A menudo se piensa que los spren nos traicionaron.
Nuestras mentes están demasiado cerca de su reino,
el cual nos da nuestras formas. Y por más
que los spren más listos aumenten su exigencia,
no podemos proporcionar lo que los humanos prestan:
aunque somos el caldo, su carne son los hombres.
De La canción de los spren de los oyentes, estrofa 9
En su sueño, Kaladin era la tormenta.
Surcaba la tierra, reclamándola, una furia purificadora. Todo era barrido ante él, todo se rompía. En su oscuridad, la tierra renacía.
Volaba, vivo de luz, sus destellos de inspiración. El aullido del viento era su voz, el trueno los latidos de su corazón. Dominaba, vencía, abrumaba, y…
Y no era la primera vez que lo hacía.
Una conciencia lo inundó, como cuando el agua se cuela bajo una puerta. Estaba seguro. No era la primera vez que soñaba esto.
Con esfuerzo, se dio media vuelta. Un rostro tan grande como la eternidad se extendía ante él, la fuerza que causaba y mantenía la tempestad, el mismísimo Padre Tormenta.
HIJO DE HONOR, dijo una voz como un viento rugiente.
—¡Esto es real! —gritó Kaladin a la tormenta. Él era el viento mismo. Spren. De algún modo, encontró la voz—. ¡Eres real!
ELLA CONFÍA EN TI.
—¿Syl? —exclamó Kaladin—. Sí, es verdad.
NO DEBERÍA HACERLO.
—¿Eres el que le prohibió que viniera a mí? ¿Eres el que detiene a los spren?
LA MATARÁS. La voz, tan grave, tan poderosa, parecía apenada. Apesadumbrada. MATARÁS A MI HIJA Y DEJARÁS SU CADÁVER A LOS HOMBRES PERVERSOS.
—¡No! —gritó Kaladin.
YA HAS EMPEZADO.
La tormenta continuó. Kaladin vio el mundo desde arriba. Barcos en bahías al socaire de las violentas mareas. Ejércitos acurrucados en valles, preparándose para la guerra en un lugar de muchas colinas y montañas. Un vasto lago seco antes de su llegada, pues el agua se retiraba en los agujeros abiertos en la roca.
—¿Cómo puedo evitarlo? —preguntó Kaladin—. ¿Cómo puedo protegerla?
ERES HUMANO. SERÁS UN TRAIDOR.
—¡No!
CAMBIARÁS. LOS HOMBRES CAMBIAN. TODOS LO HACEN.
El continente era inabarcable. Había incontables seres que hablaban idiomas que él no comprendía, todos ocultos en sus habitaciones, sus cavernas, sus valles.
AH, dijo el Padre Tormenta. ASÍ TERMINARÁ.
—¿Qué? —gritó Kaladin a los vientos—. ¿Qué ha cambiado? Es como si…
VIENE A POR TI, PEQUEÑO TRAIDOR. LO SIENTO.
Algo se alzó ante Kaladin. Una segunda tormenta, de relámpagos rojos, tan enorme que en comparación con ella el continente y el mundo mismo no eran nada. Todo lo cubrió su sombra.
LO SIENTO, dijo el Padre Tormenta. YA VIENE.
Kaladin despertó con el corazón desbocado.
Casi se cayó de la silla. ¿Dónde estaba? En el Pináculo, la sala de reuniones del rey. Kaladin se había sentado un momento y…
Se ruborizó. Se había quedado dormido.
Adolin estaba de pie allí cerca, charlando con Renarin.
—No estoy seguro de que la reunión vaya a servir de algo, pero me alegra que nuestro padre estuviera de acuerdo. El mensajero parshendi tardó tanto en llegar que ya casi había perdido la esperanza.
—¿Estás seguro de que la persona que viste allí era una mujer? —preguntó Renarin. Parecía más tranquilo desde que había establecido por completo su vínculo con su espada hacía un par de semanas y ya no necesitaba llevarla encima—. ¿Una mujer portadora de esquirlada?
