Veintitrés cohortes siguieron, contribuciones del rey de Makabakam, pues aunque el vínculo de unión entre hombre y spren era a veces inexplicable, la habilidad de los spren enlazados para manifestarse en nuestro mundo en vez de en el suyo se hizo más fuerte a través de los juramentos dados.

De Palabras radiantes, capítulo 35, página 9

—Es evidente: Amaram no tiene habilidades de potenciación —dijo Sigzil en voz baja, de pie junto a Kaladin.

Dalinar, Navani, el rey y Amaram bajaban de su carruaje. La arena de duelos se alzaba ante ellos, otra de las formaciones parecidas a cráteres que bordeaban las Llanuras Quebradas. Sin embargo, era mucho más pequeño que los que había en los campamentos de guerra, y tenía asientos repartidos en gradas.

Con la asistencia de Elhokar y Dalinar (por no mencionar a Navani y los dos hijos de Dalinar), Kaladin había traído a todos los guardias posibles. Eso incluía a algunos de los hombres del Puente Diecisiete y el Puente Dos, que se mantenían erguidos y orgullosos, agarrando con fuerza sus lanzas, claramente entusiasmados por haber recibido al fin su primera misión de vigilancia. En total, Kaladin tenía a cuarenta hombres de guardia.

Ninguno de ellos valdría una gota de lluvia si atacaba el Asesino de Blanco.

—¿Podemos estar seguros? —preguntó Kaladin, señalando con la cabeza a Amaram, que seguía llevando su capa amarillo dorada con el símbolo de los Caballeros Radiantes en la espalda—. No le he mostrado a nadie mis poderes. Tiene que haber otros entrenándose igual que yo. Tormentas, Syl me prometió que los había.

—Habría mostrado las habilidades si las tuviera —dijo Sigzil—. Los chismorreos recorren los diez campamentos de guerra como una riada. La mitad de la gente piensa que lo que Dalinar está haciendo es blasfemo y estúpido. La otra mitad no sabe qué pensar. Si Amaram mostrara poderes de potenciación, el movimiento del brillante señor Dalinar parecería menos precario.

Probablemente Sigzil tenía razón. Pero… ¿Amaram? El hombre caminaba con aire orgulloso, la cabeza alta. Kaladin sintió que se acaloraba y durante un momento pareció que lo único que podía ver era a Amaram. La capa dorada. El rostro arrogante.

Manchado de sangre. Ese hombre estaba manchado de sangre. ¡Kaladin se lo había dicho a Dalinar!

Dalinar no haría nada.

Alguien tendría que hacerlo.

—¿Kaladin? —preguntó Sigzil.

Kaladin advirtió que había dado un paso hacia Amaram, las manos apretadas contra la lanza. Inspiró profundamente, luego señaló.

—Sitúa a los hombres en el borde del coso, allí. Cikatriz y Eth están en la sala de preparación con Adolin, aunque no le servirá de nada en el combate. Pon otros pocos al pie del coso, por si acaso. Tres hombres en cada puerta. Yo me llevaré a seis a los asientos del rey. —Hizo una pausa antes de añadir—: Pongamos también dos guardias con la prometida de Adolin, por si acaso. Estará sentada con Sebarial.

—Muy bien.

—Dile a los hombres que estén concentrados, Sig. Es probable que sea una lucha tremenda. Quiero que sus mentes se concentren en la posibilidad de que se cometa un asesinato, no en el duelo.

—¿De verdad va a luchar contra dos hombres a la vez?

—Sí.

—¿Podrá vencer?

—No lo sé, y en realidad no me importa. Nuestro trabajo es vigilar otras amenazas.

Sigzil asintió y se dispuso a marcharse. Sin embargo, vaciló y cogió a Kaladin por el brazo.

—Podrías unirte a ellos, Kal —dijo en voz baja—. Si el rey va a reinstaurar los Caballeros Radiantes, tienes una excusa para demostrar lo que eres. Dalinar lo está intentando, pero tanta gente piensa que los Radiantes son una fuerza del mal, que olvidan el bien que hicieron antes de traicionar a la humanidad. Pero si mostraras tus poderes, podrían cambiar de opinión.

Unirse. A las órdenes de Amaram. Jamás.

