Dirigiré esta carta a mi «viejo amigo», ya que no tengo ni idea de qué nombre usas actualmente.

Era la primera vez que Kaladin estaba en prisión.

En jaulas, sí. En pozos. En rediles. Custodiado en una habitación. Pero nunca en una prisión propiamente dicha.

Quizá porque las prisiones eran demasiado agradables. Tenía dos mantas, una almohada y un orinal que cambiaban regularmente. Le daban de comer mucho mejor que cuando era esclavo. El saliente de piedra no era la más cómoda de las camas, pero con las mantas no estaba tan mal. No tenía ninguna ventana, pero al menos no estaba al raso, ante las tormentas.

En general, la habitación era muy agradable. Y la odiaba.

En el pasado, las únicas ocasiones en las que había estado retenido en un espacio tan reducido fue para capear las altas tormentas. Pero estar encerrado allí durante horas y horas, sin nada más que hacer excepto permanecer tendido y pensar… Se sentía inquieto, sudoroso, añorando los espacios abiertos. Echaba de menos el viento. La soledad no le molestaba, pero aquellas paredes… Sentía que lo estaban aplastando.

Al tercer día de prisión, oyó un revuelo en el interior de la cárcel, más allá de su celda. Se levantó, ignorando a Syl, que estaba sentada en un banco invisible en su pared. ¿Qué eran aquellos gritos? Resonaban por todo el pasillo.

Su pequeña celda estaba aparte. Las únicas personas que había visto desde que lo habían encerrado eran los guardias y los criados. En las paredes brillaban esferas, manteniendo el lugar bien iluminado. Esferas en una habitación para delincuentes. ¿Las habían puesto allí para burlarse de los hombres a los que encerraban? Riquezas más allá de su alcance.

Se apretujó contra los fríos barrotes, prestando atención a los confusos gritos. Imaginó que el Puente Cuatro había venido a liberarlo. Ojalá que el Padre Tormenta no permitiera que intentaran algo tan estúpido.

Miró una de las esferas en su engarce en la pared.

—¿Qué? —le preguntó Syl.

—Podría acercarme lo suficiente para absorber esa luz. Solo está un poco más lejos de lo que estaban los parshendi cuando absorbí la luz de sus gemas.

—¿Y luego qué? —preguntó Syl, con voz vacilante.

Buena pregunta.

—¿Me ayudaría eso a escapar, si quisiera?

—¿Quieres?

—No estoy seguro. —Kaladin se dio media vuelta y apoyó la cabeza contra los barrotes—. Puede que tenga que hacerlo. Pero escapar iría contra la ley.

Ella alzó la barbilla.

—No soy ningún altospren. Las leyes no importan. Lo que importa es lo que está bien.

—En ese punto, estamos de acuerdo.

—Pero viniste voluntariamente —dijo Syl—. ¿Por qué habrías de marcharte ahora?

—No dejaré que me ejecuten.

—No van a hacerlo. Ya oíste a Dalinar.

—Dalinar puede pudrirse. Permitió que esto sucediera.

—Intentó…

—¡Permitió que sucediera! —replicó Kaladin, dándose la vuelta y golpeando los barrotes con las manos. Otra jaula de las tormentas. ¡Estaba de vuelta donde empezó!—. Es igual que los demás —gruñó.

Syl se le acercó revoloteando y se detuvo entre los barrotes, con las manos en las caderas.

—Repítelo de nuevo.

—Él… —Kaladin se dio media vuelta. Mentirle era difícil—. Muy bien, de acuerdo. No lo es. Pero el rey sí. Admítelo, Syl. Elhokar es un rey terrible. Al principio me alabó por intentar protegerlo. Ahora, con apenas chasquear los dedos, está dispuesto a ejecutarme. Es un niño.

—Kaladin, me estás asustando.

—¿Sí? Me dijiste que confiara en ti, Syl. Cuando salté al coso, dijiste que esta vez las cosas serían distintas. ¿Distintas en qué?

Ella desvió la mirada y de pronto pareció muy pequeña.

—Incluso Dalinar admitió que el rey había cometido un gran error al dejar que Sadeas escapara del desafío —dijo Kaladin—. Moash y sus amigos tienen razón. Este reino estaría mucho mejor sin Elhokar.

Syl cayó al suelo, con la cabeza gacha.

Kaladin regresó a su banco, pero estaba demasiado inquieto para sentarse. Se puso a caminar de un lado a otro. ¿Cómo iba a vivir un hombre atrapado en una habitación tan pequeña, sin aire fresco? No permitiría que lo dejaran allí.

«Será mejor que cumplas tu palabra, Dalinar. Sácame. Pronto».