—Los parshendi son muy extraños —dijo Adolin, encogiéndose de hombros. Miró hacia Kaladin y sus labios se curvaron en una mueca—. ¿Durmiendo en el trabajo, muchacho del puente? —El postigo de la ventana cercana se sacudía, filtrando agua bajo la madera. Navani y Dalinar estarían en la habitación de al lado.
El rey no estaba presente.
—¡Su majestad! —exclamó Kaladin, poniéndose en pie.
—En el excusado, muchacho —dijo Adolin, indicando otra puerta—. Eres capaz de dormirte durante una alta tormenta. Impresionante. Casi tan impresionante como lo mucho que babeas cuando roncas.
No había tiempo para burlas. Ese sueño… Kaladin se volvió hacia la puerta del balcón, respirando entrecortadamente.
«Ya viene…».
Kaladin abrió la puerta del balcón. Adolin gritó y Renarin chilló, pero Kaladin hizo caso omiso y se encaró a la tempestad.
El viento seguía aullando y la lluvia bañaba el balcón de piedra con un sonido que recordaba el de las ramas al romperse. Sin embargo, no había relámpagos y el viento, aunque violento, no era lo suficientemente fuerte para sacudir los peñascos o derribar los muros. Lo peor de la alta tormenta había pasado.
Oscuridad. Viento de las profundidades de la nada, golpeándolo. Se sintió como si estuviera de pie sobre el vacío mismo, Condenación, conocido como Braize en las canciones antiguas. Hogar de demonios y monstruos. Vacilante, avanzó un paso en el balcón mojado, iluminado por la claridad proveniente de la puerta aún abierta. Encontró la barandilla (una parte que todavía era segura) y la agarró con dedos helados. La lluvia lo mordió en la mejilla, se coló por su uniforme, se internó entre la tela, buscando la piel caliente.
—¿Estás loco? —preguntó Adolin desde la puerta. Kaladin apenas oyó su voz por encima del viento y el distante retumbar de los truenos.
Patrón zumbaba suavemente mientras la lluvia caía sobre la carreta.
Los esclavos de Shallan se acurrucaban y gemían. Ella deseó poder hacer callar al maldito spren, pero Patrón no respondía a sus órdenes. Al menos la alta tormenta casi había pasado. Quería terminar de una vez y leer lo que los corresponsales de Tyn tenían que decir sobre su patria.
Los zumbidos de Patrón se convirtieron casi en un gemido. Shallan frunció el ceño y se inclinó hacia él. ¿Eran palabras?
—Malo… malo… muy malo…
Syl surgió de la densa oscuridad de la alta tormenta, un súbito destello de luz en las tinieblas. Giró alrededor de Kaladin antes de posarse en la barandilla de hierro ante él. Su vestido parecía más largo y holgado que de costumbre. La lluvia pasaba a través de ella sin perturbar su forma.
Syl miró al cielo, luego volvió bruscamente la cabeza por encima del hombro.
—Kaladin. Algo va mal.
—Lo sé.
Syl se volvió, primero hacia un lado, luego hacia otro. Sus ojitos se abrieron de par en par.
—Ya viene.
—¿Quién? ¿La tormenta?
—El que odia —susurró ella—. La oscuridad interior. Kaladin, está observando. Algo va a ocurrir. Algo malo.
Kaladin vaciló solo un momento, luego volvió a entrar en la habitación, pasó de largo ante Adolin y entró en la zona iluminada.
—Llama al rey. Nos vamos. Ahora mismo.
—¿Qué? —preguntó Adolin.
Kaladin abrió la puerta del cuartito donde esperaban Dalinar y Navani. El alto príncipe estaba sentado en un sofá, con expresión distante, mientras Navani le sostenía la mano. Esto no era lo que Kaladin esperaba. El alto príncipe no parecía asustado ni enloquecido, solo pensativo. Hablaba en voz baja.
Kaladin se detuvo. «Ve cosas durante las tormentas».
—¿Qué estás haciendo? —exigió Navani—. ¿Cómo te atreves?
