La forma sabia mostrada para la paciencia y el pensamiento.
Cuidado con su innata ambición.
Aunque el estudio y la diligencia traen su recompensa,
la pérdida de la inocencia puede ser tu destino.
De La canción de las clasificaciones de los oyentes, estrofa 69
Viene gente nueva, gancho —dijo Lopen, dándole un mordisco a algo que comía, envuelto en papel—. Con uniformes, hablando como hombres de verdad. Qué curioso. Solo han tardado unos pocos días. A nosotros nos llevó semanas.
—Al resto les llevó semanas, pero a ti no —contestó Kaladin, protegiéndose los ojos del sol y apoyándose en la lanza. Todavía se hallaba en los terrenos de prácticas de los ojos claros, vigilando a Adolin y Renarin, que recibía sus primeras instrucciones de Zahel, el maestro espadachín—. Tuviste una buena actitud desde el primer día que te encontramos, Lopen.
—Bueno, la vida era bastante buena, ¿sabes?
—¿Bastante buena? Te acababan de destinar a cargar puentes de asedio hasta que murieras en las mesetas.
—Eh —dijo Lopen, dándole un mordisco a su comida. Parecía un grueso trozo de pan plano que envolvía algo viscoso. Se lamió los labios, luego se lo tendió a Kaladin para poder tener libre su única mano y rebuscar un momento en su bolsillo—. Hay días malos y días buenos. Todo acaba por equilibrarse.
—Eres un hombre extraño, Lopen —dijo Kaladin, inspeccionando lo que el otro estaba comiendo—. ¿Qué es esto?
—Chouta.
—¿Chota?
—Cho-u-ta. Comida herdaziana, gon. Está buena. Puedes darle un mordisco, si quieres.
Parecían trozos de carne indefinible rociados de líquido oscuro, todo ello envuelto en pan.
—Repulsivo —dijo Kaladin, devolviéndoselo cuando Lopen le dio lo que había sacado del bolsillo: una concha con glifos escritos por ambos lados.
—Tú te lo pierdes —repuso Lopen, dando otro mordisco.
—No deberías ir por ahí comiendo así —advirtió Kaladin—. Es desagradable.
—No, es conveniente. ¿Ves? Está bien envuelto. Puedes caminar, hacer cosas, comer al mismo tiempo…
—Es sucio —replicó Kaladin, inspeccionando la concha. Mostraba la lista de Sigzil de cuántos soldados tenían, cuánta comida pensaba Roca que iban a necesitar, y las valoraciones de Teft de cuántos de los antiguos hombres de los puentes eran susceptibles de ser entrenados.
La última cifra era bastante alta. Si los hombres de los puentes sobrevivían, cargar con los puentes los hacía más fuertes. Como había demostrado Kaladin, eso se traducía en formar buenos soldados, suponiendo que se les pudiera motivar.
En el otro lado de la concha Sigzil había esbozado una ruta para que Kaladin patrullara la zona exterior de los campamentos. Pronto tendría a suficientes novatos preparados para que patrullaran la región, como le había dicho a Dalinar que harían. Teft consideraba que sería bueno que Kaladin fuera en persona, ya que eso permitiría que los nuevos hombres pasaran tiempo con él.
—Alta tormenta esta noche —advirtió Lopen—. Sig dice que será dos horas después de la puesta de sol. Pensó que querrías hacer los preparativos.
Kaladin asintió. Otra oportunidad para que aparecieran los misteriosos números: las dos veces anteriores se habían producido durante las tormentas. Esta vez se aseguraría de que Dalinar y su familia estuvieran vigilados.
—Gracias por la información —dijo, guardándose la concha en el bolsillo—. Vuelve y dile a Sigzil que la ruta que propone me aleja demasiado de los campamentos. Que trace otra. También dile a Teft que vengan unos cuantos hombres más y releven a Moash y Drehy. Los dos han estado trabajando demasiadas horas últimamente. Yo mismo protegeré a Dalinar esta noche… Sugiérele al alto príncipe que sería conveniente que toda su familia permanezca junta durante la tormenta.
