Malchin se sentía frustrado, pues aunque no era inferior a nadie en las artes de la guerra, no resultaba adecuado para los Tejedores de Luz; deseaba que sus juramentos fueran elementales y sinceros, y sin embargo sus spren eran vagos, para nuestra comprensión, en lo referente a las definiciones de este asunto. El proceso implicaba decir verdades como medio de alcanzar un umbral de autoconsciencia que Malchin nunca podría conseguir.
De Palabras radiantes, capítulo 12, página 12
Shallan se levantó en su asiento, contemplando la paliza que Adolin estaba recibiendo en la arena. ¿Por qué no se rendía? ¿Por qué no renunciaba al duelo?
Cuatro hombres. Ella tendría que haber detectado ese defecto. Como esposa suya, su deber sería estar atenta a las intrigas. De momento, apenas prometida, ya le había fallado de una forma desastrosa. Y, además, el fiasco había sido idea suya.
Adolin pareció a punto de ceder, pero por algún motivo se lanzó de nuevo a la lucha.
—Necio —dijo Sebarial, sentado junto a ella, con Palona al otro lado—. Demasiado arrogante para ver que está derrotado.
—No —replicó Shallan—. Hay algo más. —Su mirada se dirigió al pobre Renarin, completamente abrumado mientras trataba de enfrentarse a un portador de esquirlada.
Durante un brevísimo instante, Shallan pensó en bajar a ayudar. Una absoluta estupidez: sería aún más inútil que Renarin. ¿Por qué no los ayudaba nadie más? Miró a los alezi ojos claros congregados allí, incluido el alto señor Amaram, el supuesto Caballero Radiante.
Desgraciado.
Sorprendida por lo rápido que ese sentimiento se alzaba en su interior, Shallan apartó la mirada de aquel hombre. «No lo pienses». Bueno, ya que nadie iba a ayudar, ambos príncipes parecían tener buenas posibilidades de morir.
—Patrón —susurró—. Ve a ver si puedes distraer a ese portador que lucha contra el príncipe Renarin. —No quería interferir en el combate de Adolin, ya que obviamente él había decidido por algún motivo que tenía que continuar. Pero intentaría impedir que lisiaran a Renarin, si era posible.
Patrón zumbó y se deslizó desde su falda, cruzando la piedra de los bancos. A ella le parecía dolorosamente conspicuo, moviéndose al descubierto, pero todo el mundo estaba concentrado en la lucha que se desarrollaba en el coso.
«No te dejes matar por mi culpa, Adolin Kholin —pensó Shallan, mirándolo mientras se debatía contra sus tres oponentes—. Por favor…».
Alguien más saltó a las arenas.
Kaladin cruzó corriendo el coso.
«Otra vez», pensó, recordando cuando acudió al rescate de Amaram, tanto tiempo atrás.
—Será mejor que esto termine mejor que la última vez.
—Así será —prometió Syl, revoloteando junto a su cabeza, un trazo de luz—. Confía en mí.
Confiar. Había confiado en ella y le había hablado a Dalinar de Amaram. Aquello había salido de maravilla.
Uno de los portadores de esquirlada (Relis, el de la armadura negra) filtraba luz tormentosa por una grieta en el avambrazo izquierdo. Miró a Kaladin mientras este se aproximaba y luego se dio media vuelta, indiferente. Por lo visto no consideraba que un simple lancero supusiera ninguna amenaza.
Kaladin sonrió antes de sorber un poco de luz tormentosa. En ese día diáfano, con el sol brillando blanco en el cielo, podía arriesgarse más que de costumbre. Nadie lo vería. O al menos eso esperaba.
Tomó impulso y se abalanzó entre dos de los portadores, clavando su lanza en el avambrazo agrietado de Relis. El hombre dejó escapar un grito de dolor y Kaladin retiró el arma, se revolvió entre los atacantes y se acercó a Adolin. El joven de la armadura azul lo miró antes de volverse rápidamente para colocarse espalda contra espalda.
Kaladin imitó el gesto a fin de impedir que ninguno de los dos fuera atacado desde atrás.
—¿Qué estás haciendo aquí, muchacho del puente? —siseó Adolin por dentro de su yelmo.
—Interpretar a uno de los diez locos.
Adolin gruñó.
—Bienvenido a la fiesta.
—No podré atravesar sus armaduras —dijo Kaladin—. Tendrás que quebrarlas por mí.
