o una herida, y no advertir el daño que se había causado. Siguió el procedimiento de comprobar sus extremidades en busca de fracturas, sin buscar ninguna de las esferas que llevaba en la bolsa. No quería iluminar la penumbra y ver los muertos que habría a su alrededor.

¿Estaría Dalinar entre ellos? Adolin corría hacia su padre. ¿Había conseguido el príncipe alcanzarlo antes de que el puente se desplomara? Llevaba puesta la armadura esquirlada, y había saltado al final.

Kaladin se palpó las piernas y a continuación las costillas. Encontró moratones y arañazos, pero nada roto o desgarrado. Esa luz tormentosa que había absorbido al final… lo había protegido, quizás incluso lo había sanado, antes de agotarse. Finalmente rebuscó en su bolsa y encontró las esferas, pero descubrió que todas estaban agotadas. Probó en el bolsillo, pero se detuvo al oír un roce cercano.

Se puso en pie de un salto y giró, deseando tener un arma. El fondo del abismo se volvió más brillante. Un brillo reveló florvolantes como abanicos y enredaderas en las paredes, ramas dispersas y musgo en el suelo. ¿Era eso una voz? Sintió un instante de confusión mientras las sombras se movían en la pared ante él.

Entonces alguien rodeó la esquina, llevando un vestido de seda y una mochila al hombro. Shallan Davar.

Gritó al verlo, arrojó la mochila al suelo y retrocedió tambaleándose, con las manos en los costados. Incluso dejó caer su esfera.

Mientras comprobaba la movilidad de su brazo, Kaladin se acercó a la luz.

—Cálmate —dijo—. Soy yo.

—¡Padre Tormenta! —exclamó la joven, corriendo a toda prisa para atrapar la esfera del suelo. Dio un paso adelante y alzó la luz para verlo—. Eres tú…, el hombre del puente. ¿Cómo…?

—No lo sé —mintió él, mirando hacia arriba—. Tengo un tirón en el cuello y un dolor de mil truenos en el codo. ¿Qué ha pasado?

—Alguien tiró del cerrojo de emergencia del puente.

—¿Qué es el cerrojo de emergencia?

—Hace caer el puente al abismo.

—Parece un recurso de lo más estúpido —dijo Kaladin, rebuscando en el bolsillo sus otras esferas. Las miró con disimulo y vio que también estaban agotadas. Tormentas. ¿Las había gastado todas?

—Depende —respondió Shallan—. ¿Y si tus hombres se han retirado atravesando el puente y el enemigo te sigue? Se supone que el cerrojo de emergencia tiene un cierre de seguridad para que no se accione por accidente, pero se puede soltar en caso de apuro.

Él gruñó mientras Shallan iluminaba con su esfera más allá, donde las dos mitades del puente se habían estrellado en el fondo del abismo. Allí estaban los cadáveres que había esperado.

Miró. Tenía que hacerlo. Ni rastro de Dalinar, aunque varios oficiales y damas ojos claros que cruzaban el puente cuando se derrumbó la estructura yacían amontonados y retorcidos en el suelo. Una caída de sesenta metros o más no dejaba supervivientes.

Excepto Shallan. Kaladin no recordaba haberla agarrado mientras caía, pero sí gran parte de esa caída aparte del grito de Syl. Aquel grito…

Bueno, tuvo que haber agarrado a Shallan por reflejo, infundiéndola de luz tormentosa para frenar su caída. Ella parecía descompuesta, con el vestido azul manchado y el pelo en desorden, pero por lo demás parecía ilesa.

—Me desperté aquí en la oscuridad —dijo Shallan—. Ha pasado un rato desde que caímos.

—¿Cómo lo sabes?

—Está casi oscuro allá arriba. Pronto será de noche. Cuando me desperté, oí ecos de gritos. Luchas. Vi algo que brillaba en aquella esquina. Resultó ser un soldado que había caído, y su bolsa de esferas se había roto. —Se estremeció visiblemente—. Algo lo mató antes de que cayera.