—Ve a transmitir mis órdenes —dijo Kaladin, señalando, y entonces se zafó de la tenaza de Sigzil y corrió tras el rey y su séquito. Al menos había salido el sol, y el aire primaveral era cálido.

Syl flotó tras Kaladin.

—Amaram te está echando a perder —susurró—. No se lo permitas.

Él apretó los dientes y no contestó. En cambio, se situó junto a Moash, que estaba a cargo del equipo que vigilaba a la brillante Navani: ella prefería ver los duelos desde abajo, en las salas de preparación.

Una parte de Kaladin dudaba sobre si permitir que Moash vigilara a alguien que no fuera Dalinar, pero, tormentas, Moash le había jurado que no emprendería más acciones contra el rey. Kaladin confiaba en él. Eran el Puente Cuatro.

«Te sacaré de esto, Moash —pensó Kaladin, apartando al hombre a un lado—. Lo arreglaremos».

—Moash —dijo, hablando en voz baja—. A partir de mañana te pondré en el servicio de patrullas.

El aludido frunció el ceño.

—Creía que querías que protegiera siempre… —Su expresión se endureció—. Esto es por lo que pasó en la taberna.

—Quiero que te encargues de una patrulla importante —dijo Kaladin—. Dirígete hacia Nueva Natanan. No quiero que estés aquí cuando actuemos contra Graves y su gente. —Ya había dejado pasar demasiado tiempo.

—No voy a marcharme.

—Lo harás, y no es tema de…

—¡Lo que están haciendo es justo, Kal!

Kaladin frunció el ceño.

—¿Has seguido viéndote con ellos?

Moash apartó la mirada.

—Solo una vez. Para asegurarles que cambiarías de opinión.

—¡Has desobedecido una orden! —estalló Kaladin—. ¡Tormentas, Moash!

El ruido en el coso aumentaba.

—El combate está a punto de empezar —dijo Moash, soltándose el brazo de la tenaza de Kaladin—. Podemos hablar de esto más tarde.

Kaladin apretó los dientes, pero por desgracia Moash tenía razón. No era el momento.

«Tendría que haberlo detenido esta mañana —pensó Kaladin—. No, lo que tendría que haber hecho es tomar una decisión hace ya días».

Era culpa suya.

—Irás en esa patrulla, Moash —dijo—. No creas que puedes insubordinarte porque eres mi amigo. Vamos.

El hombre echó a correr, para reunir a su escuadrón.

Adolin se arrodilló ante su espada en la sala de preparación y descubrió que no sabía qué decir.

Contempló su reflejo en la hoja. Dos portadores de esquirlada a la vez. Ni siquiera lo había intentado fuera de los terrenos de entrenamiento.

Luchar contra múltiples oponentes era duro. En las historias, cuando se contaba que un hombre lucha contra seis a la vez o lo que fuera, la verdad era probablemente que había conseguido eliminarlos de algún modo uno a uno. Dos a la vez era difícil, si estaban preparados y eran cuidadosos. No imposible, pero sí realmente difícil.

—Todo se reduce a esto —dijo Adolin. Tenía que decirle algo a la espada. Era la tradición—. Vamos a ser espectaculares. Luego borraremos esa sonrisa de la cara de Sadeas.

Al levantarse hizo desaparecer su espada. Salió de la pequeña sala de preparación y recorrió el túnel adornado con duelistas tallados y pintados. En la otra habitación estaba sentado Renarin con su uniforme Kholin (lo llevaba en actos oficiales como este, en vez de aquel maldito uniforme del Puente Cuatro), esperando ansioso. La tía Navani abría la tapa de un frasco de pintura para hacer una glifoguarda.

—No hace falta —dijo Adolin, sacándose una del bolsillo. Pintada en azul Kholin, decía «excelencia».

Navani enarcó una ceja.

—¿La muchacha?

—Sí —respondió Adolin.

—La caligrafía no está mal —observó Navani, a regañadientes.

—Es una chica maravillosa, tía —dijo Adolin—. Me gustaría que le dieras una oportunidad. Y quiere compartir su erudición contigo.

—Ya veremos —replicó Navani. No parecía tan tajante como antes en relación a Shallan. Buena señal.

Adolin colocó la glifoguarda en el brasero e inclinó la cabeza mientras ardía: una plegaria al Todopoderoso para que le ayudara. Sus rivales de ese día probablemente estarían quemando sus propias plegarias. ¿Cómo decidía el Todopoderoso a quién ayudar?