Cerca de ellos, Relis sacudió el brazo, maldiciendo. La punta de la lanza de Kaladin tenía sangre. No mucha, por desgracia.
—Distráeme a uno de ellos —dijo Adolin—. Puedo encargarme de dos.
—Yo… De acuerdo. —Probablemente era el mejor plan.
—Échale un ojo a mi hermano, si puedes —dijo Adolin—. Si las cosas van mal para estos tres, puede que decidan usarlo como palanca contra nosotros.
—Hecho —dijo Kaladin, luego se retiró y saltó hacia un lado mientras el hombre del martillo (Dalinar lo había llamado Elit) trataba de atacar a Adolin. Relis atacó por el otro lado blandiendo la espada, como intentando atravesar a sus dos enemigos.
El corazón de Kaladin dio un brinco, pero Zahel había hecho bien su trabajo. Podía mirar aquella hoja esquirlada y sentir solo un leve pánico. Se retorció en torno a Relis, esquivando la espada.
El hombre de la armadura negra miró a Adolin y dio un paso en esa dirección, pero Kaladin se abalanzó como para golpearlo de nuevo en el brazo.
Relis se volvió y permitió, a su pesar, que Kaladin lo apartara de la lucha con Adolin. El hombre atacó con rapidez, usando lo que Kaladin había aprendido a identificar como la posición de la enredadera, un estilo de lucha que se concentraba en la flexibilidad y la capacidad defensiva.
Atacó a Kaladin, pero este se retorció y giró, adelantándose siempre a sus movimientos. Relis empezó a maldecir, luego se volvió para pelear con Adolin.
Kaladin le golpeó en un lado de la cabeza con la culata de su lanza. Era un arma muy poco adecuada para enfrentarse a un portador de esquirlada, pero el golpe llamó de nuevo la atención del hombre. Relis se volvió y barrió con su espada.
Kaladin se retiró un poco demasiado lento y la hoja cortó la punta de su lanza. Un recordatorio. Su carne ofrecería menos resistencia. Si le herían en la columna vertebral acabaría muerto, y ninguna cantidad de luz tormentosa podría deshacer eso.
Con cuidado, trató de apartar a Relis de la lucha. Sin embargo, cuando se alejó demasiado, el hombre se limitó a dar media vuelta para dirigirse hacia Adolin.
El príncipe luchaba a la desesperada contra sus dos oponentes, blandiendo la espada entre los dos hombres. Y, tormentas, era bueno. Kaladin no había visto nunca este nivel de habilidad en los terrenos de prácticas: allí nada había supuesto un desafío demasiado grande. Adolin se movía entre los barridos de su espada, desviando la hoja esquirlada del guerrero de verde, haciendo retroceder luego al del martillo.
Muchas veces se quedaba a escasas pulgadas de golpear a sus oponentes. Dos contra Adolin parecía una pelea igualada.
Pero saltaba a la vista que tres lo superarían. Kaladin tenía que distraer a Relis. Pero ¿cómo? No podía atravesar aquella armadura con la lanza. Los únicos puntos débiles eran la visera y la pequeña grieta en el avambrazo.
Tenía que hacer algo. El hombre volvía hacia Adolin, con el arma alzada. Apretando los dientes, Kaladin atacó.
Cruzó las arenas con un veloz movimiento y entonces, justo antes de alcanzar a Relis, saltó para poner los pies hacia el portador y se lanzó en esa dirección muchas veces en rápida sucesión. Tantas como se atrevió, tantas que consumió toda su luz tormentosa.
Aunque Kaladin cayó a poca distancia (la suficiente para no resultar demasiado extraña para el público), golpeó con la fuerza de haber caído mucho más lejos. Sus pies chocaron contra la armadura con la sacudida del impacto.
El dolor subió por sus piernas como un relámpago y oyó el crujido de sus huesos. La patada lanzó al portador negro hacia delante, como si lo hubiera golpeado un peñasco. Relis aterrizó de bruces y la hoja cayó de sus manos. Se disolvió en niebla.
Kaladin cayó al suelo, gimiendo, con la luz tormentosa agotada. Por reflejo, absorbió más luz de las esferas de su bolsillo, dejando que curaran sus piernas. Se había roto ambas, igual que los pies.
El proceso de curación pareció durar una eternidad, y se obligó a rodar y mirar a Relis. Increíblemente, el ataque de Kaladin había agrietado la armadura esquirlada. No en el centro de la placa trasera donde había golpeado, sino en los hombros y los costados. Relis logró ponerse de rodillas, sacudiendo la cabeza. Miró a Kaladin con lo que pareció una mueca de asombro.