—Si lo quieren los vientos, gon —dijo Lopen, terminando su último bocado de chouta. Silbó entonces, echando un vistazo a los terrenos de prácticas—. Eso tiene lo suyo, ¿eh?
Kaladin siguió su mirada. Adolin, tras dejar a su hermano con Zahel, ejecutaba una secuencia de entrenamiento con su hoja esquirlada. Grácilmente, giraba y se retorcía en las arenas, blandiendo su espada en patrones amplios y fluidos.
En un portador experto, la armadura esquirlada nunca parecía torpe. Impresionante, resplandeciente, encajaba con la forma de quien la llevaba puesta. La de Adolin reflejaba la luz del sol como un espejo mientras blandía la espada, cambiando de una postura a la siguiente. Kaladin sabía que era solo una secuencia de calentamiento, más impresionante que funcional. En el campo de batalla nunca se hacía algo así, aunque muchos de los movimientos de ataque y posturas individuales representaban movimientos prácticos.
Incluso sabiendo eso, Kaladin tuvo que reconocer su asombro. Los portadores de esquirlada con sus armaduras parecían inhumanos cuando combatían, más parecidos a Heraldos que a hombres.
Divisó a Syl sentada en el filo del tejado que colgaba cerca de Adolin, observando al joven. Estaba demasiado lejos para que pudiera ver su expresión.
Adolin terminó su calentamiento con un movimiento en el que cayó sobre una rodilla y hundió su hoja esquirlada en el suelo. El arma se hundió hasta la mitad de la hoja y se desvaneció en cuanto la soltó.
—Lo he visto invocar esa arma antes —dijo Kaladin.
—Sí, gancho, en el campo de batalla, cuando salvamos su pobre culo de Sadeas.
—No, antes de eso —dijo Kaladin, recordando un incidente con una puta en el campamento de Sadeas—. Salvó a una persona a la que estaban acorralando.
—Vaya —repuso Lopen—. Entonces no puede ser tan malo, ¿no?
—Supongo. De todas formas, ponte en marcha. Asegúrate de enviar ese equipo de reemplazo.
Lopen saludó y recogió a Shen, que había estado husmeando las espadas de práctica que había a un lado del patio. Juntos, marcharon corriendo a cumplir su encargo.
Kaladin hizo sus rondas, comprobó a Moash y los demás y regresó al lugar donde Renarin estaba sentado en el suelo, todavía con la armadura puesta, ante su nuevo maestro.
Zahel, el fervoroso de ojos ancianos, estaba sentado en una postura solemne que su barba desaliñada contradecía.
—Al llevar esa armadura, tendrás que volver a aprender a luchar. Cambia la forma en que un hombre pisa, empuña, se mueve.
—Yo… —Renarin agachó la cabeza. Era muy extraño ver a un hombre con gafas llevando aquella magnífica armadura—. No necesitaré volver a aprender a combatir, maestro. Nunca he aprendido.
Zahel gruñó.
—Eso está bien. Significa que no tendré que romper ningún hábito antiguo y malo.
—Sí, maestro.
—Entonces el principio será fácil —dijo Zahel—. Hay unas escaleras en aquella esquina. Sube al tejado. Luego salta.
Renarin alzó bruscamente la cabeza.
—¿Que salte?
—Soy viejo, hijo —dijo Zahel—. Al repetirme no hago más que comer la flor equivocada.
Kaladin frunció el ceño y Renarin ladeó la cabeza, luego lo miró, indeciso. Kaladin se encogió de hombros.
—¿Comer… qué? —preguntó Renarin.
—Significa que me pongo furioso —replicó Zahel—. No tenéis expresiones adecuadas para nada. ¡Ve!