—Parshendi —dijo Kaladin—. Justo antes de que el puente se desplomara, oí que la vanguardia hacía sonar los cuernos. Nos atacaron. —Condenación. Eso probablemente significaba que Dalinar se había retirado, suponiendo que hubiera sobrevivido. Allí no había nada por lo que mereciera la pena luchar.

—Dame una de esas esferas —dijo Kaladin.

Ella le tendió una y el hombre se puso a buscar entre los caídos. Aunque hizo como que buscaba el pulso, en realidad buscaba equipo o esferas.

—¿Piensas que puede haber quedado alguien con vida? —preguntó Shallan, y su voz sonó débil en el abismo silencioso.

—Bueno, de algún modo nosotros hemos logrado sobrevivir.

—¿Cómo crees que sucedió? —dijo Shallan, mirando hacia la lejana abertura en las alturas.

—Vi algunos vientospren mientras caíamos —repuso Kaladin—. He oído historias acerca de que protegen a la gente cuando cae. Tal vez sucediera eso.

Shallan guardó silencio mientras él registraba los cadáveres.

—Sí —dijo por fin—. Suena lógico.

Parecía convencida. Todo iba bien mientras no empezara a preguntarse por las historias que se contaban acerca de «Kaladin Bendito por la Tormenta».

No había nadie más con vida, pero comprobó que ni Dalinar ni Adolin se contaban entre los cadáveres.

«No me equivoqué al advertir que iba a producirse un intento de asesinato», pensó Kaladin. Sadeas había intentado por todos los medios desprestigiar a Dalinar en la fiesta unos cuantos días antes, con la revelación de las visiones. Era una estratagema clásica. Si vas a matar a tu enemigo, primero desacredítalo, así te aseguras de que no se convierta en mártir.

Los cadáveres tenían poca cosa de valor. Unas cuantas esferas, algunos útiles de escribir de los que Shallan se apoderó ansiosamente y guardó en su zurrón. Ningún mapa. Kaladin no tenía ninguna idea concreta de dónde se encontraban. Y con la inminencia de la noche…

—¿Qué hacemos? —preguntó Shallan en voz baja, contemplando el reino de la oscuridad, con sus sombras insospechadas, sus hojas, enredaderas en movimiento, el canturreo de los pólipos con los tentáculos extendidos y agitándose en el aire.

Kaladin recordó las primeras veces que estuvo allí abajo, donde todo parecía demasiado verde, demasiado húmedo, demasiado extraño. Cerca de ellos, dos cráneos asomaban entre el musgo, mirando. El sonido del agua al salpicar sonó en un charco lejano, lo que hizo que Shallan se volviera velozmente. Aunque a esas alturas los abismos eran para Kaladin como su casa, debía admitir que en ocasiones resultaban innegablemente inquietantes.

—Este lugar es más seguro de lo que parece —afirmó—. Durante mi estancia en el ejército de Sadeas, me pasé días aquí abajo, recuperando restos de los caídos. Ten cuidado con los putrispren.

—¿Y los abismoides? —preguntó Shallan, volviéndose para mirar en otra dirección mientras un cremlino correteaba por la pared.

—Nunca he visto ninguno.

Lo cual era cierto, aunque sí había visto la sombra de uno en una ocasión, abriéndose paso por un abismo lejano. El mero hecho de pensar en aquel día le provocaba escalofríos.

—No son tan comunes como la gente imagina —dijo—. El verdadero peligro son las altas tormentas. Si llueve, incluso lejos de aquí…

—Sí, riadas e inundaciones —lo interrumpió Shallan—. Muy peligrosas en un cañón estrecho. He leído acerca de ellas.

—Estoy seguro de que eso resultará muy útil —dijo Kaladin—. ¿Mencionaste que había unos soldados muertos por aquí cerca?

Ella señaló y él se encaminó hacia donde indicaba. Shallan lo siguió, manteniéndose cerca de la luz. Kaladin encontró unos cuantos lanceros muertos que habían sido empujados desde lo alto de la meseta. Las heridas eran recientes. Más allá había un parshendi muerto, también reciente.