«No puedo creer que quiera que los que sirven a Sadeas, aunque sea indirectamente, tengan éxito», pensó, alzando la cabeza.

—Estoy preocupada —dijo Navani.

—Mi padre piensa que el plan podría funcionar, y a Elhokar le gusta.

—Elhokar puede ser impulsivo —dijo Navani, cruzando los brazos mientras veía arder los restos de la glifoguarda—. Los términos cambian las cosas.

Los términos, acordados con Relis y pronunciados delante de la alta jueza un momento antes, indicaban que el duelo continuaría hasta la rendición, no hasta que se rompieran cierto número de secciones de la armadura esquirlada. Eso significaba que si Adolin conseguía derrotar a uno de sus contrincantes y lograba que se rindiera, el otro podía seguir luchando.

También significaba que Adolin no tenía que dejar de luchar hasta que estuviera convencido de que había sido derrotado.

O hasta que quedara incapacitado.

Renarin se acercó y apoyó una mano en el hombro de su hermano.

—Creo que es un buen plan —dijo—. Puedes conseguirlo.

—Van a intentar hacerte pedazos —dijo Navani—. Por eso insistieron en que fuera un combate hasta la rendición. Te lisiarán si pueden, Adolin.

—No es distinto al campo de batalla —contestó él—. De hecho, si ese es el caso, querrán dejarme con vida. Si lo que quieren es dar una lección, para ellos es mejor dejarme con las piernas muertas por las hojas esquirladas que como cenizas.

Navani cerró los ojos, conteniendo la respiración. Parecía pálida. Fue un poco como tener a su madre de vuelta. Un poco.

—Asegúrate de que no dejas ninguna salida a Sadeas —le dijo Renarin mientras los armeros entraban con la armadura esquirlada de Adolin—. Cuando lo acorrales con el desafío, buscará un modo de eludirlo. No se lo permitas. Tráelo a estas arenas y derrótalo, hermano.

—Con placer.

—¿Comiste el pollo? —preguntó Renarin.

—Dos platos, con curry.

—¿La cadena de nuestra madre?

Adolin se palpó el bolsillo.

Luego se palpó el otro.

—¿Qué? —preguntó Renarin, y sus dedos se tensaron en el hombro de Adolin.

—Habría jurado que la guardé.

Renarin maldijo.

—Puede que esté en mis aposentos —dijo Adolin—. En el campamento. En mi mesa. —Suponiendo que no la hubiera cogido y perdido por el camino. Tormentas.

Era solo un amuleto de buena suerte. No significaba nada. Empezó a sudar mientras Renarin enviaba un mensajero a buscarlo. No volvería a tiempo. Ya se oía a la multitud fuera, el creciente rugido que se producía antes de un duelo. Adolin, a su pesar, permitió que sus armeros empezaran a equiparlo.

Cuando le entregaron el yelmo, había recuperado la mayor parte de su ritmo: la expectación que era una extraña mezcla de ansiedad en el estómago y relajación en los músculos. No se podía luchar estando tenso. Era posible hacerlo estando nervioso, pero no tenso.

Dirigió un gesto de asentimiento a sus sirvientes, y estos abrieron las puertas para permitirle salir a la arena. Por los aplausos supo dónde estaban los ojos oscuros. En contraste, los ojos claros redujeron la intensidad de sus vítores cuando salió. Era bueno que Elhokar reservara sitio para los ojos oscuros. A Adolin le gustaba el ruido. Le recordaba el campo de batalla.

«Hubo una época en que no me gustaba el campo de batalla porque no era silencioso, como un duelo», pensó. A pesar de su reticencia original, se había convertido en soldado.

Se situó en el centro del ruedo. Los otros no habían salido aún de la sala de preparación. «Elimina a Relis primero —se dijo Adolin—. Conoces su estilo de lucha». El hombre prefería la posición de la enredadera, lenta y firme, pero con súbitos y rápidos ataques. Adolin no estaba seguro de a quién iba a traer para luchar a su lado, aunque había pedido prestada una hoja y una armadura esquirladas al rey. ¿Quizá su primo querría intentarlo de nuevo, por venganza?

