CINCO AÑOS ANTES
A Shallan le encantaba estar al aire libre. Allí, en los jardines, las personas no se gritaban unas a otras. Allí reinaba la paz.
Por desgracia, era una paz falsa: una paz de cortezapizarra cuidadosamente plantada y enredaderas cultivadas. Una mentira, diseñada para divertir y distraer. Cada vez ansiaba más escapar y visitar sitios donde las plantas no fueran recortadas para darles forma, donde la gente no anduviera de puntillas, como temiendo causar un desprendimiento de rocas. Un lugar lejos de los gritos.
Un viento fresco bajó desde las montañas y barrió los jardines, haciendo que las enredaderas se contrajeran. Shallan se mantenía apartada de los lechos de flores, y los estornudos que la causarían, y estudiaba en cambio una sección de recia cortezapizarra. El cremlino que dibujaba se volvió hacia el viento, retorciendo sus enormes palpos, antes de volverse para seguir mordiendo la cortezapizarra. Había muchísimos tipos de cremlinos. ¿Alguien había intentado contarlos todos?
Por suerte, su padre poseía un libro de dibujos (una de las obras de Dandos el Ilustre), y ella lo había utilizado para aprender, dejándolo abierto a su lado.
Se oyó un grito en la mansión cercana. La mano de Shallan se envaró, trazando una línea errática en el dibujo. Inspiró profundamente y trató de concentrarse en su trabajo, pero otra serie de gritos se lo impidió. Soltó el lápiz.
Casi había agotado las páginas que su hermano le había llevado la última vez. Helaran regresaba cuando menos se lo esperaba, pero nunca durante demasiado tiempo, y cuando llegaba, su padre y él se evitaban.
Nadie en la mansión sabía adónde iba cuando se marchaba.
Shallan perdió el sentido del tiempo mientras contemplaba la hoja de papel en blanco. Le sucedía a veces. Cuando alzó los ojos, el cielo empezaba a oscurecer. Casi era la hora de la fiesta de su padre, unos festejos que en los últimos tiempos celebraba regularmente.
Shallan guardó sus cosas en el zurrón, se quitó el sombrero con el que se protegía del sol y regresó a la mansión. Alto e imponente, el edificio era un ejemplo del ideal veden. Solitario, fuerte, dominante. Una obra de bloques cuadrados y ventanas pequeñas, cubierto de liquen oscuro. Algunos libros decían que mansiones como esta eran el alma de Jah Keved: estados aislados en los que cada brillante señor gobernaba con independencia. En opinión de Shallan, esos autores idealizaban la vida rural. ¿Habían visitado alguna vez una de esas mansiones, experimentado en persona el auténtico aburrimiento de la vida campestre, o simplemente fantaseaban al respecto desde la comodidad de sus ciudades cosmopolitas?
Ya dentro de la casa, Shallan subió las escaleras para dirigirse a sus aposentos. Su padre querría que estuviera bella para la fiesta. En su habitación habría un vestido esperándola para que lo luciera mientras permanecía sentada en silencio, sin interrumpir la conversación. Su padre nunca lo había manifestado de manera expresa, pero ella sospechaba que lamentaba que hubiera vuelto a hablar.
Tal vez no quería que hablara de las cosas que había visto. Shallan se detuvo en el pasillo con la mente en blanco.
—¿Shallan?
Salió de su ensimismamiento y encontró a Van Jushu, su cuarto hermano, que la seguía por las escaleras. ¿Cuánto tiempo llevaba allí de pie mirando a la pared? ¡La fiesta empezaría pronto!
Jushu llevaba la chaqueta desabrochada y mal puesta, el pelo revuelto, las mejillas encendidas por el vino. No llevaba gemelos ni cinturón, que en su momento fueron piezas hermosas, cada una con una gema brillante. Los habría perdido jugando.
—¿Por qué gritaba nuestro padre antes? —preguntó ella—. ¿Estabas con él?
—No —respondió Jushu, pasándose la mano por el pelo—. Pero lo oí. Balat ha empezado a encender fuegos de nuevo. Casi quemó el edificio de los criados. —Su hermano pasó de largo, tropezó y se agarró a la barandilla para no caer.
A su padre no iba a gustarle que el joven llegara en semejante estado a la fiesta. Más gritos.
—Idiota maldito por las tormentas —masculló Jushu mientras Shallan lo ayudaba a erguirse—. Balat se está volviendo loco. En esta familia soy el único que queda con un poco de sensatez. Volvías a mirar la pared, ¿no?
Ella no respondió.
—Tendrá un vestido nuevo para ti —añadió Jushu, mientras ella lo ayudaba a llegar a su habitación—. Y para mí solo maldiciones. Hijo de puta. Él amaba a Helaran, y ninguno de nosotros somos él, así que no importamos. ¡Helaran no está aquí nunca! Traicionó a nuestro padre, casi lo mató. Y, sin embargo, es el único que cuenta…
Pasaron ante los aposentos de su padre. La pesada puerta estaba entreabierta y una doncella arreglaba la habitación, lo que permitió a Shallan ver la pared del fondo.
Y la brillante caja fuerte.
Estaba oculta tras un cuadro de una tormenta en el mar que no hacía nada para disimular el poderoso brillo blanco. Justo detrás del lienzo vio el contorno de la caja fuerte ardiendo como un incendio. Se tambaleó y se detuvo.
—¿Qué estás mirando? —preguntó Jushu, agarrado a la barandilla.
—La luz.
—¿Qué luz?
—Detrás del cuadro.
Él entornó los ojos al tiempo que se inclinaba hacia delante.
—¿De qué hablas, en nombre de los Salones, niña? ¿Te volviste loca cuando lo viste matar a nuestra madre? —Jushu se zafó de ella, maldiciendo en voz baja—. Soy el único en esta familia que no se ha vuelto loco. El único, por las tormentas…
Shallan se quedó contemplando aquella luz. Allí se ocultaba un monstruo.
Allí se ocultaba el alma de su madre.