El parshendi tenía gemas sin tallar en la barba. Kaladin tocó una, vacilando, y trató de absorber la luz tormentosa. No sucedió nada. Suspiró, luego inclinó la cabeza ante los caídos, antes de sacar finalmente una lanza de debajo de uno de los cadáveres e incorporarse. La luz de arriba se había convertido en un azul oscuro. Caía la noche.

—Entonces ¿esperamos? —preguntó Shallan.

—¿A qué? —respondió Kaladin, echándose la lanza al hombro.

—A que vuelvan… —Shallan se calló—. No van a volver a por nosotros, ¿verdad?

—Darán por hecho que estamos muertos. Tormentas, deberíamos haber muerto. Supongo que estamos demasiado lejos para que intenten recuperar nuestros cadáveres. Y además los parshendi atacaron. —Se frotó la barbilla—. Quizá podríamos esperar a la expedición de Dalinar. Indicó que vendría por aquí, buscando el centro. Será dentro de solo unos días, ¿no?

Shallan palideció. Bueno, palideció aún más. Aquella piel clara suya era tan extraña… Eso y el pelo rojo la hacían parecer una comecuernos muy pequeña.

—Dalinar planea iniciar la marcha justo después de la última alta tormenta antes del Llanto. Esa tormenta está cerca. E implicará mucha, muchísima lluvia.

—Mala idea, entonces.

—Podríamos decir que sí.

Kaladin había intentado imaginar cómo sería una alta tormenta allí abajo. Había visto los efectos cuando recuperaba material con el Puente Cuatro. Los cadáveres maltratados y retorcidos. Los montones de residuos aplastados contra paredes y grietas. Peñascos altos como un hombre empujados por los abismos hasta que se atascaban entre dos paredes, a veces a quince metros de altura.

—¿Cuándo? —preguntó—. ¿Cuándo es esa alta tormenta?

Ella lo miró, luego rebuscó en su zurrón y hojeó unos papeles con su mano libre mientras lo sujetaba a través del tejido de su mano segura. Le indicó que se acercara con su esfera, ya que tuvo que soltar la suya.

Kaladin la alzó mientras ella revisaba página tras página con líneas de escritura.

—Mañana por la noche —murmuró Shallan—. Justo después de la primera puesta de luna.

Kaladin gruñó. Alzó su esfera e inspeccionó el abismo. «Estamos al norte del abismo del que caímos —pensó—. Así que el camino de regreso sería… ¿por ahí?».

—Muy bien —dijo Shallan. Inspiró profundamente y cerró su zurrón—. Regresaremos andando, y saldremos inmediatamente.

—¿No quieres descansar un momento y recuperar el aliento?

—Mi aliento está bien recuperado —replicó Shallan—. Si no te importa, preferiría ponerme en marcha. Cuando volvamos, podemos sentarnos a beber vino tibio y reírnos de lo tontos que fuimos al ir corriendo todo el camino, ya que nos sobraba tanto tiempo. Me encantaría sentirme así de tonta. ¿Y a ti?

—Sí. —A Kaladin le gustaban los abismos, pero eso no significaba que estuviera dispuesto a pasar una alta tormenta en uno de ellos—. No tendrás un mapa en ese zurrón, ¿verdad?

—No —dijo Shallan con una mueca—. No traje el mío. La brillante Velat tiene los mapas. Estaba usando los suyos. Pero puede que recuerde algo de lo que he visto.

—Entonces creo que deberíamos ir por allí —dijo Kaladin, señalando. Emprendió la marcha.

El hombre del puente empezó a andar en la dirección que había señalado, sin darle siquiera una oportunidad para expresar su opinión. Shallan se mordió la lengua y recogió su zurrón y su mochila, pues había encontrado algunos odres de agua que llevaban los soldados. Se apresuró a seguirlo y el vestido se le enganchó en algo que esperaba fuera una rama muy blanca.

