Que respondieron inmediatamente y con gran consternación es innegable, ya que se contaron principalmente entre aquellos que juraron y olvidaron sus votos. El término Traición no se aplicó en ese momento, pero desde entonces se ha convertido en el título popular para referirse a este acontecimiento.

De Palabras radiantes, capítulo 38, página 6

Sebarial compartió su carruaje con Shallan cuando se marcharon del palacio del rey y se dirigieron a su campamento de guerra. Patrón seguía vibrando suavemente en los pliegues de su falda, y ella tuvo que hacerlo callar.

El alto príncipe estaba sentado frente a ella, con la cabeza apoyada en el tapizado, roncando suavemente mientras el carruaje se sacudía. El terreno había sido limpiado de rocabrotes y había una línea de losas en el centro, para dividir izquierda y derecha.

Los soldados de Shallan estaban a salvo y la alcanzarían más tarde. Tenía una base de operaciones y unos ingresos. Con la tensión de la reunión y la posterior retirada de Navani, la casa Kholin no le había exigido todavía que les devolviera las pertenencias de Jasnah. Aún tenía que abordar a Navani para que la ayudara en su investigación, pero de momento el día había salido bastante bien.

Lo único que le quedaba pendiente a Shallan era salvar el mundo.

Sebarial bufó y despertó de su breve cabezada. Se acomodó en el asiento, frotándose la mejilla.

—Has cambiado.

—¿Cómo dices?

—Pareces más joven. Allí dentro calculé que tendrías veinte, tal vez veinticinco años. Pero ahora veo que no puedes tener más de catorce.

—Tengo diecisiete —puntualizó Shallan secamente.

—Lo mismo da —gruñó Sebarial—. Podría haber jurado que antes tu vestido era más vibrante, tus rasgos más definidos, más hermosos… Debe de haber sido la luz.

—¿Siempre tienes la costumbre de insultar a las damas jóvenes? —preguntó Shallan—. ¿O es solo después de haber babeado delante de ellas?

Él sonrió.

—Obviamente, no te han educado para la corte. Eso me gusta. Pero ten cuidado: insulta a la gente equivocada en este lugar, y la venganza puede ser rápida.

A través de la ventanilla del carruaje Shallan vio que por fin se acercaban al campamento donde ondeaba el estandarte de Sebarial. Tenía los glifos «sebes» y «laial» grabados en una anguila aérea, oro sobre sable.

Los soldados de las puertas saludaron y Sebarial impartió órdenes a uno de ellos para que condujera a los hombres de Shallan a su mansión cuando llegaran. El carruaje continuó su camino, y Sebarial se acomodó para observarla, como si previera algo, aunque ella no pudo deducir qué. Tal vez lo estaba interpretando mal. Volvió su atención hacia la ventana y no tardó en comprender que ese lugar era un campamento de guerra solo de nombre. Las calles eran más rectas que en una ciudad que se hubiese expandido de modo natural, pero Shallan vio a muchos más civiles que soldados.

Dejaron atrás tabernas, mercados al aire libre, tiendas, y altos edificios que sin duda podían albergar a una docena de familias. Muchas de las calles estaban abarrotadas. El lugar no resultaba tan diverso y vibrante como Kharbranth, pero los edificios eran de sólida madera y piedra, construidos unos contra otros para compartir la carga del peso.

—Tejados redondeados —dijo Shallan.

—Mis ingenieros dicen que soportan mejor los vientos —dijo Sebarial con orgullo—. Además, los edificios también tienen las esquinas y las fachadas redondeadas.

—¡Cuánta gente!

—Casi todos son residentes permanentes. Tengo el equipo más completo de sastres, artesanos y cocineros de todos los campamentos. Ya he abierto doce fábricas: de ropa, zapatos, cerámica, varios hornos. Controlo también el vidrio.

Shallan se volvió hacia él. El orgullo que se advertía en su voz no encajaba con la descripción que había hecho Jasnah de aquel hombre. Naturalmente, la mayoría de las notas y su conocimiento de los altos príncipes procedía de visitas esporádicas a las Llanuras Quebradas, y ninguna había sido reciente.

—Por lo que he oído —dijo Shallan—, tus soldados son los que tienen menos éxito en la guerra contra los parshendi.

Los ojos de Sebarial chispearon.

—Los otros buscan obtener ingresos rápidos con las gemas corazón, pero ¿en qué se gastarán el dinero? Mis empresas textiles pronto producirán uniformes a un precio mucho más barato que si los mandan traer, y mis granjeros no tardarán en proporcionar comida mucho más variada de la que se suministra moldeando almas. Estoy cultivando lavis y arroz, por no mencionar mis granjas de cerdos.

—Anguila astuta —dijo Shallan—. Mientras los demás luchan en la guerra, tú fundamentas una economía.

—He tenido que ser cuidadoso —respondió él, inclinándose hacia delante—. Al principio no quería que vieran lo que estaba haciendo.