Más allá del hombre caído, Adolin se volvió y se lanzó contra uno de sus oponentes (Elit, el del martillo), y golpeó con su hoja esquirlada en un golpe a dos manos contra el pecho del hombre. El peto explotó con luz derretida. Adolin recibió un golpe en el lado del yelmo por parte del hombre de verde al hacerlo.
Adolin tenía problemas. Prácticamente todas las piezas de la armadura del joven filtraban luz tormentosa. A este ritmo, pronto no le quedaría ninguna, y la armadura se volvería demasiado pesada para poder moverse con ella.
De momento, afortunadamente, casi había incapacitado a uno de sus adversarios. Un portador de esquirlada podía luchar con el peto roto, pero se suponía que era muy difícil. De hecho, mientras Elit retrocedía, sus pasos fueron torpes, como si de pronto su armadura pesara mucho más.
Adolin tuvo que volverse para enfrentarse al otro portador que tenía cerca. Al otro lado del coso, el cuarto hombre (el que había estado «luchando» con Renarin) agitaba su espada en el suelo por algún motivo. Alzó la cabeza y vio lo mal que le iban las cosas a sus aliados, y entonces dejó a Renarin y cruzó corriendo el coso.
—Espera —dijo Syl—. ¿Qué es eso?
Voló hacia Renarin, pero Kaladin no pudo dedicarle mucha atención a su conducta. Cuando el hombre de naranja alcanzara a Adolin, estaría rodeado de nuevo.
Kaladin se puso en pie. Por fortuna, podía moverlos: los huesos se habían soldado lo suficiente para permitirle andar. Atacó a Elit, levantando arena al correr, sujetando la lanza con una mano.
Elit avanzó tambaleándose hacia Adolin, con intención de continuar la lucha a pesar de su armadura estropeada. Sin embargo, Kaladin lo alcanzó primero y pasó bajo el cruel golpe de martillo. Se volvió sin pensarlo, empuñando la lanza rota con las dos manos y atacando con todo lo que podía.
La lanza chocó contra el pecho descubierto de Elit, provocando un gratificante crujido. El hombre dejó escapar un gemido y se dobló. Kaladin alzó la lanza para golpear de nuevo, pero Elit alzó una mano temblorosa, tratando de decir algo.
—Me rindo… —dijo con voz débil.
—¡Más alto! —le gritó Kaladin.
El hombre lo intentó, sin aliento. La mano que alzó, sin embargo, fue suficiente. La jueza habló.
—El brillante señor Elit abandona el combate —dijo, sin poder disimular su contrariedad.
Kaladin retrocedió para apartarse del hombre caído, sintiéndose ligero de pies y con la luz tormentosa tronando en su interior. La multitud rugió, incluso muchos de los ojos claros hicieron ruido.
Quedaban tres portadores de esquirlada. Relis se había unido a su compañero de verde y ambos acosaban a Adolin. Tenían al príncipe contra la pared. El último portador, vestido de naranja, llegó para unirse a ellos, tras dejar atrás a Renarin.
Renarin estaba sentado en el suelo, con la cabeza gacha y la hoja esquirlada clavada en el suelo ante él. ¿Lo habían derrotado? Kaladin no había oído ningún anuncio por parte de la jueza.
No había tiempo para preocuparse. Adolin se enfrentaba de nuevo a tres contrincantes. Relis le golpeó en el yelmo y la pieza estalló, dejando al descubierto la cara del príncipe. No duraría mucho.
Kaladin corrió hacia Elit, que cojeaba intentando abandonar el campo, derrotado.
—Quítate el yelmo —le gritó.
El hombre se volvió hacia él, anonadado.
—¡El yelmo! —gritó Kaladin, alzando su arma para volver a golpear.
En las gradas, la gente gritó. Kaladin no estaba seguro de las reglas, pero tenía la sospecha de que si golpeaba a ese hombre, perdería el duelo. Tal vez incluso se enfrentaría a cargos criminales. Por fortuna, no se vio obligado a cumplir su amenaza, pues Elit se quitó el yelmo. Kaladin se lo arrancó de la mano, luego lo dejó y corrió hacia Adolin.