Shallan estaba allí, al otro lado del coso; su cabello rojo destacaba como sangre sobre la piedra. La acompañaban dos guardias del puente. Adolin asintió, agradeciéndolo, y la saludó alzando el puño. Ella le devolvió el saludo.

El combatiente danzó de un pie a otro, dejando que el poder de la armadura fluyera a través de su cuerpo. Podía ganar, incluso sin la cadena de su madre. El problema era que tenía intención de desafiar a Sadeas después de esto. Así que tenía que conservar fuerzas suficientes para ese duelo.

Comprobó, ansioso, si Sadeas se hallaba presente. En efecto, estaba sentado a poca distancia de su padre y el rey. Adolin entornó los ojos, recordando el terrible momento en que comprendió que los ejércitos de Sadeas se retiraban de la Torre.

Eso le reafirmó. Ya había rumiado suficiente esa traición. Era el momento, por fin, de hacer algo.

Las puertas se abrieron frente a él.

De ellas surgieron cuatro hombres con armaduras esquirladas.

—¿Cuatro? —exclamó Dalinar, incorporándose de un salto.

Kaladin bajó un paso hacia el coso. Sí, los que salían a batirse en duelo eran todos portadores de esquirlada. Uno llevaba una armadura del rey; los otros tres las suyas propias, adornadas y pintadas.

Abajo, la alta jueza del duelo se volvió hacia el monarca.

—¿Qué es esto? —gritó Dalinar, dirigiéndose a Sadeas, que estaba sentado a poca distancia. Los ojos claros que se encontraban sentados entre ellos se agacharon o huyeron, dejando una línea directa de visión entre los altos príncipes.

Sadeas y su esposa se volvieron con movimientos perezosos.

—¿Por qué me lo preguntas a mí? —replicó Sadeas—. Ninguno de esos hombres es de los míos. Hoy no soy más que un observador.

—Oh, no me vengas con esas, Sadeas —dijo Elhokar—. Sabes perfectamente bien lo que está pasando. ¿Por qué hay cuatro? ¿Es que Adolin va a escoger los dos a los que quiera enfrentarse?

—¿Dos? —preguntó Sadeas—. ¿Cuándo se dijo que tenían que ser dos?

—¡Es lo que dijo cuando concertó el duelo! —gritó Dalinar—. ¡Duelo de parejas en desventaja, dos contra uno, como dicen las convenciones!

—De hecho —replicó Sadeas—, no es eso a lo que accedió el joven Adolin. Sé de buena fuente lo que le dijo al príncipe Relis: «Lucharé contra ti y contra quien traigas, juntos». No hay especificación de número, lo cual somete a Adolin a un duelo en desventaja pleno, no por parejas. Relis puede traer a cuantos quiera. Conozco a varias escribas que registraron las palabras exactas de Adolin, y yo oí que la alta jueza le preguntaba específicamente si comprendía lo que estaba haciendo, y él dijo que sí.

Dalinar soltó un gruñido bajo. Era un sonido que Kaladin nunca le había oído, el rugido de una bestia encadenada. Eso le sorprendió. Sin embargo, el alto príncipe se contuvo y se sentó con un movimiento brusco.

—Ha sido más listo que nosotros —le dijo Dalinar en voz baja al rey—. Otra vez. Tendremos que retirarnos y considerar nuestro próximo movimiento. Que alguien le diga a Adolin que abandone el duelo.

—¿Estás seguro? —dijo el soberano—. Retirarse obligaría a Adolin a darse por vencido, tío. Son seis esquirlas, creo. Todo lo que posees.

Kaladin se dio cuenta del conflicto que dominaba a Dalinar: el ceño arrugado, la furia roja alzándose en sus mejillas y la indecisión en sus ojos no dejaban lugar a dudas. ¿Rendirse? ¿Sin luchar? Probablemente era lo más conveniente.

Kaladin dudaba de que pudiera haberlo hecho.

Abajo, tras una larga pausa, inmóvil en la arena, Adolin alzó la mano en signo de acuerdo. La jueza dio comienzo al duelo.

«Soy un idiota. Soy un idiota. ¡Soy un idiota maldito por las tormentas!».

Adolin corrió hacia atrás por el círculo cubierto de arena. Tenía que ponerse de espaldas a la pared para evitar que lo rodearan por completo. Eso significaba que empezaría el duelo sin sitio para retirarse, como encerrado en una jaula. Acorralado.