Renarin se puso en pie de un salto, levantando arena, y se puso en marcha.
—¡Tu yelmo, hijo! —llamó Zahel.
Renarin se detuvo, luego volvió y recogió el yelmo del suelo. Estuvo a punto de caer de bruces mientras lo hacía. Se dio media vuelta, perdió el equilibrio, y corrió torpemente hacia las escaleras. Casi chocó con una columna por el camino.
Kaladin bufó suavemente.
—Oh —dijo Zahel—. ¿Crees que lo harías mejor la primera vez que llevaras puesta una armadura esquirlada, guardaespaldas?
—Dudo de que se me olvidara el yelmo —respondió Kaladin, echándose la lanza al hombro y estirándose—. Si Dalinar Kholin pretende hacer entrar en cintura a los otros altos príncipes, creo que va a necesitar mejores portadores de esquirlada que este. Tendría que haber elegido a otro para esa armadura.
—¿Como tú?
—Tormentas, no —dijo Kaladin, quizá con demasiada vehemencia—. Soy soldado, Zahel. No quiero saber nada de esquirladas. El muchacho es bastante agradable, pero no confiaría a nadie a sus órdenes, mucho menos una armadura que podría mantener vivo en el campo de batalla a un soldado mucho mejor.
—Te sorprenderá —replicó Zahel—. Le di la charla completa de «soy tu maestro y harás lo que yo diga» y me escuchó.
—Todos los soldados oyen esa charla el primer día. A veces escuchan. Que lo hiciera el muchacho no es especialmente llamativo.
—Si supieras cuántos mocosos malcriados de diez años han pasado por aquí —dijo Zahel—, pensarías que merece la pena. Creí que un muchacho de diecinueve años como él sería insoportable. Y no le llames muchacho, muchacho. Probablemente tiene tu misma edad, y es hijo del humano más poderoso de este…
Se interrumpió cuando un sonido de roce en lo alto del edificio anunció que Renarin Kholin cargaba y se lanzaba al aire, tras lo cual las botas chirriaron contra la piedra que remataba el tejado. Navegó sus buenos tres o cuatro metros por encima del patio (los portadores expertos lograban resultados mucho mejores) antes de precipitarse como una anguila aérea y chocar contra el suelo.
Zahel miró a Kaladin, alzando una ceja.
—¿Qué? —preguntó Kaladin.
—Entusiasmo, obediencia, ningún temor a quedar como un tonto —dijo Zahel—. Puedo enseñarle a luchar, pero esas cualidades son innatas. Este muchacho lo hará bien.
—Siempre que no caiga encima de nadie.
Renarin se incorporó y se miró, como sorprendido de no haberse roto nada.
—¡Sube y vuelve a hacerlo! —le ordenó Zahel—. ¡Y esta vez, cae de cabeza!
Renarin asintió, dio media vuelta y echó a correr hacia la escalera.
—Quieres que confíe en la protección de la armadura —dijo Kaladin.
—Parte del aprendizaje consiste en conocer los límites de la armadura —respondió Zahel, volviéndose hacia él—. Además, quiero que se mueva con ella. Me hace caso, y eso es bueno. Enseñarle va a ser un verdadero placer. Tu caso es distinto.
Kaladin alzó una mano.
—Gracias, pero no.
—¿Rechazas una oferta para entrenarte con un maestro de armas experto? —preguntó Zahel—. Podría contar con los dedos de una mano los ojos oscuros a los que les han ofrecido esa oportunidad.
—Sí, bueno, ya he pasado por lo del «nuevo recluta». He sufrido los gritos de los sargentos, he sangrado hasta el hueso, he marchado durante horas interminables. De verdad, ya he tenido bastante.
—Esto no es lo mismo —dijo Zahel, llamando a uno de los fervorosos que pasaban por allí. El hombre llevaba una hoja esquirlada con guardas de metal sobre los agudos filos, una de las armas que el rey proporcionaba para los entrenamientos.