—¿Puedes despertarlo? —preguntó Kaladin, entrando en la habitación—. Tenemos que salir de aquí, dejar el palacio.
—Tonterías. —Era la voz del rey. Elhokar entró en la habitación también—. ¿Qué estás farfullando?
—No estás a salvo aquí, majestad —declaró Kaladin—. Tenemos que sacarte del palacio y llevarte al campamento.
Tormentas. ¿Sería seguro eso? ¿Debería ir a algún sitio que no esperara nadie?
Los truenos rugieron en el exterior, pero el sonido de la lluvia menguó. La tormenta moría.
—Esto es ridículo —intervino Adolin desde detrás del rey, levantando las manos—. Este es el lugar más seguro de los campamentos. ¿Quieres que nos marchemos? ¿Que saquemos al rey a la tormenta?
—Tenemos que despertar al alto príncipe —dijo Kaladin, extendiendo una mano hacia Dalinar.
Este le detuvo el brazo.
—El alto príncipe está despierto —dijo al tiempo que su mirada se despejaba, regresando del lejano lugar donde había estado—. ¿Qué está pasando aquí?
—El muchacho del puente quiere que evacuemos el palacio —dijo Adolin.
—¿Soldado? —preguntó Dalinar.
—Este sitio no es seguro, señor.
—¿Qué te hace decir eso?
—Mi intuición, señor.
Todos quedaron en silencio en la habitación. En el exterior, la lluvia se convirtió en un golpeteo más suave. Los coletazos habían llegado.
—Entonces nos vamos —dijo Dalinar, poniéndose en pie.
—¿Qué? —exclamó el rey.
—Pusiste a este hombre al mando de tu guardia, Elhokar —dijo Dalinar—. Si considera que nuestra posición no es segura, deberíamos hacer lo que dice.
Había un «de momento» implícito detrás de aquella frase, pero a Kaladin no le importó. Pasó ante el rey y Adolin, apresurándose hacia la puerta de salida. Su corazón tamborileaba dentro de su pecho, sentía los músculos tensos. Syl, visible solo a sus ojos, revoloteaba por la habitación, frenética.
Kaladin abrió las puertas. Seis hombres montaban guardia en el pasillo, todos ellos procedentes de los puentes excepto por un miembro de la Guardia del Rey, un tipo llamado Ralinor.
—Nos marchamos —anunció Kaladin, señalándolos—. Beld y Hobber, sois la avanzadilla. Explorad el exterior del edificio, la parte posterior, hasta las cocinas, y dad la voz de alarma si veis algo inusual. Moash y Ralinor, seréis la retaguardia: vigilad esta habitación hasta que yo haya llevado a lugar seguro al rey y al alto príncipe, y luego seguidme. Mart y Eth, os quedaréis junto al rey, pase lo que pase.
Los guardias se pusieron en movimiento sin hacer preguntas. Mientras los exploradores corrían al exterior, Kaladin volvió junto al monarca y lo agarró por el brazo para tirar de él hacia la puerta. Elhokar lo permitió con aire de desconcierto.
Los ojos claros los siguieron. Los camaradas Mart y Eth ocuparon sus puestos, flanqueando al rey, mientras Moash guardaba la puerta. Agarraba su lanza nervioso, apuntando con ella primero en una dirección, luego en otra.
Kaladin recorrió presuroso con el rey y su familia el camino escogido. En vez de dirigirse a la izquierda y bajar la pendiente hacia la entrada formal del palacio, siguieron hacia la derecha, internándose en sus entrañas. Luego a la derecha, atravesaron las cocinas, para salir luego a la noche.
Los pasillos estaban en silencio: todo el mundo se refugiaba en su habitación durante las tormentas.
Dalinar se unió a Kaladin a la cabeza del grupo.
—Siento curiosidad por oír qué te impulsó exactamente a esto, soldado —dijo—. Cuando hayamos terminado la evacuación.