¿Por qué no había sido más concreto? Ahora se daba cuenta de los defectos de su desafío: había accedido a un duelo en plena desventaja sin darse cuenta. Podría haber dicho, específicamente, que Relis podía traer a un luchador más. Pero no, eso habría sido inteligente por su parte. ¡Y Adolin era un completo idiota!

Reconoció a Relis por su armadura y su espada, pintadas de negro, y la capa con el glifopar de su padre. El hombre que llevaba la armadura del rey, a juzgar por su altura y la forma en que caminaba, debía ser Elit, el primo de Relis, listo para el desquite. Llevaba un enorme martillo en vez de una espada. Los dos se movieron con cuidado y sus dos compañeros ocuparon los flancos. Uno de naranja, el otro de verde.

Adolin reconoció las armaduras. Aquel tenía que ser Abrodabar, portador pleno del campamento de Aladar, y… Jakamav, con la armadura del rey que Relis había pedido prestada.

Jakamav. El amigo de Adolin.

El retador maldijo. Aquellos dos se contaban entre los mejores duelistas del campamento. Jakamav habría ganado su propia hoja hacía años si le hubieran permitido arriesgar su armadura. Al parecer, eso había cambiado. ¿Le habían prometido a él y a su casa una parte de los despojos?

Mientras la espada se formaba en su mano, Adolin retrocedió hasta la fría sombra de la pared. Justo encima, los ojos oscuros rugían en sus bancos. Adolin no sabía si estaban entusiasmados u horrorizados por el combate que iba a producirse. Había planteado el duelo con la intención de ofrecer un combate espectacular. Sería todo lo contrario. Una rápida carcajada.

Bueno, él mismo se había preparado esta pira. Si iba a arder en ella, al menos plantaría cara primero.

Relis y Elit se acercaron (uno de gris pizarra, el otro de negro) mientras sus aliados se situaban a los lados. Se mantendrían aparte para intentar que Adolin se concentrara en los dos que tenía delante. Entonces podrían atacarlo desde los costados.

—¡Uno a uno, muchacho! —Un grito desde las gradas pareció separarse de los demás. ¿Era la voz de Zahel?—. ¡No estás acorralado!

Relis avanzó con un rápido movimiento, poniendo a prueba a Adolin, que adoptó la posición del viento (la mejor contra tantos adversarios), empuñando la espada con ambas manos, colocado de lado con un pie hacia delante.

«¡No estás acorralado!». ¿Qué quería decir Zahel? ¡Pues claro que estaba acorralado! Era el único modo de enfrentarse a los cuatro. ¿Y cómo podía enfrentarse a ellos uno a uno? Nunca lo permitirían.

Relis intentó avanzar de nuevo, haciendo que Adolin se arrastrara de lado por la pared, concentrado en él. Sin embargo, tuvo que girarse un poco para enfrentarse a él, y eso puso a Abrobadar (que se acercaba por el otro lado, vestido de naranja) en su punto ciego. ¡Tormentas!

—Te tienen miedo. —La voz de Zahel, alzándose de nuevo sobre la multitud—. ¿No lo ves? ¡Muéstrales por qué!

Adolin vaciló. Relis dio un paso adelante, lanzando un golpe de posición de piedra, para quedar inmóvil. Elit se acercó a continuación, empuñando el martillo amenazadoramente, y ambos hicieron que Adolin retrocediera por la pared hacia Abrobadar.

No. Adolin había exigido este duelo. Lo había querido. No se convertiría en una rata asustada.

«Muéstrales por qué».

Adolin atacó. Saltó hacia delante, blandiendo la espada con una descarga de golpes contra Relis. Elit maldijo mientras se apartaba de un salto. Eran como hombres con lanzas contra un espinablanca.

Y ese espinablanca no estaba enjaulado todavía.

Adolin gritó al tiempo que atacaba a Relis, descargando golpes en su yelmo y el avambrazo izquierdo, hasta quebrarlo. La luz tormentosa escapó del antebrazo de Relis. Mientras Elit se recuperaba, Adolin se volvió hacia él y golpeó, dejando a Relis deslumbrado por el ataque. Su ataque obligó a Elit a retirar su martillo y bloquear con el antebrazo, no fuera a ser que Adolin rompiera el martillo en dos y lo dejara desarmado.