Zahel cogió la espada del fervoroso y la alzó.
Kaladin asintió.
—¿Qué hay en la hoja?
—Nadie lo sabe con seguridad —dijo Zahel, blandiendo la espada—. Encaja en los bordes, y se adapta a la forma del arma y la vuelve roma y segura. Fuera de las armas, se rompen con sorprendente facilidad. Son inútiles en la lucha. Pero resultan perfectas para los entrenamientos.
Kaladin gruñó. ¿Algo creado hacía tanto tiempo, para usarlo en los entrenamientos? Zahel inspeccionó la hoja esquirlada un momento y apuntó con ella a Kaladin.
Incluso roma, y sabiendo que el hombre no iba a atacarlo de verdad, Kaladin sintió un repentino momento de pánico. Una hoja esquirlada. Esta tenía una forma fina y estilizada, con una guarnición grande. Los planos de la espada mostraban grabados de los diez glifos fundamentales. Tenía un palmo de ancho y un metro ochenta de largo, aunque Zahel la sostenía con una sola mano y no parecía perder el equilibrio.
—Niter —dijo Zahel.
—¿Qué? —preguntó Kaladin, frunciendo el ceño.
—Era el jefe de la Guardia de Cobalto antes que tú —explicó Zahel—. Un buen hombre, y un amigo. Murió protegiendo a los hombres de la casa Kholin. Ahora tú tienes el mismo trabajo, y va a costarte hacerlo la mitad de bien que él.
—No veo qué tiene eso que ver con que me apuntes con una hoja esquirlada.
—Todo el que envíe asesinos a por Dalinar o sus hijos será poderoso —dijo Zahel—. Tendrán acceso a portadores de esquirlada. Contra eso te enfrentas, hijo. Vas a necesitar mucho más entrenamiento que el que da el campo de batalla a un lancero. ¿Has luchado alguna vez contra un hombre armado con una de estas espadas?
—Una o dos veces —dijo Kaladin, relajándose contra la columna cercana.
—No me mientas.
—No te miento —replicó, mirándolo a los ojos—. Pregúntale a Adolin de dónde saqué a su padre hace unas semanas.
Zahel bajó la espada. Tras él, Renarin se lanzó de cabeza desde el techo y se estrelló contra el suelo. Gruñó dentro de su yelmo y se dio la vuelta. El yelmo filtraba luz tormentosa, pero por lo demás parecía ileso.
—Bien hecho, príncipe Renarin —dijo Zahel, sin mirar—. Ahora haz unos cuantos saltos más, a ver si consigues aterrizar de pie.
El joven se levantó y obedeció.
—Muy bien, pues —prosiguió Zahel, blandiendo la espada en el aire—. Vamos a ver qué puedes hacer, muchacho. Convénceme de que te deje en paz.
La respuesta de Kaladin fue agarrar su lanza y adoptar una posición defensiva, con un pie adelantado y el otro algo más atrás. Sostuvo el arma con la empuñadura hacia delante, en vez de la punta. Cerca de ellos, Adolin entrenaba con otro de los maestros, que tenía la segunda espada del rey y una armadura.
¿Cómo saldría esto? Si Zahel lograba golpear la lanza de Kaladin, ¿fingirían que la había cortado?
El fervoroso se acercó velozmente, alzando la espada con ambas manos. La familiar calma y la concentración de la batalla envolvió a Kaladin. No inspiró luz tormentosa. Necesitaba estar seguro de no confiar demasiado en ella.
«Cuidado con esa hoja esquirlada», pensó, dando un paso al frente y tratando de entrar en el perímetro de alcance del arma. Al combatir con un portador de esquirlada, todo se centraba en la hoja. La hoja que nada podía parar, la hoja que no solo mataba el cuerpo, sino que cercenaba también el alma. La hoja…
Zahel la soltó.