El alboroto, fuera cual fuese la causa, se aplacó. Kaladin preguntó a la criada cuando acudió con su comida, que introdujo por la pequeña abertura al pie de los barrotes. Ella no quiso hablarle y se escabulló como un cremlino antes de una tormenta.

Kaladin suspiró, recogió la comida (verdura hervida, regada con una salsa negra salada) y volvió a tenderse en el banco. Siempre le daban alimentos que pudiera tomar con los dedos. Nada de cuchillos ni tenedores, por si acaso.

—Bonito lugar el que tienes aquí, muchacho del puente —dijo Sagaz—. Pensé en mudarme en varias ocasiones. El alquiler puede ser barato, pero el precio de admisión es bastante desalentador.

Kaladin se puso en pie de un salto. Sagaz estaba sentado en un banco en la pared del fondo, fuera de la celda, bajo las esferas, haciendo girar sobre su regazo un extraño instrumento compuesto de cuerdas tensas y madera pulida. No estaba ahí hacía un momento. Tormentas… ¿estaba allí el banco siquiera?

—¿Cómo has entrado? —preguntó Kaladin.

—Bueno, están esas cosas llamadas puertas…

—¿Te han dejado los guardias?

—¿Técnicamente? —preguntó Sagaz. Pellizcó una cuerda y luego se inclinó a escuchar mientras pellizcaba otra—. Sí.

Kaladin se desplomó en el banco de su celda. Sagaz vestía todo de negro, y su fina espada de plata reposaba en el banco a su lado, donde también había un saco marrón. Continuó afinando su instrumento, una pierna cruzada sobre la otra. Tarareaba suavemente para sí. Asintió.

—Un tono perfecto —dijo Sagaz—, hace que todo sea mucho más fácil…

Kaladin permaneció sentado, esperando, mientras Sagaz se recostaba contra la pared. Luego no hizo nada.

—¿Bien? —preguntó Kaladin.

—Sí. Gracias.

—¿Vas a tocar música para mí?

—No. No la apreciarías.

—Entonces, ¿por qué estás aquí?

—Me gusta visitar a la gente que está encarcelada. Puedo decirles lo que se me antoja, y ellos no pueden hacer nada para impedirlo. —Miró a Kaladin, luego apoyó las manos en el instrumento, sonriendo—. He venido a por una historia.

—¿Qué historia?

—La que tú vas a contarme.

—Bah —dijo Kaladin, tumbándose en el banco—. Hoy no estoy de humor para historias, Sagaz.

Este arrancó una nota a su instrumento.

—Todos dicen siempre lo mismo… lo cual, por cierto, lo convierte en un tópico. Eso me hace preguntarme: ¿alguien está alguna vez de humor para mis juegos? Y si lo están, ¿no acabaría eso con el sentido de mi tipo de juegos?

Kaladin suspiró mientras Sagaz seguía tañendo notas.

—Si te sigo la corriente hoy —preguntó Kaladin—, ¿me libraré de ti?

—Me marcharé en cuanto la historia haya acabado.

—Bien. Un hombre fue a la cárcel. No soportaba estar allí. Fin.

—Ah… —dijo Sagaz—. Así que es una historia que trata de un niño.

—No, trata de… —Kaladin se interrumpió.

«De mí».

—Quizá sea una historia para un niño —dijo Sagaz—. Te contaré una, para ponerte de buen humor. Un conejito y un polluelo fueron a jugar juntos en la hierba un día soleado.

—¿Un polluelo… una cría de gallina? —dijo Kaladin—. ¿Y un qué?

—Ah, se me olvidaba —dijo Sagaz—. Lo siento. Lo convertiré en un relato más apropiado para ti. Un trozo de cieno húmedo y un repugnante bicho en forma de cangrejo con diecisiete patas se fueron juntos a las rocas un insufrible día de lluvia. ¿Está mejor?

—Supongo. ¿Ya ha acabado la historia?

—No ha empezado todavía.

Sagaz golpeó bruscamente las cuerdas y entonces empezó a tocarlas con feroz intención. Una repetición vibrante, enérgica. Una nota enfática, luego siete seguidas, frenéticas.

El ritmo se metió dentro de Kaladin. Pareció sacudir la celda entera.

—¿Qué ves? —preguntó Sagaz.

—Yo…

—¡Cierra los ojos, idiota!

Kaladin obedeció. «Esto es una estupidez».

—¿Qué ves? —repitió Sagaz.

Estaba jugando con él. Decían que hacía eso. Al parecer, fue el antiguo mentor de Sigzil. ¿No tendría que haberse ganado Kaladin un indulto por haber ayudado a su aprendiz?

No había ningún humor en aquellas notas. Aquellas poderosas notas. Sagaz añadió una segunda melodía, complementando a la primera. ¿Tocaba con la otra mano? ¿Con ambas a la vez? ¿Cómo podía un hombre, un instrumento, producir tanta música?