El alto hombre del puente sorteaba con destreza los restos, mirando al frente. ¿Por qué había tenido que sobrevivir él? Aunque, para ser sincera, menos mal que había encontrado a alguien. Caminar por allí sola no habría sido nada agradable. Al menos él era lo bastante supersticioso para creer que los había salvado algún quiebro del destino y los spren. Shallan no tenía ni la menor idea de cómo se había salvado, mucho menos él. Patrón viajaba en sus faldas, y antes de que encontrara al hombre del puente había estado especulando que la luz tormentosa la había mantenido con vida.

¿Viva después de una caída de al menos cincuenta metros? Eso solo demostraba lo poco que sabía de sus habilidades. ¡Padre Tormenta! Había salvado también a ese hombre. Estaba segura de ello: había caído junto a ella cuando se precipitaron.

Pero ¿cómo? ¿Y podría descubrir la manera de volver a hacerlo?

Se apresuró para alcanzarlo. Maldito alezi y sus raras piernas largas. Él marchaba como un soldado, sin pensar en que ella tenía que elegir el camino con mucho más cuidado. No quería que su falda se enganchara en todas las ramas que encontrara.

Llegaron a un charco grande y él lo saltó pisando un tronco que hacía las veces de puente, sin apenas romper el paso. Ella se detuvo en el borde.

El hombre la miró, alzando una esfera.

—No vas a pedirme que te entregue mis botas otra vez, ¿verdad?

Ella levantó un pie, mostrando las botas de estilo militar que llevaba debajo del vestido. Al verlo él alzó una ceja.

—No iba a venir a las Llanuras Quebradas en zapatillas —dijo ella, ruborizándose—. Además, nadie puede verte los zapatos bajo un vestido tan largo. —Miró el tronco.

—¿Quieres que te ayude a cruzar?

—La verdad es que me estaba preguntando cómo un árbol toconero ha llegado hasta aquí —confesó ella—. No puede ser nativo de esta parte de las Llanuras Quebradas. Es un territorio demasiado frío. Puede que haya crecido en la costa, pero ¿una alta tormenta lo ha traído hasta tan lejos? ¿Seiscientos kilómetros?

—No irás a pedir que nos paremos para hacer un dibujo, ¿verdad?

—Ni hablar —replicó ella, pisando el tronco y abriéndose paso por él—. ¿Sabes cuántos dibujos tengo de toconeros?

Las otras cosas que había allí abajo eran una cuestión completamente distinta. Mientras continuaban su camino, Shallan usó su esfera (que tenía que llevar en la mano libre, tratando de cargar también con el zurrón en la mano izquierda y la mochila sobre el hombro), para iluminar sus inmediaciones. Eran sorprendentes. Docenas de distintas variedades de enredaderas, florvolantes rojos, naranja y violeta. Diminutos rocabrotes en las paredes, y haspers en pequeños amasijos, abriendo y cerrando sus conchas como si respiraran.

Motas de vidaspren revoloteaban en torno a un montoncillo de cortezapizarra que crecía en patrones retorcidos como dedos. Casi nunca se veía esa formación arriba. Las diminutas manchas brillantes de luz verde vagaban por el abismo hacia una pared entera de plantas tubulares del tamaño de puños con pequeños palpos que se rebullían en lo alto. Cuando Shallan pasó, los palpos se replegaron en una oleada que corrió por toda la pared. Ella se quedó boquiabierta y tomó un recuerdo.

El hombre del puente se detuvo ante ella y se dio media vuelta.

—¿Bien?

—¿Te das cuenta siquiera de lo hermoso que es todo esto?

Él observó la pared de las plantas tubulares. Shallan estaba segura de haber leído acerca de ellas en alguna parte, pero no conseguía recordar el nombre.

El hombre del puente continuó avanzando.

Shallan corrió tras él, con la mochila golpeando su espalda. Casi resbaló en un retorcido montón de enredaderas y ramas muertas cuando lo alcanzó. Maldijo, saltando sobre un pie para mantenerse erguida antes de recuperar el equilibrio.

Él extendió la mano y le recogió la mochila.

«Por fin», pensó ella.

—Gracias.