«A mi spren le ha dado un ataque —pensó Kaladin, viendo a Syl correr adelante y atrás por el pasillo—. Eso es lo que me ha impulsado». ¿Cómo iba a explicar eso? ¿Cómo afirmar que había oído a un vientospren?
Siguieron bajando. Tormentas, estos pasillos vacíos eran preocupantes. Gran parte del palacio era solo una madriguera tallada en la roca, con ventanas abiertas en los lados.
Kaladin se detuvo en seco.
Las luces de delante estaban apagadas, el pasillo se iba oscureciendo hasta volverse negro como una mina.
—Espera —dijo Adolin, deteniéndose—. ¿Por qué está oscuro? ¿Qué ha pasado con las esferas?
«Les han absorbido la luz».
Maldición. ¿Y qué había en la pared del pasillo allí delante? Una gran mancha de negrura. Kaladin sacó frenético una esfera de su bolsillo y la alzó. ¡Era un agujero! Habían abierto una puerta en este pasillo desde el exterior, cortando directamente a través de la roca. Una fría brisa soplaba hacia el interior.
La luz de Kaladin iluminó también algo en el suelo justo delante, donde los pasillos se encontraban. Un cuerpo tendido con uniforme azul. Se trataba de Beld, uno de los hombres que Kaladin había enviado a explorar.
Todos se quedaron contemplando horrorizados el cadáver. El extraño silencio del pasillo, la falta de luces, habían acallado incluso las protestas del rey.
—Él está aquí —susurró Syl.
Una solemne figura salió del pasillo lateral, empuñando una larga espada plateada que cortaba un rastro en el suelo de piedra. La figura llevaba ondulantes ropas blancas: finos pantalones y una camisola que ondeaba con cada paso. Cabeza calva, piel pálida. Un shin.
Kaladin lo reconoció. Todo el mundo en Alezkar había oído hablar de ese hombre: el Asesino de Blanco. Kaladin lo había visto una vez en un sueño, aunque en ese momento no lo había reconocido.
La luz tormentosa salía a raudales del cuerpo del asesino.
Era un absorbedor.
—¡Adolin, conmigo! —gritó Dalinar—. ¡Renarin, protege al rey! ¡Llévalo de vuelta por donde hemos venido!
Con esas palabras, Dalinar, la Espina Negra, cogió una lanza de uno de los hombres de Kaladin y atacó al asesino.
«Al final acabarán matándolo», pensó Kaladin, corriendo tras él.
—¡Id con el príncipe Renarin! —gritó a sus hombres—. ¡Haced lo que os dice! ¡Proteged al rey!
Los hombres (incluyendo a Moash y Ralinor, que los habían alcanzado) iniciaron una frenética retirada, tirando de Navani y el rey.
—¡Padre! —gritó Renarin. Moash lo agarró por el hombro y tiró de él—. ¡Puedo luchar!
—¡Vete! —rugió Dalinar—. ¡Protege al rey!
Mientras Kaladin atacaba con Dalinar y Adolin, lo último que oyó del grupo fue la voz lloriqueante del rey Elhokar.
—Ha venido a por mí, tal como siempre supe que ocurriría. Como vino a por mi padre…
Kaladin inspiró tanta luz tormentosa como fue capaz. El Asesino de Blanco esperaba tranquilamente en el pasillo, envuelto en su propia luz. ¿Cómo podía ser un absorbedor? ¿Qué spren había escogido a este hombre?
La hoja esquirlada de Adolin se formó en sus manos.
—Tridente —dijo Dalinar en voz baja, reduciendo el paso mientras los tres se aproximaban al asesino—. Yo en el centro. ¿Estás familiarizado con esto, Kaladin?
—Sí, señor. —Era una sencilla formación de batalla para los pelotones poco numerosos.
—Deja que yo me encargue de esto, padre —dijo Adolin—. Tiene una hoja esquirlada, y no me gusta el aspecto de ese brillo…
—No —lo atajó Dalinar—, lo atacaremos juntos. —Entornó los ojos mientras observaba al asesino, todavía allí de pie sobre el cadáver del pobre Beld—. Esta vez no estoy dormido en la mesa, hijo de puta. ¡No me vas a quitar a otro!