Mientras corría, soltó su lanza rota y metió la mano en el yelmo. Había aprendido algo de las armaduras esquirladas: se unían automáticamente a su portador. Esperó que diera resultado con el yelmo… y así fue. El interior se tensó alrededor de su muñeca. Cuando lo soltó, el yelmo permaneció sujeto en su mano como un guante muy extraño.
Inspirando profundamente, Kaladin echó mano al cuchillo que llevaba al cinto. Había empezado a llevar uno para arrojarlo como hacía cuando era lancero antes de su cautiverio, aunque había perdido la práctica. De todas formas, no serviría de nada contra la armadura: era un arma patética contra los portadores de esquirlada. Con todo, no podía usar la lanza con una sola mano. Atacó de nuevo a Relis.
Esta vez Relis retrocedió inmediatamente. Miró a Kaladin, con la espada preparada. Al menos Kaladin había conseguido preocuparlo.
Kaladin avanzó. Relis retrocedió con tranquilidad, manteniendo la distancia. Kaladin hizo un amago de ataque, internándose en su guardia, haciéndolo retroceder como para darles a ambos espacio para luchar. El portador desearía ansiosamente esto: con su espada, querría una buena zona despejada alrededor. La cercanía jugaría a favor del cuchillo de Kaladin.
Sin embargo, una vez estuvo a suficiente distancia, Kaladin se volvió y se lanzó hacia Adolin y los dos hombres contra los que combatía. Dejó a Relis allí de pie, en una posición ansiosa, momentáneamente aturdido por su retirada.
Adolin miró a Kaladin y asintió.
El hombre de verde se volvió, sorprendido ante el avance de Kaladin. Blandió su espada y Kaladin desvió el golpe con el yelmo que llevaba. El hombre gruñó cuando Adolin se lanzó con todas sus fuerzas contra el otro portador, el de naranja, descargando su arma una y otra vez.
Durante un breve instante, Adolin solo tuvo un enemigo al que combatir. Era de esperar que pudiera usar bien ese tiempo, aunque sus pasos eran letárgicos y la pérdida de luz tormentosa de su armadura se había convertido en un hilillo. Tenía las piernas casi paralizadas.
El de la armadura verde atacó de nuevo a Kaladin. Este desvió el golpe con el yelmo, que se resquebrajó y empezó a filtrar luz tormentosa. Relis atacó desde el otro lado, pero no se unió a la lucha contra Adolin: en cambio, se lanzó contra Kaladin.
Kaladin apretó los dientes, esquivó a un lado y sintió la espada pasar por el aire. Tenía que conseguirle tiempo a Adolin. Momentos. Necesitaba momentos.
El viento empezó a soplar a su alrededor. Syl volvió a su lado, zigzagueando por el aire como un lazo de luz.
Kaladin esquivó otro golpe, luego golpeó con su escudo improvisado contra la espada del otro, empujándola hacia atrás. La arena revoloteó cuando Kaladin saltó hacia atrás y una hoja esquirlada mordía el polvo ante él.
Viento. Movimiento. Kaladin luchaba contra dos portadores de esquirlada a la vez, apartando sus espadas con el yelmo. No podía atacar: no se atrevía a intentarlo. Solo podía sobrevivir, y en esto, los vientos parecían guiarlo.
Primero el instinto, y luego algo más profundo, guiaron sus pasos. Danzó entre aquellas hojas esquirladas, envuelto en el frío aire. Y por un momento sintió, absurdamente, que podría haberlas esquivado igual si hubiera tenido los ojos cerrados.
Los portadores maldijeron, intentándolo una y otra vez. Kaladin oyó a la jueza decir algo, pero estaba demasiado absorto en la pelea para prestar atención. La multitud rugía cada vez más. Saltó esquivando un ataque, luego se hizo a un lado para esquivar otro.
No se podía matar al viento. No se le podía detener. Estaba más allá del alcance de los hombres. Era infinito…
Su luz tormentosa se agotó.
Kaladin se detuvo. Intentó absorber más, pero todas sus esferas estaban gastadas.
«El yelmo», advirtió, comprendiendo que había estado chupando luz por sus numerosas grietas, pero no había explotado. De algún modo, se había alimentado de su luz tormentosa.
Relis atacó y Kaladin apenas pudo apartarse. Su espalda golpeó la pared del coso.
El de la armadura verde vio su oportunidad y alzó su espada.
Alguien saltó sobre él desde atrás.
