No pretendo esgrimir mi pena como excusa, sino como explicación. Tras enfrentarse a una pérdida inesperada, la gente actúa de manera extraña. Aunque Jasnah había estado alejada algún tiempo, su pérdida fue una sorpresa. Como muchos, yo pensaba que era inmortal.
Del diario de Navani Kholin, Jesesach 1174
El familiar roce de la madera mientras el puente se deslizaba hasta encajar en su sitio. El golpeteo de los pies al unísono, primero un sonido plano sobre la piedra, luego el rumor de las botas sobre la madera. Las llamadas lejanas de los exploradores, anunciando que todo estaba despejado.
A Dalinar, le resultaban familiares los sonidos de una incursión en las mesetas, unos sonidos que antaño había anhelado. Se impacientaba entre incursiones, ansiando la oportunidad de abatir a los parshendi con su hoja esquirlada, de ganar riquezas y reconocimiento.
Ese Dalinar intentaba cubrir su vergüenza, la vergüenza de yacer sumido en un estupor borracho mientras su hermano se enfrentaba a un asesino.
El escenario de una incursión en la meseta era uniforme: rocas peladas e irregulares, casi todas del mismo color pardo que la superficie de piedra en la que se encontraban, rotas solamente por el ocasional racimo de rocabrotes cerrados. Incluso estos, como su nombre daba a entender, podían confundirse con rocas. Solo había más de lo mismo hasta más allá del horizonte, y todo lo que uno traía consigo, todo lo humano, quedaba empequeñecido por la enormidad de estas interminables llanuras rotas y los letales abismos.
A lo largo de los años, habían aprendido esta actividad de memoria: marchar bajo aquel sol blanco como acero derretido. Cruzar sima tras sima. Con el tiempo, las incursiones habían dejado de ser algo que se esperaba con ansia para convertirse en una obligación insistente. Por Gavilar y la gloria, sí, pero sobre todo porque ellos (y el enemigo) estaban allí. Y esto era lo que hacías.
Los olores de una incursión en las mesetas eran los de una gran quietud: piedra cocida, crem reseco, vientos recios.
Más recientemente, Dalinar había acabado por detestar las incursiones. Era una frivolidad, una pérdida de vidas. No se trataba de cumplir el Pacto de la Venganza, sino de avaricia. Muchas gemas corazón aparecían en las mesetas cercanas, al alcance. Pero eso no saciaba a los alezi: tenían que llegar más lejos, realizar ataques que costaban cada vez más caros.
Ante él, los hombres del alto príncipe Aladar luchaban en una meseta. Habían llegado antes que el ejército de Dalinar, y el conflicto era el reflejo de una historia familiar. Hombres contra parshendi, luchando en una línea sinuosa, cada ejército intentando hacer retroceder al otro. Los humanos podían reclutar a muchos más hombres que los parshendi, pero los parshendi podían llegar a las mesetas mucho más velozmente y asegurarlas con rapidez.
Los cadáveres dispersos de los hombres de los puentes en la meseta, ante el abismo, eran una prueba del peligro que entrañaba el hecho de atacar a un enemigo atrincherado. Dalinar no dejó de advertir las sombrías expresiones de sus guardaespaldas mientras escrutaban a los muertos. Aladar, como la mayoría de los altos príncipes, usaba la filosofía de Sadeas en las incursiones de los puentes. Ataques rápidos y brutales en los que los hombres no eran más que un recurso que podía ser sacrificado. No siempre había sido así. En el pasado, los puentes los llevaban soldados con armaduras, pero el éxito provocó que todos imitaran la estrategia.
Los campamentos de guerra necesitaban un flujo constante de esclavos para alimentar al monstruo. Eso significaba que una plaga creciente de traficantes de esclavos y bandidos recorría las Montañas Irreclamadas comerciando con carne. «Otra cosa que tendré que cambiar», pensó Dalinar.
Aladar no luchaba personalmente, sino que había emplazado un centro de operaciones en una meseta adyacente. Dalinar señaló el estandarte ondeante y uno de sus grandes puentes mecánicos rodó hacia su posición. Tirados por chulls y llenos de marchas, palancas y levas, los puentes protegían a los hombres que los manejaban. Aunque también eran muy lentos. Dalinar esperó con paciencia autoimpuesta mientras los obreros bajaban el puente, extendiéndolo sobre el abismo que se abría entre la meseta donde se encontraba y la siguiente, donde ondeaba el estandarte de Aladar.