Golpeó el suelo mientras Zahel se colocaba al alcance de Kaladin, que había estado demasiado concentrado en el arma. Aunque Kaladin intentó colocar la lanza en posición para golpear, Zahel se retorció y le enterró el puño en el estómago. El siguiente golpe, a la cara, lo derribó al suelo.
Kaladin rodó inmediatamente, haciendo caso omiso de los dolorspren que se retorcían en la arena. Logró incorporarse mientras la vista se le nublaba. Sonrió con una mueca.
—Buen movimiento.
Zahel se volvía ya hacia él, tras recuperar la espada. Kaladin retrocedió, con la lanza todavía adelantada. Zahel sabía manejar su arma. No luchaba como Adolin: daba menos golpes de lado a lado, más tajos de arriba abajo. Rápido y furioso. Hizo retroceder a Kaladin por todo el coso.
«Se cansará de esta estrategia —se decía Kaladin—. Haz que siga moviéndose».
Después de rodear casi por completo el coso, Zahel frenó su ofensiva y empezó a dar vueltas en torno a Kaladin, buscando una brecha.
—Tendrías problemas si yo llevara una armadura —dijo Zahel—. Sería más rápido, no me cansaría.
—No llevas ninguna armadura.
—¿Y si alguien ataca al rey llevándola?
—Utilizaré una táctica diferente.
Zahel gruñó cuando Renarin se estrelló en el suelo. El príncipe casi conservó el equilibrio, pero finalmente se tambaleó y cayó de lado, resbalando en la arena.
—Bueno, si esto fuera un intento de asesinato de verdad —dijo Zahel—, yo también emplearía tácticas distintas.
Se abalanzó hacia Renarin.
Kaladin soltó una maldición y corrió tras Zahel.
Inmediatamente, el hombre se volvió, deteniéndose en la arena y girando para lanzar a Kaladin un poderoso mandoble. El golpe conectó con la lanza, de la que arrancó un sonoro crujido que resonó por todo el terreno de prácticas. Si la espada no hubiera estado embotada, habría roto la lanza en dos y quizás habría arañado el pecho de Kaladin.
Uno de los fervorosos que contemplaba el combate le arrojó a Kaladin media lanza. Habían estado esperando que su arma quedara «cortada» y querían reproducir con la máxima fidelidad posible un combate real. Moash acababa de llegar y parecía preocupado, pero varios fervorosos lo interceptaron y le explicaron la situación.
Kaladin miró de nuevo a Zahel.
—En un combate de verdad —dijo el hombre—, ya habría abatido al príncipe.
—En un combate de verdad —replicó Kaladin—, te habría clavado media lanza cuando hubieras creído que estaba desarmado.
—No habría cometido ese error.
—Entonces no estés tan seguro de que yo habría cometido el error de dejarte llegar hasta Renarin.
Zahel sonrió, una expresión que en su semblante parecía peligrosa. Dio un paso adelante y Kaladin comprendió. Esta vez no habría marcha atrás ni lo mantendría a raya. Kaladin no tendría esa opción si estuviera protegiendo a uno de los miembros de la familia de Dalinar. En cambio, tendría que intentarlo con todas sus fuerzas y fingir que su intención era matar a este hombre.
Eso significaba atacar.
Un combate prolongado y de cerca favorecería a Zahel, ya que Kaladin no podía detener a una hoja esquirlada. Lo mejor que podía hacer era golpear con rapidez y esperar alcanzarlo pronto. Cargó hacia delante y luego se arrojó de rodillas, resbalando en el suelo bajo el golpe de Zahel. Eso le permitiría acercarse y…
Zahel le dio una patada en la cara.
Con la visión borrosa, Kaladin clavó su falsa lanza en la pierna de Zahel. La hoja esquirlada del hombre bajó un segundo después, deteniéndose entre el hombro y el cuello de Kaladin.
—Estás muerto, hijo —dijo Zahel.