A esto se refería Zahel. Atacar con furia. No darles tiempo a responder ni a evaluar. Cuatro hombres. Si pudiera intimidarlos para que vacilaran… Tal vez…

Adolin dejó de pensar. Permitió que el fluir de la lucha lo consumiera, que el ritmo de su corazón guiara los golpes de su espada. Elit maldijo y se retiró, dejando escapar luz tormentosa por el hombro y el antebrazo izquierdos.

Adolin se volvió y golpeó con el hombro a Relis mientras este volvía a su posición. El empujón lanzó al hombre de la armadura negra dando tumbos al suelo. Entonces, con un grito, Adolin se volvió y se enfrentó a Abrobadar, que corría a ayudar. Adoptó la posición de piedra, descargando golpes con su espada de arriba abajo una y otra vez contra la espada levantada de Abrobadar hasta que solo oyó gruñidos y maldiciones. Hasta que sintió el miedo que emanaba el hombre de naranja como si fuera un hedor y pudo ver los miedospren en el suelo.

Elit se acercó, cauteloso, mientras Relis se ponía en pie. Adolin adoptó la posición del viento y blandió la espada a su alrededor con un movimiento amplio y fluido. Elit se apartó de un salto y Abrobadar retrocedió, apoyando la mano protegida por el guantelete contra la pared del coso.

Adolin se volvió hacia Relis, que se había recuperado bien, considerando las circunstancias. Con todo, Adolin logró descargar un segundo golpe contra el peto del campeón. De haberse encontrado en un campo de batalla y haber sido ellos enemigos corrientes, Relis estaría muerto y Elit mutilado. Adolin seguía intacto.

Pero no eran contrincantes corrientes. Eran portadores de esquirlada, y un segundo golpe contra el peto de Relis no rompió la armadura. Adolin se vio obligado a volverse hacia Abrobadar antes de lo que quería, de manera que el hombre estaba preparado para la furia de su ataque y alzaba la espada a la defensiva. La descarga de golpes de Adolin no lo aturdió esta vez. El combatiente soportó la ofensiva mientras Elit y Relis se colocaban en posición.

Solo tenía que…

Algo golpeó a Adolin desde atrás.

Jakamav. Adolin había tardado demasiado tiempo, y había permitido que el cuarto hombre, su supuesto amigo, se colocara. Adolin giró sobre sus talones, moviéndose en medio de una vaharada de luz tormentosa que escapaba de la parte trasera de su armadura. Alzó la espada para detener el siguiente embate de Jakamav, pero eso descubrió su flanco izquierdo. Elit atacó, y el martillo golpeó el costado de Adolin. La armadura se resquebrajó y el golpe desequilibró a Adolin.

Se volvió, desesperado. Esta vez, sus enemigos no retrocedieron, sino todo lo contrario: Jakamav atacó, con la cabeza gacha, sin blandir siquiera la espada. Era listo. Su armadura verde estaba intacta. Aunque el movimiento permitiera que Adolin arremetiera y lo golpeara en la espalda, haría que perdiera por completo su posición.

Adolin retrocedió, evitando a duras penas caer al suelo cuando Jakamav chocó contra él. Apartó al hombre de un empujón, conservando de algún modo su hoja esquirlada, pero los otros tres hombres actuaron. Sobre sus hombros, sobre su yelmo, sobre su peto llovieron golpes. Tormentas. El martillo golpeaba duro.

La cabeza le resonó por un golpe. Casi lo había logrado. Se permitió sonreír mientras lo golpeaban. Cuatro a la vez. Y casi lo había logrado.

—Me rindo —dijo, con la voz apagada por el yelmo.

Ellos continuaron atacando. Lo dijo más fuerte.

Nadie le hizo caso.

Alzó la mano para indicar a la jueza que detuviera el combate, pero alguien la golpeó y le obligó a bajarla.

«¡No!»., pensó Adolin, girando sobre sí mismo, dominado por el pánico.

La jueza no podía dar por terminado el combate. Si Adolin salía del duelo con vida, lo haría lisiado.

—Ya basta —dijo Dalinar, viendo que los cuatro portadores de esquirlada se turnaban para golpear a Adolin, que obviamente estaba desorientado, apenas capaz de repelerlos—. Las reglas permiten que Adolin tenga ayuda, mientras su parte esté en desventaja: uno menos que en el equipo de Relis. Elhokar, necesitaré tu espada esquirlada.