Kaladin vio, aturdido, cómo Adolin agarraba al de la armadura verde, aferrándose a él. Su armadura apenas filtraba ya: su luz tormentosa se había agotado. Parecía que apenas podía moverse: la arena cercana mostraba una serie de huellas que conducían hasta el de la armadura naranja, que yacía en tierra, derrotado.
Eso era lo que la jueza había dicho un momento antes: el hombre de naranja se había rendido. Adolin había derrotado a su enemigo y luego se había acercado despacio, trabajosamente, hasta el lugar donde luchaba Kaladin. Parecía que había empleado sus últimos restos de energía para saltar sobre la espalda del hombre de la armadura verde y agarrarse a él.
Armadura Verde maldijo, golpeando a Adolin. El príncipe aguantó, y su armadura se cerró, como solían definirla cuando se volvía pesada y casi imposible de mover.
Los dos se tambalearon, luego se desplomaron.
Kaladin miró a Relis, que miró primero a Armadura Verde y luego al hombre de naranja, y después a él.
Relis se dio media vuelta y corrió hacia Renarin.
Kaladin maldijo, corriendo tras él y arrojando el yelmo a un lado. Sentía la lentitud de su cuerpo sin la luz tormentosa para ayudarlo.
—¡Renarin! —gritó—. ¡Ríndete!
El muchacho alzó la cabeza. Tormentas, había estado llorando. ¿Lo habían herido? No lo parecía.
—¡Ríndete! —vociferó Kaladin al tiempo que trataba de correr más rápido, haciendo acopio de hasta la última gota de energía de unos músculos que sentía agotados, exhaustos tras haberse henchido de luz tormentosa.
El muchacho se concentró en Relis, que se cernía sobre él, pero no dijo nada. En cambio, soltó su espada.
Relis resbaló hasta detenerse. Alzó la espada por encima de la cabeza hacia el príncipe indefenso. Renarin cerró los ojos y levantó la cabeza, como exponiendo la garganta.
Kaladin no iba a llegar a tiempo. Era demasiado lento comparado con un hombre con armadura.
Relis vaciló, afortunadamente, como si dudara sobre si golpear a Renarin.
Kaladin llegó. Relis se dio media vuelta y lo atacó a él en cambio. El hombre de los puentes resbaló de rodillas en la arena, llevado por el impulso mientras la espada caía. Alzó las manos y las unió.
Cogió la hoja.
Gritos.
¿Por qué oía gritos? ¿Dentro de su cabeza? ¿Era la voz de Syl?
El sonido reverberó por todo su cuerpo. Aquel horrible y espantoso alarido lo estremeció, hizo que sus músculos temblaran. Soltó la hoja esquirlada con un jadeo, cayendo hacia atrás.
Relis soltó la espada como si lo hubieran mordido. Retrocedió, llevándose las manos a la cabeza.
—¿Qué es esto? ¡Qué es esto! ¡No, no te maté! —Chillaba como poseído por un gran dolor, luego corrió por la arena y abrió la puerta de la sala de preparación y huyó al interior. Kaladin oyó sus gritos resonando por los pasillos mucho después de que el hombre hubiera desaparecido.
El coso quedó en silencio.
—El alto señor Relis Ruthar —anunció por fin la jueza, preocupada— pierde por abandonar la zona del duelo.
Kaladin, temblando, se puso en pie. Miró a Renarin, comprobó que el muchacho estaba bien, y cruzó lentamente el coso. Incluso los ojos oscuros se habían quedado en silencio. Sin embargo, Kaladin estaba seguro de que no habían oído aquel extraño grito. Solo había sido audible para Relis y para él.
Se acercó a Adolin y Armadura Verde.
—¡Levántate y lucha conmigo! —gritó Armadura Verde. Yacía boca arriba en el suelo, mientras Adolin lo sujetaba con una llave de lucha.
Kaladin se arrodilló. Armadura Verde se debatió un poco más mientras Kaladin recogía su cuchillo de la arena y colocaba la punta en la abertura de la armadura.
El hombre se quedó completamente inmóvil.
—¿Vas a rendirte? —rugió Kaladin—. ¿O habré de matar a mi segundo portador de esquirlada?
Silencio.
—¡Que las tormentas os maldigan a ambos! —gritó por fin Armadura Verde—. ¡Esto no ha sido un duelo, sino un circo! ¡Forcejear es de cobardes!
Kaladin apretó más con el cuchillo.
—¡Me rindo! —chilló el hombre, alzando la mano—. ¡Tormentas, me rindo!