Kaladin vio… en su mente…

Una incursión.

—Es la canción de un hombre que corre —dijo.

—En el más seco momento del más brillante día, partió el hombre del mar del oriente. —Sagaz lo dijo en sincronía con la música, un cántico que casi era una canción—. Y adónde iba o por qué tanto correr, la respuesta eres tú quien me la debe ofrecer.

—Huía de la tormenta —apuntó Kaladin en voz baja.

—Fugaz era el hombre, ya conoces su nombre: de él se habla en leyenda y se habla en canción. El hombre más rápido que ha vivido jamás. Los pies más seguros que pisaron la tierra. En tiempos pasados, tiempos que he conocido, corrió con el Heraldo Chan-a-rach. Ganó esa incursión, como todas ganó, pero el tiempo de la derrota ahora llegó.

»Pues Fugaz muy seguro, y Fugaz el veloz, a todos los que le oyeron su objetivo gritó: derrotar al viento, a una tormenta ganar. Un deseo tan osado, un deseo para alardear. ¿Derrotar al viento? No se puede vencer. Impertérrito, Fugaz se dispuso a correr. Hacia oriente allá fue. En la orilla su marca se dispuso a poner.

»Arreció la tormenta, desatada tronó. ¿Quién era este hombre que quería ganar? Al Dios de las Tormentas nadie debe tentar. Ningún necio había sido tan temerario jamás.

¿Cómo tocaba Sagaz esta música con solo dos manos? Sin duda otra mano se le había unido. ¿Debería mirar Kaladin?

En su mente vio la incursión. Fugaz, un hombre descalzo. Sagaz decía que todos la conocían, pero Kaladin nunca había oído esta historia. Delgado, alto, con el pelo largo recogido hacia atrás que le llegaba hasta la cintura. Fugaz adoptó su marca en la orilla, inclinándose hacia delante en la postura del corredor, esperando a que el muro de tormenta tronara y barriera el mar hacia él. Kaladin dio un respingo cuando Sagaz tocó una serie de notas, indicando el principio de la incursión.

Fugaz echó a correr delante de una furiosa y violenta muralla de agua, relámpagos y rocas impulsadas por el viento.

Sagaz no volvió a hablar hasta que Kaladin le urgió a hacerlo.

—Al principio —dijo Kaladin—, a Fugaz le fue bien.

—¡Sobre rocas y hierba corrió nuestro Fugaz! ¡Saltó las piedras, los árboles esquivó, sus pies un destello, su alma un sol! ¡La tormenta tan grande rugía y amenazaba, pero lejos de ella nuestro Fugaz avanzaba! Él iba delante, el viento detrás, ¿demostraba el hombre que las tormentas se pueden derrotar?

»Por tierra corrió tan seguro y veloz, y a Alezkar atrás dejó. Pero ahora la prueba le esperaba en verdad, pues las montañas tendría que escalar. La tormenta continuaba, soltó un rugido: vio su oportunidad y aumentó su cometido.

»Por los montes más altos y los picos más fríos, nuestro héroe Fugaz se abrió camino. Las cuestas empinadas, los senderos inseguros. ¿Mantendría su ventaja en el viaje más duro?

—Obviamente, no —dijo Kaladin—. Nunca se puede mantener la ventaja. No durante mucho tiempo.

—¡No! Se acercó la tormenta, hasta roerle los tobillos. En el cuello, Fugaz sintió su escalofrío. Su aliento de hielo alrededor, una boca de noche y alas de gélido estupor. Su voz eran las rocas rompiendo, su canción era la lluvia cayendo.

Kaladin sintió. Agua helada colándose por sus ropas. El viento abofeteando su piel. Un rugido tan fuerte que poco después ya no pudo oír nada.

Había estado allí. Lo había sentido.

—¡Entonces la cima alcanzó! ¡La cumbre encontró! Fugaz ya no escaló más, la cima dio en cruzar. ¡Y al bajar, su velocidad regresó! Fuera de la tormenta, Fugaz encontró el sol. Las llanuras de Azir eran ya su camino. Corrió al oeste, más firme ahora su destino.

—Pero se estaba debilitando —dijo Kaladin—. Ningún hombre puede correr tanto sin cansarse. Ni siquiera Fugaz.

—Mas pronto la incursión su precio se cobró. Sus pies parecían ladrillos, sus piernas de algodón. Respirando entrecortado, nuestro corredor continuaba. El final se acercaba, la tormenta rebasada, pero lentamente nuestro héroe se agotaba.

—Más montañas —susurró Kaladin—. Shinovar.

—Un desafío final por último asomó, una sombra final aumentó su temor. La tierra se alzó una vez más, las Montañas Brumosas que a Shin dan paz. Para dejar los vientos de la tormenta atrás, nuestro Fugaz de nuevo empezó a escalar.