Los tres atacaron juntos. Dalinar, como punta central del tridente, intentaría captar la atención del asesino mientras Kaladin y Adolin lo atacaban uno por cada lado. Sabiamente había elegido la lanza en vez de usar su espada. Atacaron al mismo tiempo para confundir y abrumar a su enemigo.
El asesino esperó hasta que estuvieron cerca, luego saltó, dejando un trazo de luz. Se retorció en el aire mientras Dalinar soltaba un grito y atacaba con su lanza. El atacante no cayó. En cambio, se aferró al techo del pasillo, a unos tres metros por encima del suelo.
—Es cierto —dijo Adolin, asustado. Se echó hacia atrás, alzando su hoja esquirlada para atacar en tan extraño ángulo. El asesino, sin embargo, bajó corriendo por la pared con un rumor de tela blanca, deteniendo la hoja esquirlada de Adolin con la suya propia, y golpeó con la mano el pecho del joven.
Adolin saltó hacia arriba como si lo hubieran empujado. Su cuerpo filtraba luz tormentosa y chocó contra el techo. Gimió, rodando, pero permaneció en el techo.
«¡Padre Tormenta!»., pensó Kaladin con el corazón desbocado, mientras la tempestad interior ardía. Atacó con su lanza junto a la Espina Negra en un intento de alcanzar al asesino.
El hombre no los esquivó.
Las dos lanzas alcanzaron la carne, la de Dalinar en el hombro, la de Kaladin en el costado. El asesino giró, blandiendo su hoja esquirlada a través de las lanzas y cortándolas por la mitad, como si no concediera la menor importancia a las heridas. Se lanzó hacia delante, abofeteó a Dalinar en el rostro y lo derribó, antes de volver su espada hacia Kaladin.
Este apenas esquivó el golpe, cayó hacia atrás y la punta de su espada golpeó el suelo junto a Dalinar, que giró con un gemido, llevándose una mano a la mejilla, donde lo había abofeteado el asesino. De la piel desgarrada manaba sangre. El golpe de un absorbedor lleno de luz tormentosa no podía ser pasado por alto.
El asesino esperaba tranquilo en el centro del pasillo. La luz tormentosa revoloteaba en los tajos de sus ropas manchadas de rojo, sanando sus heridas.
Kaladin retrocedió, empuñando la lanza sin cabeza. Las cosas que hacía este hombre… No podía ser un Corredor del Viento, ¿verdad?
Imposible.
—¡Padre! —gritó Adolin desde arriba. El joven se había puesto en pie, pero la luz tormentosa que brotaba de él casi se había agotado. Trató de atacar al asesino, pero resbaló en el techo y cayó al suelo, golpeándose el hombro. Su hoja esquirlada desapareció cuando cayó de sus dedos.
El asesino pasó por encima de Adolin, que se agitó pero no se levantó.
—Lo siento —dijo el asesino, de cuya boca brotaba luz—. No quiero hacer esto.
—No te daré la oportunidad —rugió Kaladin, abalanzándose hacia delante. Syl giraba a su alrededor y él sintió el viento agitarse. Sintió la tempestad ardiendo, instándolo a continuar. Atacó al asesino con el resto de su lanza, empuñándola como una pica, y sintió al viento guiarlo.
Golpes dados con precisión, un momento de unidad con el arma. Olvidó sus preocupaciones, olvidó sus fracasos, olvidó incluso su rabia. Solo Kaladin y la lanza.
Como tenía que ser el mundo.
El asesino recibió un golpe en el hombro, luego en el costado. No pudo ignorarlos todos: su luz tormentosa se agotaba a medida que lo iba sanando. Maldijo, dejando escapar otra bocanada de luz y mientras retrocedía, sus ojos shin (un poco demasiado grandes, del color de zafiros pálidos) se abrieron de par en par ante el continuo aluvión de golpes.