—El brillante señor Jakamav se rinde —anunció la jueza—. La victoria del día pertenece al brillante señor Adolin.
Los ojos oscuros vitorearon desde sus asientos. Los ojos claros parecían aturdidos. En lo alto, Syl giraba con los vientos y Kaladin captó su alegría.
Adolin soltó a Armadura Verde, que rodó y se marchó. El príncipe quedó hundido en una depresión en la arena, la cabeza y el hombro expuestos a través de las piezas rotas de la armadura.
Se estaba riendo.
Kaladin se sentó junto al príncipe mientras Adolin se reía como un tonto, con los ojos llenos de lágrimas.
—Es la cosa más ridícula que he hecho en mi vida —dijo Adolin—. Oh, vaya… ¡Ja! Creo que acabo de ganar tres armaduras esquirladas y dos espadas, muchacho del puente. Ayúdame a quitarme esta armadura.
—Eso puede hacerlo tu armero —respondió Kaladin.
—No hay tiempo —dijo Adolin, tratando de sentarse—. Tormentas. Está completamente agotada. Deprisa, ayúdame con esto. Todavía tengo algo que hacer.
«Desafiar a Sadeas», comprendió Kaladin. Todo había sido para eso. Extendió la mano bajo el guantelete de Adolin, ayudándole a desatar la correa. El guantelete no se desprendió automáticamente, como tenía que haber hecho. Adolin, en efecto, había agotado por completo la armadura.
Quitaron el guantelete y se pusieron a destrabar el otro. Unos minutos más tarde, Renarin se acercó a ayudar. Kaladin no le preguntó qué había sucedido.
El muchacho proporcionó unas cuantas esferas, y después de que Kaladin las colocara debajo del peto suelto de Adolin, la armadura empezó a funcionar otra vez.
Trabajaron entre el rugido de la multitud hasta que por fin Adolin se liberó y se levantó. El rey se había situado junto a la jueza, con un pie en la barandilla. Miró a Adolin, que asintió.
«Esta es la oportunidad de Adolin —advirtió Kaladin—. Pero también puede ser la mía».
El rey alzó las manos para apaciguar a la multitud.
—Guerrero, maestro de duelos —gritó el rey—. Estoy enormemente complacido por lo que habéis conseguido hoy. Ha sido un combate como no se veía en Alezkar desde hace generaciones. Habéis complacido grandemente a vuestro rey.
Aplausos.
«Podría hacerlo», pensó Kaladin.
—Ofrezco un premio —proclamó el rey, señalando a Adolin mientras la multitud se callaba—. Cualquier cosa que se desee de mí o de esta corte. Será concedido. Ningún hombre, tras haber visto esta exhibición, podría negarlo.
«El Derecho de Desafío», pensó Kaladin.
Adolin buscó a Sadeas, que se había levantado y se disponía a huir escalinatas arriba. Había comprendido lo que se proponía.
A la derecha, con su capa dorada, estaba sentado Amaram.
—Como premio —gritó Adolin en medio del silencio—, exijo el Derecho de Desafío. ¡Exijo batirme en duelo contra el alto príncipe Sadeas, aquí y ahora, como desquite por los crímenes que cometió contra mi casa!
Sadeas se detuvo en las escalinatas. Un murmullo recorrió la multitud. Pareció que Adolin iba a decir algo más, pero vaciló cuando Kaladin se plantó a su lado.
—¡Y en cuanto a mi premio! —gritó Kaladin—. ¡Exijo el Derecho de Desafío contra el asesino Amaram! Me robó y asesinó a mis amigos para encubrirlo. ¡Amaram me marcó como esclavo! Me enfrentaré a él en duelo, aquí y ahora. ¡Ese es el premio que exijo!
El rey se quedó boquiabierto.
La multitud guardó completo silencio.
Junto a él, Adolin gimió.
Kaladin no dirigió un solo pensamiento a ninguno de ellos. Al otro lado del coso, miró fijamente al brillante señor Amaram, el asesino.
Vio horror en sus ojos.
Amaram se levantó, luego retrocedió tambaleándose. No había reconocido a Kaladin hasta ese momento.
«Tendrías que haberme matado», pensó Kaladin. La multitud empezó a gritar y chillar.
—¡Arrestadlo! —gritó el rey por encima del estrépito.
Perfecto. Kaladin sonrió.
Hasta que se dio cuenta de que los soldados venían a por él y no a por Amaram.