Él gruñó y se la echó al hombro antes de continuar sin añadir palabra. Llegaron a un cruce en el abismo, un sendero a la derecha y otro a la izquierda. Tendrían que rodear la siguiente meseta antes de continuar hacia el oeste. Shallan miró hacia la grieta (anotando mentalmente qué aspecto tenía ese lado de la meseta), mientras Kaladin escogía uno de los senderos.

—Esto nos llevará un rato —dijo—. Mucho más de lo que tardamos en llegar aquí. Entonces tuvimos que esperar a todo el ejército, pero también podíamos cortar camino por el centro de las mesetas. Tener que rodearlas todas y cada una hará mucho más largo el viaje.

—Bueno, al menos la compañía es agradable.

Él se la quedó mirando.

—Para ti, quiero decir —añadió ella.

—¿Voy a tener que escucharte parlotear todo el camino?

—Pues claro que no —dijo ella—. También pretendo cotorrear, un poco de verborrea, y el farfullar ocasional. Pero no demasiado, no vaya a ser que me pase.

—Magnífico.

—He estado practicando mi verborrea —añadió.

—Me muero de ganas de oírla.

—Oh, bueno, era eso, en realidad.

Él la estudió, taladrándola con aquellos ojos severos. Shallan se volvió. No confiaba en ella, obviamente. Era guardaespaldas: dudaba de que confiara en mucha gente.

Llegaron a otra intersección y Kaladin tardó algo más en tomar una decisión. Ella comprendió por qué: allí abajo resultaba difícil determinar cuál era el camino. Las formaciones de las mesetas eran variadas y erráticas. Algunas eran largas y finas, otras casi perfectamente redondas. Había salientes y penínsulas a los lados, y eso creaba un laberinto en los serpenteantes caminos que había entre ellas. Tendría que haber sido fácil: había pocos callejones sin salida, después de todo, así que solo tenían que seguir dirigiéndose al oeste.

Pero ¿en qué dirección estaba el oeste? Sería muy, muy sencillo perderse allí abajo.

—No estarás escogiendo el camino al azar, ¿verdad? —preguntó ella.

—No.

—Pareces saber mucho de estos abismos.

—Sí.

—Porque el ambiente sombrío casa con tu disposición, supongo.

Él mantuvo la mirada al frente, caminando sin comentar nada más.

—Tormentas —rezongó ella, apresurándose para alcanzarlo—. Se supone que era un comentario jocoso. ¿Qué hay que hacer para que te relajes, muchacho del puente?

—Supongo que solo soy un… ¿cómo era? ¿Un «hombre odioso»?

—No me has dado ninguna prueba de lo contrario.

—Es porque no te molestas en mirar, ojos claros. Todo el mundo que está por debajo de ti es solo un juguete.

—¿Qué? —replicó ella, ofendida—. ¿De dónde sacas esa idea?

—Salta a la vista.

—¿Para quién? ¿Para ti solamente? ¿Cuándo me has visto tratar a alguien de un grado más bajo como si fuera un juguete? Ponme un ejemplo.

—Cuando estuve en prisión por hacer algo que, de haberlo hecho cualquier ojos claros, habría recibido felicitaciones —replicó él inmediatamente.

—¿Y eso fue culpa mía? —exigió ella.

—Es culpa de tu clase entera. Cada vez que uno de nosotros es engañado, esclavizado, golpeado o destruido, la culpa es de todos los que lo apoyáis. Aunque sea indirectamente.

—Oh, por favor. ¿El mundo no es justo? ¡Qué gran descubrimiento! ¿Algunas personas que tienen poder abusan de quienes no lo tienen? ¡Sorprendente! ¿Cuándo empezó a suceder esto?

Él no respondió. Había atado sus esferas al extremo de su lanza con una bolsa formada con el pañuelo blanco que había encontrado en una de las escribas. Sujeta en alto, servía bien para iluminar el abismo.