Kaladin sorbió el resto de su luz tormentosa. Tan poca. No había cogido esferas nuevas antes de venir a cumplir su turno de guardia. Estúpido. Torpe.
El asesino volvió el hombro, alzando su hoja esquirlada, preparándose para atacar. «Ahí», pensó Kaladin. Supo lo que iba a suceder. Giraría ante el ataque, alzando la culata de su lanza. Golpearía al asesino en la sien, un golpe potente que ni siquiera la luz tormentosa podría compensar del todo. Quedaría aturdido. Una oportunidad.
«Ya es mío».
De algún modo, el asesino se apartó.
Se movía demasiado rápido, más velozmente de lo que Kaladin preveía. Tan velozmente… como el propio Kaladin. Su golpe solo encontró aire, y a duras penas evitó que la hoja esquirlada lo atravesara.
Los siguientes movimientos de Kaladin se produjeron por instinto. Años de entrenamiento le proporcionaron músculos mentales propios. Si estuviera luchando contra un enemigo corriente, la forma en que alzaba automáticamente su arma para bloquear el siguiente golpe habría sido perfecta. Pero el asesino tenía una hoja esquirlada. Los instintos de Kaladin, tan diligentemente instalados, le traicionaron.
El arma plateada cortó el resto de la lanza, y luego atravesó el brazo derecho de Kaladin, justo por debajo del codo. Sintió una descarga de dolor insoportable, jadeó y cayó de rodillas.
Luego… nada. No notaba el brazo. Se volvió gris y opaco, sin vida, con la palma de la mano abierta, los dedos extendidos mientras la mitad del mango de su lanza caía y golpeaba el suelo.
El asesino apartó a Kaladin de una patada, golpeándolo contra la pared. Kaladin gimió y se desplomó.
El hombre de blanco recorrió el pasillo siguiendo la dirección que había tomado el rey. Pasó de nuevo por encima de Adolin.
—¡Kaladin! —dijo Syl; su forma era un lazo de luz.
—No puedo derrotarlo —susurró este, con lágrimas en los ojos. Eran lágrimas de dolor. Lágrimas de frustración—. Es uno de los nuestros. Un Radiante.
—¡No! —exclamó Syl, angustiada—. No. Es algo mucho más terrible. No lo guía ningún spren, Kaladin. Por favor. Levántate.
Dalinar había vuelto a ponerse en pie y se interponía en el pasillo entre el asesino y el camino que había seguido el rey. La mejilla de la Espina Negra era una masa ensangrentada, pero sus ojos conservaban toda su lucidez.
—¡No dejaré que te lleves a Elhokar! —gritó Dalinar—. ¡Me quitaste a mi hermano! ¡No me arrebatarás lo único que me queda de él!
El asesino se detuvo en el pasillo justo delante de Dalinar.
—Pero no estoy aquí por él, alto príncipe —susurró, mientras la luz tormentosa escapaba de sus labios—. Estoy aquí por ti.
El asesino se abalanzó hacia delante, esquivando el golpe de Dalinar, y le dio una patada en la pierna a la Espina Negra.
Dalinar cayó sobre una rodilla y su gemido resonó en el pasillo mientras soltaba la lanza. Un viento helado sopló en el corredor a través de la abertura en la pared.
Kaladin gruñó, obligándose a incorporarse y cargar pasillo abajo, una mano inútil y muerta. Nunca volvería a empuñar una lanza. En ese momento no podía pensar en ello. Tenía que alcanzar a Dalinar.
Demasiado lento.
«Voy a fracasar».
El asesino descargó su terrible hoja con un último golpe de arriba abajo. Dalinar no lo esquivó.
En cambio, atrapó la hoja.
Dalinar unió las palmas de las manos mientras la hoja caía, y la detuvo antes de que golpeara.
El asesino soltó un gruñido de sorpresa.
En ese momento, Kaladin se lanzó contra él, usando su peso y su impulso para arrojarlo contra la pared. Pero no había ninguna pared: fueron a parar al lugar donde el asesino había abierto su entrada al pasillo.
Ambos cayeron al vacío.