Cuando el puente estuvo colocado en posición y asegurado, sus guardaespaldas, guiados por uno de los oficiales ojos oscuros del capitán Kaladin, corrieron hacia él con las lanzas al hombro. Dalinar había prometido a Kaladin que sus hombres no tendrían que luchar excepto para defenderlo. En cuanto hubieron cruzado, Dalinar espoleó a Galante para que se pusiera en marcha y cruzara hasta la meseta de mando de Aladar. Dalinar se sentía demasiado liviano a lomos del semental: era la falta de hoja esquirlada. En los muchos años que habían pasado desde que consiguió su equipo, nunca había ido a un campo de batalla sin él.
Hoy, sin embargo, no cabalgaba hacia la batalla… en realidad, no. Tras él ondeaba el estandarte personal de Adolin, que dirigía el grueso de los ejércitos de Dalinar para asaltar otra meseta donde ya estaban luchando los hombres de Aladar. Dalinar no envió ninguna orden respecto a cómo debería ser el asalto. Su hijo había sido bien entrenado, y estaba preparado para tomar el mando en el campo de batalla; naturalmente, con el general Khal a su lado para impartirle consejos.
Sí, a partir de entonces, Adolin dirigiría las batallas.
Dalinar cambiaría el mundo.
Cabalgó hacia la tienda de mando de Aladar. Desde su proclamación, esta era la primera incursión en las mesetas que exigía que los ejércitos trabajaran juntos. El hecho de que Aladar hubiera acudido tal como se le había ordenado y Roion no (aunque la meseta que era su objetivo estaba más cerca del campamento de este último) era una victoria en sí misma. Un pequeño consuelo, pero Dalinar se contentaría con lo que pudiera.
Encontró al alto príncipe Aladar observando el campo de batalla desde un pequeño pabellón emplazado en una zona segura y elevada de la meseta. Una localización perfecta para un puesto de mando. Aladar era portador de esquirlada, aunque normalmente le dejaba su armadura y su espada a uno de sus oficiales durante las batallas, pues prefería dirigir las tácticas desde detrás de las líneas. Un portador experimentado podía ordenar mentalmente a su espada que no se disolviera cuando la soltaba, aunque, en una emergencia, Aladar podía llamarla hacia él, haciendo que desapareciera de las manos de su oficial en un abrir y cerrar de ojos, y apareciera luego en sus propias manos diez segundos más tarde. Prestar una esquirlada requería muchísima confianza por ambas partes.
Dalinar desmontó. Su caballo, Galante, miró reacio al palafrenero que intentó llevárselo, y Dalinar le palmeó el cuello.
—Estará bien, hijo —le dijo al palafrenero. La mayoría de los mozos de establos no sabían qué hacer con los caballos ryshadios.
Seguido por sus guardias del puente, Dalinar se reunió con Aladar, que estaba de pie en el borde de la meseta, contemplando el campo de batalla que se extendía ante él. Delgado y completamente calvo, su piel era más oscura que la de la mayoría de los alezi. Tenía las manos a la espalda, y llevaba un uniforme tradicional con una takama estilo faldón, aunque con una casaca moderna encima, a juego.
Era un estilo que Dalinar nunca había visto antes. Aladar también tenía un fino bigote y una perilla, de nuevo una elección poco convencional. Era lo suficientemente poderoso y célebre para elegir su propia moda, y lo hacía a menudo, creando tendencias.
—Dalinar —dijo Aladar, asintiendo con la cabeza—. Creí que ya no ibas a combatir en las incursiones de las mesetas.
—Y no voy a hacerlo —respondió Dalinar, señalando el estandarte de Adolin. Allí, los soldados cruzaban los puentes para unirse a la batalla. La meseta era tan pequeña que muchos de los hombres de Aladar tuvieron que retirarse para dejar paso, algo que sin duda ya convenía a sus intereses.
»Casi has perdido el día —recalcó Dalinar—. Menos mal que tenías apoyo. —Allá abajo, las tropas de Dalinar restauraron el orden de batalla y se lanzaron contra los parshendi.
—Es posible —respondió Aladar—. Sin embargo, en el pasado resultaba victorioso en uno de cada tres ataques. Contar con apoyo significará que ganaré unos cuantos más, sin duda, pero también reduciré mis ganancias a la mitad. Suponiendo que el rey me asigne alguno. No estoy seguro de que a la larga sea positivo.
—Pero de esta manera se pierden menos hombres —señaló Dalinar—. Y las ganancias totales del ejército entero aumentarán. El honor de los…
—No me hables de honor, Dalinar. No puedo pagar a mis soldados con honor, y tampoco me sirve para impedir que los otros altos príncipes acaben conmigo. Tu plan favorece a los más débiles de los nuestros y perjudica a los que tienen éxito.