—Qué astuto. Pero ¿por qué me lo cuentas?

—Igualmente ibas a verlo, si vas a trabajar como empleada mía. Además, el secreto ya no importa. Las fábricas están produciendo, y mis ejércitos apenas tienen una carga al mes en las mesetas. Tengo que pagar las multas de Dalinar por evitarlas y obligarlo a enviar a otros, pero incluso así compensa. Por otra parte, los altos príncipes más listos han descubierto en qué ando. Los demás piensan que soy un loco perezoso.

—¿Entonces no eres un loco perezoso?

—¡Pues claro que lo soy! —exclamó él—. Luchar es demasiado cansado. Además, los soldados mueren, y cuando eso ocurre tengo que pagar a sus familias. Es una pérdida de tiempo. —Miró por la ventanilla—. Descubrí el secreto hace tres años. Todo el mundo se mudaba aquí, pero nadie consideraba que fuera a ser permanente, a pesar del valor de esas gemas corazón, que aseguran que Alezkar tendrá siempre presencia aquí… —Sonrió.

El carruaje se detuvo ante una modesta mansión entre los edificios más altos. Los terrenos alrededor de la mansión estaban adornados con cortezapizarra ornamental, un camino de losas e incluso algunos árboles. Aunque no era enorme, tenía un refinado diseño clásico, con columnas en la parte delantera, y se servía de la fila de edificios de piedra más altos que tenía detrás como cortavientos.

—Probablemente tendremos una habitación para ti —dijo Sebarial—. Tal vez en los sótanos. Parece que nunca hay espacio suficiente para todas las cosas que estoy esperando. Tres comedores completos. ¡Bah! Como si alguna vez fuera a invitar a alguien.

—No tienes muy buen concepto de los demás, ¿no? —preguntó Shallan.

—Los odio —reconoció Sebarial—. Pero procuro odiar a todo el mundo. Así no corro el riesgo de dejar fuera a alguien que se lo merezca especialmente. Bueno, pues ya hemos llegado. No esperes que te ayude a bajar del carruaje.

Shallan no necesitó su intervención, ya que un lacayo llegó rápidamente y la ayudó a bajar los escalones de piedra construidos a un lado del camino de acceso. Otro lacayo atendió a Sebarial, que lo maldijo, pero aceptó la asistencia.

Una mujer de baja estatura con un elegante vestido esperaba en las escalinatas de la mansión, con las manos en jarras. Tenía el pelo rizado. ¿Sería, pues, del norte de Alezkar?

—Ah —dijo Sebarial mientras se acercaba a ella en compañía de Shallan—. La ruina de mi existencia. Por favor, intenta contener la risa hasta que nos separemos. Mi frágil y fatigado ego ya no puede soportar las burlas.

Shallan le dirigió una mirada confundida.

Entonces la mujer tomó la palabra.

—Por favor, dime que no la has secuestrado, Turi.

«No, no es alezi —pensó Shallan, tratando de situar el acento de la mujer—. Herdaziana». Las uñas, pintadas de negro roca, lo demostraban. Era ojos oscuros, pero su hermoso vestido indicaba que no era una criada.

Por supuesto. La amante.

—Insistió en venir conmigo, Palona —respondió Sebarial, subiendo los escalones—. No pude convencerla de lo contrario. Tendremos que darle una habitación o algo.

—¿Quién es?

—Una extranjera —explicó Sebarial—. Cuando dijo que quería venir conmigo, el viejo Dalinar pareció molestarse, así que lo permití. —Vaciló—. ¿Cómo dijiste que te llamabas? —preguntó, volviéndose hacia Shallan.

—Shallan Davar —respondió ella, inclinándose ante Palona. Puede que fuera ojos oscuros, pero por lo visto era la dueña de esta casa.

La herdaziana alzó una ceja.

—Bueno, es educada, lo que significa que probablemente no encajará aquí. La verdad, no puedo creer que hayas traído a casa a una desconocida solo porque pensabas que molestaría a uno de los altos príncipes.

—¡Bah! —replicó Sebarial—. Mujer, me conviertes en el hombre más denostado de todo Alezkar.

—No estamos en Alezkar.

—… ¡y ni siquiera estoy casado, por todas las tormentas!

—No voy a casarme contigo, así que no insistas —dijo Palona, cruzándose de brazos y mirando a Shallan de arriba abajo especulativamente—. Es demasiado joven para ti.

Sebarial sonrió.

—Ya he recurrido a este argumento. Con Ruthar. Fue delicioso: farfulló tanto, que casi parecía una tormenta.

Palona sonrió y luego le indicó que pasara.

—Hay vino caliente con canela en tu estudio.

Él se encaminó hacia la puerta.

—¿Y de comer?

—Despediste al cocinero, ¿recuerdas?

—Oh, cierto. Bueno, podrías haber hecho la comida tú.

—Y tú también.

—Bah. ¡Eres una inútil, mujer! Lo único que haces es gastar mi dinero. ¿Por qué te soporto?