—La tormenta lo alcanzó.

—¡Las tormentas de nuevo a su espalda llegaron, los vientos otra vez lo rodearon! Poco tiempo quedaba, el final se acercaba, mientras aquellos montes nuestros Fugaz escalaba.

—La tenía justo encima. Ni siquiera bajando por el otro lado de la montaña pudo mantener mucha distancia.

—Los picos cruzó, pero la ventaja perdió. Los últimos senderos ante él se extendían, pero había consumido sus fuerzas y pensó que perdía. Cada paso un suplicio, cada aliento un dolor. Una tierra hundida cruzó con dolor, la hierba tan muerta que no se movió.

»Pero aquí la tormenta también se marchitó, con truenos perdidos y relámpagos sin color. Las gotas resbalaron, débiles por doquiera. Pues Shin no es lugar para que lloviera.

»Por delante el mar, de la incursión el destino. Fugaz continuó por delante, los músculos doloridos. Apenas veía, apenas andaba, pero continuó hacia lo que esperaba. El final ya lo sabes, el final vivirá, una sorpresa para los hombres a mí me darás.

Música, pero sin palabras. Sagaz esperó a que Kaladin respondiera. «Ya basta», pensó Kaladin.

—Murió. No lo consiguió. Fin.

La música cesó bruscamente. Kaladin abrió los ojos y miró a Sagaz. ¿Se enfadaría por la pobre conclusión que había dado a la historia?

Sagaz lo miró, el instrumento todavía sobre su regazo. No parecía enfadado.

—Así que conoces esta historia —dijo.

—¿Qué? Creí que te la estabas inventando.

—No, lo hacías tú.

—Entonces, ¿qué hay que saber?

Sagaz sonrió.

—Todas las historias han sido ya contadas antes. Nos las contamos a nosotros mismos, como han hecho todos los hombres que han existido. Y todos los hombres que existirán. Lo único nuevo son los nombres.

Kaladin se irguió en el asiento. Dio un golpecito en el bloque de piedra que era su banco.

—Entonces… Fugaz… ¿Era real?

—Tan real como yo —dijo Sagaz.

—¿Y murió? ¿Antes de que pudiera terminar la incursión?

—Murió. —Sagaz sonrió.

—¿Qué?

Sagaz atacó el instrumento. La música reverberó en la pequeña celda. Kaladin se puso en pie mientras las notas alcanzaban nuevas alturas.

—¡A la tierra y el suelo nuestro héroe cayó y ya no se movió! —gritó Sagaz—. Su cuerpo agotado, su fuerza rendida, Fugaz el héroe se quedó sin vida.

»Se acercó la tormenta y allí lo encontró. ¡Se aplacó y su curso paró! Las lluvias caían, los vientos soplaban, pero hacia delante ya no avanzaba.

»Pues brille la gloria, y la vida viva, por los objetivos inalcanzados y los esfuerzos por vencer. Intentarlo todos los hombres deben, así el viento lo vio. Esta es la prueba, esto el sueño es.

Kaladin se acercó lentamente a los barrotes. Incluso con los ojos abiertos, podía verlo. Imaginarlo.

—Pues en ese lugar de suelo y tierra, nuestro héroe detuvo a la misma tormenta. Y mientras la lluvia como lágrimas caía, nuestro Fugaz se negó a terminar su ordalía. Muerto su cuerpo, pero no su voluntad, dentro de esos vientos su alma se pudo levantar.

»Voló en la última canción del día, para ganar la incursión y el amanecer reclamar. Tras el mar y las olas, nuestro Fugaz ya el aliento no perdió. Fuerte siempre, rápido siempre, libre siempre para al viento ganar.

Kaladin agarró los barrotes de su jaula. La música siguió resonando en la habitación, hasta apagarse lentamente.

Kaladin le dio un momento, Sagaz miró su instrumento, con una sonrisa orgullosa en los labios. Finalmente, se colocó el instrumento bajo el brazo, cogió su bolsa y su espada, y se encaminó hacia la puerta de salida.

—¿Qué significa? —susurró Kaladin.

—Es tu historia. Tú decides.

—Pero tú ya la conocías.

—Conozco la mayoría de las historias, pero nunca había cantado esta antes. —Sagaz se volvió a mirarlo, sonriendo—. ¿Qué significa, Kaladin del Puente Cuatro? ¿Kaladin Bendito por la Tormenta?

—La tormenta lo alcanzó —dijo Kaladin.

—La tormenta alcanza a todo el mundo, tarde o temprano. ¿Importa?

—No lo sé.

—Bien. —Sagaz alzó la punta de su espada hacia su frente, como en gesto de respeto—. Entonces tienes algo en qué pensar.

Se marchó.

Palabras radiantes
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