—Tienes una herida de lanza en la pierna —dijo Kaladin, jadeando—. Así no puedes perseguir a Renarin. He vencido.
—De todas formas estás muerto —insistió Zahel con un gruñido.
—Mi trabajo consiste en impedir que mates a Renarin. Y eso es lo que acabo de hacer. Él sigue con vida. No importa si el guardaespaldas muere.
—¿Y si el asesino tuviera un amigo? —preguntó una voz desde atrás.
Kaladin se volvió y descubrió a Adolin, ataviado con la armadura y la hoja esquirlada clavada en el suelo ante él. Se había quitado el yelmo y lo sostenía en una mano, mientras que la otra reposaba en la guarda de la espada.
—¿Y si hubiera dos, muchacho del puente? —insistió Adolin con una sonrisa despectiva—. ¿Podrías luchar contra dos portadores a la vez? Si yo quisiera matar a mi padre o al rey, nunca enviaría a uno solo.
Kaladin se puso en pie, haciendo girar el hombro. Miró a Adolin fijamente. Qué condescendiente. Qué seguro de sí mismo. Qué arrogante, el desgraciado.
—Muy bien —intervino Zahel—. Estoy seguro de que entiende el argumento, Adolin. No es necesario…
Kaladin cargó contra el príncipe y le pareció oír que Adolin se reía mientras se colocaba el yelmo.
Algo hervía en el interior de Kaladin.
El portador sin nombre que había matado a tantos amigos suyos.
Sadeas, majestuoso con su armadura roja.
Amaram, las manos en una espada manchada de sangre.
Kaladin gritó mientras la espada sin embotar de Adolin se precipitaba hacia él con uno de los cuidadosos golpes horizontales de la sesión de prácticas del ojos claros. Kaladin se detuvo en seco, alzó su media lanza y dejó que la espada pasara ante él. Entonces golpeó el filo trasero de la hoja esquirlada con su lanza, desviando el golpe de Adolin e impidiendo el revés.
Kaladin se abalanzó hacia delante y golpeó al príncipe con el hombro. Fue como chocar contra una pared. Sintió un estallido de dolor, pero el impulso, junto con la sorpresa del golpe inesperado, desequilibró a Adolin. Los dos cayeron, y el portador de esquirlada golpeó el suelo con estrépito y un gruñido de sorpresa.
Renarin produjo un estrépito similar al caer al suelo cerca de allí. Kaladin alzó su media lanza como si fuera una daga para clavársela a Adolin en la visera. Por desgracia, este había soltado la espada al caer y alzó una mano enguantada.
Kaladin golpeó con su arma.
Adolin consiguió detener el embate con el guantelete.
El golpe de Kaladin no conectó; en cambio, se encontró volando por los aires, lanzado con toda la fuerza de un portador aumentada por la armadura esquirlada, y se retorció en el aire antes de caer a tres metros de distancia. La arena le rozó el costado y el hombro con el que había golpeado a Adolin le ardió de nuevo de dolor. Kaladin jadeó.
—¡Idiota! —gritó Zahel.
Kaladin gruñó, rodando en el suelo. La cabeza le daba vueltas.
—¡Podrías haber matado al muchacho! —Se dirigía a Adolin, que estaba en algún lugar, muy lejos.
—¡Me atacó! —respondió la voz de Adolin, apagada por el yelmo.
—Tú mismo lo desafiaste. —La voz de Zahel sonó más cerca.
—Entonces él se lo buscó —replicó Adolin.
Dolor. Alguien al lado de Adolin. ¿Zahel?
—Llevas una armadura, Adolin. —Sí, era Zahel arrodillado junto a Kaladin, quien empezaba a recuperar la visión—. No se lanza a un compañero de prácticas sin armadura como si fuera un saco de patatas. ¡Tu padre te enseñó algo mejor que eso!