—Porque me amas.

—Eso es imposible —sentenció Sebarial, deteniéndose ante las puertas principales—. No soy capaz de amar. Demasiado cascarrabias. Bueno, haz algo con la chica. —Entró en la mansión.

Palona indicó a Shallan que la acompañara.

—¿Qué pasó en realidad, niña?

—No ha faltado a la verdad —respondió Shallan, advirtiendo que se ruborizaba—. Pero no ha mencionado unos cuantos detalles. He venido con el propósito de casarme con Adolin Kholin, con quien tengo un compromiso provisional. Se me ocurrió que si me quedaba en la casa Kholin eso me limitaría demasiado, así que busqué otras opciones.

—Mmm. Eso hace que parezca que Turi…

—¡No me llames así! —exclamó una voz desde el interior.

—… que el idiota ha hecho algo políticamente inteligente.

—Bueno —dijo Shallan—, lo presioné un poco para que me aceptara. Y di a entender en público que iba a darme un generosísimo estipendio.

—¡Demasiado grande! —apuntó la voz desde el interior.

—¿Está… ahí de pie escuchando? —preguntó Shallan.

—Se le da bien merodear —respondió Palona—. Bueno, vamos. Busquemos dónde alojarte. Tú dime cuánto te ha prometido de paga, aunque sea por implicación. Yo me aseguraré de que se cumpla.

Varios lacayos descargaron los baúles de Shallan del carruaje. Sus soldados no habían llegado todavía. Era de esperar que no se hubieran metido en problemas. Siguió a Palona al interior del edificio, que demostró tener una decoración tan clásica como implicaba el exterior. Abundancia de mármol y cristal. Estatuas repujadas de oro. Una amplia escalera que desembocaba en el salón de entrada. Shallan no vio al alto príncipe por allí, ni merodeando ni haciendo ninguna otra cosa.

Palona la condujo a unas habitaciones muy hermosas en el ala este. Todas eran blancas, y ricamente amuebladas, las duras paredes y los suelos de piedra suavizados con tapices de seda y gruesas alfombras. Ella no se merecía semejante decoración.

«Supongo que no debería sentirme así —pensó Shallan mientras Palona buscaba sábanas y toallas en los armarios—. Estoy comprometida con un príncipe».

Con todo, tanta elegancia le recordaba a su padre. Los encajes, las joyas y la seda que le había regalado en un intento de hacerle olvidar… otros tiempos.

Shallan parpadeó y se volvió hacia Palona, que hablaba de algo.

—¿Disculpa?

—Los criados —dijo Palona—. ¿Dispones de tu propia doncella?

—No —respondió Shallan—. Pero tengo dieciocho soldados y cinco esclavos.

—¿Y ellos te ayudarán a cambiarte de ropa?

Shallan se ruborizó.

—Quiero decir que me gustaría que los alojaran, si puedes conseguirlo.

—Puedo —contestó Palona animosamente—. Puede que incluso pueda encontrarles algo de provecho que hacer. Querrás que les paguen de tu sueldo, supongo. Y a tu doncella también, supongo. La comida se sirve a la segunda campanada, a mediodía, y a la décima campanada. Si quieres algo en otro momento, pide en las cocinas. El cocinero se quejará, suponiendo que esta vez consiga convencerlo de que vuelva. Tenemos una cisterna de tormentas, así que suele haber agua corriente. Si la quieres caliente para darte un baño, los muchachos necesitarán una hora o así para calentarla.

—¿Agua corriente? —inquirió Shallan, ansiosa. La había visto por primera vez en Kharbranth.

—Como decía, una cisterna de tormentas. —Palona señaló hacia arriba—. Las altas tormentas la llenan, y la forma de la cisterna elimina el crem. No uses el sistema hasta el mediodía siguiente a una alta tormenta, o el agua estará marrón. Y te veo demasiado ansiosa al respecto.

—Lo siento —murmuró Shallan—. No teníamos este tipo de comodidades en Jah Keved.

—Bienvenida a la civilización. Confío en que dejaras la maza y el taparrabos en la puerta. Déjame que te busque una doncella.

—¿Palona? —preguntó Shallan cuando la mujer empezaba a marcharse.

—Dime, niña.

—Gracias.

La mujer sonrió.

—Los vientos saben que no eres la primera niña perdida que ha traído a casa. Algunas de nosotras incluso acabamos quedándonos —dijo antes de marcharse.

Shallan se sentó en la mullida cama blanca y se hundió casi hasta el cuello. ¿De qué estaba hecha? ¿De aire y deseos? Era todo un lujo.

En su sala de estar (su «sala de estar»), unos golpes anunciaron la llegada de los lacayos con sus baúles. Se marcharon un momento después, cerrando la puerta. Por primera vez en muchísimo tiempo, Shallan se encontró no luchando por su supervivencia o preocupándose de que no la asesinara uno de sus compañeros de viaje.

Así que se quedó dormida.

Palabras radiantes
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