—No —replicó Elhokar. El rey estaba sentado a la sombra, con los brazos cruzados. Los que lo rodeaban contemplaban el duelo (no, la paliza) en silencio.

—¡Elhokar! —exclamó Dalinar, volviéndose—. Es mi hijo.

—No tienes armadura —respondió Elhokar—. Si te entretienes en ponértela, llegarás demasiado tarde. Si bajas, no salvarás a Adolin. Simplemente, perderás mi espada además de todas las demás.

Dalinar apretó los dientes. Había cierta prudencia en aquellas palabras, y lo sabía. Adolin estaba perdido. Tenían que poner fin al combate en ese instante y no arriesgar más.

—Podrías ayudarle, ¿sabes? —dijo la voz de Sadeas.

Dalinar se volvió hacia el hombre.

—Las convenciones de los duelos no lo prohíben —añadió Sadeas, hablando en voz alta para que Dalinar lo oyera bien—. Lo comprobé para asegurarme. El joven Adolin puede ser ayudado por hasta dos personas. El Espina Negra que conocí una vez ya estaría ahí abajo, luchando contra una roca si fuera preciso. Aunque supongo que ya no eres ese hombre.

Dalinar tomó aire y acto seguido se levantó.

—Elhokar, pagaré la tarifa y tomaré prestada tu hoja por derecho de la tradición de la espada del rey. Así no la perderás. Voy a luchar.

Elhokar lo sujetó por el brazo al tiempo que se ponía en pie.

—No seas idiota, tío. ¡Escúchalo! ¿No ves lo que está haciendo? Salta a la vista, quiere que bajes a luchar.

Dalinar se volvió a mirar al rey a los ojos. Verde claro. Como los de su padre.

—Tío —insistió Elhokar, apretándole el brazo con más fuerza—, escúchame por una vez. Piensa un momento. ¿Por qué va a querer Sadeas que bajes? ¡Para que pueda ocurrir un «accidente»! Quiere que te eliminen, Dalinar. Te garantizo que si bajas a ese ruedo, los cuatro te atacarán al instante. Con hoja esquirlada o sin ella, estarás muerto antes de que puedas adoptar una posición de combate.

Dalinar inspiró y espiró. Elhokar tenía razón. Tormentas, tenía razón. Pero había que hacer algo.

Un murmullo se alzó entre la multitud, susurros como arañazos en un papel. Dalinar se dio media vuelta y descubrió que alguien más se había unido a la batalla, saliendo de la sala de preparación, empuñando nerviosamente una hoja esquirlada con las dos manos, pero sin armadura.

Renarin.

«Oh, no…».

Uno de los atacantes se retiró, haciendo crujir la arena bajo sus pies blindados. Adolin se lanzó en esa misma dirección, abriéndose paso entre los otros tres. Se dio media vuelta y retrocedió. Empezaba a sentir el peso de su armadura. ¿Cuánta luz tormentosa había perdido?

«No hay secciones rotas», pensó, apuntando con su espada a los otros tres hombres que se desplegaban para avanzar contra él. Tal vez podría…

No. Era hora de acabar con eso. Se sentía como un idiota, pero un idiota vivo era mejor que uno muerto. Se volvió hacia la alta jueza para indicar su rendición. Sin duda ella lo veía.

—Adolin —dijo Relis, avanzando, su armadura filtrando luz por las diversas grietas que tenía en el pecho—. Vamos, no querrás acabar con esto prematuramente, ¿verdad?

—¿Qué gloria crees que puede conseguirse de esta lucha? —escupió Adolin, empuñando la espada con cuidado, listo para dar la señal—. ¿Crees que la gente os aplaudirá? ¿Por derrotar a un hombre cuatro contra uno?

—Esto no es cuestión de honor —dijo Relis—. Es, simplemente, castigo.

Adolin bufó. Solo entonces advirtió algo al otro lado del coso. Renarin, vestido de azul Kholin, empuñando una temblorosa hoja esquirlada y enfrentándose a Abrobadar, que permanecía de pie con la espada al hombro como si no sintiera ningún tipo de amenaza.