—Bien —replicó Dalinar—, para ti el honor carece de valor. Pero obedecerás, Aladar, porque tu rey así lo exige. Es el único motivo que necesitas. Harás lo que se te dice.
—¿Y si no?
—Pregúntale a Yenev.
Aladar reaccionó como si hubiera recibido una bofetada. Diez años antes, el alto príncipe Yenev se había negado a aceptar la unificación de Alezkar. Por orden de Gavilar, Sadeas lo retó a duelo. Y lo mató.
—¿Es una amenaza? —preguntó Aladar.
—Sí. —Dalinar se volvió a mirar a los ojos al otro hombre, más bajo que él—. Estoy harto de andarme con miramientos, Aladar. Estoy harto de pedir. Cuando uno desobedece a Elhokar, se burla de mi hermano y de aquello por lo que luchó. Tendré un reino unificado.
—Es gracioso. Me alegro de que menciones a Gavilar, ya que no unificó el reino con honor. Lo hizo con puñaladas por la espalda y soldados en el campo de batalla, cortando la cabeza de todo aquel que se opuso. ¿Vamos a volver de nuevo a eso, entonces? Esas cosas no acaban de casar con las bonitas palabras de tu precioso libro.
Dalinar apretó los dientes y se dio media vuelta para contemplar el campo de batalla. Su primer impulso fue decirle a Aladar que era un oficial a sus órdenes y reprenderlo por su tono. Tratarlo como a un recluta que necesita un correctivo.
Pero ¿y si Aladar se negaba a ceder? ¿Lo obligaría a obedecer? No tenía soldados para hacerlo.
Se sintió molesto, más consigo mismo que con su subordinado. Su propósito inicial no había sido luchar, sino hablar. Convencer. Navani tenía razón. Dalinar necesitaba algo más que palabras bruscas y órdenes militares para salvar su reino. Necesitaba lealtad, no temor.
Pero las tormentas se lo llevarán, ¿cómo? A lo largo de su vida, si había logrado persuadir a alguien de algo había sido mediante una espada o un puñetazo. Gavilar había sido siempre el de las palabras adecuadas, el que podía lograr que la gente escuchara.
Dalinar no estaba hecho para la política.
«La mitad de los muchachos de ese campo de batalla probablemente pensaban que no estaban hechos para convertirse en soldados, al principio —susurró una parte en su interior—. No puedes permitirte el lujo de fallar en esto. No te quejes. Cambia».
—Los parshendi presionan demasiado —dijo Aladar, dirigiéndose a sus generales—. Quieren expulsarnos de la meseta. Decid a los hombres que cedan un poco y les dejen perder su ventaja sobre el terreno: eso nos permitirá rodearlos.
Los generales asintieron y uno de ellos repitió las órdenes.
Dalinar contempló el campo de batalla con los ojos entornados, estudiándolo.
—No —intervino en voz baja.
El general dejó de dar las órdenes. Aladar miró a su superior.
—Los parshendi se disponen a retirarse —dijo Dalinar.
—Pues no lo parece.
—Quieren espacio para respirar —explicó Dalinar, interpretando el remolino del combate—. Casi han obtenido ya la gema corazón. Seguirán presionando, pero harán una rápida retirada en torno a la crisálida para conseguir tiempo para la recolecta final. Eso es lo que tienes que impedir.
Los parshendi avanzaron.
—Soy yo quien dirige este ataque —protestó Aladar—. Según tus reglas, tengo la última palabra sobre nuestras tácticas de combate.
—Yo solo observo —repuso Dalinar—. Hoy ni siquiera estoy al mando de mi propio ejército. Puedes decidir tu táctica, y no interferiré.
Aladar reflexionó un momento y luego maldijo en voz baja.
—Asumamos que Dalinar tiene razón. Preparad a los hombres para una retirada de los parshendi. Enviad una fuerza de choque a asegurar la crisálida, que debería estar casi abierta ya.
Los generales prepararon las nuevas órdenes y los mensajeros corrieron a transmitirlas. Aladar y Dalinar, codo con codo, contemplaron el avance de los parshendi. Aquel cántico suyo flotaba sobre el campo de batalla.
Entonces se replegaron, cuidadosos como siempre para no pisar los cuerpos de los muertos. Preparados para esa estrategia, las tropas humanas se lanzaron tras ellos. Dirigidos por Adolin con su resplandeciente armadura, una fuerza de choque compuesta por soldados descansados se abrió paso entre las líneas parshendi y alcanzó la crisálida. Otros soldados humanos atravesaron la abertura que habían despejado, empujando a los parshendi hacia los flancos y convirtiendo su retirada en un desastre táctico.