—Diría que estás buscando excusas —expuso ella, guardando su propia esfera para luego—. Sí, te han tratado mal. Lo admito. Pero creo que eres tú quien se preocupa por el color de los ojos. Supongo que te resulta mucho más fácil partir de la base de que todos los ojos claros abusan de ti por tu estatus. ¿Te has preguntado alguna vez si hay una explicación más sencilla? ¿No será que la gente te rechaza no porque seas ojos oscuros, sino porque eres simplemente un incordio?

Él bufó y siguió avanzando más deprisa.

—No —dijo Shallan, prácticamente corriendo para alcanzarlo y seguir sus largas zancadas—. No te vas a librar de esta. No vas a acusarme de que abuso de mi posición y luego marcharte sin una respuesta. Lo hiciste antes, con Adolin. Ahora conmigo. ¿Qué te pasa?

—¿Quieres un ejemplo mejor de cómo juegas con la gente que está por debajo de ti? —soltó Kaladin, esquivando su pregunta—. Bien. Me robaste las botas. Fingiste ser quien no eras y acosaste a un guardia ojos oscuros al que apenas conocías. ¿No es un buen ejemplo de cómo juegas con la gente a quien consideras inferior?

Ella se detuvo. En eso llevaba razón. Quiso achacarlo a la influencia de Tyn, pero su comentario le cortó las ganas de discutir.

Él se detuvo y se volvió a mirar atrás. Finalmente, suspiró.

—Mira —dijo—, no volveré a echarte en cara lo de las botas. Por lo que he visto, no eres tan mala como los otros. Así que dejémoslo así.

—¿No soy tan mala como los otros? —exclamó Shallan, avanzando—. Qué maravilloso cumplido. Bien, pongamos que tienes razón. Tal vez soy una mujer rica e insensible. Eso no cambia el hecho de que puedes ser sumamente mezquino y ofensivo, Kaladin Bendito por la Tormenta.

Él se encogió de hombros.

—¿Eso es todo? —preguntó ella—. ¿Pido disculpas y lo único que recibo a cambio es un gesto de indiferencia?

—Soy lo que los ojos claros han hecho de mí.

—Así que no eres culpable de nada —dijo ella llanamente—. De nada de lo que haces.

—Yo diría que no.

—Padre Tormenta. No puedo decir nada para que dejes de tratarme así, ¿no? Vas a continuar siendo un hombre odioso e intolerante, lleno de rencor. Incapaz de ser amable con los demás. Tu vida debe de ser muy solitaria.

Eso pareció afectarlo, ya que su rostro enrojeció a la luz de las esferas.

—Empiezo a revisar mi opinión de que no eres tan mala como los otros —soltó él.

—No mientas. Nunca te he caído bien. Desde el principio. Y no solo por las botas. Me he dado cuenta de cómo me miras.

—Eso es porque sé que estás mintiendo a todo el mundo con esa sonrisa. ¡Solo pareces sincera cuando insultas a alguien!

—Las únicas cosas sinceras que puedo decirte son insultos.

—¡Bah! —replicó él—. Yo te… ¡Bah! ¿Por qué tu simple presencia hace que me den ganas de arañarme la cara, mujer?

—He recibido una formación especial para eso —contestó ella, mirando hacia un lado—. Y colecciono caras.

¿Qué había sido eso?

—No puedes…

Kaladin se interrumpió al captar un ruido que resonaba en uno de los abismos y cobraba intensidad. Inmediatamente colocó la mano sobre su improvisada lámpara, sumergiéndolos en la oscuridad. Para Shallan, eso no ayudaba en nada. Avanzó hacia él a tientas y le agarró el brazo con la mano libre. Era molesto, pero también estaba allí.

El roce continuó. Un sonido como de roca sobre roca. O… caparazón sobre roca.

—Supongo que tener una discusión a gritos en una red de abismos que hacen eco no ha sido muy inteligente —susurró ella, nerviosa.

—Ya.

—Se acerca, ¿verdad?

—Sí.

—Entonces… ¿corremos?

El roce parecía estar justo detrás del siguiente giro.

—Sí —dijo Kaladin, retirando la mano de las esferas y huyendo en dirección contraria al ruido.

Palabras radiantes
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