—¡Renarin! —gritó Adolin—. ¿Qué tormentas estás haciendo? Vuelve…

Abrobadar atacó, y Renarin lo esquivó torpemente. El muchacho había completado su entrenamiento con la armadura esquirlada, pero no había tenido tiempo de ponerse la armadura. El golpe de Abrobadar le arrancó el arma de las manos.

—Mira —dijo Relis, acercándose a Adolin—, Abrobadar aprecia al joven Renarin, y no quiere hacerle daño. Así que se enfrentará a él, presentando una buena pelea. Mientras estés dispuesto a cumplir lo que prometiste y mantener un buen duelo con nosotros. Si te rindes como un cobarde, o si pides al rey que ponga fin al duelo, existe el peligro de que la espada de Abrobadar resbale.

Adolin sintió pánico. Miró hacia la alta jueza. Ella podía cancelar el duelo por su cuenta, si consideraba que el combate había llegado demasiado lejos.

Pero permanecía sentada imperiosamente en su asiento, mirándolo. A Adolin le pareció ver algo tras su expresión tranquila. «Está de su parte —pensó—. Sobornada, tal vez».

Adolin sujetó su espada con más fuerza y se volvió a mirar a sus tres contrincantes.

—Hijos de puta —susurró—. Jakamav, ¿cómo has accedido a participar en esto?

Jakamav no respondió, y Adolin no pudo verle la cara detrás del yelmo verde.

—Bien —dijo Relis—. ¿Continuamos?

La respuesta de Adolin fue pasar al ataque.

Dalinar llegó al asiento de la jueza, en su pequeño estrado de piedra que se mantenía unos pocos centímetros sobre el terreno de duelo.

La brillante Istow era una mujer alta y madura. Estaba sentada con las manos sobre el regazo, contemplando el duelo. No se volvió a mirar a Dalinar cuando se le acercó.

—Es hora de acabar con esto, Istow —dijo Dalinar—. Cancela el combate. Otorga la victoria a Relis y su equipo.

La mujer siguió con la vista fija al frente, contemplando el duelo.

—¿Me has oído? —exigió Dalinar.

Ella no dijo nada.

—Bien —replicó él—. Entonces lo acabaré yo.

—Yo soy aquí el alto príncipe, Dalinar —intervino la mujer—. En este coso, mi palabra es la única ley, concedida por la autoridad del monarca. —Se volvió hacia él—. Tu hijo no se ha rendido y no está incapacitado. Los términos del duelo no se han cumplido, y no le pondré fin hasta que lo hayan hecho. ¿Es que no sientes respeto por la ley?

Dalinar rechinó los dientes antes de mirar al coso. Renarin se enfrentaba a uno de los hombres. El muchacho apenas se había entrenado con la espada. De hecho, mientras lo miraba, vio que el hombro del joven empezaba a estremecerse, alzándose violentamente contra su cabeza. Uno de sus ataques.

Adolin luchaba contra los otros tres, tras haberse lanzado de nuevo contra ellos. Luchaba maravillosamente, pero no podía esquivarlos a todos. Los tres lo rodearon y golpearon.

La hombrera izquierda de Adolin estalló en una explosión de metal fundido, y los trozos dejaron un rastro de humo en el aire. El más grande resbaló por la arena. Eso dejó la piel de Adolin expuesta al aire, y a las espadas que se enfrentaban a él.

«Por favor… Todopoderoso…».

Dalinar se volvió hacia las gradas llenas de expectantes ojos claros.

—¿No lo veis? —les gritó—. ¡Mi hijo lucha solo! Hay portadores de esquirlada entre vosotros. ¿No hay ninguno de vosotros que esté dispuesto a defenderlo?

Escrutó a la multitud. El rey se miraba los pies. Amaram. ¿Y Amaram? Dalinar lo encontró sentado junto al monarca. Lo miró a los ojos.

Amaram desvió la mirada.

«No…».

—¿Qué nos ha sucedido? —preguntó Dalinar—. ¿Dónde está nuestro honor?

—El honor ha muerto —susurró una voz a su lado.

Dalinar se volvió y miró al capitán Kaladin. No había advertido que el hombre del puente bajaba los escalones tras él.

Kaladin inspiró profundamente y luego miró a Dalinar.

—Pero veré qué puedo hacer. Si sale mal, cuida de mis hombres.

Lanza en mano, se agarró al borde de la muralla y saltó a las arenas de abajo.

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