En cuestión de minutos, los parshendi habían abandonado la meseta, huyendo a la desbandada.
—Maldición —dijo Aladar en voz baja—. Me da rabia que se te dé tan bien la estrategia.
Dalinar entornó los ojos, advirtiendo que algunos de los parshendi en fuga se detenían en una meseta a poca distancia del campo de batalla. Esperaron allí, aunque la mayor parte de sus fuerzas continuó la retirada.
Dalinar pidió a uno de los servidores de Aladar que le entregara un catalejo y se concentró en ese grupo. Una figura se alzaba al borde de la meseta, ataviada con una armadura resplandeciente.
«El parshendi portador de esquirlada —pensó—. El de la batalla en la Torre. Estuvo a punto de matarme».
Dalinar apenas recordaba ese encuentro. Casi había perdido el conocimiento al final. Ese portador no había participado en la batalla. ¿Por qué? Sin duda con un portador de esquirlada podrían haber abierto antes la crisálida.
Una perturbadora sensación de incomodidad asaltó a Dalinar. Este hecho, el portador que permanecía a la espera, cambió su visión de la batalla. Creía haber sabido interpretar lo que estaba pasando. En ese momento se le ocurrió que las tácticas del enemigo podían ser más opacas de lo que había supuesto.
—¿Sigue alguno de ellos allí? —preguntó Aladar—. ¿Observando?
Dalinar bajó el catalejo y asintió.
—¿Han hecho eso antes en alguna batalla que hayas librado?
Dalinar negó con la cabeza.
Aladar reflexionó un instante y luego dio órdenes a sus hombres en la meseta para que permanecieran alerta, con exploradores apostados para vigilar un regreso por sorpresa de los parshendi.
—Gracias —añadió Aladar a regañadientes, volviéndose hacia Dalinar—. Tu consejo resultó provechoso.
—Confiaste en mí en la cuestión táctica —dijo Dalinar, volviéndose hacia él—. ¿Por qué no confías en mí en lo que es mejor para este reino?
Aladar lo estudió. Detrás, los soldados celebraban su victoria y Adolin arrancó la gema corazón de la crisálida. Otros se desplegaron por si se producía un nuevo ataque, pero no hubo ninguno.
—Ojalá pudiera, Dalinar —dijo Aladar finalmente—. Pero no es por ti. Es por los otros altos príncipes. Tal vez podría confiar en ti, pero nunca confiaré en ellos. Me estás pidiendo que arriesgue demasiado. Los otros me harían lo que te hizo Sadeas en la Torre.
—¿Y si pudiera convencer a los otros? ¿Y si pudiera demostrarte que son dignos de confianza? ¿Y si lograra cambiar la dirección de este reino, y de esta guerra? ¿Me seguirías entonces?
—No. Lo siento —respondió Aladar. Se dio media vuelta y pidió que le trajeran su caballo.
El viaje de regreso fue triste. Habían ganado la batalla, pero Aladar mantuvo la distancia. ¿Cómo era posible que Dalinar fuera competente en tantas cuestiones, y, sin embargo, no lograra convencer a hombres como Aladar? ¿Y qué significaba que los parshendi estuvieran cambiando de tácticas en el campo de batalla, sin utilizar a su portador de esquirlada? ¿Temían perder sus esquirlas?
Cuando, por fin, Dalinar regresó a su búnker en el campamento, después de ver a sus hombres y enviar un mensaje al rey, encontró una carta inesperada.
Mandó llamar a Navani para que le leyera las palabras. Aguardó en su estudio privado, contemplando la pared donde habían marcado los extraños glifos. Los habían pintado y ocultado los arañazos, pero la mancha blanca de piedra susurraba.
«Sesenta y dos días».
Sesenta y dos días para encontrar una respuesta. Bueno, ya solo sesenta. No era mucho tiempo para salvar un reino, para prepararse para lo peor. Los fervorosos condenarían la profecía considerándola una broma pesada en el mejor de los casos, o una blasfemia en el peor. Predecir el futuro estaba prohibido. Era cosa de los Portadores del Vacío. Incluso los juegos de azar suscitaban desconfianza, pues incitaban a los hombres a buscar los secretos del porvenir.
Sin embargo, creía en aquellas palabras. Pues sospechaba que las había escrito él mismo.
Navani llegó y examinó la carta, luego empezó a leerla en voz alta. Resultó ser de un viejo amigo que iba a llegar pronto a las Llanuras Quebradas y que podía proporcionar una solución a los problemas de Dalinar.