Kaladin inhaló profundamente y se obligó a abrir los ojos. La luz tormentosa de la bolsa que llevaba en el cinturón lo inundó. «No demasiado. No dejes que lo vean. ¡No dejes que te la quiten!».
El dolor desapareció. Su hombro se recompuso: no sabía si se lo había roto o tan solo se lo había dislocado. Zahel soltó un grito de sorpresa cuando Kaladin volvió a ponerse en pie y arremetió de nuevo contra Adolin.
El príncipe retrocedió y llevó la mano al costado, obviamente invocando a su hoja. Kaladin levantó de una patada su media lanza y la atrapó al vuelo mientras se acercaba.
En ese momento lo abandonaron las fuerzas. La tempestad de su interior se desvaneció sin aviso y él tropezó, jadeando al sentir que el dolor se adueñaba de nuevo de su hombro.
Adolin lo agarró por el brazo con un puño enguantado. La hoja esquirlada del príncipe se formó en su otra mano, pero en ese momento una segunda hoja se detuvo en el cuello de Kaladin.
—Estás muerto —dijo Zahel desde atrás—. Otra vez.
Kaladin se desplomó en mitad del terreno de prácticas, soltando su media lanza. Se sentía completamente agotado. ¿Qué había sucedido?
—Ve a ayudar a tu hermano con sus saltos —ordenó Zahel a Adolin. ¿Por qué podía darle órdenes a los príncipes?
Adolin se marchó y Zahel se arrodilló junto a Kaladin.
—No te inmutas cuando alguien blande una hoja esquirlada ante ti. Es verdad que has luchado antes contra portadores, ¿no?
—Sí.
—Entonces tienes suerte de estar vivo —dijo Zahel, examinándole el hombro—. Eres tenaz. Estúpidamente tenaz. Estás en buena forma, y piensas bien en la pelea. Pero apenas sabes lo que haces contra un portador de esquirlada.
—Yo…
¿Qué podía decir? Zahel tenía razón. Sería presuntuoso decir otra cosa. Dos peleas (tres, si contaba la de hoy) no convertían a nadie en un experto. Soltó un gemido cuando Zahel palpó un tendón lastimado. Más dolorspren en el suelo. Los estaba haciendo trabajar hoy.
—Aquí no hay nada roto —señaló Zahel con un gruñido—. ¿Cómo tienes las costillas?
—Bien —respondió Kaladin, contemplando el cielo mientras permanecía tendido en la arena.
—Bueno, no te obligaré a aprender —dijo Zahel, levantándose—. De todas formas, no creo que pudiera hacerlo.
Kaladin cerró los ojos. Se sentía humillado, pero ¿por qué? Había perdido combates de entrenamiento antes. Sucedía continuamente.
—Me recuerdas mucho a él —añadió Zahel—. Adolin tampoco accedió a que le enseñara. No al principio.
Kaladin abrió los ojos.
—No me parezco a él.
Zahel soltó una carcajada antes de levantarse para marcharse, riendo, como si acabaran de contarle el mejor chiste del mundo. Kaladin continuó tendido en la arena, mirando al cielo azul, escuchando los sonidos de los hombres que entrenaban. Al cabo de un rato, Syl llegó revoloteando y se posó sobre su pecho.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Kaladin—. Me he quedado sin luz tormentosa. Noté como desaparecía.
—¿A quién estabas protegiendo? —quiso saber Syl.
—Yo… estaba entrenándome, como cuando practicaba con Cikatriz y Roca en los abismos.
—¿De verdad era eso? —preguntó Syl.
No lo sabía. Permaneció allí tendido, contemplando el cielo, hasta que por fin recuperó el aliento y se obligó a ponerse en pie con un gruñido. Después de sacudirse el polvo, fue a comprobar cómo estaban Moash y los demás guardias. Mientras tanto, inspiró un poco de luz tormentosa y surtió efecto: sanó lentamente su hombro y alivió sus magulladuras.
Las físicas, al menos.